domingo, 27 de septiembre de 2015

El pequeño vampiro. Capítulos V y VI. DE Ángela Sommer

Murmullos de cementerio

—¿Adónde volamos? —preguntó de camino Antón.
—A mi casa —contestó el vampiro—, a recoger los libros.
—¿Qué libros?
—¡Los tuyos!
—¿Y dónde..., quiero decir, dónde están? —preguntó Antón.
El vampiro lo miró de soslayo y se rió irónicamente.
—En el ataúd, naturalmente, ¿dónde si no?
—Ah, vaya —dijo Antón tragando saliva—, entonces vamos seguramente al ce... cementerio...
—¡Claro! ¿Tienes miedo?
—¿Yo? ¡No!
—Tampoco tienes por qué —dijo amablemente el vampiro—, mis parientes están, precisamente, todos fuera.
Antón suspiró aliviado.
Ante ellos apareció entonces el muro del cementerio.
—¡Pssst! —susurró el vampiro agarrando de la manga a Antón—. Debemos tener cuidado.
—¿Por qué? —preguntó Antón; pero el vampiro no dio respuesta alguna. Parecía estar escuchando intensamente.
—¿Hay alguien allí? —preguntó temeroso Antón.
Debían de encontrarse en un lugar completamente apartado, cerca de la parte trasera del cementerio. Antón podía acordarse de que el verano pasado habían pintado de blanco el muro del cementerio, pero aquí las piedras estaban tan grises como siempre y un espeso musgo las cubría.
—¿Uno de tus..., parientes? —le preguntó Antón.
El vampiro negó con la cabeza.
—El guardián del cementerio haciendo la ronda —siseó—. ¡Ven, vamos a aterrizar!
Apenas se habían escondido tras el muro, oyeron un fuerte carraspeo.
—Es él —susurró el vampiro.
Parecía preocupado y temeroso.
—¿Sabes? —susurró—, nos está buscando.
—¿A nosotros? —exclamó asustado Antón.
—¡Pssst! ¡A nosotros los vampiros, naturalmente!
—¿Y por qué?
—Porque no puede soportarnos. ¿Qué es lo que crees que lleva en su bolsillo? ¡Estacas de madera y un martillo!
—¿Cómo lo sabes?
—¿Que cómo lo sé?
El rostro del vampiro se volvió aún más pálido.
—¡Porque a mi querido tío Theodor le atravesó una estaca en el corazón!
—¡liiih! —gritó Antón.
—Y todo solamente porque mi tío Theodor, despreocupadamente, tocó un cuarteto encima del ataúd poco después de ponerse el sol. El guardián del cementerio sólo tuvo que observar el sitio en que se encontraba la tumba y al día siguiente, cuando aún era de día...
Hizo una pausa y volvió a escuchar atentamente. Pero todo permanecía en silencio.
—Y desde entonces —continuó susurrando—ya no nos deja en paz.
—¿Y no podríais sencillamente...? —opinó Antón haciendo castañetear significativamente los dientes.
—¡A él no! ¡Come ajo de la mañana a la noche!
—¡Brrr! —se estremeció Antón—. ¡Ajo!
—¡Cuando, por el contrario, pienso en el antiguo guardián del cementerio! —dijo nostálgico el vampiro—. No creía en nosotros y, además, era cojo. Ni una sola vez vino a este rincón del cementerio, de modo que ya casi habíamos olvidado que existen los guardianes.
Nostálgico miró hacia el oscuro cielo.
—¡Una persona tan buena!
—¿Y el nuevo —preguntó Antón— cree en vampiros?
—Por desgracia —contestó el vampiro—. Y no sólo eso: ¡se ha propuesto tener el primer cementerio sin vampiros de Europa!
Ponía una cara tan triste que a Antón le dio verdadera pena de él.
—¿Y no podéis hacer absolutamente nada en contra? —preguntó.
—¿Qué? —sollozó el vampiro.
—Podríais... mudaros de casa.
—¿Y adonde? ¿Quién querría tener ocho vampiros?
—Hummm —dijo Antón reflexionando—. ¿Y si os repartís? Quiero decir, si sólo hubiera uno en cada cementerio...
Pero el vampiro negó violentamente con la cabeza.
—¡Ni pensarlo! —exclamó—. ¡Los vampiros tienen que estar juntos!
Se puso en pie y espió por encima del muro.
—¿Qué? —preguntó Antón.
—Se ha ido —dijo el vampiro—; ahora puedo enseñarte mi ataúd.
Antón, no obstante, se sentía un poco angustiado cuando saltaron por encima del muro del cementerio y se hallaron de repente en medio de lápidas derrumbadas, cruces desmoronadas y exuberante maleza. Reinaba un silencio inquietante y, a la luz de la luna, el cementerio parecía más sombrío e irreal. Pero en ningún sitio pudo descubrir Antón el rastro de una tumba habitada.
El vampiro sonrió.
—Está bien escondida, ¿no es cierto? Estás casi encima de la cripta y a pesar de ello no tienes idea de dónde está.

—¿Cripta? —preguntó sorprendido Antón—.
Yo creía que cada uno tenía su propia tu... tumba.
—Una medida de seguridad —aclaró el vampiro—. Hemos traído todos los ataúdes a una cripta común bajo tierra que sólo tiene una única y bien escondida entrada. Además, naturalmente, tenemos también una salida de emergencia.
Miró cautelosamente a su alrededor. Entonces levantó una piedra plana y cubierta de musgo que se encontraba, casi invisible, bajo un gran abeto. Apareció un estrecho pozo.
—La entrada —susurró—. Yo iré primero y tú me sigues. ¡Pero no olvides volver a colocar la piedra sobre el agujero!
El vampiro se deslizó rápidamente, metiendo primero los pies, en el interior del pozo.


La Cripta Schlotterstein

Durante un momento Antón permaneció de pie, indeciso. ¿Debía seguirlo al interior de la cripta? ¿Quién le decía que no era una trampa? Por otro lado..., ¿no había sido siempre el vampiro sincero con él? ¿Y no era mucho más peligroso estar allí solo en medio de la noche y en el cementerio? Si, por ejemplo, volviera en ese momento uno de los vampiros... ¡No! ¡En cualquier caso era mejor confiar en Rüdiger, que conocía todos los peligros del cementerio, y bajar!
Antón metió sus piernas en el agujero y resbaló lentamente hacia abajo. Al principio era una sensación excitante deslizarse así en el interior de la tierra, pero cuando ya sólo su cabeza y sus brazos asomaban fuera del agujero y tenía que decidirse a saltar, se sintió incómodo. ¿Qué ocurriría si el pozo era mucho más profundo...? ¿Podría volver arriba alguna vez?
Pero entonces oyó muy cerca la voz del vampiro:
—¡Salta, Antón! —Y se dejó caer.
Aterrizó sobre una plataforma. Por encima de él, todavía al alcance de sus manos, se encontraba el agujero de entrada. Se puso de puntillas y colocó la piedra sobre el agujero. Ahora estaba completamente oscuro a su alrededor y no vio nada hasta que sus ojos se acostumbraron lo suficiente a la oscuridad como para poder reconocer los escalones que conducían al interior de la cripta. Un débil resplandor subía hasta él y olía a podredumbre y a moho.
—¿Estás ahí? —exclamó Antón con voz temerosa.
—Sí, ven —respondió el vampiro.
Con pasos inseguros, Antón fue hacia abajo escalón por escalón hasta llegar de repente a una gruta. Era una habitación baja, sólo iluminada débilmente por la delgada vela que estaba encendida en un nicho junto a la entrada. A excepción de los ataúdes apoyados en las paredes, estaba completamente vacía. Encima del primer ataúd estaba de pie el pequeño vampiro mirando de frente a Antón con una resplandeciente sonrisa.
—¡Bienvenido a la Cripta Schlotterstein! —exclamó, y preguntó orgulloso—: Bueno, ¿qué dices ahora?
—Yo... —dijo Antón quedándose cortado.
¿Podía acaso confesar que encontraba horrible la cripta y que temía asfixiarse debido al repugnante olor?
—Un sitio estupendo, ¿no te parece? —dijo entusiasmado el vampiro.
—¿Y por qué... Schlotterstein? —preguntó Antón con voz débil.
—¡Porque —informó el vampiro— éste es el último retiro de la familia Von Schlotterstein!
—¿Tú también te llamas Schlotterstein? —preguntó Antón.
—¡Efectivamente! ¡Soy Rüdiger von Schlotterstein, por favor!
Al decir esto hizo una ridícula reverencia durante la cual Antón vio su delgado y rugoso cuello.
—¡Y ahora —exclamó el pequeño vampiro saltando desde el lugar en donde estaba— voy a enseñarte los ataúdes!
Cogió la vela, tomó a Antón del brazo y entró con él en la cripta. La trémula luz de la vela arrojaba fantasmagóricas sombras que bailaban en la pared. Antón sintió que se le secaba la boca.
—Aquí puedes ver el ataúd de mi querida abuela —aclaró el vampiro, de pie ante un ataúd grande y adornado con muchas tallas en la madera—. Sabine von Schlotterstein la Horrible.
—¿La Horrible? —preguntó Antón.
—Bueno, eso fue antiguamente —lo tranquilizó el vampiro—. Al fin y al cabo ella fue el primer vampiro de la familia y tenía que adquirir fama en todas partes.
Antón observó el ataúd con espanto. ¿Qué podría yacer allí dentro durante el día?
—Y éste —dijo el vampiro al lado del siguiente ataúd— es de Wilhelm, mi abuelo. Sabine, naturalmente, lo mordió a él primero y así él la siguió muy pronto y pudo protegerla enérgicamente en sus salidas nocturnas. Se llamaba entonces Wilhelm el Tétrico —añadió riéndose para sí.
—¿Tuvo también él que... adquirir fama? —preguntó Antón.
—No —respondió el vampiro—, pero siempre tenía un hambre tremenda.
Antón sintió que le corría un escalofrío por la espalda.
—¿Y de quién es éste? —preguntó rápidamente señalando el tercer ataúd.
—Éste es de mi padre —aclaró el vampiro—, Ludwig von Schlotterstein el Terrible, el hijo mayor de Sabine y Wilhelm von Schlotterstein. Juntó a él yace mi madre, Hildegard la Sedienta. Mi padre, naturalmente, ya era vampiro cuando se casaron. Mi madre, ciertamente, no sabía nada. Sólo estando ya en el Castillo de Schlotterstein...
No siguió hablando, sino que hizo una mueca y castañeteó sus dientes.
—Sí, y éste —continuó— es mi ataúd. Puedes incluso meterte en él.
—No, gracias —murmuró Antón—, mejor no.
—¿Por qué no? —exclamó el vampiro apresurándose a levantar la tapa. El interior del ataúd estaba revestido de terciopelo negro, que, en ciertos sitios, parecía ya bastante gastado. En la cabecera había un pequeño cojín negro sobre el cual descubrió Antón sus dos libros.
—¿Eso es todo? —preguntó decepcionado.
—¿Por qué? —exclamó el vampiro.
—Bueno —dijo Antón—, yo me lo había imaginado algo más confortable.
—¿Más confortable? —preguntó el vampiro poniendo una cara sorprendida—. ¿Cómo?
—Quizá algo más..., es..., espacioso —tartamudeó Antón que sintió que había dicho algo malo.
—¿Más espacioso? —exclamó indignado el vampiro—. ¿Acaso no hay sitio suficiente? ¡Incluso queda espacio para ti si nos apretamos un poco!
Al decir esto se metió en el ataúd, puso los libros a un lado y se estiró cómodamente.
—¿Lo ves? —exclamó—. ¡Todavía hay sitio para ti!
—Es cierto —murmuró Antón—, no hubiera pensado en absoluto que fuera tan...
—No tienes que pensar —exclamó impaciente el vampiro—, ¡sino meterte en él!
—Eh... yo... —dijo Antón acercándose al siguiente ataúd—. Llevo todo el tiempo preguntándome a quién pertenecerá este bonito ataúd.
El vampiro levantó la cabeza y gruñó:
—A mi hermana pequeña. Pero ven de una vez.
—¿Y el de ahí detrás? —exclamó confundido Antón. ¡Nunca jamás se metería con Rüdiger en el ataúd!
—Ése es de mi hermano —dijo el vampiro rechinando los dientes—. Lumpi von Schlotterstein el Fuerte.
—¿Y cómo... se llama tu hermana? —Antón intentó una vez más desviar la atención.
En ese momento oyó una suave llamada que parecía venir de uno de los ataúdes. Se quedó rígido de espanto. ¿No estaban solos en la cripta? ¿Le había mentido Rüdiger? Pero también en el rostro del vampiro se reflejaban la sorpresa y el miedo.
—¡Pssst! —susurró mientras salía ágilmente del ataúd—. Eso no puede significar nada bueno. Tienes que esconderte.
—¿Esconderme? —exclamó asustado Antón—. ¿Dónde?
El vampiro señaló un ataúd cuya tapa aún estaba abierta.
Entonces volvieron a llamar, pero esta vez mucho más alto y con más fuerza, y ahora pudieron reconocer claramente de qué ataúd venían los golpes.
—¡Tía Dorothee! —exclamó asustado el vampiro.
Su rostro parecía de repente aún más blanco y sus dientes castañeteaban como si tuviera escalofríos.
—¡Rápido, a mi ataúd! —exclamó—. ¡Si tía Dorothee te encuentra aquí estás perdido!
A Antón se le había metido de tal modo el miedo en el cuerpo que se dejó arrastrar inconscientemente al ataúd y se metió dentro.
—¡Y sin rechistar! —le recomendó encarecidamente el vampiro antes de cerrar la tapa.
Entonces Antón se encontró solo. Una oscuridad como boca de lobo lo rodeaba, y olía tan repugnantemente que casi se ponía malo.
Procedente de la cripta oyó la voz del vampiro:
—Ya voy, tía Dorothee.
Una tapa de ataúd chirrió y entonces estalló un griterío ensordecedor.
—¡Qué infamia! —aulló una estridente voz femenina—. ¡Me dejáis morirme de hambre aquí dentro! ¡Diez minutos más y me hubiera muerto de debilidad!
—Pero, tía Dorothee —dijo el vampiro—, ¿por qué no has abierto tú misma la tapa?
—¿Por qué? —refunfuñó—. Porque estoy tan agotada que apenas podía llamar. Además, me había desmayado de hambre.
Por los ruidos que siguieron reconoció Antón que la tía se levantaba del ataúd.
—¡Ay, qué débil estoy! —se quejó—. ¡Si al menos tuviera algo que comer!
—Pero ¿qué es esto? —exclamó con la voz de pronto completamente cambiada—. ¡Huelo sangre humana!
A Antón se le paró el corazón. ¡Si ella lo encontraba allí...!
—Pero tía —dijo el vampiro—, eso es completamente imposible. Debes de estar equivocada.
—Yo nunca me equivoco —declaró la tía—. En cualquier caso..., también podría venir de fuera...
—Quizá está paseando un hombre con su perro en este momento —dijo el vampiro—. De todas formas, ¡apresúrate antes de que se vaya!
—¡Tienes razón! —exclamó excitada la tía—. ¡Si no me doy prisa se habrá marchado!
Antón oyó cómo se precipitaba escaleras arriba y echaba la piedra a un lado. Después todo quedó en silencio. Antón contuvo la respiración y
escuchó atentamente. ¿Se había ido también Rüdiger? Pero entonces oyó leves pasos escaleras abajo e inmediatamente levantaron la tapa del ataúd.

—Hola —dijo el vampiro riendo irónicamente.
Antón levantó la cabeza y preguntó cauteloso:
—¿Se ha marchado?
—Claro —se rió el vampiro—, está buscando al hombre del perro.
Antón se había sentado en el borde del ataúd. Se sentía muerto de cansancio.
—No tienes una pinta especialmente animada —dijo el vampiro.
—Quiero irme a casa —murmuró Antón.
—¿A casa? —exclamó el vampiro—. ¡Pero si la noche acaba de empezar!
Antón sólo negó en silencio con la cabeza.
—Está bien, si quieres —gruñó el vampiro—, podemos volar de vuelta. ¡Pero no olvides tus libros!
Apenas diez minutos después Antón estaba echado en su cama. Miró una vez más a la ventana que había cerrado al entrar, tras la que la noche se veía negra y extraña. Después cerró los ojos y se durmió.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Lucy en el País de los Monstruos de Ricardo Bernal


Lucy amaba el horror. A sus diez años ya había visto muchas veces El exorcista, El silencio de los corderos y todas las películas de Freddy Krueger; aunque a Papá y a Mamá siempre les decía que iba a sacar de videocentro Krull, Laberinto o Escape al futuro III. Hoy es miércoles, qué suerte, dos películas por el precio de una. Papá y Mamá se irían a jugar póker a casa de los papás de Hugo, y Lucy vería El regreso de los muertos vivientes por onceaba vez, quizá Alien, Posesión satánica o Viernes trece, qué maravilla. Lucy era hija única. Muy delgada, grandes ojos grises y piel fosforescente; varios niños de su salón la amaban en secreto. Lucy dice: ya nadie recuerda sus sueños por las mañanas, y yo tengo que ser la guardiana de los sueños de todos, qué pesadilla. A las nueve de la noche Lucy se sirvió un vaso de pepsi, oyó arrancar el auto de sus padres, vio la luna llena como un buda meditando encima de las nubes. A las nueve y cuarto comenzó el ritual: colocar en la video Pesadilla en la calle del infierno IV, decir NO a la piratería, pasar en cámara rápida los aburridos cortos de las otras películas, New Line Cinema presents... un fuerte rock invade la sala; en la pantalla, la niña vestida de blanco dibuja con gises la casa de Elm Street donde vive Freddy Krueger. Comienza el espectáculo: todo sucede en el sueño de Alice, la protagonista, única sobreviviente de la película anterior. Lucy aguanta la respiración y se muerde los labios. Lucy dice: me sé esta película de memoria. Durante la siguiente hora Freddy mata a Kincaid en el cementerio de autos, ahoga a Joey en su cama de agua, y Kristen baja al infierno por un siniestro laberinto de tuberías oxidadas y cadenas colgantes. Así es pequeña Lucy, Freddy ha vuelto para clavar amorosamente las navajas de sus dedos en tu corazón. El incendio de la pantalla se refleja en las pupilas de Lucy, la siempre solitaria y pensativa Lucy. ¿Cómo pasar al otro lado? Lovecraft lo sabía, Edgar Allan Poe lo sabía y en las historias de Blackwood la naturaleza invisible es una constante amenaza a la razón de Lucy quien se aburre terriblemente en esa escuela donde le enseñan pura idiotez. Lucy dice: mejor aquí, en casa, con mis libros y mis cómics. Lucy se sabe sola, y más que sola desde que Doris, su única amiga, se fue a cazar fantasmas a Inglaterra. Lucy dice: Papá, Mamá, no se preocupen; soy feliz. Y la momia retuerce las manos desde la portada del cuaderno de matemáticas. ¿Por qué esta niña no forrará sus libros con estampas de Ziggy, Snoopy o Rosita Fresita, como todas las niñas de su edad?, se pregunta Papá sin saber que el más grande sueño de su hija es recorrer la escala del horror hasta sus máximas consecuencias. Desde muy pequeña, Lucy leía a escondidas las obras completas del Conde de Lautreamont, dibujaba a Jack el Destripador en una cartulina verde o torturaba gorriones en las soledades del jardín. Qué bueno que colgaste una foto de Paul McCartney en tu recámara, decía Mamá. No Mamá, es Clive Barker, uno de los mejores escritores de terror que han existido. ¿Mejor que Stephen King? ¡Ay Mamá, no sabes nada!, y Lucy salía de la casa dando un portazo mientras Mamá tomaba las agujas y regresaba a su eterno tejido con una sonrisa coja retorciéndole la cara; pobrecita hija mía, qué falta le hace un hermano o algo así. Y Mamá nunca imaginaría que una vez Hugo se hirió el dedo al jugar con un vidrio, y Lucy bebió su sangre como si de chamoy rojo se tratara. ¡Estás loca! Nada de eso amigo, los vampiros existen si crees en ellos. En la pantalla Alice se escapa de casa y entra a un cine de tercera, y Lucy sabe que en la escena siguiente la aterrada protagonista pasará del otro lado, hacia los eternos dominios oníricos de Freddy Krueger. El universo explota, y nada hay de extraño en una pantalla que te chupa como si fuera una aspiradora gigante, y tu diminuto cuerpo un calcetín sucio debajo de la cama. Lucy se ve las manos, y aunque no está asustada, las turbias granulaciones que forman esta nueva realidad la hacen pensar que está soñando, y más allá de la pantalla, se ve a sí misma dormida frente a la tele. Lucy dice: nada como una buena pesadilla, ojalá los sueños pudieran grabarse, le prestaría mis sueños a Hugo para asustarlo un poco. Pero esto no es un sueño. La calle es un enredo de casas parecido al del cuento que abre el libro rojo de Jean Ray. Lucy recorre asombrada el lugar; encuentra un enorme letrero donde dice, en todos los idiomas posibles, BIENVENIDO AL PAIS DE LOS MONSTRUOS. Pero aquí no hay monstruos; es una película, o tal vez las páginas de algún libro, y las comas de todos los libros, ahora Lucy lo sabe, son concientes de sí mismas y ríen, ríen porque te detienen un poco, te matan un poco, micromuertes. Lucy camina. No hay flores de carne humana bajo el eterno balanceo de los ahorcados; no hay cielos gore, ni moluscos de repulsión invadiendo la garganta. Ni siquiera hay dolor. ¿Dónde están Frankenstein y el Hombre Lobo? ¿A quién le pregunto cómo llegar al castillo de Drácula? ¿Por qué el Wendigo no recorre los cielos con sus pasos de viento alucinante? Por las grietas de las casas no se asoma ningún rostro y un inesperado silencio se diluye en las notas de los Legendary Pink Dots que como pies gigantescos aplastan la memoria. Y Lucy recorre una línea interminable, cruza colores inexistentes, sensaciones abstractas y ráfagas de nada deslumbrando lo lleno del vacío. Lucy está aterrada. Los monstruos han huido: algunos se metieron en los libros, otros en las películas; otros más en los ojos del hombre que hundió un martillo en la cabeza de su esposa, o en el odio feroz que mantuvo despiertos en sus tumbas a todos nuestros muertos. Ahora Lucy es un monstruo entre los monstruos y nadie se ha quedado aquí para salvarnos. Pide un deseo, Hugo. Y Hugo dice: que se cure Lucy, sus papás van a llevarla al doctor pues no ha dormido en varios días; encontraron carne putrefacta enfrascada en el botiquín; encontraron una espeluznante mandrágora azul entre las páginas de su libro de español, y a lo mejor es mentira que el gato se escapó la noche de brujas cuando Lucy cumplió nueve. Feliz cumpleaños Hugo, dicen ellos; ahora sopla las velas. Después de mucho andar, Lucy llega a un cine en ruinas. Un Freddy Krueger de cartón la espera en la taquilla. Lucy paga su boleto y entra al recinto, ¿cómo será el cine de horror en el País de los Monstruos? Adentro no hay nadie: una butaca solitaria como un trono o silla eléctrica descansa frente a la pantalla gigante que se extiende entre estalactitas y sepulcros. Lucy aguanta la respiración y se muerde los labios. Se apagan las luces, zumba un motor prehistórico y comienza el espectáculo. En la pantalla aparece una sala igual a la de la casa de Lucy. Sentados en un sillón, dos viejos lloran por la hija que nunca tuvieron, y arman rompecabezas, y se miran tiernamente detrás de las lágrimas. Aunque los años han deformado sus cuerpos y sus rostros, Lucy logra reconocerlos: son Papá y Mamá, y están del otro lado, en aquel lejano universo donde no existen Lucy ni sus monstruos. ¡Papá! ¡Mamá! ¡mírenme! ¡estoy aquí!, grita Lucy antes de que mil diminutas manos le tapen la boca y los ojos para siempre. Afuera del cine, la sonrisa de Freddy Krueger se derrite en cámara lenta.



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