sábado, 15 de septiembre de 2018

La iglesia que había en Antioquía. Rudyard Kipling


Cuando Pedro vino a Antioquía,
yo me enfrenté a él cara a cara y le reprendí.
Carta de san Pablo a los gálatas 2:11
La madre, una viuda romana, devota y de alta cuna, decidió que al hijo no le hacía ningún bien continuar en aquella Legión del Oriente tan próxima a la librepensadora Constantinopla, y así le procuró un destino civil en Antioquía, donde su tío, Lucio Sergio, era el jefe de la guardia urbana. Valens obedeció como hijo y como joven ávido por conocer la vida, y en ese momento llegaba a la puerta de su tío.
—Esa cuñada mía —observó el anciano— sólo se acuerda de mí cuando necesita algo. ¿Qué has hecho?
—Nada, tío.
—O sea que todo, ¿no?
—Eso cree mi madre, pero no es así.
—Ya lo veremos.
—Tus habitaciones se encuentran al otro lado del patio. Tu… equipaje ya está allí… ¡Bah, no pienso interferir en tus asuntos privados! No soy el tío de lengua áspera. Toma un baño. Hablaremos durante la cena.
Pero antes de esa hora «Padre Serga», que así llamaban al prefecto de la guardia, supo por el erario que su sobrino había marchado desde Constantinopla a cargo de un convoy del tesoro público que, tras un choque con los bandidos en el paso de Tarso, entregó oportunamente.
—¿Por qué no me lo dijiste? —quiso saber su tío mientras cenaban.
—Primero debía informar al erario —fue la respuesta.
Serga lo miró y dijo:
—¡Por los dioses! Eres igual que tu padre. Los cilicios sois escandalosamente cumplidores.
—Ya me he dado cuenta. Nos tendieron una emboscada a menos de ocho kilómetros de Tarso. ¿Aquí también son frecuentes esas cosas?
—Veo que no tardas en adaptarte. No. No lo son; pero Siria es una provincia autónoma que depende directamente del emperador, no del Senado. Tenemos a un lado todo el Oriente libre, la escoria del Mediterráneo al otro, y la ciénaga de Judea al sur. Todo es posible en Siria. ¿Te agrada la perspectiva?
—Seguro… estando contigo.
—Se lleva en la sangre. Lo mismo los hombres que los caballos. Y ahora dime, ¿qué has hecho para afligir tanto a tu madre?
—Es mujer de principios antiguos. Sigue a la vieja escuela: rinde culto a los lares y a la estricta Trinidad latina. No creo que reconozca más dioses que a Júpiter, Juno y Minerva.
—Tampoco yo… oficialmente.
—Ni yo como funcionario, señor. Pero un hombre desea algo más y… y… lo que aprendí en Bizancio concordaba con lo que vi con la Decimoquinta.
—No digas más. Todas las legiones son iguales. ¿Quieres decir que sigues a Mitras?
El joven agachó ligeramente la cabeza.
—Eso no hace daño, hijo. Es una religión de soldados, aun cuando venga de fuera.
—Lo mismo pensé yo. Pero mi madre se enteró. No lo aprobaba y… supongo que ésa es la razón por la que estoy aquí.
—¡De la sartén a las brasas! ¡Así son las mujeres! El mitraísmo se ha propagado por toda Siria. Mi única objeción a las religiones de moda es que celebran sus reuniones cuando ya ha oscurecido, y eso significa más trabajo para la guardia. Tenemos aquí una escuela de hebreos contumaces que se hacen llamar cristianos.
—He oído hablar de ellos —afirmó Valens—. No hay una sola ceremonia o un solo símbolo que no hayan plagiado del ritual mitraico.
—¡Eso no es nuevo para mí! Las religiones forman parte de mi trabajo, y también lo serán del tuyo. Nuestros judíos combaten como escitas esta nueva fe.
—¿Y eso importa mucho?
—Mientras peleen entre ellos sólo tenemos que mantener el cerco. Divide y vencerás… sobre todo entre los hebreos. Incluso esos cristianos están ahora divididos. Uno de sus ritos es el de comer juntos.
—¡Otro plagio! La cena es para nosotros el símbolo esencial —interrumpió Valens.
—Para «nosotros» es el símbolo esencial de los problemas de tu tío, querido mío. Cualquiera puede convertirse al cristianismo. Los judíos pueden hacerlo, pero siguen viviendo bajo la Ley de Moisés (he tenido que estudiar también ese código maldito); todos sus actos se rigen por ella. Luego se sientan a celebrar un banquete del amor con los cristianos junto a un griego o a un occidental, que no matan ni corderos ni cerdos. ¡No! ¡No! Los judíos no tocan el cerdo, tal como estipula la Ley judía. Y entonces las mesas se vienen abajo, pero no por las carcajadas. ¡No! ¡No! ¡Disturbios!
—Eso es infantil —señaló Valens.
—Ojalá lo fuera. Pero mis lictores deben preservar el orden y yo me veo obligado a aceptar las declaraciones de los judíos que denuncian a los cristianos ante César como traidores. Si creyera sólo la mitad de las acusaciones que formulan sus rabinos, prendería cada semana a un puñado de pequeños y respetables comerciantes judíos por conspiración.
¡Nunca fíes tu decisión a las pruebas cuando se trate de los judíos! ¡Acabarás hasta la coronilla! Mañana tendrás que vértelas con ellos, cuando hagas la ronda del mercado en el Circo Menor. ¡Y ahora, que duermas bien! Llevo en esta frontera más de lo que nadie recuerda… por eso me llaman el Padre de Siria… y… ¡me complace ver de nuevo a un ejemplar de la vieja estirpe!
A la mañana siguiente, y por espacio de muchas semanas sucesivas, Valens entró de servicio en el mercado junto a un edil gordo que montaba en cólera cuando los tenderetes no estaban instalados a la hora prevista. Se asignó al mismo servicio a un par de hombres de su tío, quienes naturalmente introdujeron a Valens en los barrios de los ladrones y de las prostitutas, además de presentarle a los principales gladiadores y ese tipo de cosas.
Un día, cuando se encontraba detrás del Circo Menor, cerca de la calle Singon, tropezó con una multitud en medio de la cual un grupo de aurigas intentaba recolectar o evadir algunas de las apuestas de las recientes carreras de carros. El edil dijo que no era de su competencia y dio media vuelta. Los lictores cerraron filas con Valens, si bien dejaron la situación en sus manos. Un hombre fuerte y de escasa estatura, con densas cejas, recibió una patada en el pecho, mientras la multitud lo acusaba entre aullidos de ser el cabecilla de una conspiración.
—Sí —dijo Valens—; este viejo truco también se practicaba en Bizancio. Pero creo que vendrás con nosotros, amigo mío. —Y soltando al agredido prendió al más vociferante de los acusadores para llevarlo ante su tío.
—Tenías toda la razón —dijo Serga al día siguiente—. Ese gentilhombre fue incitado por alguien. He ordenado que reciba una docena de latigazos. ¿Sabes el nombre del hombre al que intentaban acusar?
—Sí. Gayo Julio Pablo.
—Ya lo suponía. Es un viejo conocido mío, un cilicio de Tarso. De alta cuna, descendiente de patricios y bien educado, pero su familia lo ha desheredado. Por eso trabaja para ganarse la vida.
—Hablaba como un patricio. Y su forma física era excelente. Lo toqué. Todo músculo.
—No es extraño. Resiste más que un camello. En realidad es el prefecto de esa nueva secta. Viaja por todas las provincias orientales, creando escuelas y ocupándose de mantenerlas al día. Por eso los judíos de la sinagoga lo persiguen. Intentan que lo prendan por algún cargo político para acabar con él.
—¿Es sedicioso?
—En absoluto. Y aun cuando lo fuera, no se lo arrojaría a los judíos sólo porque ellos lo quieran. Uno de nuestros gobernadores ya lo intentó en el litoral hace algunos años… en aras de la paz. No lo consiguió. ¿Te gusta el trabajo en el mercado, hijo mío?
—Es interesante. Ya sabes, tío, que en mi opinión los judíos de la sinagoga son mejores carniceros que nosotros.
—Cierto. Por eso son tan severos. Una docena de latigazos no son nada para Apella, aunque no te quepa duda de que derribará el patio con sus aullidos mientras los recibe. La escuela cristiana se encuentra en tu zona. ¿Qué te parece?
—Son tranquilos. Parecen un poco preocupados por lo que deberían comer en sus banquetes del amor.
—Lo sé. Ah, quería decirte… que no debemos presionarlos demasiado por el momento, Valens. Mi prefectura ha comunicado que tu amigo Pablo ha emprendido un viaje de varios días por el país para reunirse con otro sacerdote de la escuela, al que traerá con él para que le ayude a resolver sus dificultades por las vituallas. Eso significa que la congregación se sentirá perdida hasta su regreso. La masa no sabe hacer nada sin un líder. Los judíos de la sinagoga aprovecharán para comprometerlos. No quiero que esos pobres diablos se vean empujados a cometer lo que podría parecer un crimen político. ¿Entendido?
Valens asintió. Entre las veladas discursivas con su tío, tachonadas con griego de cocina y obsoletos versos de sociedad romanos, sus rondas matinales con el jadeante edil y las confidencias que a todas horas le hacían sus lictores, Valens se figuraba que conocía Antioquía.
Se mantuvo así atento a la iglesia de la columnata situada tras el Circo Menor, donde se congregaban los fieles de la nueva fe. Uno de tantos carniceros judíos le contó que Pablo había dejado ciertos asuntos en manos de un hombre llamado Barnabás, pero que regresaría con otro, Pedro —un personaje a todas luces famoso—, para que estableciera todas las diferencias dietéticas entre los cristianos griegos y judíos. El carnicero no tenía nada en contra de los cristianos griegos como tales, siempre y cuando mataran su carne como judíos decentes.
Serga rió el comentario, si bien asignó a Valens otros dos hombres y le auguró que en breve tendría que lidiar con ese león.
El muchacho tuvo que lanzarse a la arena un atardecer muy caluroso, cuando cundió la noticia de que esa noche habría problemas. Apostó a sus lictores en un callejón cercano y entró en la sala común de la iglesia, donde se celebraban los banquetes del amor. Todos se mostraban amigables como cristianos —por emplear la jerga del barrio—, especialmente Barnabás, un hombre majestuoso y sonriente que acechaba junto a la puerta.
—Me complace verte —dijo—. Ayudaste a nuestro Pablo en esa escaramuza el otro día. No podemos prescindir de él. ¡Ojalá ya hubiera vuelto!
Lanzó una ojeada nerviosa a la sala, pues empezaba a llenarse de gente de mediana y humilde condición que disponía su comida sobre las mesas vacías y se saludaba con un gesto especial.
—Te aseguro —continuó con la mirada aún perdida— que no tenemos intención de ofender a ninguno de los hermanos. Podríamos resolver nuestras diferencias si…
Como a una señal, un clamor se elevó desde media docena de mesas, con gritos de «¡Corrupción! ¡Profanación! ¡Paganismo! ¡La Ley! ¡La Ley! ¡Que el César lo sepa!». Y mientras Valens se apoyaba en la pared, la multitud la emprendía a golpes con trozos de carne y loza rota, hasta que de la nada empezaron a llover piedras.
—Esto estaba preparado —le dijo Valens a Barnabás.
—Sí. Han entrado con piedras ocultas en el pecho. ¡Cuidado! Apuntan hacia ti —replicó Barnabás—. El alboroto era notable. Una parte de la multitud se acercó hasta ellos, exigiendo a gritos la Justicia de Roma. Los dos lictores se situaron detrás de Valens, y un hombre se abalanzó sobre él con un cuchillo.
Valens le agarró de la mano, y los lictores lo redujeron mientras el arma caía al suelo. El ruido que hizo al caer acalló un poco el tumulto. Valens aprovechó la calma y empezó a hablar despacio:
—Ciudadanos, ¿es preciso que comencéis vuestros banquetes con una batalla? Hasta los vendedores de tripas de las funerarias gastan mejores modales.
Una carcajada alivió la tensión.
—Esto lo ha organizado la sinagoga —murmuró Barnabás—. La culpa caerá sobre mí.
—¿Quién es la cabeza de vuestra congregación? —interrogó Valens a la multitud.
Las voces se alzaron en competición.
—¡Pablo! ¡Saúl! ¡Él conoce el mundo!…
—¡No! ¡No! ¡Pedro! ¡Nuestra piedra! Él no nos traicionará. Pedro, la piedra viva.
—¿Cuándo regresan? —preguntó Valens.
Se ofrecieron, juraron y negaron distintas fechas.
—Posponed la pelea hasta que hayan vuelto. Yo no soy sacerdote, pero si no recogéis esta sala, nuestro edil —Valens lo llamó por el apodo soez con que se le conocía en el barrio— os quitará las sandalias de los pies. Y tampoco debéis pisotear los alimentos. Yo me encargaré de cerrar cuando hayáis terminado. Daos prisa. Conozco bien al prefecto.
Se pusieron manos a la obra, como niños reprendidos.
Valens les sonreía al verlos salir con cestos de basura. El incidente no tendría mayores consecuencias.
—Aquí tienes nuestra llave —dijo al fin Barnabás—. La sinagoga jurará que yo contraté a ese hombre para que te matara.
—¿Tú crees? Veámoslo.
Los lictores empujaron a su prisionero.
—¡Infortunio! —dijo el hombre—. Estaba en deuda contigo por la muerte de mi hermano en el paso de Tarso.
—Tu hermano intentó matarme —replicó Valens.
El hombre asintió con la cabeza.
—En ese caso estamos en paz —dijo Valens, haciendo una señal a los lictores, que soltaron al prisionero—. A menos que quieras ver a mi tío.
El hombre se esfumó como un pez en el anochecer. Valens le devolvió la llave a Barnabás y dijo:
—Yo que tú no dejaría a tu gente que vuelva a entrar aquí hasta que no hayan regresado vuestros líderes. Tú no conoces Antioquía como yo.
Volvió a casa, seguido de los satisfechos lictores, quienes informaron a su tío, que también sonrió y dijo que Valens había hecho lo correcto, incluso siendo condescendiente con Barnabás.
—Desde luego que yo no conozco Antioquía como tú, pero en verdad te digo, hijo mío, que por esta vez has salvado la iglesia de los cristianos. Ya tengo tres declaraciones en las que se asegura que tu amigo el cilicio era un cristiano contratado por Barnabás. Tanto mejor para él que hayas soltado a ese bruto.
—Me dijiste que no querías verlos envueltos en problemas. Además, hicimos las paces. Es posible que a fin de cuentas yo matara a su hermano. Tuvimos que matar a dos de ellos.
—¡Bien! Veo que sabes conservar la cabeza en un momento difícil. Lo necesitarás. ¡No acabaremos en plazas solitarias! Quiero ver a Pedro y a Pablo en cuanto regresen para saber qué han decidido con respecto a sus infernales banquetes. ¿Por qué no se limitan a emborracharse decentemente?
—Se habla de ellos en toda la ciudad como si fueran dioses. Por cierto, tío, fueron los judíos de la sinagoga llegados desde Jerusalén quienes organizaron los disturbios… no ha sido nuestra gente.
—¿De veras? Ahora tal vez comprendas por qué te destiné al servicio del mercado con ese viejo puerco. Llegarás a oficial de la guardia.
Valens se encontró con la sagrada y heterogénea congregación en torno a las fuentes y los establos mientras hacía su ronda por el barrio. Parecían aliviados de no poder entrar en sus cenáculos por el momento, tanto como por la noticia de que Pedro y Pablo debían comparecer ante el prefecto antes de dirigirse a ellos sobre la gran cuestión de la comida.
No estuvo presente Valens en la primera parte de esta reunión oficial. La segunda, que se celebró en el patio fresco y entalamado, con bebidas y refrigerios, todo ello dispuesto bajo el vasto crepúsculo de limón y lavanda, fue mucho menos formal.
—Creo que ya os conocéis —dijo Serga al pequeño y delgado Pablo cuando entró Valens.
—Así es. Ante Dios proclamo que tenemos una doble deuda contigo —fue la rápida respuesta.
—Sólo cumplí con mi deber. Espero que hayáis encontrado bien los caminos en vuestro viaje —dijo Valens.
—Sin duda lo estaban —dijo Pablo, como si no se hubiera fijado en ellos.
—Habríamos hecho mejor en venir en barca —intervino su compañero, Pedro, un hombre grande y carnoso, con ojos que parecían no ver nada, la mano derecha medio paralizada reposando ociosamente sobre el regazo.
—Valens viene desde Bizancio —informó su tío—. Aprecia mucho sus piernas.
—Así debe ser a su edad. ¿Cuál fue tu mejor marcha en la Via Sebaste? —preguntó Pablo con interés; y al momento Valens relataba su caminata por sendas de montaña que el cristiano parecía haber recorrido palmo a palmo.
—Bien está —fue su comentario—. Y confío en que marches en formación más densa que la mía.
—¿Cuál dirías tú que ha sido tu mejor trabajo? —preguntó a su vez Valens.
—He logrado… —Pablo se contuvo—. En realidad no he sido yo, sino Dios —murmuró—. ¡Es difícil librarse de la vanidad!
Un espasmo torció el semblante de Pedro.
—En verdad difícil —dijo. Y seguidamente se dirigió a Pablo como si no hubiera nadie más presente—. Verdad es que he comido entre gentiles y como comen los gentiles. Aunque dudo de que fuese prudente en ese momento.
—Eso es agua pasada —respondió amablemente Pablo—. La decisión para la Iglesia ya está tomada… esa pequeña Iglesia que tú has salvado, hijo mío. —Se volvió hacia Valens con una sonrisa que casi cautivó el corazón del muchacho—. Ahora, como romano y como oficial de policía, dime… ¿qué piensas de nosotros, los cristianos?
—Que debo mantener el orden en mi jurisdicción.
—¡Bien! Es preciso servir al César. Pero, como siervo de Mitras, digamos… ¿qué opinión te merecen nuestras disputas por los alimentos?
Valens vaciló. Su tío lo animó con un asentimiento de cabeza.
—Como siervo de Mitras yo como con cualquier iniciado, siempre y cuando los alimentos sean puros —respondió Valens.
—Pero ése es el quid —dijo Pedro.
—Mitras también nos dice —continuó Valens— que podemos compartir un hueso cubierto de polvo si no encontramos nada mejor.
—¿No observáis entonces ninguna diferencia entre los pueblos en vuestros banquetes? —preguntó Pablo.
—¿Cómo haríamos tal cosa? Todos somos hijos suyos. Los hombres hacen las leyes. No los dioses —citó Valens del viejo Rito.
—¡Repite eso, hijo!
—Los dioses no hacen las leyes. Ellos transforman los corazones de los hombres. El resto es el Espíritu.
—¿Has oído eso, Pedro? ¿Lo has oído? ¡Es la verdadera Doctrina! —insistió Pablo ante su silencioso compañero.
Ligeramente avergonzado por haber hablado de su fe, Valens siguió diciendo:
—Me dicen que aquí los carniceros judíos desean el monopolio de la matanza para vuestras gentes. Al final casi todo se reduce a intereses comerciales.
—Puede que haya algo más —dijo Pablo—. Escucha un momento.
Entonces se dispuso a relatar una curiosa historia sobre el Dios de los cristianos, Quien, según dijo, había adoptado la forma de un Hombre, y a Quien años atrás los judíos de Jerusalén prendieron y llevaron ante las autoridades para que lo juzgaran por conspirador. Afirmó que, por su parte, puesto que en esa época era un buen judío, se mostró de acuerdo con la sentencia y denunció a todos los seguidores del nuevo Dios. Pero un día, la Luz y la Voz de Dios llegaron hasta él, y en su corazón se produjo un cambio desgarrador… exactamente igual que en el credo de Mitras. Más tarde conoció a ciertos hombres, con los que se inició, que habían caminado, hablado y, sobre todo, comido, con el nuevo Dios antes de que Éste fuera asesinado, y quienes Lo habían visto después de que, como Mitras, hubiera resucitado de Su tumba. Pablo y los demás hombres —Pedro era uno de ellos— intentaron predicar entonces su fe entre los judíos, mas no tuvieron éxito; y, una cosa llevó a la otra, Pablo regresó a su hogar en Tarso, donde su familia lo desheredó por haber abjurado de su fe. Se derrumbó, de agotamiento y desesperación. Hasta entonces, dijo, nunca se les ocurrió a ninguno de ellos enseñar la nueva religión a nadie más que a los judíos, puesto que su dios había nacido judío. El propio Pablo no llegó a vislumbrar las posibilidades de intentarlo en otros lugares sino poco a poco. Ahora era el encargado de predicar en cualquier tierra extranjera, y con ello esperaba transformar el mundo entero.
Dejó entonces que Pedro concluyera el relato, y éste, hablando muy despacio, explicó que años atrás recibió órdenes de Dios para predicar a un oficial romano de los irregulares tierra adentro, a raíz de lo cual dicho oficial y la mayoría de sus soldados quisieron convertirse al cristianismo. De manera que Pedro los inició a todos la misma noche, aunque ninguno de ellos fuese hebreo. Pedro concluyó:
—Y comprendí que no hay nada bajo el cielo que podamos llamar impuro.
Pablo se volvió hacia él como un rayo y exclamó:
—¡Lo has reconocido! Ha salido de tu boca.
Tembló Pedro como una hoja, y casi levantando la mano derecha, dijo:
—¿También tú vas a burlarte de mí por esto? —empezó a decir, pero cambió de expresión y guardó silencio.
—¡No! ¡Líbreme Dios! ¡Y Dios me perdone una vez más! —dijo Pablo, que parecía tan afligido como su compañero, mientras Valens observaba con asombro el sorprendente estallido.
—Hablando de lo puro y de lo impuro —terció su tío con delicadeza—, vuelve a oírse en la ciudad esa fea canción. Ayer mismo la estuvieron cantando ante las puertas, Valens. ¿Te diste cuenta?
Miró a su sobrino, que captó la indirecta.
—Si se refiere a «Pescado en salmuera», señor, así es. ¿Causará eso problemas?
—Tan seguro como que esos peces —había un frasco sobre la mesa— producen sed. ¿Cómo es? Ah, sí. —Serga tarareó:
¡Aiaaiaa!
La sardina y el escualo —el impuro y el más puro—
y hasta el pescado en salmuera que se hace en Galilea,
dijo Pedro, serán míos.
Su voz vibró, arrastrando debidamente las palabras:
(¿Có-omo?)
Con las redes o la caña,
hasta que los dioses vengan.
(¿Cuá-ando?)
¡Cuando el pescado en salmuera que se hace en Galilea
ascienda hasta el Esquilino!
Y terminó diciendo:
—Para eso haría falta una buena inundación… ¡peor que peces vivos en los árboles! ¿Verdad?
—Eso sucederá un día —sentenció Pablo.
Se apartó de Pedro, a quien había estado tranquilizando tiernamente y, recuperando su tono natural, levemente áspero, dijo:
—Sí. Es mucho lo que le debemos a ese centurión por convertirse en ese momento. Nos enseñó que el mundo entero puede recibir a Dios, y a mí me mostró mi siguiente tarea. Vine desde Tarso para predicar aquí por algún tiempo. Y nunca olvidaré lo bien que se portó entonces con nosotros el prefecto de la guardia.
—Para empezar, Cornelius fue compañero mío —dijo Serga, esbozando una amplia sonrisa por encima de su copa de vino fuerte—. Un compañero excelente… ¿cómo le va? Pasábamos el largo día de la Pascua bebiendo juntos. Además, sé reconocer a un buen trabajador cuando lo veo. Esa tienda que me hiciste para mis viajes por el desierto, Pablo, es perfecta. Y en tercer lugar, lo cual para un hombre de mis costumbres es lo más importante, ese médico griego que me recomendaste es el único que comprende mi hígado túmido.
Le pasó una copa de vino casi puro, y Pablo se la ofreció a su vez a Pedro, que tenía las comisuras de los labios blancas y escamadas.
—Pero vuestro problema —continuó el prefecto— será vuestra propia gente. Jerusalén jamás perdona. Tarde o temprano os prenderán por laese majestatis.
—Nadie lo sabe mejor que yo —dijo Pedro—. La decisión que hemos tomado en cuanto a los banquetes del amor podría provocar la alianza de griegos y hebreos en nuestra contra. Como ya te he dicho, prefecto, estamos pidiendo a los cristianos griegos que no dificulten los banquetes de los cristianos hebreos, por lo que deben abstenerse de comer carne que no haya sido matada según la Ley. (Nuestras costumbres son en todo caso más saludables). Sortearemos ese obstáculo. Sin embargo, hay un aspecto vital. Algunos cristianos griegos se presentan en los banquetes del amor con comida que compran a vuestros sacerdotes al término de sus sacrificios. Eso no podemos permitirlo.
Pablo se volvió imperiosamente a Valens.
—¿Quiere decir que compran los restos de los altares? —preguntó el muchacho—. Eso sólo lo hacen los más pobres; compran recortes de piezas grandes. Los carniceros de los altares tienen la prerrogativa de la venta. No les gustaría verse privados de ella.
—Permitamos mesas separadas para hebreos y griegos, como ya propuse en su día —terció Pedro.
—Eso terminaría por crear iglesias separadas. No debe haber sino una sola Iglesia —repuso Pablo, hablando por encima del hombro; y sus palabras sonaron como golpes de vara—. ¿Tú crees que podría haber problemas, Valens?
—Mi tío… —empezó Valens.
—¡No, no! —rió el prefecto—. Los mercados de la calle Singon son tu Siria. Escuchemos lo que nuestro legado piensa de su provincia.
Valens se sonrojó e intentó poner orden en sus ideas.
—Supongo que se trata principalmente de carne de cerdo. Los hebreos la detestan.
—Muy cierto. ¡A mí no me sorprenderán comiendo cerdo al este del Adriático! No quiero morir por causa de los gusanos. ¡Dadme una buena pierna de jabalí de la joven Sabina! ¡He dicho!
Serga se sirvió otra copa de vino y tomó un poco de pescado en salmuera del Lago para reforzar su sabor.
—Aun cuando —dijo Pedro, inclinándose hacia delante como un hombre sordo—, admitiéramos mesas separadas para hebreos y griegos deberíamos evitar…
—Nada, excepto la salvación —lo interrumpió Pablo—. Hemos roto con la Ley de Moisés. Vivimos sólo en, por y a través de nuestro Dios. Nada somos aparte de eso. ¿Qué sentido tiene rememorar la Ley en las comidas? ¿A quién engañamos? ¿A Jerusalén? ¿A Roma? ¿A Dios? ¡Tú mismo has comido con los gentiles! Tú mismo has dicho…
—Uno dice más de lo que desea cuando se deja llevar —respondió Pedro. Y su rostro volvió a tensarse.
—Esta vez dirás precisamente lo que se ha de decir —dijo Pablo entre dientes—. Habrá una sola Iglesia, en y a través del Señor. ¿No te atreverás a negar esto?
—¡Bien sabe el Dios que a nada me atrevo! Sin embargo, a Ello he negado… lo he negado… Y Él dijo… dijo que yo era la Piedra sobre la que se habría de edificar Su Iglesia.
—Y yo me ocuparé de que así sea; no seré yo, sin embargo… —Pablo bajó la voz una vez más—. Mañana hablarás a la única Iglesia de una única Mesa en el mundo entero.
—Eso es asunto vuestro —terció el prefecto—. Pero yo os prevengo de que los problemas vendrán de vuestra propia gente.
Pablo se levantó para despedirse, mas al hacerlo perdió el equilibrio, se llevó una mano a la frente y, mientras Valens lo ayudaba a llegar a un diván, se desplomó, atacado por la mortal malaria siria, que muerde como una serpiente. Valens, que había sufrido la enfermedad, pidió que le trajeran su pesada pelliza de viaje de sus habitaciones. Su joven esclava, a quien había comprado en Constantinopla meses atrás, fue en su busca. Pedro arropó torpemente con las pieles el cuerpo menudo y tembloroso; el prefecto ordenó zumo de lima y agua caliente, y Pablo se excusó y les dio las gracias, mientras sus dientes castañeteaban contra el borde de la copa.
—Mejor hoy que mañana —dijo el prefecto—. Bebe, suda, y pasa la noche aquí. ¿Quieres que llame a mi médico?
Pero Pablo dijo que la enfermedad pasaría naturalmente, y en cuanto pudo ponerse en pie insistió en marcharse con Pedro, pese a lo avanzado de la hora, para preparar su anuncio a la Iglesia.
—¿Quién era el hombre grande y torpe? —preguntó a Valens su esclava cuando se llevaba la pelliza—. Alborotaba más que el pequeño, que era el que estaba sufriendo.
—Es un sacerdote de la nueva escuela que hay junto al Circo Menor, querida. Cree, así me lo ha dicho mi tío, que una vez negó a su dios, quien, según dice, murió por él.
La esclava se detuvo a la luz de la luna, sosteniendo sobre un brazo las brillantes pieles de chacal.
—¿Eso hizo? Mi dios me compró a los mercaderes como a un caballo. Y pagó demasiado por ello. ¿No es cierto? ¿Lo confesáis?
—¡No, vos! —respondió Valens enfáticamente.
—Pero yo jamás negaría a mi dios… ¡ni vivo ni muerto! ¡Que no muera! Mi dios vivirá… para mí. ¡Vivid… vivid, sangre de mis venas, eternamente!
Mejor hubiera sido que Pedro y Pablo no dejaran a esas horas la casa del prefecto, pues se rumoreaba en la ciudad, tal como el prefecto sabía y la prolongada reunión parecía confirmar, que el mismísimo secretario del Estado de César en Roma planeaba —sirviéndose de Pablo— un envilecimiento general de los hebreos con ayuda de los cristianos griegos, una vez efectuado el cual, merced a la promiscua ingestión de alimentos prohibidos, todos los judíos serían indiscriminadamente tachados de cristianos, esto es, de miembros de una secta de librepensadores, y dejarían de ser la peculiar y conflictiva «nación judía en el seno del Imperio». Y, según se decía, perderían sus derechos como ciudadanos romanos, y podrían así ser vendidos como esclavos.
—Naturalmente —le explicó Serga a Valens al día siguiente—, el rumor lo ha propagado la sinagoga de Jerusalén. Nuestros judíos de Antioquía no son tan listos. ¿Comprendes su juego? Pedro es un corruptor del pueblo hebreo. Tanto mejor si esta noche algún joven fanático debidamente cebado lo acuchilla.
—Eso no ocurrirá. Yo cuidaré de él.
—Confío en que así sea. Sin embargo, aun cuando no lo apuñalen, intentarán provocar disturbios en la ciudad alegando que, cuando todos los judíos hayan perdido sus derechos civiles, él se convertirá en una especie de rey de los cristianos.
—¿En Antioquía? ¿En el presente año de Roma? Eso es una locura, tío.
—El populacho siempre está loco. ¿Por qué si no nos pagan a nosotros? Pero, escucha. Envía una patrulla de guardias a caballo detrás del Circo Menor. Que obliguen a la gente a circular cuando la congregación salga de la iglesia. Y que dos de tus hombres vigilen la entrada del recinto. Diles a Pedro y a Pablo que esperen allí con ellos hasta que las calles se hayan despejado. Luego, tráelos aquí. No lances una carga hasta que sea necesario. Y carga con dureza antes de que empiecen a volar piedras. No permitas que mis caballos sufran si puedes evitarlo, y estate atento al «Pescado en salmuera».
Buen conocedor de su zona, al ponerse en camino esa noche Valens se dijo que las precauciones de su tío eran excesivas. La iglesia cristiana estaba abarrotada, como era de esperar, y un gran gentío aguardaba a las puertas la decisión en cuanto a los banquetes. Parecían en su mayoría buenos cristianos, pero había entre ellos algunos holgazanes, y, como suele hacer la multitud, distraían la espera cantando canciones populares. Las cosas marchaban bien hasta que un grupo de cristianos entonó un himno bastante explosivo que decía así:
¡Más ensalzado que César y Juez de la Tierra entera!
Aguardamos tu llegada… ¡Ah, no te demores!
Como los reyes de Oriente
que empuñaron sus espadas cuando naciste en Belén,
¡así nos armamos en esta noche de oprobio y afrenta!
—Sí… y si un camello derriba alguno de los puestos de pescado… ¡la culpa será mía! —dijo Valens—. ¡Ya han empezado!
Y así era. Se alzaban voces que entonaban «Pescado en salmuera», pero antes de que Valens pudiera intervenir, alguien las acalló, gritando:
—Callaos, si no queréis que os pongan en salmuera a vosotros.
Casi anochecía cuando un grito se elevó desde la iglesia abarrotada y la congregación salió para mezclarse con la multitud. Todos comentaban las nuevas órdenes para los banquetes, y la mayoría coincidía en que eran sencillas y sensatas. Coincidían igualmente en que Pedro (Pablo no parecía haber participado gran cosa en el debate) había hablado como un hombre inspirado, y se sentían profundamente orgullosos de ser cristianos. Algunos empezaban a unir los brazos en el callejón y a entonar el «Más ensalzado que César».
—Y en este momento —dijo Valens al joven comandante de la patrulla montada—, es cuando los enviamos a casa, ¡Ah! Y «dejad que la noche reciba también su merecido himno», como diría mi tío.
A espaldas del Circo Menor resonaron cuatro atronadoras trompetas, y un estandarte apareció entre una docena de guardias a caballo. Sus sabias monturas árabes, pequeñas y grises, empujaban suavemente a la multitud con hombros y hocicos, como si buscaran caricias, mientras las trompetas ensordecían el estrecho callejón. La presión se alivió pronto al llegar a una plaza cercana. La patrulla se desplegó en cuatro grupos para tomar la plaza, saludando a las imágenes de los dioses en cada esquina y en el centro. La gente se detuvo, como de costumbre, a contemplar la habilidad con que lanzaban el incienso desde las cruces de sus caballerías a los pebeteros; los niños se ponían de puntillas para acariciar a los caballos, a los que decían conocer; las familias se reencontraban en el humeante atardecer; los vendedores ambulantes ofrecían comida, y el gentío no tardó en dispersarse por las avenidas principales. Valens volvió a la entrada de la iglesia, donde aguardaban Pedro y Pablo custodiados por sus lictores.
—Bien hecho —dijo Pablo.
—¿Cómo va la fiebre? —preguntó Valens.
—Hoy me he librado. Y creo además que gracias a La Bendición hemos conseguido nuestro propósito.
—¡Me alegra saberlo! Mi tío me pide que les transmita que son bienvenidos en su casa.
—Sus deseos son órdenes —dijo Pablo, con el rápido gesto del país—. Será un placer, ahora que su carga diaria ha concluido.
Se sumó Pedro como un buey fatigado. Valens lo saludó, pero el otro no dijo nada.
—Déjalo —le susurró Pablo—. La virtud nos ha abandonado por el momento… a los dos.
También él parecía cansado y estaba pálido.
Encontraron la calle vacía, y Valens atajó por un callejón donde las casquivanas se asomaban a las ventanas riendo. Avanzaban los tres a buen paso, seguidos de los lictores, mientras oían a lo lejos las trompetas del Caballo Nocturno, saludando a alguna estatua de César y marcando así el final de la ronda. Pablo le decía a Valens cómo el acuerdo alcanzado por los cristianos al respecto de sus banquetes transformaría el Imperio romano, cuando un descarado chiquillo judío se plantó ante ellos, interpretando «Pescado en salmuera» con una especie de gaita del desierto.
—¿Ninguno de vosotros es capaz de detener a esta joven peste? —preguntó entre risas Valens—. No debéis permitir que se burlen de vosotros en vuestra gran noche, Pablo.
Los lictores retrocedieron unos pasos y le lanzaron una antorcha al mocoso, pero éste la esquivó y les increpó. Oyeron entonces que Pablo gritaba y, al regresar corriendo, hallaron a Valens postrado y tosiendo; su sangre teñía el borde de la túnica de Pablo, arrodillado a su lado. Agachado junto a ellos, Pedro agitaba una mano indefensa.
—Alguien ha salido a la carrera de detrás de ese pozo. Lo ha apuñalado sin detenerse y ha seguido corriendo. ¡Escuchad! —dijo Pablo.
Pero no se oía siquiera el eco de una pisada, y el niño judío había volado como un murciélago. Valens dijo desde el suelo:
—¡A casa! ¡Rápido! ¡Lo tengo!
Arrancaron los postigos de un comercio para cargar y transportar al herido, mientras Pablo caminaba a su lado. Lo tendieron en el patio iluminado de la casa del prefecto y un lictor corrió en busca del médico.
Pablo observaba el rostro del muchacho y, al ver que Valens temblaba ligeramente, llamó a la esclava para que trajera la pelliza de la noche anterior. Volvió ella con las pieles, agachó la cabeza y se arrojó junto a Valens.
—No es grave. No sangra mucho. No puede ser grave… ¿o sí? —repetía la muchacha.
Valens la tranquilizó con su sonrisa hasta que llegó el prefecto y examinó la mortal puñalada ascendente bajo las costillas. Se volvió hacia los hebreos.
—Mañana vuestra iglesia ya no estará donde estaba —dijo.
Valens levantó la mano que la muchacha no le besaba.
—¡No! ¡No! —jadeó—. ¡Ha sido el cilicio! ¡Por lo de su hermano! Lo ha dicho.
—¿El cilicio al que dejaste ir para salvar a los cristianos porque yo…? —Valens asintió con un susurro, mientras la muchacha le suplicaba que sacara fuerzas de ella hasta que llegase el doctor.
—Perdóname —le dijo Serga a Pablo—. Sin embargo deseo que vuestro Dios del Hades de una vez por todas… ¿Qué voy a decirle a su madre? ¿Ninguno de vosotros, criaturas parlantes, podéis indicarme qué voy a decirle a su madre?
—¿Y qué tiene ella que ver con él? —gritó la joven esclava—. Él es mío… ¡mío! ¡Juro ante todos los dioses que él me compró! Soy suya. Es mío.
—Ya nos ocuparemos del cilicio y de sus amigos más tarde —dijo uno de los lictores—. Pero ¿qué hacemos ahora?
Pese a estar acostumbrado al trabajo del carnicero, el hombre miró a Pedro por alguna razón.
—Dadle de beber y esperad —dijo Pedro—. He visto heridas similares.
Valens bebió y su rostro recuperó algo de color. Indicó al prefecto que se acercara.
—¿Qué sucede? Dime qué te preocupa, queridísimo hijo.
—El cilicio y sus amigos… No seas duro con ellos… Los han inducido. No saben lo que hacen… ¡Promételo!
—No es cosa mía, hijo. Es la Ley.
—Me da igual. Eres el hermano de mi padre… Los hombres hacen las leyes, no los dioses. ¡Promételo! Ha llegado mi hora.
Valens acomodó la cabeza en la anhelante almohada.
Pedro parecía hallarse en trance. Su rostro dejó de temblar al repetir:
—«¡Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen!». ¿Has oído eso, Pablo? Lo ha dicho él, que es un pagano y un infiel.
—Lo he oído. ¿Qué nos impide ahora bautizarlo? —se apresuró a responder Pablo.
Pedro lo miró como si acabara de salir de las aguas del mar.
—Sí —dijo al fin—. Habla el pequeño constructor de tiendas… ¿Cuál es su orden esta vez?
Pablo repitió su propuesta.
El otro levantó dolorosamente la mano paralizada que otrora alzara en una sala contra una acusación.
—¡Calla! —dijo—. ¿Crees que quien pronuncia esas palabras nos necesita para que lo avalemos ante algún dios?
Pablo se acobardó sin reconocer a su compañero, que de pronto se revelaba autoritario y grande al cabo de tantos años.
—Como gustes… como gustes —balbució, pasando por alto la blasfemia—. Además está la concubina.
La muchacha no prestaba atención, porque la ceja en la que tenía posados sus labios ya empezaba a enfriarse mientras invocaba a su dios, que por haberla comprado a tan alto precio debía seguir viviendo en lugar de morir.
El DISCÍPULO
Él, que tuvo Evangelio
para la Humanidad,
y a conciencia lo cumple
en cuerpo, alma y mente,
Él, que vive a diario
por su triunfo un Calvario,
verá que Su Discípulo
vuelve Su esfuerzo vano.
Él que tuvo Evangelio,
para la Tierra toda,
y lo grabó en acero
o lo talló en la roca
a fin de evitar dudas
en los días por venir,
verá que Su Discípulo
lo entiende a su capricho.
Verá que Su Discípulo
(aun antes de ser polvo Aquellos Huesos)
modifica la Ley,
y divide al Consejo,
amplía distinciones,
y simplifica la Orden,
pretextando que así
habría obrado el Maestro.
Verá que Su Discípulo
nos dice cuánto
pelearía el Maestro si viviera,
y cómo cambiaría
ciertas cosas ya dichas…
Esto y más
ha de hacer Su Discípulo…
Él, que tuvo Evangelio
para ganar el cielo
(camellero, ebanista
o engañado hijo de Maya),
habrá de ser herido por múltiples espadas
que sangre y bilis mezclan;
¡mas será la peor de Sus heridas
la que de Su Discípulo reciba!




sábado, 1 de septiembre de 2018

La mosca de George Langelaan




"A Jean Rostand, que un día me habló largamente de mutaciones".

Siempre me han dada horror los timbres. Incluso durante el día, cuando trabajo en mi despacho, contesto al teléfono con cierto malestar. Pero por la noche, especialmente cuando me sorprende en pleno sueño, el timbre del teléfono desencadena en mí un verdadero pánico animal, que debo dominar antes de coordinar lo suficiente mis movimientos para encender la luz, levantarme e ir a descolgar el aparato. Y aun entonces, necesito hacer un verdadero esfuerzo para anunciar con voz tranquila: «Arthur Browning al habla». Con todo, no recupero mi estado normal hasta que reconozco la voz que se dirige a mí desde el otro extremo del hilo y no me siento absolutamente tranquilizado hasta que sé por fin de qué se trata.
En aquella ocasión, sin embargo, pregunté con mucha calma a mi cuñada cómo y por qué había matado a mi hermano, cuando me despertó a las dos de la mañana para anunciarme el atroz asesinato y para pedirme por favor que avisara a la policía.
-No puedo explicártelo por teléfono, Arthur. Llama al cuartelillo y ven después.
-¿No sería mejor que te viera antes?
-No. Es preferible prevenir a la policía sin perder un minuto. De no hacerlo así, van a imaginarse demasiadas cosas y a hacer demasiadas preguntas... Les va a costar bastante trabajo creer que lo he hecho yo sola. En realidad, convendría decirles que el cuerpo de Bob está en la fábrica. Tal vez quieran pasarse por allí antes de venir a buscarme.
-¿Dices que Bob está en la fábrica?
-Sí, debajo del martillo-pilón.
-¿Del martillo-pilón?
-Sí, pero no preguntes tanto. Ven, ven de prisa, antes de que mis nervios se nieguen a sostenerme. Tengo miedo, Arthur. ¡Compréndelo, tengo miedo!
Y, cuando colgó, también yo tenía miedo. Hasta aquel momento había escuchado y respondido como si se tratara de un simple asunto de negocios, y sólo entonces empecé a comprender el verdadero significado de las palabras de mi cuñada.
Estupefacto, tiré el cigarrillo que había debido encender mientras hablaba con ella y marqué, dando diente con diente, el número de la policía.
¿Han intentado alguna vez explicar a un soñoliento sargento de guardia que acaban de recibir una llamada telefónica de su cuñada para anunciarles el asesinato de su hermano a golpes de martillo-pilón?
-Sí, señor, le comprendo muy bien. ¿Pero quién es usted? ¿Su nombre? ¿Su dirección?
En aquel momento, al otro lado del hilo, el inspector Twinker se hizo cargo del aparato y de la dirección de las operaciones. Él, por lo menos, pareció comprenderlo todo y me rogó que le esperara para que fuéramos juntos a casa de mi hermano.
Tuve el tiempo justo de ponerme un pantalón y un jersey, y de tomar al pasar una vieja chaqueta y una gorra, antes de que un coche de la policía se detuviera frente a mi puerta.
-¿Tiene usted un vigilante nocturno en la fábrica, míster Browning? -preguntó el inspector mientras arrancaba-. ¿No le ha telefoneado?
-Sí... No. Efectivamente, es curioso. Aunque mi hermano ha podido pasar a la fábrica desde el laboratorio, donde generalmente se queda hasta muy tarde, a veces durante toda la noche.
-¿Entonces Sir Robert Browning no trabaja con usted?
-No. Mi hermano realiza investigaciones por cuenta del Ministerio del Aire. Como necesitaba tranquilidad y un laboratorio cercano a un lugar donde pudiera encontrar en cualquier momento toda clase de piezas, pequeñas y grandes, se instaló hace algún tiempo en la primera casa que hizo construir nuestro abuelo, sobre la colina, cerca de la fábrica. Yo le cedí uno de los talleres antiguos, que ya no utilizamos, y mis obreros, trabajando bajo sus órdenes, lo transformaron en laboratorio.
-¿Sabe usted con exactitud en que consisten las investigaciones de Sir Robert?
-Casi nunca habla de sus trabajos, que son secretos. Pero supongo que el Ministerio del Aire está al corriente. Yo sólo sé que se encontraba a punto de terminar una experiencia en la que llevaba varios años trabajando y por la que demostraba un gran interés. Algo relativo a desintegración y reintegración de la materia.
Frenando a duras penas, el inspector viró en el patio de la fábrica y detuvo el coche al lado de un agente uniformado, que parecía esperarle.
Por mi parte, no necesitaba escuchar la confirmación de labios del policía. Era como si supiera, desde mucho tiempo atrás, que mi hermano estaba muerto. Al bajar del coche, me temblaban las piernas como a un convaleciente en su primera salida.
Otro policía, salido de la sombra, vino a nuestro encuentro y nos condujo hasta un taller brillantemente iluminado. Alrededor del martillo-pilón montaban guardia varios agentes, mientras tres individuos vestidos de paisano se dedicaban a la instalación de pequeños proyectores. Vi la cámara fotográfica dirigida hacia el suelo y tuve que hacer un violento esfuerzo para apartar los ojos de él.
Sin embargo, era menos espantoso de lo que había pensado. Mi hermano parecía dormir bocabajo, con el cuerpo ligeramente atravesado sobre los raíles que servían para la conducción de piezas hasta el martillo. Como si su cabeza y su brazo estuviesen hundidos en la masa metálica del instrumento. Casi resultaba increíble que hubieran sido aplastados por él.
Después de cambiar unas palabras con sus colegas, el inspector Twinker regresó junto a mí.
-¿Cómo puede levantarse el martillo, míster Browning?
-Yo mismo haré la maniobra.
-¿Quiere que vayamos a buscar a uno de sus obreros?
-No, no hace falta. Mire: el cuadro de mandos está ahí. Fíjese, inspector. El martillo ha sido regulado para desarrollar una potencia de cincuenta toneladas y su índice de descenso es de cero.
-¿De cero?
-Sí. O a ras del suelo, hablando más claro. Por otra parte, se le ha puesto en funcionamiento intermitentemente. Lo cual quiere decir que es preciso volverlo a subir después de cada golpe. No sé aún la versión de Lady Anne, pero estoy seguro de que ella no habría sabido regular con tanta precisión la caída del martillo.
-Tal vez se quedó así ayer por la tarde.
-Imposible. En la práctica, jamás se utiliza el descenso a cero.
-¿Puede alzarse suavemente?
-No. No existe ningún mando para regular la velocidad de subida. Tal como está, sin embargo, es más lenta que cuando actúa de modo continuado.
-Bueno. Hágame ver lo que es preciso ver. Sin duda, no resultará un espectáculo agradable.
-No, inspector. Allá va.
-¿Todos dispuestos? -preguntó Twinker a los demás-. Cuando quiera, mister Browning.
Con los ojos clavados en la espalda de mi hermano, apreté a fondo el voluminoso botón negro que ponía en marcha el mecanismo de subida del martillo.
Al prolongado silbido, que siempre me hacía pensar en un gigante jadeando después de un esfuerzo, siguió la ascensión ligera y elástica de la masa de acero. Pude oír, sin embargo, la succión del desprendimiento y reprimí un movimiento de pánico al ver cómo el cuerpo de mi hermano se movía hacia delante, mientras un borbotón de sangre inundaba el amasijo oscuro descubierto por la ascensión del martillo.
-¿Hay algún peligro de que vuelva a caer, mister Browning?
-Ninguno -dije echando el cerrojo de seguridad.
Y, volviéndome de espaldas, vomité toda la cena a los pies de un joven policía que acababa de hacer lo mismo.
Durante varias semanas y después, en sus ratos perdidos, durante varios meses, el inspector Twinker se entregó en cuerpo y alma al esclarecimiento de la muerte de mi hermano. Más tarde me confesó que yo era uno de sus principales sospechosos, aunque jamás pudo encontrar la menor prueba, motivo o detalle revelador.
Anne, a pesar de su increíble tranquilidad, fue declarada loca y no hubo proceso.
Mi cuñada se confesó única culpable del asesinato de su marido y demostró que conocía perfectamente el funcionamiento del martillo-pilón. Se negó, sin embargo, a explicar la causa de este asesinato y la razón de que mi hermano viniera a colocarse, por su propia voluntad, bajo el martillo.
El vigilante nocturno oyó funcionar el aparato; lo oyó, para ser exacto, dos veces. Y el contador, que siempre se ponía a cero después de cada operación, indicaba que el martillo había llevado a cabo dos golpes. A pesar de todo, mi cuñada se obstinó en afirmar que sólo se había servido de él una vez.
El inspector Twinker empezó dudando de que la víctima fuera realmente mi hermano pero varias cicatrices, una herida de guerra en el muslo y las huellas digitales de su mano izquierda, terminaron por disipar todas sus dudas.
Finalmente, la autopsia reveló que no había ingerido ninguna droga antes de su muerte.
En cuanto a su trabajo, los expertos del Ministerio del Aire vinieron a hojear sus papeles y se llevaron varios instrumentos del laboratorio. Todos ellos celebraron largos conciliábulos con el inspector Twinker y le convencieron de que mi hermano había destruido sus documentos y aparatos más interesantes.
Los técnicos del laboratorio de la policía, por su parte, declararon que Bob había tenido la cabeza envuelta en algo hasta el momento de su muerte y Twinker me enseñó cierto día un andrajo desgarrado, que yo reconocí inmediatamente como el paño de una mesa del laboratorio.
Anne fue trasladada al instituto de Broadmoore, donde se encierra a todos los locos criminales. Las autoridades me confiaron a su hijo Harry, que contaba seis años de edad, y se decidió que su educación y mantenimiento corrieran a mi cargo.
Yo podía visitar a Anne todos los días. En dos o tres ocasiones, el inspector Twinker me acompañó y pude comprobar que se había visto con ella otras veces. Pero jamás consiguió sacarle una palabra del cuerpo. Mi cuñada se había convertido, aparentemente, en un ser al que todo le era indiferente. Rara vez respondía a mis preguntas y casi nunca a las de Twinker. Empleaba parte de su tiempo en la costura, pero su entretenimiento favorito parecía ser la caza de moscas, que examinaba cuidadosamente antes de dejarlas en libertad.
Sólo tuvo una crisis -una crisis de nervios, mejor que una crisis de locura-, el día en que vio cómo una enfermera mataba uno de estos animales. Para tranquilizarla, hubo que recurrir a la morfina.
En varias ocasiones le llevamos a su hijo. Anne le trató con amabilidad, pero sin demostrar el menor afecto hacia él. Le interesaba como podía interesarle cualquier niño desconocido.
El día en que tuvo la crisis por culpa de la mosca muerta, el inspector Twinker vino a verme.
-Estoy convencido de que ahí reside la clave del misterio.
-Yo no veo la menor relación. Creo que mi pobre cuñada lo mismo hubiera podido coger otra manía. Las moscas son una simple fijación de su locura.
-¿Cree que está verdaderamente loca?
-¿Cómo puedo dudar de ello, Twinker?
-A pesar de todo lo que dicen los médicos, tengo la impresión, muy clara, de que Lady Browning es absolutamente dueña de sus facultades mentales, incluso cuando ve una mosca.
-De admitir esa hipótesis, ¿cómo explica usted su actitud con relación a Harry?
-De dos formas: o pretende protegerlo o le teme. Tal vez, incluso, lo deteste.
-No le comprendo.
-¿Se ha fijado en que jamás caza moscas cuando él está delante?
-Es cierto... Resulta bastante curioso. Pero confieso que sigo sin comprender nada.
-Yo tampoco, mister Browning. Y seguramente seguiremos igual hasta que Lady Browning se cure.
-Los médicos no tienen la menor esperanza...
-Estoy al corriente de eso. ¿Sabe si su hermano hizo alguna vez experimentos con moscas?
-No lo creo. ¿Se lo ha preguntado a los expertos del Ministerio del Aire?
-Sí. Y se han reído en mis barbas.
-Lo comprendo.
-Tiene usted suerte, mister Browning. Yo, en cambio, no comprendo nada, pero espero comprender algún día.
*****
-Dime, tío Arthur, ¿viven mucho tiempo las moscas?
Estábamos desayunando y mi sobrino, con sus palabras, acababa de romper un prolongado silencio. Le miré por encima del Times, que había apoyado en la tetera. Harry, como la mayor parte de los niños de su edad, tenía la costumbre, o más bien el talento, de plantear cuestiones que los adultos no suelen hallarse en condiciones de responder con precisión. Harry me preguntaba a menudo, siempre de forma inesperada, y cuando tenía la mala suerte de poder aclararle alguna duda, ésta era inmediatamente seguida de otra, después de otra y así sucesivamente, hasta que yo me confesaba vencido, reconociendo que no lo sabía. Entonces, como un campeón de tenis que lanzara su pelota definitiva, la que le convertía en ganador de juego y de partida, decía:
«¿Por qué no lo sabes, tío?».
Era, sin embargo, la primera vez que me hablaba de moscas, y me estremecí ante la idea de que el inspector Twinker pudiera haberle oído. Imaginaba perfectamente la mirada con que el infatigable sabueso me obsequiaría y la pregunta que, a renglón seguido, dirigiría a mi sobrino. E intuía, al mismo tiempo, cuál habría sido -de hallarse en mi caso- su respuesta. Respuesta que, textualmente y no sin cierto malestar, tuve que repetir en voz alta.
-No lo sé, Harry. ¿Por qué me haces esa pregunta?
-Porque he vuelto a ver la mosca que mamá busca.
-¿Mamá busca una mosca?
-Sí. Ha crecido mucho, pero a pesar de todo la he reconocido.
-¿Dónde has vuelto a verla y qué tiene de particular?
-Sobre tu despacho, tío Arthur. Su cabeza es blanca en lugar de negra y su pata muy graciosa.
-¿Cuándo viste esa mosca por primera vez, Harry?
-El día que se fue papá. Estaba en su cuarto y la cacé, pero mamá llegó en ese momento y me obligó a dejarla en libertad. Unas horas después, me pidió que la encontrara. Creo que había cambiado de idea y que quería verla.
-En mi opinión debe estar muerta hace mucho tiempo -dije levantándome y yendo sin prisa hacia la puerta.  
Pero en cuanto la cerré, di un salto hasta mi despacho y busqué en vano alguna huella de moscas.
Las confesiones de mi sobrino y la seguridad del inspector Twinker sobre la relación existente entre las moscas y la muerte de mi hermano me turbaron hasta el desconcierto.
Por primera vez, admití que el inspector tal vez supiera más de lo que daba a entender. Y, también por vez primera, me pregunté si mi cuñada estaba verdaderamente loca. Un sentimiento extraño, incluso terrible,  empezó a crecer en mí y, cuanto más reflexionaba sobre ello, más me convencía de la cordura de Anne.
Un drama originado por la locura podía ser inexplicable y horroroso, pero su horror, por grande que fuera, resultaba, a fin de cuentas, admisible. Sin embargo, la idea de que mi cuñada hubiera sido capaz de asesinar tan atrozmente  a mi hermano en plena posesión de sus facultades mentales, con o sin su consentimiento,  me daba escalofríos. ¿Cuál  podía ser la explicación de un crimen tan monstruoso? ¿Cómo se había llevado a cabo?
Pasé una y otra vez revista a todas las respuestas de Anne al inspector Twinker. Éste le había hecho centenares de preguntas. Y mi cuñada contestó con perfecta lucidez a las cuestiones relativas a su vida con mi hermano. Una vida, al parecer, feliz y sin historia.
Twinker, además de ser un psicólogo muy fino, tenía una gran experiencia y estaba acostumbrado a sentir, a adivinar -por decirlo de alguna forma- el engaño. También él estaba convencido de que Anne había contestado honestamente a las preguntas que se había dignado contestar. Pero estaban las otras, aquellas ante las que siempre reaccionó de idéntica manera,  repitiendo hasta la saciedad las mismas palabras.
-No puedo aclararle esa cuestión -decía lisa y llanamente, sin perder nunca la calma.
Ni siquiera la acumulación de preguntas de este tipo parecía molestarle. Una sola vez, en el curso de los numerosos interrogatorios, le hizo notar al inspector que ya le había preguntado anteriormente lo mismo. En las restantes ocasiones, siempre contestó de igual forma: «No puedo aclararle esa cuestión».
Su estribillo se convirtió en un muro formidable, contra el cual se estrelló una y otra vez la tenacidad de Twinker. Cuando el inspector cambiaba el rumbo de sus interrogatorios y se interesaba por temas que no guardaban relación directa con el drama, Anne respondía con lucidez y amabilidad. Pero en cuanto la conversación se orientaba, por algún resquicio, hacia el asesinato de Bob, mi cuñada se escondía nuevamente tras la muralla del «no puedo aclararle esta cuestión».
Deseosa de que no recayeran sospechas sobre ninguna otra persona, Anne demostró prácticamente cómo había manejado el martillo-pilón. Nos hizo ver, sin lugar a dudas, que conocía su funcionamiento y la forma de regular la fuerza y la altura del golpe, y como el inspector adujera que todo aquello no probaba su intervención en el asesinato de Bob, nos enseñó el lugar donde se había apoyado con la mano izquierda, contra un montante del cuadro de mandos, mientras manipulaba los botones con la mano derecha.
-Sus técnicos encontrarán aquí mis huellas digitales -añadió con sencillez.
Y sus huellas, efectivamente, fueron encontradas.
Twinker sólo pudo descubrir una mentira en sus declaraciones. Anne afirmaba haber maniobrado el martillo una sola vez, mientras el vigilante nocturno juraba y perjuraba haberlo oído dos. El contador, que siempre se ponía a cero al terminar cada jornada, le daba la razón.
Durante algún tiempo, Twinker confió en forzar el mutismo de mi cuñada gracias a este error. Pero un buen día, Anne, con la mayor tranquilidad del mundo, echó por tierra sus esperanzas, declarando:
-Sí, he mentido, pero no, puedo explicarle los motivos de mi mentira.
-¿Sólo me ha engañado en eso? -preguntó inmediatamente Twinker, con el propósito de desconcertarla y de adquirir así alguna ventaja sobre ella.
Con gran sorpresa por su parte -pues esperaba el estribillo habitual-, Anne respondió:
-Sí. Ha sido mi único engaño.
Y Twinker comprendió que Anne había reparado con creces la única fisura de su muro defensivo.
A la luz de las revelaciones de Harry, creció en mí un progresivo sentimiento de horror hacia mi cuñada, porque, si no estaba loca, simulaba estarlo para escapar a un castigo que merecía cien veces. En ese caso Twinker tenía razón y la llave del drama residía en las moscas, a no ser que la obsesión de Anne formara parte de su engaño. Y si, por el contrario, no estaba en sus cabales, entonces Twinker seguía teniendo razón, porque tal vez a través de las moscas pudiera un psiquiatra descubrir la causa del asesinato.
Diciéndome que Twinker seguramente sabría resolver aquel rompecabezas mejor que yo, estuve a punto de ir a contárselo todo. Pero el pensamiento de que atosigaría a Harry con mil preguntas, me retuvo. Existía también otra razón para no acudir a él: me daba miedo que buscara y encontrara la mosca mencionada por mi sobrino. Y ese miedo era, por incomprensible, profundamente turbador.
Pasé revista a todas las novelas policíacas que había leído en mi vida. Este género literario no carece de lógica, incluso cuando presenta casos muy complicados. En la historia de las moscas, por el contrario, no había nada lógico, nada que pudiese encajar. Todo era sorprendentemente sencillo y, al mismo tiempo, misterioso. No existía culpable alguno que desenmascarar: Anne había asesinado a su marido, se había declarado autora del hecho e incluso había reconstruido la escena.
Desde luego, no podía esperarse lógica en un drama provocado por la locura, pero aún admitiendo que fuera así, ¿cómo explicar la extraña pasividad de la víctima?
Mi hermano era el típico sabio partidario de la prueba del nueve. Sentía horror por la intuición y por los golpes de genio. Algunos científicos elaboran teorías que después se esfuerzan en apoyar con hechos; trabajan a saltos en lo desconocido y no tienen inconveniente en abandonar una posición avanzada si las experiencias acumuladas a continuación no bastan para consolidar sus suposiciones. Mi hermano pertenecía, al contrario y -cabe decir - por excelencia, al tipo del investigador receloso, que se guarda siempre las espaldas con un sólido punto de apoyo, probado y archiprobado. Rara vez se traía entre manos más de un experimento y no participaba de ninguna de las características del sabio distraído, que se deja calar por la lluvia con un paraguas cerrado en la mano. Era, en cambio, profundamente humano. Adoraba a los niños y a los animales, y jamás titubeaba en dejar su trabajo para ir al circo con los hijos de su vecino. Le gustaban los juegos de lógica y precisión, como el billar, el tenis, el bridge y el ajedrez.
¿Cómo, entonces, explicar su muerte? ¿Por qué se había colocado debajo del martillo-pilón? En modo alguno podía tratarse de una estúpida jactancia, de un desafío a su propio valor. Jamás se jactaba de nada y no soportaba a las personas aficionadas a apostar. Para vejarlas, siempre decía que una apuesta es un simple negocio concluido entre un imbécil y un ladrón.
Sólo existían dos explicaciones posibles: o se había vuelto loco o tenía una razón para hacerse matar por su mujer de tan extraña manera.
Tras largas reflexiones, decidí no poner al inspector Twinker al corriente de mi conversación con Harry e intentar una nueva gestión personal con mi cuñada. Era sábado, día de visita, y como Anne pasaba por ser una enferma muy tranquila, me permitían llevarla a dar una vuelta al gran jardín, donde le habían concedido una pequeña parcela para que la cultivara a su antojo. Anne había trasplantado allí varios rosales de mi jardín.
Sin duda esperaba mi visita, porque llegó al locutorio en seguida. Empezaba a hacer frío y, en previsión de nuestro paseo habitual, se había puesto el abrigo.
Me pidió noticias de su hijo y después me condujo hasta la parcela, donde me hizo sentarme a su lado sobre un banco rústico, fabricado en la carpintería del asilo por un enfermo aficionado a las actividades manuales.
Yo trazaba vagos dibujos en la arena con la contera de mi paraguas, buscando la forma de llevar la conversación al tema de la muerte de mi hermano. Pero fue ella quien primero se refirió al asunto.
-Arthur, quería preguntarte una cosa...
-Te escucho, Anne.
-¿Sabes si las moscas viven mucho tiempo?
La miré estupefacto y estuve a punto de confesarle que su hijo me había preguntado lo mismo unas horas antes, pero repentinamente comprendí que por fin se me brindaba la posibilidad de asestar un duro golpe a sus defensas, conscientes o subconscientes. Anne, entretanto, parecía esperar con tranquilidad la respuesta, creyendo sin duda que me esforzaba en resucitar mis recuerdos de escuela sobre la duración de la vida de las moscas.
Sin apartar los ojos de ella, repuse:
-No lo sé con precisión, pero tu mosca estaba hoy por la mañana en mi despacho.
El golpe había alcanzado su objetivo. Anne volvió bruscamente la cabeza hacia mí y abrió la boca como si fuera a gritar, pero sólo en sus inmensos ojos se dibujó un auténtico alarido de terror.
Yo conseguí mantener la impasibilidad. Me daba cuenta de que por fin había adquirido alguna ventaja sobre ella y que sólo podría conservarla adoptando la actitud de un hombre al tanto de todo, que no experimenta rencor o piedad y que ni siquiera se permite emitir un juicio sobre los hechos.
Ella, finalmente, respiró y se tapó la cara con las manos.
-Arthur... ¿la has matado? - murmuró suavemente.
-No.
-¡Pero la tienes! -gritó alzando la cabeza- ¡La tienes ahí! ¡Dámela!
Un poco más y se hubiera atrevido a registrarme los bolsillos.
-No, Anne, no la tengo aquí.
-¡Lo sabes todo! ¿Cómo has podido adivinarlo?
-No, Anne, no sé nada, excepto que tú no estás loca. Pero voy a averiguar la verdad de una u otra manera. O me lo dices todo, y entonces decidiré sobre el mejor modo de resolver este asunto, o...
-¿O qué? ¡Habla de una vez!
-Iba a hacerlo, Anne... O te juro que el inspector Twinker tendrá esa mosca antes de veinticuatro horas.
Mi cuñada permaneció inmóvil un momento, con los ojos clavados en las palmas de sus blancas y afiladas manos. Después, sin alzar la mirada, dijo:
-Si te lo digo todo, ¿me prometes que destruirás esa mosca antes de tomar ninguna otra decisión?
-No, Anne. No puedo prometértelo antes de saber el verdadero significado de esta historia.
-Arthur, compréndelo... Le prometí a Bob que esa mosca sería destruida... Tengo que mantener mi promesa... De otra forma, no te diré nada.
Comprendí que me estaba metiendo en un callejón sin salida; Anne se recuperaba. Era absolutamente necesario encontrar un nuevo argumento, un argumento que la empujara hasta sus últimos baluartes y que la hiciera capitular.
A la desesperada, confiando en un golpe de suerte, dije:
-Anne, debes darte cuenta de que cuando esa mosca sea examinada en los laboratorios de la policía, el inspector Twinker tendrá la prueba de que no estás loca y...
-¡Arthur, no! No lo hagas, por Harry, no lo hagas... Llevo mucho tiempo esperando esta mosca, convencida de que terminaría por encontrarme. Al parecer no ha sido capaz y te ha buscado a ti.
Yo observaba atentamente a mi cuñada, preguntándome si fingía aún estar loca o si, a fin de cuentas, lo estaba. A pesar de todo, loca o no, daba la impresión de sentirse acorralada. Era preciso violentar aún su última resistencia y como, al parecer, temía por su hijo, dije:
-Cuéntamelo todo, Anne. Así podré proteger mejor a Harry.
-¿De qué quieres protegerle? ¿No comprendes que si yo estoy aquí, es únicamente para evitar que Harry se convierta en el hijo de una condenada a muerte, ejecutada por el asesinato de su esposo? Créeme, preferiría cien veces la horca a la muerte lenta de este manicomio.
-Anne, estoy tan interesado como tú en proteger al hijo de mi hermano. Te prometo que, si me lo cuentas todo, haré lo imposible por defender a Harry. Pero si te niegas a hablar, el inspector Twinker tendrá la mosca. De todas formas intentaré velar por el niño, pero tú misma debes hacerte cargo de que entonces ya no tendré las riendas de la situación.
-¿Por qué estás tan empeñado en saber? -dijo lanzándome una curiosa mirada de rencor.
-Anne, es la suerte de tu hijo lo que está en tus manos. ¿Qué decides?
-Vamos dentro. Voy a entregarte el relato de la muerte del pobre Bob.
-¡Lo has escrito!
-Sí. Lo tenía preparado, no para ti, sino para tu maldito inspector. Suponía que, antes o después, terminaría por dar con parte de la verdad.
-En este caso, ¿puedo enseñárselo?
-Haz lo que te parezca.
Me quedé en el locutorio mientras ella subía a su habitación. Al volver, traía un abultado sobre amarillo, que me tendió diciendo:
-Procura leerlo a solas y sin que nadie te moleste.
-De acuerdo, Anne. Lo haré en cuanto llegue y mañana vendré a verte.
-Muy bien.
Y salió del locutorio sin despedirse.
Hasta que algunas horas más tarde empecé la lectura, no descubrí la advertencia escrita en el exterior del sobre:
A quien corresponda - Probablemente al inspector Twinker.
Tras dar órdenes rigurosas de que no se me molestara bajo ninguna excusa, hice saber que no cenaría y pedí té con bizcochos. Después subí rápidamente a mi despacho.
Una vez en él, examiné cuidadosamente las paredes, las tapicerías y los muebles, sin encontrar el menor rastro de moscas. Luego, cuando la criada me subió el té y añadió leña al fuego, cerré las ventanas y corrí las cortinas. Finalmente eché el cerrojo de la puerta, descolgué el teléfono -lo hacía todas las noches desde la muerte de mi hermano-, apagué las luces, excepto la de mi mesa de trabajo, y abrí el grueso sobre amarillo.
Tras servirme una taza de té, comencé la lectura del manuscrito:
«Esto no es una confesión, porque nunca he intentado ocultar la responsabilidad que me incumbe en el trágico fin de mi marido y también porque, a pesar de declararme única autora de su muerte, no soy una criminal. Al actuar como lo hice, me limitaba a ejecutar fielmente las últimas voluntades de Robert Browning, aplastándole la cabeza y el antebrazo derecho con el martillo-pilón de la fábrica de su hermano.»
Sin haber probado una sola gota de té, volví la página.
«Con alguna anterioridad a su desaparición, mi marido me había puesto al corriente de sus experimentos. Ya entonces comprendía perfectamente que el Ministerio se los hubiera prohibido como demasiado peligrosos, pero confiaba en obtener resultados positivos antes de informar sobre ellos.
»Aunque hasta el momento la ciencia sólo ha conseguido transmitir a través del espacio el sonido y la imagen, gracias a la radio y la televisión, Bob aseguraba haber encontrado el medio de transmitir la propia materia. La materia - es decir, un cuerpo sólido - colocada en un aparato emisor, se desintegraba y reintegraba instantáneamente en un aparato receptor.
»Bob consideraba que su descubrimiento podía ser de tanta trascendencia como el de la rueda. Creía que la transmisión de la materia por desintegración-reintegración instantánea, significaba una revolución sin precedentes, de radical importancia para la evolución del hombre. La difusión de su invento equivaldría al fin de los transportes mecanizados, no sólo para los productos y mercancías que pudieran corromperse, sino también para los propios seres humanos. Bob, hombre eminentemente práctico, que jamás se dejaba llevar por la fantasía, vislumbraba ya un mundo desprovisto de aviones, trenes, coches, carreteras y vías férreas. Todo esto sería reemplazado por estaciones emisoras-receptoras, repartidas por toda la superficie de la Tierra. Bastaría con situar a los viajeros y a las mercancías en el interior de una cabina emisora, para que fueran desintegrados y casi instantáneamente reintegrados en la cabina receptora del punto de destino.
»Mi marido tropezó con algunas dificultades al principio. Su aparato receptor sólo estaba separado de su aparato emisor por una pared. Como sujeto de su primera experiencia, eligió un viejo cenicero, recuerdo de un viaje que habíamos hecho a Francia.
»Cuando me trajo triunfalmente el cenicero, aún no estaba al corriente de sus investigaciones y tardé un poco en comprender el significado de sus palabras.
»-¡Mira, Anne! - dijo -. Este cenicero ha permanecido totalmente desintegrado durante una diezmillonésima de segundo. Por un momento, ha dejado de existir. Era sólo un conjunto de átomos viajando a la velocidad de la luz entre dos aparatos. Y un instante después, los átomos se han unido de nuevo para volver a formar este cenicero.
»-Bob, por favor... ¿de qué hablas? Explícate.
»Entonces me reveló el objetivo de sus experiencias y, al ver que no le comprendía, empezó a esgrimir dibujos y a manejar cifras. Tras lo cual, naturalmente, aún entendí menos sus explicaciones.
»-Perdóname, Anne - dijo al darse cuenta, riéndose de buena gana-. ¿Te acuerdas de aquel artículo sobre los misteriosos vuelos de ciertas piedras, que irrumpen sin causa aparente en algunas casas de la India a pesar de que las puertas y las ventanas están cerradas?
»-Sí, me acuerdo muy bien. El profesor Downing, que había venido a pasar el fin de semana con nosotros, dijo que -si no había algún truco - el fenómeno sólo podía explicarse por la desintegración de las piedras en la calle y  su reintegración en el interior de la casa, antes de su caída.
»-Exactamente. -Y añadió: A menos que el fenómeno se produzca por una desintegración parcial y momentánea de la pared atravesada por las piedras.
»-Todo eso es muy bonito, pero sigo sin comprender ¿Cómo puede pasar una piedra, por muy desintegrada que esté, a través de una pared o de una puerta?
»-Puede, Anne, porque entonces los átomos que componen la materia no se tocan. Están separados entre sí por espacios inmensos.
»-¿Espacios inmensos entre los átomos que componen, por ejemplo, una simple puerta?
»-Entendámonos: los espacios entre átomos son relativamente inmensos. Es decir, inmensos con relación al tamaño de los átomos. Tú pesas cien libras y mides cinco pies y tres pulgadas... Si todos los átomos que componen tu cuerpo fueran comprimidos unos contra otros, sin que quedara el menor espacio entre ellos, tú seguirías pesando lo mismo, pero no abultarías más que una cabeza de alfiler.
»-Entonces, si no he comprendido mal, ¿tu pretendes haber reducido este cenicero al tamaño de una cabeza de alfiler?
»-No, Anne. En primer lugar, si los átomos de este cenicero, que apenas pesa dos onzas, fueran comprimidos, el conjunto resultante sólo sería visible al microscopio. En segundo lugar, todo esto era una simple imagen. Lo que intento explicarte pertenece a otro orden de fenómenos. Este cenicero, una vez desintegrado, puede atravesar cualquier cuerpo opaco y sólido, a ti misma, por ejemplo, sin la menor dificultad, porque entonces sus átomos separados no encuentran obstáculo alguno en la masa de tus átomos, que también están separados.
»-¿Y tú has desintegrado este cenicero y lo has reintegrado un poco más allá, después de hacerlo pasar a través de otro cuerpo?
»-A través, para ser exacto, de la pared que separaba mi aparato emisor de mi aparato receptor.
»-¿Y puede saberse qué utilidad tiene enviar ceniceros a través del espacio?
»Bob inició entonces un gesto de malhumor, pero al darse cuenta de que sólo le estaba gastando una broma, se dedicó a explicarme algunas de las posibilidades de su descubrimiento.
»-¡Bueno! Espero que nunca me obligues a viajar así, Bob. No me gustaría terminar como tu dichoso cenicero.
»-¿Cómo ha terminado?
»-¿Te acuerdas de lo que había escrito en él?
»-Sí, claro. La inscripción «Made in France», que ahí sigue.
»-Pero, ¿te has fijado cómo?
»Cogió el cenicero con una sonrisa y palideció al darse cuenta de lo que yo quería decir. Las tres palabras seguían, efectivamente allí, pero invertidas, de forma que sólo podía leerse: «ecnarF ni edaM».
»-Es inaudito -murmuró.
»Y, sin terminar el té, se precipitó hacia el laboratorio, del cual ya no volvió a salir hasta el día siguiente por la mañana, tras una noche entera de trabajo.
»Algunos días más tarde, Bob sufrió un nuevo revés, que le puso de malhumor durante varias semanas. Después de muchas preguntas, terminó por confesar que su primera experiencia con un ser vivo había resultado un completo fracaso.
»-Bob, ¿ha sido Dandelo?
»-Sí -reconoció a duras penas-. Se desintegró perfectamente, pero no volvió a reintegrarse en el aparato receptor.
»-¿Y entonces... ?
»-Entonces ya no existe Dandelo. Sólo existen sus átomos dispersos, que se pasean por alguna parte, Dios sabe cuál, del universo.
»Dandelo era un gato blanco que la cocinera había encontrado en el jardín. -Una buena mañana desapareció sin saber cómo. Bob acababa de aclararme lo sucedido.
»Tras una serie de nuevas experiencias y largas horas de vigilia, Bob me anunció que su aparato funcionaba ya perfectamente y me invitó a que lo viera.
»Hice preparar una bandeja con una botella de champagne y dos copas para festejar dignamente su éxito, porque yo sabía que mi marido, de no estar a punto el aparato, no me hubiera llevado a verlo.
»-Excelente idea - exclamó quitándome la bandeja de las manos. ¡Vamos a celebrarlo con champagne reintegrado!
»-Espero que sabrá tan bien como antes de su desintegración, Bob.
»-No temas, Anne. Ven aquí. 
»Abrió la puerta de un compartimento cuadrangular, que era una simple cabina telefónica, debidamente transformada.
»-Ahí tienes el aparato de desintegración-transmisión -me explicó mientras ponía la bandeja sobre un taburete colocado en su interior.
»Cerró con cuidado, me tendió unas gafas de sol y me hizo situarme ante la puerta de cristales de la cabina.
»-Tras ponerse él mismo las gafas negras, manipuló varios botones en el exterior de la cabina, y de ésta se elevó el dulce ronroneo de un motor eléctrico.
»-¿Dispuesta? - preguntó apagando la luz y haciendo girar otro conmutador, que llenó el aparato de un resplandor azulado-. ¡Entonces, fíjate bien!
»Bajó una palanca y todo el laboratorio se iluminó violentamente con un cegador destello anaranjado. Vislumbré, en el interior de la cabina, una especie de bola de fuego, que crepitó un instante, y sentí un repentino calor en la cara y en el cuello. Después sólo pude ver dos agujeros negros bordeados de verde, como cuando se mira durante cierto tiempo al sol.
»-Puedes quitarte las gafas, Anne. La operación ha terminado.
»Con un gesto teatral, mi marido abrió la puerta de la cabina y, a pesar de que lo esperaba, fingí una gran sorpresa al comprobar que el taburete, la bandeja, las copas y la botella habían  desaparecido.
»Después me hizo pasar ceremoniosamente a la habitación contigua, donde se encontraba una cabina idéntica a la que servía de aparato emisor. Abrió la puerta ysacó triunfalmente la bandeja y el champagne que descorchó al instante. El tapón saltó alegremente y el líquido burbujeó en las copas.
»-¿Estás seguro de que se puede beber sin peligro?
»-Absolutamente -dijo Bob tendiéndome una copa-. Y ahora vamos a intentar una nueva experiencia. ¿Quieres asistir a ella?
»Pasamos a la sala donde estaba el aparato de desintegración
»-¡Oh, Bob! ¡Acuérdate del pobre Dandelo!
»-Es sólo un cobaya, Anne. Pero estoy convencido de que ahora saldrá bien.
»Colocó al animal en el suelo metálico de la cabina y me obligó a ponerme las gafas de sol. Oí el ronroneo del motor, presencié de nuevo el estallido de luz y, sin esperar a que Bob abriera el emisor, me precipité a la habitación contigua. A través de la puerta de cristal pude ver al cobaya corriendo de un lado a otro.
»-¡ Bob, amor mío! ¡Está aquí! ¡Lo has conseguido!
»-Un poco de paciencia, Anne. No lo sabremos con seguridad hasta dentro de algún tiempo.
»-Pero está tan vivo como antes.
»-Es preciso comprobar que todos sus órganos siguen intactos. Si continúa así durante un mes, podremos intentar otras experiencias.
»Ese mes me pareció un siglo. Todos los días iba a ver al cobaya, que parecía portarse de maravilla.
»Cuando Bob se convenció de su buena salud, puso aPickles, nuestro perro, en la cabina. No me avisó, porque jamás hubiera consentido que Pickles pasara por una experiencia semejante. Al animal, sin embargo, pareció gustarle. En una sola tarde fue desintegrado y reintegrado diez o doce veces y en cuanto salía de la cabina receptora, se precipitaba al aparato emisor para repetir el juego.
»Suponía que Bob iba a convocar una reunión de científicos y especialistas del Ministerio como solía hacer cuando terminaba un trabajo, para comunicar sus conclusiones y llevar a cabo algunas demostraciones prácticas. Al cabo de algunos días, yo misma se lo hice notar.
»-No, Anne. Este descubrimiento es demasiado importante para anunciarlo sin más ni más. Hay algunas fases de la operación que ni yo mismo he llegado a comprender todavía. No puedo abandonarlo ahora en otras manos.
»A veces, aunque no siempre, me hablaba de la marcha de su trabajo. Desde luego, en ningún momento se me pasó por la cabeza la idea de que fuera a intentar una primera experiencia humana con su propia persona y sólo después de la catástrofe descubrí que un segundo cuadro de mandos había sido instalado en el interior de la cabina emisora.
»La mañana en que intentó su terrible experiencia, Bob no vino a comer. Encontré una nota clavada en la puerta de su laboratorio:
»-"Sobre todo, que nadie me moleste. Estoy trabajando."
»Ya en otras ocasiones había hecho lo mismo. Por otra parte, no concedí importancia a la extraña y deforme escritura del mensaje.
»Y fue precisamente algo más tarde, a la hora de la comida, cuando Harry vino corriendo a decirme que había cazado una mosca con la cabeza blanca. Yo, sin querer verla, le dije que la soltara inmediatamente. Ni Bob ni yo soportábamos que se le hiciera el menor daño a un animal. Yo sabía que Harry había atrapado aquella mosca sólo porque era rara, pero también sabía que su padre no vería en ello disculpa alguna.
»A la hora del té, Bob continuaba encerrado en su laboratorio y el mensaje clavado en la puerta. A la hora de la cena, las cosas seguían igual y por fin, vagamente inquieta, me decidí a llamarle.
»Le oí moverse por la habitación y un momento después apareció un segundo mensaje por debajo de la puerta. Lo desplegué y leí:
»"Anne: he tenido algunas complicaciones. Acuesta al niño y vuelve dentro de una hora. B."
»Golpeé de nuevo y llamé varias veces a Bob, sin recibir respuesta. Al cabo de un instante le oí teclear en la máquina de escribir y, tranquilizada por ese ruido familiar, regresé a la casa.
»Después de acostar a Harry, volví al laboratorio y encontré una nueva hoja de papel, que Bob había deslizado, como la anterior, por debajo de la puerta. Esta vez, leí con espanto:
»Anne:
»Cuento con tu firmeza de espíritu para que no pierdas la cabeza, porque sólo tú puedes ayudarme. Me ha sucedido un grave accidente. Mi vida no corre peligro por el momento, pero se trata, a pesar de ello, de una cuestión de vida o muerte. Me es imposible hablar: nada se consigue, por lo tanto, llamándome o haciéndome preguntas a través de la puerta. Tienes que obedecer mis instrucciones al pie de la letra. Después de dar tres golpes, para indicarme que estás de acuerdo, vete a buscar una taza de leche y añádele una copa colmada de ron. No he comido ni bebido nada desde anoche y tengo necesidad de hacerlo. Confío en ti.
B.


»Con el corazón acelerado, di los tres golpes convenidos y me precipité hacia la casa para satisfacer su petición.
»De regreso al laboratorio encontré un nuevo mensaje en el suelo:
»Anne, sigue fielmente mis instrucciones:
»Cuando llames, abriré la puerta. Pon la taza de leche sobre mi mesa de trabajo, sin hacer ninguna pregunta, y pasa después a la habitación donde se encuentra la cabina receptora. Una vez allí, mira bien por todas partes. Es absolutamente necesario que encuentres una mosca. Aunque no puede andar muy lejos, yo me he pasado horas buscándola en vano. Ahora tengo un serio handicap y veo mal las cosas pequeñas.
»Pero antes de nada, júrame que me obedecerás en todo y que bajo ninguna excusa intentarás verme. Me es imposible discutir. Tres golpes en la puerta me demostrarán que estás nuevamente de acuerdo. Mi vida depende de tu ayuda.
»Sobreponiéndome a la emoción, di tres golpes espaciados.
»Entonces oí que Bob venía hacia ella. Un instante después, su mano buscaba y descorría el cerrojo.
»Al entrar, comprendí que se había quedado detrás de la puerta. Resistiendo el deseo de volverme, dije:
»-Puedes contar conmigo, querido.
»Después de poner la taza en la mesa, bajo la única luz encendida, me dirigí hacia la otra habitación, que estaba, por el contrario, brillantemente iluminada. En ella reinaba el más absoluto desorden: había una gran cantidad de fichas y probetas rotas por el suelo, entre taburetes y sillas patas arriba. De una especie de enorme balde se desprendía un olor acre, originado por la combustión de unos papeles que acababan de consumirse
»Antes de empezar, sabía yo que mi búsqueda no daría resultado. El instinto me decía  que la mosca deseada por Bob era la misma que Harry había atrapado y puesto en libertad, por orden mía, aquella misma mañana.
Oí que Bob, en la habitación de al lado, se acercaba a la mesa y de ella se elevó, al cabo de un instante, una especie de succión, como si le costara trabajo beber.
-Bob, no hay ninguna mosca. ¿No podrías ayudarme algo? Si no puedes hablar, recurre a los golpes en la mesa. Ya sabes: uno para el sí y dos para el no.
Aunque había intentado dar una entonación normal a mi voz, tuve que hacer un esfuerzo terrible, cuando oí dos golpes secos en su escritorio, para reprimir un sollozo.
-¿Puedo entrar en esa habitación, Bob? No comprendo nada de lo que pasa, pero sea lo que sea sabré enfrentarme a  ello con valor.
Hubo un momento de silencio y, por fin, un solo golpe.
Al llegar a la puerta me quedé paralizada de estupor. Bob se había echado por la cabeza el paño de terciopelo dorado que generalmente se encontraba sobre la mesa donde comía, cuando por cualquier motivo no quería salir del laboratorio.
-Bob, seguiremos buscando mañana, a la luz del sol. ¿No podrías ir a acostarte? Si quieres, te llevaré a la habitación de los huéspedes y cuidaré de que nadie te vea.
Su mano izquierda surgió repentinamente del paño, que le tapaba hasta la cintura, y dio dos golpes en la mesa.
-¿Necesitas un médico?
"No", dijo con dos nuevos golpes.
-¿Quieres que telefonee al profesor Moore? Te sería más útil que yo.
La respuesta fue, una vez más, negativa. Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Algo, sin embargo, me daba vueltas en la cabeza. Por fin dije:
-Harry encontró esta mañana una mosca muy extraña, que yo le obligué a dejar en libertad. ¿No podría ser la que buscas? El niño me dijo que tenía la cabeza blanca.
Bob emitió un extraño suspiro, ronco y metálico. Y en aquel momento tuve que morderme la mano hasta que brotó sangre para no gritar. Mi marido había dejado caer su brazo derecho a lo largo del cuerpo y tenía, en vez de mano y muñeca, una especie de artejo gris con ganchos, que le asomaban por debajo de la manga.
-Bob, amor mío, explícame lo que ha pasado... Seguramente podría ayudarte mejor si supiera de lo que se trata... ¡Oh, Bob, es espantoso! -dije tratando vanamente de ahogar los sollozos.
»Sacó la mano izquierda y, tras golpear una vez en la mesa, me indicó la puerta.
Salí por ella, la cerré y me desplomé en el suelo. Bob echó el cerrojo, anduvo un poco por la habitación y finalmente se puso a escribir a máquina. Al poco tiempo, una nueva hoja apareció bajo la puerta:
Vuelve mañana. Para entonces te tendré preparada una explicación. Toma un somnífero y duerme. Voy a necesitar todas tus fuerzas.
B.


-¿No querrás nada durante la noche, Bob? - grité a través de la puerta en cuanto conseguí dominar el temblor de mi voz.
Dio dos golpes rápidos y nuevamente se oyó el tecleo de la máquina.
El sol me hizo abrir los ojos. Había puesto el despertador a las cinco, pero no lo había oído por culpa del somnífero. Eran casi las siete y me levanté enloquecida. Había dormido sin un solo sueño, como si alguien me hubiera arrojado al fondo de un oscuro pozo. Pero entonces, al regresar a la pesadilla de la vida real y acordarme del brazo de Bob, rompí nuevamente a llorar.
Luego me precipité a la cocina y preparé, ante la sorpresa de las criadas, una bandeja de té con tostadas, que llevé al laboratorio sin perder un minuto.
Bob me abrió al cabo de unos segundos y cerró a puerta tras de mí. Aún llevaba el paño sobre la cabeza. Por el lecho improvisado y por las arrugas de su traje gris, comprendí que había intentado descansar un poco. Una hoja mecanografiada me esperaba sobre la mesa. Bob se encontraba junto a la puerta de la otra habitación y comprendí que quería estar solo. Llevé, pues, el mensaje a ella y, mientras lo leía, le oí servirse una taza de té. A continuación, reproduzco sus palabras:
¿Te acuerdas del cenicero? Me ha pasado un accidente similar, aunque por desgracia mucho más grave. Me he desintegrado y reintegrado yo mismo, una vez, con éxito. Pero, al intentar una segunda experiencia, no me he dado cuenta de que había una mosca en la cabina de transmisión.
Mi única esperanza se cifra en encontrar esa mosca y en volver a "pasar" con ella. Búscala por todas partes. Si no la encuentras, será preciso que idee un procedimiento, para desaparecer sin dejar rastro.
Yo hubiera preferido una explicación más detallada, pero Bob debía tener alguna poderosa razón para no dármela. "Seguramente está desfigurado", pensé. E intenté imaginarme su rostro invertido, como la inscripción del cenicero, con los ojos en el sitio de la boca o las orejas.
Pero era preciso conservar la calma y tratar de salvarle. Ante todo, debía cumplir sus órdenes y esforzarme por encontrar aquella dichosa mosca a cualquier precio.
-¿Puedo entrar ya?
Bob abrió la puerta que ponía en comunicación las dos habitaciones.
-No desesperes. Voy a traerte esa mosca. Aunque no se la ve por parte alguna del laboratorio, tiene que andar cerca... Supongo  que estás desfigurado y que por eso pretendes desaparecer sin dejar huellas. Pero yo no lo permitiré. Si fuera necesario, te haría una máscara o una capucha y continuarías tus investigaciones hasta que consiguieras volver a la normalidad. Incluso, si no hubiera otro remedio, avisaría al profesor Moore y a otros sabios amigos tuyos y entre todos te salvaríamos.
Bob golpeó con violencia la mesa, y emitió el suspiro ronco y metálico de la noche anterior.
-No te irrites, Bob. No haré nada sin prevenirte, te lo prometo. Ten confianza en mí y déjame ayudarte. Estás desfigurado, ¿no es cierto? Seguramente, de un modo terrible. ¿Quieres enseñarme la cara? No me darías asco. ¡Soy tu mujer, Bob!
Dio dos rabiosos golpes, para indicarme su total negativa, y me ordenó con la mano que saliera.
-Bueno. Voy a buscar esa mosca, pero júrame antes que no harás ninguna tontería y que no tomaras la menor iniciativa sin consultarme.
Extendíó lentamente la mano izquierda y comprendí que ese gesto equivalía a una promesa.
Jamás olvidaré aquella espantosa jornada dedicada íntegramente a la caza de moscas. Puse la casa patas arriba, obligando a las criadas a participar en mi búsqueda. Aunque les expliqué que se trataba de una mosca, escapada del laboratorio de mi marido, sobre la cual se había llevado a cabo un importante experimento y que a toda costa era preciso recuperar viva, creo que en más de un momento me creyeron loca. Eso fue, por otra parte, lo que más tarde me salvó de la vergüenza de la horca.
Interrogué a Harry. No comprendió inmediatamente y le sacudí hasta que empezó a llorar. Entonces tuve que armarme de paciencia. Sí, se acordaba. Había encontrado la mosca en el reborde de la ventana de la cocina, pero la había soltado, obedeciendo mis órdenes.
A pesar de encontrarnos en pleno verano, en nuestra casa apenas había moscas, porque vivíamos en lo alto de una colina  donde siempre hacía viento. De todos modos, atrapé varios centenares. Hice poner jícaras de leche, confituras y azúcar en los rebordes de las ventanas y en varios sitios del jardín. Ninguno de los insectos cazados, sin embargo, respondió a la descripción dada por Harry. Los examiné personalmente con una lupa y todos parecían iguales.
A la hora de comer, llevé al laboratorio leche y puré de patatas. Por si acaso, dejé también algunas moscas, cogidas al azar. Pero mi marido me dio a entender que no le servían para nada.
-Si de aquí a la noche no aparece la mosca, estudiaremos el procedimiento a seguir. Mi idea es ésta: me instalaré en la habitación de al lado, con la puerta cerrada y te haré preguntas. Cuando no puedas contestar con un sí o un no, escribirás la contestación a máquina y me la echarás por debajo de la puerta... ¿Te parece bien?
"Sí", golpeó Bob con su mano útil.
Al ponerse el sol, seguíamos sin encontrar la mosca. Antes de llevarle la cena a Bob, titubeé un momento ante el teléfono. Sin duda alguna, todo aquello era una cuestión de vida o muerte para mi marido. ¿Tendría yo fuerza suficiente para oponerme a su voluntad e impedirle que pusiera fin a sus días? Seguramente jamás me perdonaría que faltara a mi promesa, pero pensé que su resentimiento era, a fin de cuentas, preferible a su desaparición y, febrilmente, me decidí a descolgar el aparato y a marcar el número del profesor Moore, su más íntimo amigo.
-El profesor está de viaje y no volverá hasta finales de semana -me explicó cortésmente una voz neutra.
La suerte estaba echada. Tendría que luchar sola y sola - decidí - salvaría a Bob.  
Cuando unos minutos después entré en el laboratorio, casi había recuperado la tranquilidad y me instalé, como habíamos convenido, en la habitación vecina para comenzar aquella penosa discusión, llamada a durar buena parte de la noche.
-Bob, ¿podrías decirme con exactitud lo que ha pasado?
Oí el tecleo de su máquina durante varios minutos. Después apareció una hoja de papel bajo la puerta.
Anne:
Prefiero que me recuerdes con mi aspecto anterior. No va a quedar más remedio que destruirme. He reflexionado largamente sobre el asunto y sólo se me ocurre un procedimiento, para el cual necesito tu ayuda. Al principio pensé en una sencilla desintegración por medio de mi aparato emisor, pero se trata de una idea descabellada porque algún sabio podría reintegrarme en un futuro más o menos lejano y no quiero que eso suceda a ningún precio.
Por un momento llegué a preguntarme si Bob se había vuelto loco.
-No quiero saber cuál es tu procedimiento, porque jamás aceptaré esa solución, Bob. Por terrible que sea el resultado de tu experiencia, estás vivo, eres un hombre, con un alma y una inteligencia. ¡No tienes derecho a destruir todo eso!
La respuesta fue de nuevo mecanográfica.
Estoy vivo, pero no soy ya un hombre. En cuanto a mi inteligencia, puede desaparecer de un momento a otro. Ni siquiera sigue intacta. Y no puede haber alma sin inteligencia.
-Tienes que poner a los otros sabios al corriente de tus experiencias y trabajos. Ellos terminarán por salvarte.
Casi me asusté al oír los golpes de Bob sobre la puerta.
-¿Por qué no? ¿Por qué te niegas a recibir una ayuda que todos te prestarían de corazón?
Mi marido aporreó entonces la puerta con una docena de furiosos golpes,  y yo comprendí que por ese camino no iba a ninguna parte.
Entonces le hablé de mí, de su hijo, de su familia. No me contestó. Cada vez me sentía más desconcertada. Por fin me aventuré a lanzar un tímido:
-Bob..., ¿me escuchas?
Esta vez se oyó un solo golpe, mucho más suave
-En una de tus cartas te referías al cenicero de tu primera experiencia. ¿Crees que si lo hubieras metido otra vez en el aparato, las letras habrían podido recuperar su primitivo orden?
Unos instantes más tarde, leí en la nueva hoja que acababa de ser deslizada bajo la puerta:
-Veo donde vas a parar, Anne. He pensado en ello y esa, precisamente, es la razón de que tenga tanto interés en recuperar la mosca. Si no nos transmitimos juntos, no hay esperanza alguna.  
-Inténtalo al azar. Nunca se sabe.
-"Ya lo he intentado", fue esta vez su respuesta.
-¡Prueba una vez más!
La respuesta de Bob me animó un poco, porque ninguna mujer ha comprendido ni comprenderá jamás que un condenado a muerte se dedique a gastar bromas. Un minuto más tarde, efectivamente, pude leer
-Admiro tu deliciosa lógica femenina. Podríamos repetir la experiencia un millar de veces... Pero para darte ese placer, sin duda el último, voy a hacerlo. En el caso de que no encuentres las gafas negras, vuélvete de espaldas a la cabina receptora y tápate los ojos con las manos. Avísame cuando estés dispuesta.
-¡Ya, Bob!
Sin molestarme en buscar las gafas, obedecí sus instrucciones. Le oí mover varias cosas y cerrar la puerta de la cabina de transmisión. Tras un momento de espera, que me pareció interminable, se escuchó un ruido violento y pude percibir un brillante resplandor a través de mis párpados cerrados y de mis manos.
Me di la vuelta y miré.
Bob, siempre con su paño de terciopelo sobre la cabeza, salió lentamente de la cabina receptora.
-¿ Ningún cambio? - pregunté dulcemente, tocándole en el brazo.
Al sentir el contacto, retrocedió rápidamente ytropezó con un taburete volcado. Entonces hizo un violento esfuerzo para no perder el equilibrio y el paño de terciopelo dorado resbaló lentamente por su cabeza y cayó al suelo tras él.
Jamás olvidaré aquella visión. Grité de miedo y cuanto más gritaba, más miedo tenía. Me metí los dedos en la boca, como si fueran una mordaza, para ahogar los gritos y, tras sacarlos empapados en sangre, grité aun con más fuerza. Sabía, me daba cuenta de que sólo apartando la mirada de él y cerrando los ojos, podría dominarme.
Sin prisa, el monstruo en que se había convertido Bob volvió a taparse la cabeza y se dirigió a tientas hacia la puerta. Por fin pude cerrar los ojos.
Yo, antes de aquello, creía en la posibilidad de una vida mejor y nunca había sentido miedo de la muerte. Ahora sólo me queda una esperanza: la nada total de los materialistas, porque ni siquiera en otro mundo podría olvidar. No, jamás olvidaré aquel cráneo aplastado, aquella cabeza de pesadilla, blanca, velluda, con puntiagudas orejas de gato y ojos protegidos por grandes placas oscuras. La nariz rosada y palpitante, era también la de un gato, pero la boca había sido sustituida por una especie de hendidura vertical cubierta de largos pelos rojos y prolongada por una trompa negra y viscosa, que se abocinaba en su extremo.
Debí desmayarme, porque me desperté, algún tiempo más tarde, tendida sobre las frías baldosas del laboratorio y con los ojos clavados en la puerta, tras la cual se oía, una vez más, el tecleo de la máquina de escribir de Bob.
Estaba atontada, como esas personas que - tras un accidente grave - no se dan cuenta cabal de lo sucedido. Me acordaba de un hombre, perfectamente lúcido, al que había visto cierta vez en una estación, sentado al borde del andén, mirando con una especie de indiferente estupor su pierna, aun sobre la vía por donde acababa de pasar el ferrocarril.
La garganta me dolía atrozmente y temí haber arruinado mis cuerdas vocales a fuerza de gritar.
Al otro lado de la pared cesó el ruido de la máquina y una nueva hoja apareció bajo la puerta. Estremecida, la cogí con la punta de los dedos y leí:
-Ahora ya lo comprendes. Esta experiencia ha sido un último desastre, querida Anne. Sin duda habrás reconocido una parte de la cabeza de Dandelo. Antes de la transmisión, mi cabeza era, simplemente, la de una mosca. Ahora sólo tengo de ésta los ojos y la boca. El resto ha sido reemplazado por una reintegración parcial de la cabeza del gato desaparecido.
-Supongo que hasta tú misma te das cuenta de que sólo existe una solución. Debo desaparecer, como te decía, sin dejar rastro. Da tres golpes en la puerta si estás de acuerdo. En ese caso, te explicaré el procedimiento que considero más adecuado.
Sí, Bob tenía razón. Era preciso que nadie supiera de él ni de su triste destino. Comprendía mi error al proponerle una nueva desintegración  y, confusamente, me daba cuenta de que nuevas tentativas sólo conducirían a transformaciones aun más horribles.
Me acerqué a la puerta e intenté hablar, pero ningún sonido salió de mi garganta abrasada. Entonces di los tres golpes convenidos.
El resto puede adivinarse. Bob me explicó su plan por medio de mensajes mecanografiados y yo lo aprobé.
Helada, temblorosa, con la cabeza a punto de estallar, como un autómata, le seguí de lejos hasta la fábrica. Llevaba en la mano un papel con todas las instrucciones relativas al funcionamiento del martillo-pilón.
La cosa fue más fácil de lo que parece, porque no tenía la sensación de estar matando a mi marido, sino a un monstruo. El verdadero Bob había dejado de existir muchas horas antes. Yo me limitaba simplemente a ejecutar sus últimas voluntades.
Con los ojos clavados en su cuerpo, tendido en el suelo e inmóvil, pulsé el botón de descenso. La masa metálica bajó silenciosamente, aunque menos deprisa de lo que yo había supuesto. El golpe sordo de su llegada al suelo se confundió con un crujido seco. El cuerpo de mi... del monstruo fue recorrido por un estremecimiento y después ya no volvió a moverse.
Entonces me acerqué y vi que se había olvidado de meter el brazo derecho, la pata de mosca, bajo el martillo.
»Sobreponiéndome al asco y al miedo, y con prisa, porque temía que el ruido del martillo atrajera al vigilante nocturno, puse en marcha el mecanismo de ascensión de la máquina.
Después, dando diente con  diente y llorando de terror, me vi nuevamente obligada a superar el asco y a levantar y empujar hacia delante su brazo derecho, extrañamente ligero.
Hice caer nuevamente el martillo y eché a correr.
Ahora lo sabe todo. Haga lo que mejor le parezca. »
*****

Al día siguiente, el inspector Twinker vino a tomar el té conmigo.
-Me enteré inmediatamente de la muerte de Lady Browning y, como me había ocupado de la muerte de su marido, me encargaron también de este asunto.
-¿Cuáles son sus conclusiones, inspector?
-La medicina no admite réplicas. Lady Browning, según el diagnóstico del forense, se ha suicidado con una cápsula de cianuro. Debía llevarla encima desde hace tiempo.
-Venga a mi despacho, inspector. Quiero enseñarle un curioso documento, antes de destruirlo. 
Twinker se sentó ante mi mesa y leyó, al parecer sin alterarse, la larga «confesión» de mi cuñada, mientras yo fumaba mi pipa al lado de la chimenea.
Cuando volvió la última página, reunió cuidadosamente, todas las hojas y me las tendió.
-¿Qué le parece? -pregunté mientras las arrojaba con cierta delectación a la chimenea.
En lugar de responder inmediatamente, esperó a que el fuego devorara por completo las blancas hojas, que se retorcían y adquirían extrañas formas.
-En mi opinión, este manuscrito prueba definitivamente, que Lady Browning estaba loca de atar -dijo clavando en mí sus ojos claros.
-Sin duda - asentí yo mientras encendía la pipa. Permanecimos un buen rato mirando el fuego.
-Esta mañana me ha pasado algo muy curioso, inspector. Fui al cementerio, al sitio donde está enterado mi hermano. No había nadie.
-Sí, había alguien, mister Browning. Yo estaba allí. No quise molestarle en sus... trabajos.
-¿Entonces me vio...?
-Sí. Le vi enterrar una caja de cerillas.
-¿Sabe lo que había dentro?
-Supongo que una mosca.
-Sí. La encontré de buena mañana en el jardín. Había caído en una tela de araña.
-¿Estaba muerta?  
-No del todo. Tuve que acabar con ella... La aplasté entre dos piedras. Tenía la cabeza blanca..., completamente blanca.




Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...