domingo, 6 de septiembre de 2015

El pequeño vampiro. Capítulo IV. De Ángela Sommer

La punta misteriosa

El sábado empezó como de costumbre. Después del desayuno el padre se fue de compras. La madre se había lavado el pelo y ahora estaba ocupada en instalar el secador. Antón la ayudaba a ello.
—¿Vais a ir de nuevo al cine? —preguntó con acentuado desinterés mientras conectaba en el enchufe de detrás del sofá el cable prolongador.
—Puede ser —dijo la madre—, pero quizá papá tenga que irse otra vez a la oficina.
—¿A la oficina otra vez? — exclamó estupefacto Antón.
—Bueno —dijo la madre poniéndose el casco sobre la cabeza—, no importa. Tampoco puedo ir sin él al cine.
—Ah, bueno —dijo aliviado Antón.
Al pensar que su madre pudiera quedarse en casa le había corrido un escalofrío por la espalda, pues, en definitiva, ¡esperaba visita!
La madre, entre tanto, había encendido el aparato y Antón huyó del ruido refugiándose en su habitación, donde había preparado todo para el visitante nocturno. De la estantería habían desaparecido libros enteros que podían desagradar al vampiro: los últimos dos tomos de King—Kong, los tebeos de Tarzán y los libros de Supermán. En su lugar había ahora dos libros nuevos: uno de ellos, en cuyas pastas negras se veía un gigantesco murciélago, llevaba en letras rojas brillantes el título Vampiros: Las doce historias más terribles. El otro, con una encuadernación lila, se llamaba La venganza de Drácula. Antón había colocado los dos libros de forma que el vampiro tuviera que verlos necesariamente. Del armario colgaba un póster que Antón mismo había pintado la noche anterior. Mostraba a un vampiro en el preciso momento de levantarse de la tumba. Particularmente logrados encontraba Antón el rostro, pálido como el de un muerto, con los ojos ensombrecidos de negro a su alrededor y la roja boca, ya medio abierta, de la que salían los colmillos, agudos como cuchillos.
—¡liih! —había gritado la madre al descubrir el cuadro—. ¿Tienes que pintar esas cosas tan horribles?
—¿Cómo que horribles? —había respondido Antón mientras repintaba cuidadosamente los dientes con algo de blanco opaco para que brillaran con más fuerza aún.
—¡Pero mira esa cara! —había exclamado la madre—. ¡Con eso vas a tener pesadillas!
«Seguro que al vampiro le va a gustar», se había consolado Antón.
Satisfecho, observaba ahora su obra. ¡También los túmulos del fondo, con sus lápidas ladeadas y sus cruces, creaban un ambiente admirablemente horripilante!
¿Debería incluir quizá un par de murciélagos más? Realmente eran difíciles de pintar. Tomó de la estantería el libro con las doce historias más terribles de vampiros y observó el murciélago de la cubierta. Repugnante sí que era, y también le iba bien a su cuadro..., pero Antón prefirió retrasar la decisión hasta el día siguiente y se echó entonces cómodamente en su cama.
Había empezado a leer la primera historia del libro el día anterior. Trataba de una fiesta de disfraces a la que los invitados se habían presentado con todos los disfraces que se pueda imaginar... y uno había ido de vampiro. Su disfraz era tan bueno que todos huían y se asustaban de él. Cuando a medianoche tuvieron que quitarse los disfraces, él se quedó tal como estaba, y de repente todos se dieron cuenta de que... ¡no estaba disfrazado en absoluto!
Mientras Antón leía, regresó su padre, sonó dos veces el teléfono, la aspiradora zumbó, corrió agua en la bañera..., pero a Antón no le molestó nada. Sólo al resonar un potente y prolongado grito de dolor apartó la vista de su historia y escuchó con atención.
«¿Ha sido en nuestra casa?», pensó.
—¡Mi pie! —oyó entonces quejarse a su madre.
—¡Pero, bueno, ¿cómo es que te subes a la silla de tijera? —dijo el padre—. ¿Para qué tenemos la escalera?
—Sí—dijo enojada la madre—, ¡ahora, cuando ya es demasiado tarde!
—Intenta andar.
—¡Ay!
—Mueve el pie.
—¡No puedo!
—¿Te pasa algo, mamá? —gritó Antón desde el pasillo.
—Sí, me he torcido el pie —contestó la madre.
—¿Es grave? —preguntó Antón.
—Sí —dijo la madre—, de momento no puedo apoyarlo en el suelo.
Antón oyó cómo su madre iba cojeando por el pasillo hasta la sala de estar, y mientras él se ponía de pie y volvía a colocar el libro en la estantería, pensó si ella podría ir al cine con un pie torcido... «Depende —pensó—. Si es el pie derecho..., con él sólo tiene que pisar el acelerador...»
Pero era el pie izquierdo el que tenía la madre apoyado encima de la silla delante de sí y el que observaba con una mirada de dolor.
—¡Qué mala pata —dijo ella—, ahora se va a poner completamente hinchado!
—Podrías ponerte compresas frías —propuso Antón.
—Una buena idea —dijo el padre.
—¿Voy a la farmacia? —preguntó Antón.
—¡Sería muy amable por tu parte! —se alegró la madre.
—Hombre, se da por supuesto —dijo Antón.
—Bueno —gruñó el padre—, tampoco es tan por supuesto. Aún me acuerdo de cuando tú...
—Deja de criticar —lo interrumpió la madre. A Antón le dijo—: Pregunta, por favor, qué es lo mejor para las torceduras.
El caso es que Antón se pasó la tarde enrollando al tobillo de su madre paños fríos empapados en acetato de aluminio. Hacía mucho que su padre se había ido a la oficina y Antón dijo por décima vez:
—¡Seguro que ahora tu pie está muchíííísimo mejor!
—Casi podría tener la impresión de que quieres deshacerte de mí esta noche —dijo la madre.
—¿Y eso por qué? —exclamó Antón intentando dar a su voz un tono de indignación.
—Bueno —dijo la madre riéndose—, de papá no tienes nada que temer: está en la oficina. Pero conmigo no habías contado y ahora intentas curarme por todos los medios.
—Pero, mamá... —dijo Antón.
Pero su protesta resultó poco convincente.
—Sea como sea..., ya me he decidido de todas maneras —añadió sonriendo la madre—: ¡Me quedo en casa!
Antón notó cómo se ponía pálido.
—¿Y sabes una cosa? Vamos a pasar una velada muy agradable, ¡nosotros dos solos!
De repente, a Antón se le hizo un nudo tan grande en la garganta que no pudo articular ningún sonido.
—Antón —dijo la madre—, ¿tan mal te parece?
—Nnn... no —tartamudeó.
—Nos hacemos té, jugamos al «Endemoniado»... ¡Ah, pero si es magnífico! —se entusiasmó ella—. O también podemos ver la televisión, si quieres. ¿Es por eso por lo que estás tan asustado? ¿Estás pensando que no te voy a dejar ver la televisión?
—No —dijo Antón en voz baja.
—¿Qué es entonces?
—Nada —murmuró mirando por la ventana: ¡ya empezaba a oscurecer!—. Me voy a mi habitación —dijo—, quiero leer.
¡Ahora, naturalmente, se había echado todo a perder! ¡Si solamente supiera cómo podía prevenir al vampiro...! ¡Si hubiera solamente una posibilidad de comunicarse con él! Antón se echó sobre su cama y enterró la cabeza bajo el cobertor.
Se sintió abandonado por todo el mundo, desamparado y triste. ¡Llevaba una semana esperando aquella noche!
Entonces golpearon en la ventana..., al principio tan suavemente que Antón pensó que se había equivocado. Pero entonces volvieron a golpear, y como alcanzado por un rayo saltó de la cama, corrió a la ventana y echó los visillos a un lado: ¡en el alféizar estaba sentado el vampiro! Sonreía y hacía señas a Antón de que le dejara entrar. Con un rápido vistazo atrás Antón se aseguró de que la puerta de su habitación seguía cerrada como antes; entonces abrió la ventana. Su corazón latía rápido y con fuerza, y sus manos temblaban cuando levantó el cerrojo.
—Hola —dijo el vampiro—, me alegro de verte.
—¡Pssst! —susurró Antón—. ¡El enemigo está al acecho!
—Ah, vaya —dijo el vampiro.
—Mi madre —susurró Antón— se ha torcido el pie.
Realmente el vampiro no parecía estar especialmente intranquilo. Más bien miraba con ojos resplandecientes a la puerta y se relamía.
—¿No irás acaso a...? —tartamudeó Antón.
La sospecha que surgió de pronto en él era tan horrible que no se atrevió a expresarla. Pero el vampiro lo había entendido. Puso cara de abochornado y dijo:
—No, no, no te preocupes. Además, ya he comido.
Al mismo tiempo soltó una sonora carcajada que hizo estremecerse de horror a Antón.
En ese momento, el vampiro se fijó en los libros.
—Vampiros: Las doce historias más terribles —leyó, y agradablemente sorprendido preguntó—: ¿Es nuevo?
Antón asintió.
—Y ese de ahí también: La venganza de Drácula.
—¿La venganza de Dráculo?
El vampiro tomó casi con ternura el libro en las manos.
—¡Eso suena bien!
—¿Has traído el otro? —preguntó Antón.
—Ejem... —dijo el vampiro tosiendo confuso—, lo tiene ahora mi hermana.
—¿Tu hermana pequeña? —exclamó Antón.
—Bueno... ya te lo devolveré. Me suplicó tanto que no pude negarme. —Y mientras guardaba rápidamente bajo su capa La venganza de Drácula, dijo—: La semana que viene te traeré los dos.
—Está bien —dijo Antón—. Por cierto, ¿qué te parece mi cuadro?
Señaló orgulloso el póster del armario.—
—¿Lo has hecho tú?
El vampiro contrajo la comisura de los labios en un gesto de aprobación.
—No está mal.
—¿Y qué te parece el vampiro?
—¡Bien! Pero quizá la boca es demasiado roja.
—¿Demasiado roja? ¡Pero si la tuya es también tan roja!
—Bueno, sí —dijo el vampiro tosiendo—, es que yo he... comido.
—Ah, vaya —murmuró Antón—, eso, claro, no lo sabía. Pero lo puedo pintar por encima otra vez —dijo.
De repente oyó que se abría la puerta de la sala de estar.
—¡Mi madre! —exclamó—. ¡Rápido, dentro del armario!
—Pero ¿por qué? —preguntó el vampiro queriendo ir hacia la ventana—. Si puedo también...
—No, no —dijo Antón—, ella se irá enseguida.
Entonces llamaron a la puerta de Antón.
—Antón —exclamó la madre—, ¿tomamos té?
—Ah —dijo Antón mientras iba hacia la puerta y pensaba esforzadamente, al mismo tiempo, una excusa—, no tengo ninguna sed.
Abrió la puerta sólo un resquicio.
—¿Y el «Endemoniado»? ¿Qué te parece?
—Mi libro está en estos momentos tan interesante...
—Antón —dijo la madre con voz preocupada intentando acechar la habitación por encima de su cabeza—, ¿no estarás enfermo? ¿Te encuentras mal?
—¿Por qué dices eso?
—Hay en tu cuarto un olor tan raro... Antón, ¿acaso has jugado con cerillas?
—¿Yoooo...? —exclamó indignado Antón—. ¡No!
—Hay algo raro aquí —declaró la madre, y, decidida, hizo a un lado a Antón y entró cojeando en la habitación. Miró desconfiada a su alrededor, pero, a todas luces, no pudo descubrir nada de particular. Luego su mirada cayó sobre el armario y con la exclamación: «Sí, ¿y esto qué es?», agarró la misteriosa punta de tela negra que sobresalía de la puerta cerrada del armario y tiró de ella.
—¡Ay! —gritó una voz apagada desde el interior del armario—. ¡Mi capa!
Antón se había puesto blanco como la tiza.
—Un amigo mío —dijo rápidamente colocándose ante la puerta del armario como protección.
—¿Y por qué está en el armario? —preguntó la madre.
—Porque... es algo fotófobo.
—Ya, ya, fotófobo —dijo la madre—; a pesar de ello me gustaría verlo.
—No, eso es imposible.
—¿Y por qué?
—Porque..., hoy ha venido con su disfraz de carnaval.
—¿Con su disfraz de carnaval? —se rió la madre—. ¡Pues eso es una razón más para verlo! ¡Pregúntale si quiere tomar el té con nosotros!
Antón negó con la cabeza.
—Seguro que no quiere. No toma precisamente... té.
—¿No? ¿Entonces qué?
Procedente del armario se oyó un fuerte graznido.
—¿Bebe quizá... zumo? —preguntó la madre.
—¡Si está muy rojo! —gruñó el vampiro desde el armario.
La madre se sobresaltó.
—Zumo rojo no tengo —dijo—, pero sí gaseosa.
—¡Gaseosa..., puff! —bufó el vampiro.
—Bien, pues entonces nada —dijo ofendida la madre—. Voy a preparar el té.
Dicho esto, fue cojeando hacia la puerta.
Apenas había desaparecido, cuando el vampiro salió del armario tambaleándose y tomando aire. Su rostro estaba aún más pálido que de costumbre y sus dientes castañeteaban unos contra otros horriblemente alto.
—¿Y ahora? —preguntó Antón, que andaba agitado de un lado a otro de la habitación.
—¡Yo me voy volando! —declaró el vampiro con voz de ultratumba.

—Pero no puedes dejarme en la estacada —exclamó Antón—. ¿Qué voy a decirle a mi madre cuando pregunte dónde estás?
—Dile que... —empezó el vampiro; pero entonces oyeron ambos otra vez los pasos de la madre en el pasillo.
—¿Venís? —preguntó.
Sin una palabra más el vampiro se elevó en el aire y salió volando de allí.
—¿Dónde está tu amigo? —preguntó la madre en la puerta, sorprendida.
—Él..., ejem —dijo Antón—, pues ahora se ha ido al carnaval.
—¿Al carnaval? —se sorprendió la madre—. ¿En mitad del verano?
—¿Por qué no? —murmuró Antón.
La madre lo miró dudando.
—Vaya amigos tan raros que tienes —dijo.
—¿Por qué amigos? —gruñó Antón—. Ése era sólo uno.
—¡Pero qué uno! —se rió la madre—. ¡Espero poderlo ver fuera del armario la próxima vez! Por cierto, no he oído en absoluto cómo se iba.
—Es que es muy discreto —dijo Antón. «Buff —pensó—, ahora preguntará por qué al venir no ha tocado el timbre. ¿Y qué le digo yo entonces?»
Pero afortunadamente sonó en ese preciso momento el reloj minutero en la cocina.
—¡Oh! —exclamó la madre—. El té está listo. ¿Vienes?
Antón asintió.
—Estupendo —dijo ella—, y no te olvides de cerrar la ventana. Si no te van a entrar polillas en la habitación.
—O vampiros —dijo Antón; pero esto ya no lo había oído su madre.
Antón se acercó tristemente a la ventana. ¡Y esto había sido su sábado, del que tanto había esperado! En fin, ¡quizá la próxima semana saldría mejor! Cerró la ventana y corrió los visillos.
—¡Ya voy —exclamó—, y además llevo el «Endemoniado»!

Mientras tomaban el té la madre preguntó:
—¿De qué se había disfrazado tu amigo?
—Ah, él; se había disfrazado de..., eh... —murmuró Antón carraspeando larga y continuamente—, o sea, él iba... —¿Debía decir la verdad? De todos modos, su madre no le iba a creer.
Ella se rió.
—¿Es qué es tan difícil de explicar?
—En cierto modo, sí —dijo Antón—. Bien, iba de... ¡vampiro!
—¿Vampiro? —exclamó la madre rompiendo en una efusiva carcajada—. ¡Qué lastima que no lo haya visto!
—Seguro que volverá a llevar a menudo el disfraz —dijo Antón para consolarla. Y poniéndose alegre de repente añadió—: Es más, en realidad casi siempre lo lleva puesto.
Pero la madre no le creyó. Sólo se rió aún más alto exclamando:
—¡Definitivamente, Antón, tú lees demasiadas historias de terror! ¡Ya sólo falta que me cuentes que no se ha ido por la puerta, sino que se ha ido volando!
—Bueno, si ya lo sabes... —dijo Antón. ¡Los adultos siempre creen tener el patrimonio de la sabiduría!
—¡Pero, Antón —dijo conciliadora la madre—, no vamos a pelearnos por los vampiros! Ven, ahora vamos a jugar al «Endemoniado», ¿de acuerdo?
—Sí —gruñó Antón. ¿Acaso había querido pelearse él por los vampiros?
Suspirando colocó el tablero, repartió las fichas y ofreció el dado a la madre.
—Te toca.
—¿Por qué yo?
—El más débil empieza.

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