jueves, 27 de octubre de 2011

Matar a un niño, de Stig Dagerman



Es un día suave y el sol esta oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. 
Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto, en el tercer pueblo, por un hombre feliz. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre que se afeita dice que hoy harán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra atraviesa la cocina, y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado de la bomba de bencina roja, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira en una cámara, y en el cristal ve un pequeño carro azul, y a su lado a una muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de bencina ajusta la tapa del tanque y asegura que tendrán un bonito día. 
La muchacha se sienta en el carro, y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar, y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los vidrios bajados, oye la muchacha, en el asiento delantero, lo que él habla; ella cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el carro se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y se goza del brillo y del olor de bencina y de ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el carro, y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre.
Pero, al mismo tiempo que, en el primer pueblo, el hombre cierra la puerta izquierda del carro y tira el botón de arranque, en el tercer pueblo, la mujer abre su alacena, en la cocina, y no encuentra el azúcar. El niño, que ha abrochado su camisa y que ha amarrado los cordones de sus zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos, y el negro bote que está medio varado sobre el pasto. El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y, en ese momento, pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan, la crema y las moscas. Sólo el azúcar falta, y la madre ordena a su hijo que corra donde los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y mientras el niño abre la puerta, le grita el padre que se dé prisa, porque el bote espera en la ribera. Remarán tan lejos como nunca antes remaron. Cuando el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces que saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan 8 minutos para vivir y que el bote permanecerá allí donde está todo el día y muchos otros días. No es lejos lo de los Larsson: únicamente cruzar el camino, y mientras el niño corre atravesándolo, el pequeño carro azul entra en el otro pueblo. Es un pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que está en su cocina con las tazas de café levantadas y observan al carro venir por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí.
Va muy rápido, y el hombre en el carro ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises. Sopla verano por la ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El carro se mantiene seguro en medio del camino. Están solos todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y a campo abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y fuerte, y en el codo derecho siente el cuerpo de su futura mujer. No es ningún hombre malo. Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a una mosca, pero sin embargo, pronto matará a un niño. 
Mientras avanzan hacía el tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega que no los abrirá hasta que puedan ver el mar, y al compás de los muelles tumbos del carro, sueña en lo terso que estará. ¿Por qué la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz y un minuto antes de que una mujer grite de horror, puede cerrar los ojos y soñar en el ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote con callados remos ? Después, todo es demasiado tarde. Después, está un carro azul al sesgo en el camino, y una mujer que grita retira la mano de la boca, y la mano sangra. 
Después, un hombre abre la puerta de un coche y trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí. Después hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara duramente apretada contra el camino. Después, llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beber su café, que salen corriendo desde la verja y ven en el camino un espectáculo que jamás olvidarán. -Porque no es verdad que el tiempo cure todas las heridas-. El tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a su hijo a través del camino para pedirla prestada; e igualmente, mal cura la congoja del hombre feliz, que lo mató. Porque el que ha matado a un niño, no va al mar. El que ha matado a un niño vuelve lentamente a casa en medio del silencio, y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las sombras son más oscuras, y cuando se separan todavía es en silencio; y el hombre que ha matado a un niño sabe que este silencio es su enemigo, y que va a tener que necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no fue su culpa. Pero sabe que esto es mentira, y en sus sueños de las noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para "hacer este solo minuto diferente".
Pero tan cruel es la vida para el que ha matado a un niño, que después todo es demasiado tarde.

domingo, 23 de octubre de 2011

Día duro, de Antonio Dal Masetto



A las 10.20 del sábado la adolescente se despierta, se coloca boca arriba en la cama y se queda mirando el cielo raso sin moverse durante media hora.
A las 10.50 se levanta y enciende el televisor. Cambia de canal, vuelve a cambiar, se queda unos minutos en un programa de dibujos animados, apaga.
A las 11.05 sale de su habitación, lee una nota que le dejaron sobre la mesa del living, murmura:
- Ufa.
A las 11.20 levanta el tubo del teléfono para comprobar si tiene tono.
A las 11.35 se prepara un té. Lo toma mirando por la ventana, mientras con el dedo escribe varias veces su nombre en el vidrio empañado.
A las 12.05 empieza a ordenar su habitación pero enseguida abandona.
A las 12.30 se para en medio del living y, en voz alta, declara: - Estoy aburrida.
A las 12.35 se sienta en un sillón con una pila de revistas sobre las rodillas, las hojea rápido y las va tirando al piso.
A las 12.45 deja el sillón, va a la cocina, abre la heladera, pellizca un poco de tarta y toma un trago de leche directamente de la botella.
A las 12.50 repite:
- Estoy aburrida.
A las 13 enciende el televisor.
A las 13.05 apaga el televisor, enciende la radio y sintoniza un programa de rock. A las 13.20 se para delante del espejo, se mira largo y dice:
- Estoy fea.
A las 13.30 toma una hoja en blanco, una lapicera, se sienta a la mesa y escribe un poema que titula Aunque nadie me entienda.
A las 14.10 regresa al espejo, se estudia con cuidado y dice:
- Estoy gorda.
A las 14.20 hace flexiones.
A las 14.25 revuelve en un cajón, encuentra un atado de cigarrillos empezado, prende uno, pega un par de pitadas, tose, apaga el cigarrillo.
A las 14.30 suspira con fuerza:
- Ufa.
A las 14.50 abre una ventana, cierra los ojos y se promete solemnemente que nunca nunca nunca más en la vida esto y nunca nunca nunca más en la vida aquello.
A las 15.10 va al teléfono para verificar si sigue teniendo tono.
A las 15.25 enciende el televisor.
A las 15.30 apaga el televisor.
A las 15.40 llama a una amiga. Se cuentan lo que cada una hizo el día anterior, hablan de conocidos comunes. La lengua del adolescente se va poniendo filosa y son varios los nombres femeninos y masculinos que caen bajo sus dardos.
A las 16.20 termina la charla. De nuevo la adolescente empieza a ordenar su habitación.
A las 16.30 interrumpe la tarea y se sienta a escribir otro poema. Titulo: Algún día lo sabrás y será tarde”.
A las 17.10 suspira y murmura:
- Así es el mundo.
A las 17.25 se para delante del teléfono, lo mira unos minutos, comienza a marcar muy despacio y cuelga sin completar el número.
A las 17.35 abre un armario, saca una caja que contiene fotos, las desparrama sobre la cama y se recuesta a mirarlas.
A las 17.40 rompe una foto en pedazos muy pequeños y guarda las demás.
A las 17.50 vuelve a sentarse a la mesa con una hoja de papel en blanco. Piensa, muerde la lapicera. No le sale. Suelta un gran suspiro, la hoja se desplaza y cae al piso.
A las 18.10 suena el teléfono. La adolescente corre a atender y en el camino voltea una silla. Antes de levantar el tubo se contiene, hace una pausa, respira hondo y cuando dice hola su voz suena indiferente y un poco misteriosa. Mantiene un diálogo en el que sólo emite afirmaciones y negativas. Sí, no, bueno, está bien, no, sí.
A las 18.25 interrumpe el diálogo:
- Estoy con gente, llamame en quince minutos.
A las 18.45 llaman: la adolescente deja que el teléfono suene media docena de veces. Atiende. Desde el otro lado reanudan el interrogatorio y ella contesta con la misma apatía. Sí, no. No, sí. Después, poco a poco, se vuelve locuaz. El tono de sus respuestas se endurece y se ablanda. Va y viene. Aunque nunca se inclina demasiado ni para un lado ni para el otro, y resulta evidente que la adolescente está regulando con cuidado su estrategia para poder seguir manejándose desde una posición de fuerza.
A las 19.10 como quien otorga un favor, acepta concurrir a una cita dentro de media hora.
A las 19.15 cuelga, levanta los brazos, suelta un gritito y baila alrededor de la mesa.
A las 19.20 corre a cambiarse de ropa y hay gran ruido de cajones que se abren y se cierran.
A las 19.35 se mete en el baño, se peina, se pinta los ojos y canta en voz baja.
A las 19.50 se pone la campera y se prepara para salir. Llega hasta la puerta, pega media vuelta, se para delante del espejo, se mira de frente, se mira de perfil derecho, se mira de perfil izquierdo, nuevamente de frente. Dice:
- Qué linda que soy.

Se va.

lunes, 17 de octubre de 2011

El cerdito, de Juan Carlos Onetti


La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.
Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto.
Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que envolvían dulce de membrillo.
Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, por que había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepados los escalones.
Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos.
Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina.
Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:
-Dale otro golpe. Por si las dudas.
Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.

domingo, 2 de octubre de 2011

El Cazador, de John Collier


Un joven llamado Alan está locamente enamorado de una tipa llamada Dayana. En realidad ella se ha acostado con media ciudad de Londres, con todos menos con él. Como dijo Óscar Wilde (mi escritor favorito) “la diferencia entre un amor eterno y un capricho, es que el capricho dura más”, así que estaba encaprichado. Desesperado, loco de amor, no sabe qué hacer, un amigo le da la dirección de un hombre raro que tiene fama de alquimista, que vive en un altillo. Entonces va y le presenta su tarjeta a ese hombre:
-¡Oh!, ¡míster Alan!
Y le arroja sobre la mesa la tarjetita como si fuera un objeto pringoso y sucio.
-Espero que sea cierto lo que me han dicho, que según usted tiene toda clase de pócimas extraordinarias…
-Ah sí-le dice el brujo-yo solamente vendo cosas de efectos extraordinarios, por ejemplo, fíjese en esta botella que tengo acá, este líquido es incoloro, inodoro e insípido, parece agua, sin embargo, basta una cucharadita para tratar especialmente a una persona. Se mezcla con el café, el té o cualquier otra bebida y la persona nada nota, tampoco quedan rastros en la autopsia…
-Pero, ¿qué me está diciendo?, eso… ¡eso es un veneno!
-Yo no emplearía una palabra tan fea como veneno, llamémoslo detergente. Es un detergente de personas-le alude el viejo alquimista.
-Perdóneme, pero no sé de qué me está hablando. No, no, no, no me gusta el lenguaje que usted usa.
-Dispénseme, soy un cínico, no me tiene que tomar en serio. No hay como darles a las personas una buena dosis de lo que quieren para que después quieran otra cosa, aunque sea más cara, como cuando nuestro amado o amada nos da un beso y después resulta que queremos más. Mi detergente de personas lo cobro muy caro, esa cucharadita de té que yo le dije, que es suficiente para tratar a cualquiera la cobro a $50, 000.00, ni un centavo menos.
-¡Pero yo no quiero nada de eso! Más bien busco el polo opuesto, todo lo contrario, busco el amor.
-Ya sé que no venía a buscar eso, mi estimado míster Alan. Mi filosofía de la vida es la misma que la de los narcotraficantes de nuestro estado y de todo el mundo, la primera te la regalo y la segunda te la vendo. La gente eventualmente compra lo más caro aunque deba ahorrar, ya entenderá, no se preocupe. Quiero que sepa que mis pócimas de amor son terriblemente efectivas. Figúrese, basta hacerle beber una pequeña dosis a una chica para que ella cambie su manera de ser, de la indiferencia pasa a la adoración. Si le gustan las fiestas, a partir de ahora, las va a detestar, va a tener miedo de que en alguna fiesta usted conozca a otra chica y se la robe. No va a querer que se ponga frente a las corrientes de aire por miedo a que usted se enferme. ¿Usted fuma?
-De vez en cuando, uno que otro.
-Entonces lo va a obligar a dejar de fumar. Bastará que usted llegue un minuto tarde a la casa para que ella se aterre, solamente va a desear en el mundo estar a solas con usted, se interesará por todos sus pensamientos, dónde ha estado, qué hizo, qué hará después, a qué horas vuelve, nunca se va a separar de usted, jamás le concederá el divorcio, eso será lo último en la vida que pueda suceder.
-¡Eso quiero yo!, ¡ése es el verdadero amor!, que piense solamente en mí.
-¡Oh!, va a pensar solamente en usted.
-Perdone usted, la pócima de amor, ¿cuánto vale? Espero que no sea tan cara como el detergente de personas…
-No, ése vale $50,000.00. Ni un peso menos. Mis pócimas de amor las cobro mucho más baratas, es prácticamente gratis, la cobro a un peso.
-¡¡¡¿¿¿Un peso???!!!-dijo míster Alan exaltado-¿por esta maravilla, por esta fuente de felicidad, me va a cobrar un peso?
-Sí, y la primera te la regalo.
-¡Muchas gracias, señor!, ¡muchas gracias! Usted me ha dado la felicidad, la felicidad que tanto busqué. Gracias nuevamente, y adiós.
-Nunca utilice la palabra “adiós”, mejor diga “hasta la vista”. ¡Hasta pronto joven Alan!
A la semana siguiente, Alan regresa al consultorio del brujo, pálido, desesperado y con una cara que daba lástima, el brujo lo mira y le pregunta:
-¿Viene por el detergente de personas, míster Alan?
-No, no lo ocupé, brujo estúpido, yo la maté con mis propias manos. La policía me anda buscando, y hoy he venido a cobrármelas contigo. Querías pasarte de astuto conmigo, ¿no es así? ¡Bien sabías que lo que iba a suceder!, pero una cosa sí te digo… ¡esto no se va a quedar así porque si caigo yo, caemos todos!
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