martes, 27 de diciembre de 2011

Bajo otros escombros, cuento de Augusto Monterroso



Vemos a ese hombre que se pasea agitado ante la puerta del hotel de paso en la calle París de Santiago de Chile, y que vigila. Sospecha. Durante los últimos días no ha hecho otra cosa que sospechar. Lo ha visto a los ojos ha sospechado. Ha notado que su mujer le sonríe en forma demasiado natural, que todo le parece correcto o no, y que ya no le discute tanto como antes, y ha sospechado. Cualquiera lo haría. Estas situaciones son así. De pronto sientes en la atmósfera algo raro, y sospechas. Los pañuelos que regalaste empiezan a ser importantes, y siempre falta uno y nadie sabe en dónde está. Entonces este caballero, armándose de valor ha ido al hotel. Al fin se ha decidido a acabar con sus dudas, a ser lo bastante hombrecito para aguardar a verlos salir y atraparlos, furtivos y seguramente practicando ese gesto de despreocupación que adopta el temor a ser sorprendido. Y ahora, mientras espera, ha cruzado quién sabe cuántas veces el amplio portón abierto, para aquí, para allá, le molesta saber que a ratos ya casi sin rencor, mecánicamente.
Bueno, quizá ustedes hayan pasado algún día por esto y yo esté cometiendo una indiscreción al recordárselo, o al traerles a la memoria una cosa ya suficientemente enterrada bajo otros escombros, bajo otras ilusiones, otras películas, otros hechos, mejores o peores, que han ido borrando aquello que en un momento dado les pareció como el fin del mundo y que hoy, lo saben bien, recuerdan hasta con una sonrisa. O se ha apoyado en la pared azul opuesta.
Este individuo era un hombre alto, medio canoso, bien parecido, de unos cuarenta años, no importa. Estábamos en verano, iba vestido de lino y transpiraba. Nosotros lo observábamos desde la ventana de un segundo piso de la casa de enfrente. Resultaba divertido fisgar desde allí la llegada de las parejas. Señores viejos con jovencitas. Jovencitos con señoras viejas. Jovencitos con jovencitas. Nunca señores viejos con señoras viejas, por qué será. Hombres maduros con mujeres maduras, tranquilos. Hombres experimentados con especies de criaditas francamente asustadas. Hombres liberados con mujeres liberadas que entraban riéndose abiertamente, felices, qué envidia. A veces nos pasábamos toda una tarde de domingo Enrique, Roberto, Antonio y yo, viéndolos acercarse desde las calles laterales y entrar. O no entrar. Apostábamos. Éstos entran. Éstos no entran. Uno perdía, o ganaba, pues los que parecía que iban a entrar, y a los cuales uno les apostaba, pasaban de largo, para regresar y entrar después de diez pasos en que se suponía que la virtud iba a obtener una de sus más sensacionales victorias, y era felizmente derrotada.
Pero volviendo a este hombre, cómo nos apenó. Este hombre sufría. Atisbaba nerviosa la salida falsamente confiada de cada pareja, temeroso de que fuera la que él esperaba y de que en un descuido se le escaparan, confundí dos con las primeras sombras, como se decía antes, del crepúsculo. Véanlo ahora cómo estira el cuello, cómo se empina, cómo se inquieta cuando alguien sale y cómo se agita cuando alguien se atraviesa en el momento en que alguien sale. Va a esta esquina, a la otra, para volver rápidamente, excitado. Quizá crea que en ese segundo ellos han logrado escapar. Es una cosa tremenda. El hombre nos comienza a dar lástima.
Si esto no hubiera sido nuestro acostumbrado juego no habríamos tenido la paciencia de seguirlo desde esa cómoda ventana durante más de dos horas (porque ya son las siete) sin ningún interés real en lo que sucedía adentro. Pero a él sí le interesa lo que sucede adentro e imagina y sufre y se tortura y se propone sangrientos actos de venganza ante la idea de los cuales se detiene y tiembla sin que él mismo pueda decir si de coraje o de miedo, aunque en el fondo sepa que es de coraje.
Y tú con tus amigos desde tu confortable mirador acechas y sufres y no estás seguro de lo que en este instante esté pasando con tu propia mujer y quizá por esto te inquiete tanto ese hombre que podría ser tú y podría ser ustedes, mientras el crepúsculo que apareció más arriba se vuelve decididamente noche y los empleados que anhelan regresar, nadie sabe por qué a sus casas, aumentan y corren laboriosos tras los autobuses y los tranvías que pasan allí cerca repletos hasta que por fin, de pronto, descubren en él una agitación mucho más intensa, un nerviosismo, una angustia y comprenden que el esperado momento supremo ha llegado y vuelven rápidamente la mirada a la puerta del hotel y ven que los amantes salen y que se han dado cuenta de lo que ocurre, es decir, de que él está allí, y que simulando calma aprietan el paso mirando para atrás con la imaginación, y apresurándose. Y agarrados del brazo dan vuelta en la esquina de San Francisco y ustedes bajan rápido de su mirador para no perderse lo que suceda y todavía encuentran al hombre en la avenida O'Higgins y lo hallan demudado, mirando para un lado y para otro, apartando bruscamente a la gente, dándose vuelta, girando sobre su eje, buscando, viendo para acá, para allá, ansioso, desconcertado; pero ahora sí seguro de que mañana, o el próximo sábado, o el lunes, o cuando sea, tendrá oportunidad de vigilar de manera menos distraída, menos torpe que esta tarde en que a lo mejor no eran ellos.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Jam session, cuento de Gabriela Alemán



Tal vez no fue la mejor decisión que pudo tomar, pero fue la que tomó. Se quedó en la ciudad a pesar de la orden de evacuación obligatoria. Fue ver al alcalde balbucear cuatro incongruencias cuando a Katrina le faltaban menos de veinte horas para tocar tierra y desenchufar la televisión. ¿No había vivido sesenta años en la ciudad? Sabía que para sobrevivir había que desentenderse de las autoridades y cuidar de uno mismo.
Todos los políticos son unos animales... masculló mientras jalaba el cordón del enchufele hacen a uno dudar de los méritos de que no se hundiera el arca de Noé.
Llenó la bañera y con eso dio por terminados los preparativos para la llegada del huracán. Se sentó frente a la ventana de la habitación, en el segundo piso de su casa de madera, y miró hacia afuera. Arriba, la calle Clairborne, que no había cruzado en quince años ni una sola vez, y que consideraba el límite entre él y el tercer mundo; al oeste Carrolton, por donde cruzaban los rieles del tranvía y las ramas de los robles caían sobre la calle formando un gran arco de sombra sobre el camino ahora vacío, y, frente a él, las aceras de Sycamore. Se quedó dormido. Cuando despertó, el sol era una gran bola incandescente y fucsia que encendía el cielo de finales de agosto. Pasó una mano por su rostro y, al hacerlo, logró distribuir las lagañas que cruzaban el interior de sus ojos por toda su cara; en ese lapso cayó la noche. Ocurrió sin prisa, como si un pañuelo descendiera, atrapado entre corrientes de aire, precipitando la desaparición de todo lo que encontraba a su paso. Se paró y sus macilentas piernas temblaron cuando caminó hacia el interruptor. Por la gran puta, rezongó. Siguió camino al sótano, donde guardaba sus rifles; tomó dos que colgaban de la pared y tres cajas de balas. Volvió a subir. No apagó la luz, nadie sería tan idiota como para meterse a una casa habitada. Pero, cuando fallaran las centrales (¿no habían ordenado la evacuación de los técnicos también?), él estaría preparado. Tenía agua y armas. Decidió tomar una pastilla para dormir, esa noche recuperaría fuerzas; las necesitaría para los días siguientes. Una enfermera amiga suya le había dado una caja de Versed —el sedante más fuerte que tenía en existencias el Memorial Medical Center de Napoleon, en el distrito de Broadmoor—, la semana anterior, cuando fue a retirar su insulina en el centro médico y le contó que no iba a irse de la ciudad.
Al día siguiente se levantó con sed y ganas de orinar pero apenas pudo incorporarse. Desde la cama vio ramas de árboles estrellándose como látigos encontrados y escuchó el rugido del viento atravesando las calles desiertas. Se sentó un momento en el filo de la cama y agarró su cabeza. Le tomó algo de tiempo darse cuenta de lo que pasaba. Mientras se orientaba recordó lo que solía decir su tía Augusta: «A veces una gallina hace más ruido poniendo un huevo que el que haría un asteroide si se estrellara contra la Tierra».
Llegó hasta al baño y dio vuelta al caño del agua y metió la cabeza bajo el chorro fresco, luego tomó su dentadura y sólo entonces con su cara aún mojadaintentó orinar. Estuvo parado frente a la taza, sabiendo lo que quería hacer pero sin que nada ocurriera, hasta que desistió, más por aburrimiento que por otra cosa, y luego fue hacia la ventana. Había visto peores tormentas. Caminó hasta su cama pero no se recostó, siguió en dirección de las gradas y una vez abajo entró a la cocina donde abrió la puerta del refrigerador. Tomó la jeringuilla que guardaba en el compartimiento de la mantequilla y llenó treinta unidades de Lantus; se levantó el bividí e inyectó el contenido en su amoratado estómago. Luego tomó un trozo de queso y un yogur; los comió sentado en la mesa del comedor. Volvió a subir y se recostó a aguardar algo, no sabía bien qué. Cuando abrió los ojos, ya había desaparecido el amortiguamiento con el que había despertado pero sintió al aire pegajoso y caliente, el aire acondicionado había dejado de funcionar. Todavía había luz natural en la habitación y fue a la ventana, la abrió y sacó fuera la mitad del cuerpo. Pudo ver árboles caídos y algunos basureros y cajas de reciclaje en la mitad de la calle. El viento había desaparecido. Pensó que para tanta alharaca había pocas nueces y volvió a meter la cabeza. La sensación de espera ya había cedido y caminó hacia la televisión; desistió a medio camino: si no había luz no habría noticias. Se le ocurrió que tenía un radio a pilas y luego recordó que no las había comprado, al igual que no había comprado velas. Le dio hambre y bajó a la cocina, en la alacena encontró una lata de ravioles en salsa de tomate. La abrió al tanteo en la habitación oscura con un abrelatas herrumbrado. Cuando vació el contenido en un plato notó que se había cortado el dedo y que su sangre condimentaba parte de la pasta. Fue hacia el lavabo y abrió la llave, no salió nada.
Mierda dijo.
Se limpió con un trapo y con el mismo paño se envolvió el dedo; maldijo nunca haber roto la pared para hacer una ventana en la cocina. Fue al comedor donde comió la mitad del plato mientras pensaba cuál sería la mejor manera de proteger la casa. Podría esperar frente a la puerta de entrada, desde allí tendría el mejor ángulo para disparar pero eso sólo sería si entraban por la puerta, porque también podrían hacerlo por las ventanas, pensó. Mientras ponderaba sus opciones, notó que el trapo que había utilizado para envolverse el dedo se había teñido de rojo. Afuera, a un atardecer magnífico lo coronaba un silencio extraño, el cielo parecía una copa de gelatina de sabores color turquesa, naranja y oro. Mientras miraba el cielo y envolvía su dedo con un trapo limpio, escuchó el primer disparo; no se sobresaltó, lo estaba esperando. Subió a su cuarto y arrastró un asiento hacia la ventana, luego apoyó sus rifles contra la pared, dejó las municiones en el suelo. Se sentó y limpió las armas antes de cargarlas. Cuando terminó ya había oscurecido. Dormitó la noche en el asiento, disparando a la oscuridad cada vez que se levantaba de su duermevela. No esperaba hacer eso una noche más, las autoridades ya debían estar coordinando el regreso pues, una vez más, como tantas veces, el huracán se había desviado antes de llegar a la ciudad. Como George, como Mitch, la última vez. Cuando despertó, el sol marcaba su rostro con el diseño de una rejilla. Levantó la malla contra mosquitos que había bajado en algún momento de la madrugada y sintió una repentina fragilidad. Donde antes estaba su barrio ahora había una enorme laguna que se había tragado aceras, automóviles y los pocos desechos de la tormenta. El agua brillaba, con el reflejo del sol de la mañana, como un gran espejo dorado. Salió hacia el corredor y vio que el agua cubría la puerta de entrada. Cuando bajó, el agua le llegó hasta las rodillas. Vadeó por los distintos cuartos, las sobras del día anterior que había dejado sobre la mesa del comedor estaban cubiertas de moscas. Con cierto esfuerzo abrió la puerta del refrigerador, de inmediato le asaltó el olor a cosas descompuestas. Tomó el frasco de la insulina y vio que el líquido, antes transparente, estaba opaco. Quiso estampar el piso con su pie, pero el agua sólo dejó que bajara torpemente en dirección al suelo. Caminó hasta el teléfono, la línea estaba muerta. Mierda, mierda y nuevamente más mierda.
Una vez arriba abrió el cajón de su cómoda y tomó el frasco de Versed; partió cada pastilla en cuatro. En el trayecto de subida había calculado que si su metabolismo funcionaba en el equivalente a neutro, necesitaría menos insulina y tendría más posibilidades de sobrevivir. No estaba loco, no quería morir. Ya que no se había ido y ni siquiera había considerado esa posibilidad, le tocaría esperar a que llegara ayuda. Su carro, un Buick Skylark del 76, estaba parqueado afuera, pero no lo había manejado en veintiséis años. Aunque hubiera intentado hacerlo, con la poca vista que le quedaba, ¿a dónde hubiera ido? No había nadie que conociera que siguiera vivo. Además, con una sola ruta de salida de la ciudad que conducía a Texas, ni siquiera se lo planteó como una opción. Había prometido, hace muchos años, nunca volver a ese estado maldito y nada lo podría disuadir. La última vez que había ido fue para recoger los cuerpos de sus dos únicos hijos y había estado pateándose el trasero durante treinta años por no hacerle caso a su amigo Domingo Mudo, que le había dicho en repetidas ocasiones que la única regla inamovible del Señor era que nada bueno ocurría jamás en Texas. Y eso que Domingo era tejano, de Galveston; como él. Debió oponerse al viaje de Marvelina, Beaux y Patricia a la casa de la hermana de su esposa en Tarpon Rodeo. Pero ¿a quién, en su sano juicio, se le hubiera ocurrido que sus hijos podrían morir ahogados en la mitad del desierto? Desde que eso ocurrió, Marvelina, la esposa de Chef, había buscado todo tipo de explicaciones místicas a lo sucedido. Chef no se había opuesto a ello, si Marvelina encontraba paz, él la apoyaba. La quería y hubiera hecho cualquier cosa para que volviera a dormir y a sonreír. Pero debía reconocer que la fe no había mejorado las cosas para ninguno de los dos. Chef estaba convencido de que la gente en su conjunto siempre estaba equivocada, por eso no creía en la religión organizada. Creía más en el alivio que procuraba blasfemar que orar. No así Marvelina, que nunca desistió en su intento por convertir a Chef. La única condición no declarada que se auto impuso fue dejar la muerte de sus hijos fuera de la discusión y por eso, cuando su esposa quiso persuadirlo de que ellos fueron escogidos por Jesús para un propósito mayor, comenzó a beber. A media mañana, sus hijos, de quince y dieciséis años, habían salido con su madre a una laguna cercana; y, una vez en Dark Moon Creek, la habían convencido para que los acompañara en el bote de su tío aunque ella no supiera nadar. Hacía calor y Beaux se había lanzado al agua y, como tardaba en salir, Patricia saltó dentro para ver qué ocurría. Ninguno volvió a salir. Marvelina permaneció sola en el bote quién sabe haciendo qué, nunca lo contópor más de cinco horas. Cuando su hermana se preocupó porque no regresaban, llamó a su esposo para que fuera a buscarlos. Fue él quien la encontró con insolación y desvariando en la mitad del lago. La policía del condado fue la encargada de la búsqueda y el forense el que habló, al hacer el reporte, de los calambres. Lo siguiente fue puro Marvelina.
Fue el destino, ¿cómo pudo Patricia tener un calambre en el mismo exacto lugar que Beaux?
En algo también debió influenciar el sermón del reverendo que ofició las exequias y su mención a los tortuosos y misteriosos caminos del Señor. La suya, de persuasión presbiteriana, fue la primera congregación a la que se unió Marvelina: El Sendero de los Verdaderos Creyentes. Luego le seguirían siete más; la última que recordaba Chef, de tendencia anabaptista, era Los Soldados del Ejército del Señor.
Debió quedarse dormido mientras partía las pastillas porque se levantó sobresaltado, sudando y con escalofrío. No recordaba si se la había tragado y tomó uno de los pedazos regados a su alrededor, en caso de que no lo hubiera hecho ya, y se lo metió a la boca. La pastilla se quedó pegada a su garganta y cuando quiso pararse para buscar agua, le faltó energía. «Coño, seguro que ya me había tomado una», pensó con la pastilla pegada a su paladar. Trató de formar saliva para que pasara, si no se atragantaría y no iba a dejar que eso ocurriera. Otra muerte insólita en la familia sería aceptar el destino del que tanto hablaba Marvelina y no estaba dispuesto a hacer eso. No creía en el destino; sólo en la suerte, en ella sí. Y, aunque había aprendido tarde, sabía cortejarla. Sabía que a la suerte le iba bien un rifle cargado al lado. Luego de toser y que pasara la pastilla, se paró; logró llegar hasta el asiento junto a la ventana. Se desplomó dentro de él, mientras se recuperaba, cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir vio, del otro lado de Carrolton, a un grupo de muchachos que intentaban atravesar el agua con varios televisores y equipos eléctricos a cuestas. No supo si era una visión o si realmente alguien sería tan estúpido como para estar haciendo lo que hacían. Cerró los ojos nuevamente y, cuando despertó, la luz había bajado en intensidad, debía ser media tarde, y en vez de un grupo vadeando dentro de la recién formada laguna vio un cuerpo, inflado como un globo descolorido, descendiendo boca abajo hacia el Mississippi.
Sólo falta un caimán para completar la escena pensó, sin un mínimo de ironía.
Tal vez las dementes historias de Marvelina y las de sus distintas congregaciones no estuvieran tan erradas. Armagedón estaba cercano. Tal vez ya estaba allí.
Cuando se volvió a parar, ya oscurecía; no había comido nada en todo el día y comenzaba a nublarse su vista. Pensó que debía, por lo menos, beber algo. Caminó al baño y logró tomar un vaso de agua, a su regreso a la habitación se derrumbó sobre la cama. Sentía como si llevara un animal muerto encima, se quitó su percudida ropa y se cubrió con una sábana traspasada de transpiración. Maldijo no haberla cambiado la semana anterior. Olvidó los rifles junto a la ventana, se olvidó de todo y durmió tranquilamente, pues, dentro de su cabeza, Marvelina le sonrió toda la noche desde el techo de su cuarto. Pero su paz terminó al amanecer cuando un ruido lo despertó; el sonido venía del piso de arriba y era vagamente familiar: eran las ratas del ático. Por lo menos no era un ladrón.
Cabronas sarnosas, ni hoy me podían dejar en paz profirió con una voz apenas audible.
No entendía cómo podían seguir vivas allá arriba: no había ventilación, ni agua y, bajo el techo, la temperatura debía rondar los cincuenta grados. Tenía varias hipótesis pero la que más le atraía era que el calor más su alimentación (compuesta por toda la basura que había acumulado durante cuarenta años) habían logrado reconfigurar el ADN de los roedores. Arrojó las sábanas a un costado y dejó al descubierto su desgastado cuerpo de ochenta años. Estiró el brazo y tanteó, con su mano, la mesa de noche. El cuarto estaba completamente a oscuras. Tomó un cigarro apestoso que había estado acariciando entre sus encías en los días anteriores al huracán y lo llevó a su nariz. El tabaco barato, comprado en el Rite Aide de Carrolton hace una semana, era realmente malo. No hubiera dado ni dos centavos por él hace veinte años pero, por el momento, era lo único que tenía. Mordió la punta y escupió el maloliente talón a un costado; encontró una cerilla y lo prendió. Ni él mismo entendía cómo podía saborear algo tan nefasto para los sentidos, sus niveles de exigencias debían encontrarse por los suelos. Le sobrevino un ataque de tos, que despertó toda la flema que se había acumulado en sus pulmones en los últimos días, y formó un pegote con la mucosidad que escupió en la misma dirección en la que arrojó la punta del cigarro. Esta vez con menos fortuna. El escupitajo aterrizó en su antebrazo, lo que no le molestó demasiado. No se dio por vencido y acercó el cigarro a sus labios e introdujo el taco de hojas secas en su boca. Inhaló. Al exhalar con gran dificultad, evaluó su situación. No estaba en mejores condiciones que las ratas, sólo que ellas tenían más posibilidades de sobrevivir que él. Pensar en salir de ésa era casi como tratar de imaginar que se podría hacer una gallina uniendo un montón de plumas. Siguió fumando y hasta logró olvidar el sabor del tabaco.
Él y las ratas eran lo único que quedaba vivo en esa casa. Él y sus recuerdos y las ratas devorándolos. ¿Cuánto habrían logrado destrozar? La última vez que había estado arriba fue cuando subió las pertenencias de su esposa al ático, varias semanas después de su muerte. No quiso entregarlas al Ejército de Salvación para que las pusieran a la venta. El recuerdo de Marvelina no era material de tienda de segunda mano; aunque ella, de eso estaba seguro, hubiera querido que él donara sus cosas a la caridad. A fin de cuentas, Marvelina era un soldado en el ejército del Señor; pero él no estaba enlistado en esa legión. No, él no; él había decidido formar su propia milicia. La inició yendo a una tienda de armas y comprando varios rifles que había utilizado por primera vez en esa excursión al ático, donde había descubierto que sus cosas y las de sus hijos formaban, quién sabe desde cuándo, un paté hediondo lleno de hongos mezclados con polvo de estrellas. Eso decía Marvelina de la tierra, que era sólo el remanente de un largo viaje intergaláctico. Polvo de estrellas. Exasperado con su descubrimiento, pateó una de las cajas y, al hacerlo, ésta se partió y de ella salió un desaforado chorro de ratas que inmediatamente se regó por el cuarto. Fue su primer encuentro con los roedores que habían canjeado el aire libre por esa habitación llena de papilla ilimitada. Chef bajó, abrió el armario, tomó varias cajas de municiones y los rifles, y, durante buena parte de la tarde, disparó hasta agotar todos sus cartuchos. Cuando llegó la policía, alertada por los vecinos, abrió la puerta de la casa con una gran sonrisa en los labios.
—Estuve cuidando de un asunto personal —les respondió cuando indagaron sobre los disparos.
Cuando subieron encontraron, dispersos por el cuarto, los cuerpos de los roedores, sus cerebros y entrañas decorando las paredes del ático.
El cigarro se iba consumiendo irregularmente y la temperatura comenzaba a trepar en la habitación, lo que distrajo a Chef y lo llevó a reflexionar sobre la posibilidad de abrir la ventana del cuarto. Con el agua estancada alrededor de la casa y el calor en aumento, los mosquitos debían estar prosperando. Ninguna brisa soplaba afuera que pudiera refrescarlo adentro, de eso estaba seguro: nunca había brisa en agosto. Y ya comenzaba a filtrarse, por las diferentes rendijas de la casa, el hedor a podrido de afuera. No intentó pararse y se despreocupó de las ratas. El tiempo pasó. El agua sonaba agitada abajo, alguien debía estar atravesándola. Intentó pararse y lo logró con gran dificultad, se arrastró hasta la ventana, quiso abrirla para ver quién merodeaba afuera, pero no pudo. El piso era como una pista de patinaje. Su garganta estaba seca; apoyándose en la pared se dirigió al baño. Se sentó en la taza, intentó recoger el vaso que estaba en el suelo y —en algún momento— exhausto, desistió. Levantó con gran dificultad una pierna y luego la otra y entró dentro de la tina. Se agarró de los filos y se dejó caer torpemente; una vez dentro abrió la boca y bebió, lo hizo con los ojos cerrados: el agua le sabía a aceite de ricino tibio aunque le procuró cierto alivio. Recordó una época en que la única agua que bebía era de color ámbar y sabía a bourbon. Ese recuerdo, quizá, le hizo relajarse. Tomó una larga y prolongada meada dentro de la bañera de patas de felino. A pesar de su próstata delictuosa, que le escatimaba uno de los pocos placeres que aún le eran permitidos, sintió el placer de una vejiga completamente vacía y sonrió.
—Por la gran puta, mira lo que fui a hacer, me meé dentro del agua de beber —pensó, riéndose de sí mismo.
Se estaba bien ahí. Si así terminaba sus días, no le parecía mal. ¿Qué sabía él? A lo mejor bastaba con eso para estar en paz. Una buena meada y la conciencia tranquila. Pensó que a Marvelina le habían escatimado hasta eso porque ese día, de eso estaba seguro, la suerte tomaba un shot de tequila en la esquina, sin que Marvelina le importara un bledo. Si no las cosas hubieran ocurrido de otra manera: Newton Bentley, de diecisiete años, no habría caminado con una pistola semiautomática en sus manos, ocho paquetes de heroína envueltos en papel aluminio y un número indeterminado de pastillas ilegales en sus bolsillos y en su torrente sanguíneo, mientras ella cambiaba una llanta pinchada en la misma calle por la que él bajaba.
Sacó sus brazos de la tina, cayeron como fideos sobre-cocinados a sus costados; su dedo cortado parecía una ciruela pasa descompuesta. Cerró los ojos e intentó levantar una pierna para salir de la bañera, cuando los volvió a abrir pensó que se había equivocado, era de noche y la oscuridad se lo había tragado, como el agua a la ciudad. La turba de ratas se oía más cerca, faltaba poco para que acabaran con la división que separaba el piso de arriba del suyo. Le pareció que refrescaba, tal vez había vuelto la luz y el aire volvía a funcionar; flexionó las piernas para bajar su torso y poder beber del agua viciada. Oyó pisadas abajo, tal vez había vuelto Marvelina. Intentó incorporarse y luego recordó que eso era imposible.
Antes de hundir su cabeza totalmente dentro del agua pensó que nunca había hecho algo para evitar que cayera la noche.

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domingo, 18 de diciembre de 2011

Amor, cuento de Calvert Casey


Todo el furor, la sorda ira contra mí y contra ella, se apagaron mucho antes de que el ómnibus llegara al puente, donde me esperaba, incluso mucho antes de que los primeros edificios de La Habana dejaran ver su monótono perfil brillando bajo ese sol terrible que no nos abandona nunca.
Recuerdo mal en qué momento se produjo el incidente. Ojalá se repitiera. Ojalá se repitiera muchas veces. Vi desaparecer la dureza en los rostros de los pocos que presenciamos la escena, cambiarse el letargo de los largos viajes por una inquietud molesta, una zozobra que los hizo mirar, mudar de posición en sus asientos, sonreír alterados, quizás avergonzados.
Yo iba de pie en la plataforma, oí voces, miré y vi a la anciana besar y acariciar, sacudida por el llanto, la mano de un hombre que le ofrecía un cigarro. No pude saber si el hombre le ofreció el cigarro para calmarla, o si ella le pidió el cigarro y rompió en un llanto convulso y contenido, con grandes suspiros, agarrándole la mano y besándosela. El hombre no sabía hacía dónde mirar, se reía turbado, pero al mismo tiempo se le veía conmovido por lo que pasaba. La anciana sostenía el cigarro y lloraba silenciosa sobre el puño del hombre.
–¡Qué bueno, qué bueno!– decía con voz ronca cuando la dejaba el llanto, al parecer inagotable.
El hombre le tocó un hombro, torpemente.
–Cálmese...
Debió acordarse de que llevaba un encendedor en el bolsillo y logró extraerlo y encenderlo con la mano que ella le dejaba libre.
La anciana se calmó, se llevó el cigarro a los labios y lo encendió sin soltar el puño del hombre. Le temblaban la mano y los hombros. Vi que a pesar del aire que entraba con violencia por las ventanillas, encendió el cigarro con mucha destreza, inclinando la cabeza instintivamente hasta situar la punta frente a la llama que amenazaba apagarse, y aspirando profundamente. Entre una y otra pequeña convulsión de los hombros arrojó una larga bocanada de humo antes de que el viento apagara la mecha.
Esto pareció sosegarla. Sollozó en silencio una vez más y luego soltó lentamente el puño del hombre. Su mano resbaló por los dedos, como acariciándolos. Él la tocó de nuevo en el hombro y luego se enderezó aliviado.
La anciana vestía con suma pulcritud. Tenía la boca atrozmente sumida, sin dientes. Sostenía el cigarro uniendo los labios y eso le reducía más aún el tamaño de la cara. Se secaba el resto de las lágrimas con un pañuelo ya muy mojado, pero muy limpio. Un anillo barato le brillaba débilmente en un dedo. Todo en su persona, la blusa almidonada, el cabello blanco bien recogido, respiraba limpieza. Era más bien gorda. Los ojos sin brillo paseaban de vez en cuando una mirada indiferente.
Volví a preguntarme si se conocían y si una conversación previa al momento en que yo subí al ómnibus había provocado el llanto ahogado e inconsolable, o si el hombre le había ofrecido el cigarro para calmarla, iniciada ya la crisis cuyos primeros momentos yo no había visto. Absorto en una idea fija, no había reparado en nada hasta que oí los primeros quejidos.
El ómnibus se vació un poco en una parada y pude sentarme varios asientos delante de ellos, casi detrás del chofer.
Era difícil saber qué efecto había causado la escena entre los demás pasajeros. El ronquido del motor y la velocidad a que iba impulsado el ómnibus, y quizás el calor sofocante, comunicaba a cada rostro un extraño ensimismamiento. Todos miraban hacia fuera, como si quisieran evitar mirar a los demás, o como si esperaran algo.
Me oí respirar con dificultad, con la respiración acortada del que trata de impedir las lágrimas, perturbado pero extrañamente aliviado. Una sombría determinación me había hecho subir al ómnibus, ir a su encuentro. Habrá que impedir el asunto a toda costa. Tiene que tomar algo. Ya se lo dije. Buscar un medio, debe haberlo. Es monstruoso condenar a alguien a vivir, arrojarlo al mundo o desaparecer donde nunca me encuentre. O quitarnos la vida. Pero hay medios, tiene que haberlos, tiene que tomar algo. Me prometió hacerlo. Pienso siempre en el choque del cuerpo contra el pavimento, el desorden y la suciedad; en el cuerpo que cuelga del balcón, qué extraño, una horca en medio de la ciudad, a la vista de todos, como una horca en medio del campo, para escarmiento, como en las edades antiguas.
Pero todo eso se borró bruscamente. Logré serenarme. Cuando el ómnibus se acercó a la parada, la vi ya un poco lejos de donde nos habíamos dado cita, casi al comienzo del puente. Me pareció increíblemente frágil y fea, con el cabello largo y ralo, en una tentativa frustrada de peinado, las uñas comidas, las medias rodadas, el vestido como siempre, maltrecho. La miré como si la viera por primera vez. Allí estaba, mirando los árboles, con una expresión que pretendía ser meditativa. Más allá de los árboles corría el río, muy abajo, hediondo ya de mosto cuando llega al puente, sucio, cargado de una nata verde que el sol pudre y que como nunca llueve jamás se diluye. Me había dado cita allí, para ella el más romántico de los lugares. Pensaría seguramente algo apropiado al encuentro, que sería de una cursilería de la que sólo ella era capaz, y que yo conocía tan bien, aprendida en las novelitas grasientas manoseadas por miles de manos en las librerías de Reina, y que en ciertos momentos era capaz de provocar la náusea.
–Llegaste– me dijo.
La abracé fuertemente por la cintura y ella me miró con ojos furtivos. Comenzamos a atravesar el puente. Más allá del parque, entre los árboles, se veía negrear el río, casi detenido e infecto, despidiendo un vaho húmedo de calor y mal olor.
Hacía un calor aplastante. El tráfico de autos, ómnibus y camiones que se precipitaban con violencia hacia la ciudad, o salían de ella como impelidos por la furia, levantaba ráfagas súbitas de aire caliente y arrojaban polvo sobre nosotros. Por unos instantes el ruido nos impidió oírnos. Detrás de las nubes, el sol enviaba un resplandor exasperante.
Nos detuvimos al llegar a mitad del puente. Debajo de nosotros estaba el parque verde e inmóvil. Los árboles impedían ver el suelo. Pensé que cualquiera que cayera desde el puente quedaría preso entre las ramas, gimiendo quién sabe cuántas horas o cuántos días, con sus gritos ahogados por el ruido, como los moribundos en las cercas de alambre de la primera guerra.
Le pasé el brazo por los hombros y la estreché con fuerza hasta hacer que se volviera hacia mí, pero sin mirarla. Alguien que pasaba a toda velocidad hizo sonar un claxon y gritó.
–Todo el mundo nos ve.
–Que nos vean.
El tránsito sobre el puente pareció duplicarse. Ahora era ensordecedor.
–Deja vivir al niño.
No debió oírme porque hizo un gesto como de quien no ha comprendido. Tuve que repetírselo.
Comenzó a golpearme de pronto, con una violencia histérica, primero con los puños y luego con la cabeza y la cartera, que se abrió. Todo se desparramó por el suelo. Sus movimientos eran tan ridículos que tuve que reírme mientras luchaba por recoger sus cosas –un pañuelo anudado, un creyón gastado, medias rotas– y agarrarla por los puños. Sentí el golpe duro de un zapato cerca de la oreja. Cerré los ojos un instante en que todo me pareció negro. Cuando logré recoger la cartera me abalancé hacia ella para dominarla, abrazándola. Sentí de nuevo la oleada de ternura arrastrarme. Quizá si era lo bastante poderosa nos arrastraría a los dos hasta el río.
–¡Cálmate, cálmate!
Los curiosos demoraban la circulación por el puente. Oí una tempestad de cláxones y de gritos. Desde un auto un hombre nos miraba, sonriendo y avanzando con lentitud como una fiera satisfecha. El tráfico que huía de la ciudad se precipitaba incontenible por la otra banda.
Pero por el lado donde estábamos se paralizó por completo. El auto del hombre se apagó. Sin dejar de mirarnos fijamente, trataba de arrancar de nuevo, con calma. Oí exclamaciones de estupor, risotadas. De un vehículo algo distante bajaron varios hombres jóvenes y nos rodearon, mirándonos con expresión de regocijo. Uno de los hombres recogió un zapato del suelo y lo sostuvo, sonriendo. Logró desprenderse de mis brazos, y antes de dominarla de nuevo pude ver los dedos de un pie saliéndosele por la media destrozada.
El hombre logró arrancar el auto y bruscamente la fila comenzó a avanzar. Un taxi viejo, casi destruido, se detuvo. Se abrió una puerta. Sin separarme de ella la arrastré por los puños y la hice subir con violencia. Para que entrara tuve que golpearla en la boca. Vi que el chofer era un hombre muy negro y muy flaco. Sin mirar hacia atrás, se aseguró con la mano de que la puerta había quedado cerrada y arrancó.
–¡Qué calor!
Mientras ella se debatía contra mí entre la furia y los primeros síntomas del aborto, mordiéndome el pecho, comencé a besarle frenéticamente el cuello empapado en sudor, el triste cabello sucio y ahora deshecho, mezclando mis sollozos y el polvo, súbitamente vivos los recuerdos de las torpes primeras tardes de sudor y semen.
Antes de que el auto dejara atrás el puente, sentí otra ráfaga de aire sofocante. Sobre los estremecimientos del viejo taxi, las manos del hombre temblaban.

lunes, 12 de diciembre de 2011

El tren de la carne de medianoche, cuento de Clive Barker



Leon Kaufman ya no era un recién llegado a la ciudad. El Palacio de los Placeres, como la había llamado siempre, en sus días de inocencia. Pero eso fue cuando vivía en Atlanta, y Nueva York todavía era una especie de tierra prometida, donde era posible cualquier cosa, todo.
Ahora había pasado tres meses y medio en la ciudad de sus sueños, y el Palacio de los Placeres le parecía menos placentero.
¿Sólo había transcurrido realmente una estación desde que se bajó en la parada de autobuses de Port Authority y miró por la calle 42 en dirección a la intersección de Broadway? Un tiempo muy corto para perder tantas ilusiones acumuladas.
Ahora se sentía avergonzado sólo de pensar en su ingenuidad. Se le ponía mala cara al recordar cómo se había parado y había declarado en voz alta: «Nueva York, te quiero».
¿Amor? Jamás.
Había sido un enamoramiento como mucho.
Y ahora, después de sólo tres meses de vida con el objeto de su adoración, de pasar los días y noches en su presencia, éste había perdido su aureola de perfección.
Nueva York tan sólo era una ciudad.
La había visto despertarse por la mañana como una mujerzuela y sacarse hombres asesinados de entre los dientes y suicidios de la maraña de su pelo. La había visto a altas horas de la noche, con sus sucios callejones cortejando sin pudor a la depravación. La había observado en las tardes abrasadoras, perezosa y fea, indiferente a las atrocidades que se cometían cada hora en sus ahogados pasadizos.
No era ningún Palacio de los Placeres.
Alimentaba la muerte, no el placer.
Siempre que se encontraba con alguien, éste huía violentamente; eran cosas de la vida. Casi resultaba elegante haber conocido a alguien que hubiera muerto de forma violenta. Era una prueba de que se vivía en esa ciudad.
Pero Kaufman había querido a Nueva York desde lejos durante casi veinte años. Había planeado su aventura amorosa a lo largo de casi toda su vida de adulto. No le era fácil, por lo tanto, sacarse la pasión de encima, como si nunca la hubiera sentido. Aún había ocasiones, muy temprano, antes de que empezaran a sonar las sirenas de la policía, o al atardecer, en que Manhattan era un milagro.
Por esos momentos, y en nombre de sus sueños, aún le concedía el favor de la duda, aunque se comportara peor que una dama. Ella no hacía sencilla esa indulgencia. En los pocos meses que Kaufman había pasado en Nueva York, sus calles se habían inundado con la sangre vertida.
En realidad, no tanto las propias calles como los túneles bajo esas calles.
«Matanza en el metro» era la expresión de moda del mes. Sólo en la semana anterior se había informado de tres asesinatos. Los cuerpos se descubrieron en uno de los vagones de metro de la Avenida de las Américas, acuchillados y con las entrañas vaciadas en parte, como si se hubiera interrumpido en plena labor a un eficiente empleado de un matadero. Los asesinatos eran tan absolutamente profesionales que la policía interrogaba a cualquier hombre que hubiera estado relacionado con el gremio de los carniceros. Eran vigiladas las plantas de empaquetado de carne en el puerto, y registrados los mataderos en busca de pistas. Se prometió un rápido arresto, aunque no se realizó ninguno.
Este reciente trío de cadáveres no iba a ser el único que se descubriera en ese estado; el mismo día en que llegó Kaufman había aparecido una noticia en The Times que era la comidilla de todas las secretarias morbosas en la oficina.
La historia contaba que un visitante alemán, perdido en la red de metros entrada la noche, se había encontrado un cuerpo en un vagón. La víctima era una mujer de treinta años, muy atractiva, de Brooklyn. La habían despojado por completo. De cada jirón de ropa, de todo artículo de joyería. Hasta de los pendientes de sus orejas.
Más extraño que el hecho de que la desnudaran era la manera ordenada y sistemática en que habían doblado la ropa y la habían colocado, en bolsas de plástico separadas, sobre el asiento que estaba detrás del cadáver.
No era obra de ningún navajero irracional. Se trataba de un cerebro muy organizado: un lunático con un gran sentido de limpieza.
Había más: más extraño aún que el cadáver hubiera sido desnudado cuidadosamente, era el ultraje que se había cometido con él. Los informes pretendían –aunque el Departamento de Policía no lo confirmó–, que lo habían afeitado minuciosamente. Le habían quitado todos los pelos: de la cabeza, de las ingles, de los sobacos; todos cortados y quemados sobre la carne. Le habían arrancado incluso las cejas y las pestañas.
Por último, habían colgado por los pies ese montón de carne absolutamente desnudo de uno de los asideros del techo del vehículo y habían colocado un cubo negro de plástico, forrado con una bolsa, también de plástico negro, para recoger la sangre que goteaba lentamente de sus heridas.
En ese estado, desnudo, afeitado, colgado y prácticamente desangrado, se había encontrado el cuerpo de Loretta Dyer.
Era repugnante, meticuloso y profundamente desconcertante.
No había habido violación, ni indicio alguno de tortura. Se había despachado rápida y eficazmente a la mujer como si fuera un trozo de carne. Y el carnicero aún andaba suelto.
Los Padres de la Ciudad, en su sabiduría, declararon una suspensión completa de los informes de la prensa sobre la matanza. Se dijo que el hombre que había encontrado el cuerpo había sido objeto de detención preventiva en Nueva Jersey, fuera de la vista de los curiosos periodistas. Pero la ocultación fracasó. Un policía codicioso había revelado los detalles sobresalientes a un reportero de The Times. Todo el mundo conocía ahora en Nueva York la horrible historia de las matanzas. Era un tema de conversación en todas las cafeterías y bares; y, por supuesto, en el metro.
Pero Loretta Dyer fue sólo la primera.
Se habían encontrado otros tres cuerpos en circunstancias idénticas, aunque esta vez el trabajo había quedado claramente interrumpido. No se habían afeitado todos los cuerpos, ni les habían cortado las yugulares para desangrarlos. Había otra diferencia más significativa en el descubrimiento: no fue un turista quien los descubrió por la noche; lo decía un informe de The New York Times.
Kaufman examinó el informe que cubría la primera página del periódico. No tenía ningún interés morboso por el asunto, a diferencia de su compañero de mostrador en la cafetería. Sólo sentía una ligera repugnancia, que le hizo apartar su plato de huevos demasiado cocidos. Era simplemente una prueba más de la decadencia de la ciudad. No podía divertirse con su enfermedad.
Con todo, como ser humano no conseguía ignorar por completo los detalles sangrientos de la página que tenía enfrente. El artículo no era sensacionalista, pero la sencilla claridad del estilo hacía más espantoso el tema. Tampoco pudo evitar el imaginarse qué hombre habría detrás de esas atrocidades. ¿Era un sicótico suelto, o eran varios, y cada uno de ellos aspiraba a imitar el asesinato original? Tal vez ése sólo fuera el principio del horror. A lo mejor le seguirían más asesinatos, hasta que por fin el asesino, confiado o exhausto, cometiera una imprudencia y fuera apresado. Hasta entonces la ciudad, la adorada ciudad de Kaufman, viviría en un estado intermedio entre la histeria y el éxtasis.
Al lado de su codo, un hombre con barba le tiró el café.
–¡Mierda! –dijo.
Kaufman se movió sobre su taburete para esquivar el goteo de café que caía de la barra.
–¡Mierda! –volvió a decir el hombre.
–No pasa nada –dijo Kaufman.
Miró al hombre con una expresión ligeramente desdeñosa. El torpe bastardo estaba intentando achicar el café con una servilleta que se quedaba hecha pegotes.
Kaufman se encontró pensando si ese zoquete, con sus mejillas coloradas y su barba descuidada, sería capaz de asesinar. ¿Había algún indicio en esa cara sobrealimentada, alguna pista en la forma de su cabeza o en el movimiento de sus pequeños ojos que revelara su auténtica naturaleza?
El hombre habló.
–¿Quiere otro?
Kaufman sacudió la cabeza.
–Café. Normal. Solo –le dijo el zoquete a la chica de detrás del mostrador. Ésta levantó la mirada de la parrilla cuya grasa fría limpiaba.
–¿Huh?
–Café. ¿Estás sorda?
El hombre sonrió a Kaufman.
–Sorda –dijo.
Éste se dio cuenta de que le faltaban tres dientes en la mandíbula inferior.
–Tiene mala pinta, ¿eh? –dijo.
¿A qué se refería? ¿Al café? ¿A la ausencia de dientes?
–Tres personas así. Acuchilladas.
Kaufman asintió.
–Te hace pensar –dijo.
–Claro.
–Quiero decir, ¿es un encubrimiento, no? Saben quién lo hizo.
«Esta conversación es ridícula», pensó Kaufman. Se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo: la cara de la barba ya no estaba a la vista. Por lo menos eso era un progreso.
–Bastardos –dijo–. Jodidos bastardos, todos ellos. Le apostaría cualquier cosa a que es un encubrimiento.
–¿De qué?
–Tienen las jodidas pruebas: simplemente nos están manteniendo en la jodida ignorancia. Hay algo en todo esto que no es humano.
Kaufman comprendió. El zoquete estaba haciendo alarde de una teoría de conspiración. Las había oído con frecuencia: una panacea.
–Mire, hacen experimentos genéticos y se les van de las manos. Podrían estar criando jodidos monstruos por lo poco que sabemos. Hay algo en todo esto que no nos contarán. Encubrimiento, como le digo. Me jugaría cualquier cosa.
A Kaufman le pareció atractiva la seguridad del hombre. Monstruos al acecho. Seis cabezas: una docena de ojos. ¿Y por qué no?
Él sabía por qué no. Porque eso disculpaba a su ciudad: la sacaba del apuro. Y creía de corazón que los monstruos que se iban a encontrar en los túneles eran perfectamente humanos.
El hombre de la barba tiró el dinero sobre el mostrador y se levantó, deslizando su gordo trasero del manchado taburete de plástico.
–Probablemente un jodido policía –dijo, como conjetura de despedida–. Intentó hacerse el jodido héroe y, en vez de eso, se convirtió en un jodido monstruo. –Sonrió grotescamente–. Me apostaría cualquier cosa –añadió, y salió fuera torpemente sin decir nada más.
Kaufman espiró despacio por la nariz, sintiendo que se aplacaba la tensión de su cuerpo.
Odiaba estas confrontaciones: le hacían sentirse mudo e inútil. Cuando se paraba a pensar en ello, odiaba a este tipo de hombres: el bruto testarudo que Nueva York criaba tan bien.


Iban a ser las seis cuando se despertó Mahogany. La lluvia matinal se había convertido con el ocaso en una ligera llovizna. El aire era todo lo limpio que se podía esperar de Manhattan. Se estiró en la cama, tiró la manta sucia y se levantó para ir al trabajo.
En el cuarto de baño la lluvia caía sobre la caja del acondicionador de aire, llenando el piso de un rítmico sonido de palmadas. Enchufó la televisión para que cubriera el ruido, sin interés por lo que pudiera ofrecer.
Se acercó a la ventana. La calle, seis pisos por debajo, estaba atestada de tráfico y de gente.
Después de un duro día de trabajo, Nueva York regresaba a casa: a jugar, a hacer el amor. La gente salía en tropel de las oficinas y se metía en sus coches. Algunos estaban irritables después de un día de trabajo agotador en una oficina mal ventilada; otros, mansos como corderos, erraban por las avenidas en dirección a casa, acompañados por una incesante corriente de cuerpos. Otros, por último, entraban apretujados al metro, ciegos a las pintadas de las paredes, sordos al parloteo de sus propias voces y al frío estruendo de los túneles.
A Mahogany le gustaba pensar en eso. Él no era, después de todo, uno del montón. Podía asomarse a la ventana y mirar a un millar de cabezas por debajo suyo, sabiendo que era un hombre escogido.
Tenía tareas que cumplir, por supuesto, como la gente de la calle. Pero su trabajo no era como la faena absurda de éstos, se parecía más a una obligación sagrada.
También necesitaba vivir, dormir y defecar, como ellos. Pero no era la necesidad pecuniaria lo que le motivaba, sino las exigencias de la historia.
Estaba dentro de una tradición, que se remontaba más allá de América. Era un cazador nocturno: como Jack el Destripador, Gilles de Rais, una encarnación viviente de la muerte, un espectro con cara humana. Atormentaba los sueños y provocaba terrores.
La gente que estaba por debajo de él no podía conocer su cara; ni se habría molestado en mirarlo dos veces. Pero él los capturaba y calibraba con la mirada, seleccionando sólo a los más maduros del desfile, escogiendo sólo a los sanos y jóvenes para que sucumbieran bajo su cuchillo santificado.
A veces Mahogany deseaba revelar su identidad al mundo, pero tenía responsabilidades y éstas pesaban mucho sobre él. No podía esperar la fama. La suya era una vida secreta, y sólo por orgullo deseaba reconocimiento.
Después de todo, pensaba, ¿saluda la vaca al carnicero cuando late arrodillada ante él?
En resumidas cuentas, estaba contento. Formar parte de la gran tradición era suficiente, y siempre debería serlo.
Recientemente, sin embargo, se habían producido descubrimientos. No eran culpa suya, naturalmente. Nadie podía achacárselo. Pero fue una mala temporada. La vida no era tan fácil como lo había sido hacía diez años. Era bastante viejo, por supuesto, y eso hacía más agotador el trabajo; las obligaciones cada vez pesaban más sobre sus hombros. Era un hombre escogido, y ése era un privilegio con el que resultaba difícil vivir.
De vez en cuando se preguntaba si no sería hora de pensar en entrenar a un hombre más joven para esos menesteres. Tendría que consultarlo con los padres, pero tarde o temprano habría que encontrar a un sustituto; le parecía que era un desperdicio criminal de su experiencia no tomar un aprendiz a su cargo.
¡Podía legar tantas alegrías! Los trucos de su extraordinario oficio. La mejor forma de acechar, de cortar, de desnudar, de sangrar. Cómo encontrar la mejor carne requerida. El modo más simple de disponer los restos. ¡Tantos detalles, tanta experiencia acumulada!
Mahogany entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Al meterse en ella se miró el cuerpo. La pequeña barriga, los pelos de su pecho hundido que encanecían, las cicatrices y granos que salpicaban su pálida piel. Se estaba haciendo viejo. Sin embargo, esa noche, como todas las demás, tenía un trabajo que hacer...


Kaufman se precipitó en la oficina con su bocadillo, ajustando el dobladillo del cuello y quitándose del pelo el agua de la lluvia. El reloj que había encima del ascensor marcaba las siete y dieciséis. Trabajaría sólo hasta las diez.
El ascensor lo llevó hasta el piso decimosegundo, a las oficinas de Pappas. Cruzó descontento el laberinto de despachos vacíos y máquinas encapuchadas hacia su pequeño territorio, que todavía estaba iluminado. Las mujeres que limpiaban las oficinas estaban charlando en el pasillo: por lo demás, el local estaba desierto.
Se sacó el abrigo, sacudió la lluvia lo mejor que pudo y lo colgó.
Luego se sentó frente a los montones de pedidos con los que había estado lidiando casi tres días y se puso a trabajar. Sólo le haría falta una noche más de dedicación, estaba seguro, para hacer la parte más complicada, y le resultaba más fácil concentrarse sin el tableteo incesante de mecanógrafas y máquinas de escribir por todos lados.
Desenvolvió el jamón en pan integral con mayonesa adicional y se dispuso a pasar la tarde.


Ya eran las nueve.
Mahogany estaba vestido para la salida nocturna. Llevaba su sobrio traje habitual con la corbata marrón bien anudada, los gemelos de plata (regalo de su primera esposa) puestos en las mangas de su camisa inmaculadamente planchada, el pelo, fino, reluciente de brillantina, las uñas cortadas y limadas y la cara lavada con colonia.
Su bolsa estaba a punto. Las toallas, los instrumentos y su delantal de mallas.
Comprobó qué aspecto tenía ante el espejo. Pensó que aún podía pasar por un hombre de cuarenta y cinco años, cincuenta como máximo.
Al inspeccionarse la cara se acordó de su deber. Ante todo debía tener cuidado. Habría ojos observándole a cada paso del camino, espiando su actuación nocturna y juzgándola. Tenía que salir como un inocente, sin despertar sospechas.
Si sólo supieran..., pensó. La gente que andaba, corría y saltaba a su espalda en la calle: que chocaban con él sin pedirle perdón: que se cruzaban con su mirada despreciándolo: que se sonreían ante esa masa que parecía incómoda dentro de un traje que le quedaba mal. Si ellos supieran lo que hacía, quién era y qué llevaba.
Cuidado, se dijo, y apagó la luz. El piso estaba a oscuras. Fue a la puerta y la abrió, acostumbrado a andar entre tinieblas: era feliz en ellas.
Los nubarrones habían desaparecido por completo. Mahogany se dirigió por Amsterdam hacia el metro de la calle 145. Esta noche volvería a coger la Avenida de las Américas, su línea favorita, y a menudo la más productiva.
Bajó las escaleras del metro con el billete en la mano. Cruzó las puertas automáticas. El olor de los túneles ya estaba en sus fosas nasales. No era el olor de los túneles profundos, por supuesto; ése tenía un aroma exclusivo. Pero hasta en el aire viciado de esta línea poco profunda se respiraba tranquilidad. La respiración regurgitada de un millón de viajeros circulaba por ese laberinto, mezclándose con el de criaturas mucho mayores; cosas con voces pastosas como la arcilla, cuyos apetitos eran abominables. Cuánto le gustaba. El aroma, la oscuridad, el estruendo.
Se quedó de pie en el andén y escrutó críticamente a sus compañeros de viaje. Estuvo contemplando uno o dos cuerpos, pero tenían tanta escoria encima que pocos merecían ser perseguidos. Los estropeados físicamente, los obesos, los enfermos, los cansados. Cuerpos destrozados por los abusos y la indiferencia. Como profesional le ponía enfermo, aunque comprendía la debilidad que echaba a perder lo mejor de los hombres.
Se demoró en la estación más de una hora, paseando entre los andenes mientras los trenes iban y venían, iban y venían, y la gente con ellos. Había tan poca calidad por todas partes que era desalentador. Parecía que cada día tuviera que esperar más y más para encontrar carne digna de uso.
Ya eran casi las diez y media y no había visto a una sola criatura que fuera ideal para el sacrificio.
No importa, se dijo; todavía quedaba tiempo. Muy pronto saldría la riada del teatro. Siempre proporcionaba uno o dos cuerpos robustos. La intelectualidad bien alimentada, sosteniendo los resguardos de sus billetes y opinando sobre los entretenimientos del arte; sí, habría algo ahí.
De lo contrario, y había noches en que parecía que no encontraría nunca nada apropiado, tendría que ir al centro y arrinconar a una pareja de amantes noctámbulos, o encontrar a un par de atletas recién salidos de un gimnasio. Siempre garantizaban un buen material, aunque con especímenes tan sanos se corría el riesgo de encontrar resistencia.
Recordó haber capturado hacía un año o más a un par de machos negros, puede que con cuarenta años de diferencia, a lo mejor padre e hijo. Se habían resistido con navajas y él tuvo que permanecer seis meses hospitalizado. Había sido un encontronazo muy duro, que le hizo dudar de sus habilidades. Peor aún, le hizo pensar qué habrían hecho sus amos con él de haber sufrido una herida fatal. ¿Lo habrían mandado a su familia en Nueva Jersey y le habrían dado un decente entierro cristiano? ¿O hubieran tirado su cadáver a las tinieblas, para su propio uso?
El titular del New York Post abandonado en el asiento de enfrente le llamó la atención: «Toda la policía movilizada para capturar al asesino». No pudo reprimir una sonrisa. Sus ideas de fracaso, debilidad y muerte se evaporaron. Después de todo, él era ese hombre, ese asesino, y esa noche la idea de que lo atraparan era ridícula. Al fin y al cabo, ¿no estaba su profesión sancionada por las máximas autoridades posibles? Ningún policía podía apresarlo, ningún tribunal juzgarlo. Las mismas fuerzas de la ley y el orden que armaban tanto alboroto con su persecución servían a sus amos igual que él; estuvo por desear que algún policía insignificante lo capturara y lo llevara en triunfo ante el juez, sólo para ver qué cara ponían cuando les llegara la voz desde la oscuridad de que Mahogany era un hombre protegido por encima de todas las leyes de los códigos.
Eran las diez y media pasadas. El desfile de los espectadores de teatro había empezado, pero de momento no había nada prometedor. De todas formas le habría gustado dejar pasar al gentío: seguir simplemente hasta el final de la línea a una o dos piezas escogidas. Esperaba el momento oportuno, como cualquier cazador prudente.


Kaufman aún no había acabado hacia las once, una hora después de cuando se había prometido irse. Pero la exasperación y el aburrimiento estaban haciendo más difícil el trabajo, y las páginas de números que tenía delante empezaron a volverse borrosas. A las once y diez tiró su pluma y admitió la derrota. Se frotó los ojos –irritados– con las palmas de las manos hasta que la cabeza se le llenó de colores.
–¡Joder! –dijo.
Nunca decía tacos en público. Pero de cuando en cuando decirse joder a sí mismo era un gran consuelo. Salió de la oficina con el abrigo empapado sobre el brazo y se dirigió al ascensor. Sus miembros parecían drogados y apenas podía mantener abiertos los ojos.
Fuera hacía más frío de lo que había previsto, y el aire lo sacó un poco de su letargo. Anduvo en dirección a la parada de metro de la calle 34. Cogería un expreso hacia Far Rochaway. Estaría en casa en una hora.


Ni Kaufman ni Mahogany lo sabían, pero en la estación de la calle 96, la policía había arrestado al que tomaron por el Asesino del Metro, acorralándolo en uno de los trenes de la parte alta de la ciudad. Un hombre pequeño, de origen europeo, armado con un martillo y una sierra, había arrinconado a una joven en el segundo vagón y la había amenazado con partirla por la mitad en nombre de Jehová.
Parecía dudoso que fuera capaz de cumplir su amenaza. Tal como fueron las cosas, no tuvo ocasión. Mientras el resto de los pasajeros (incluyendo a dos marines) observaban, la presunta víctima asestó una patada al hombre en los testículos. Se le cayó el martillo. Ella lo recogió y le rompió con él la mandíbula inferior y el pómulo derecho antes de que se interpusieran los marines.
Cuando el tren paró en la 96, la policía estaba preparada para arrestar al Carnicero del Metro. Se precipitaron al vagón en tropel, chillando como hadas y asustados como demonios. El Carnicero yacía en un rincón del vagón con la cara hecha pedazos. Lo sacaron de ahí, triunfantes. La mujer, después del interrogatorio, se fue a casa con los marines.
Iba a resultar una distracción útil, aunque Mahogany no lo pudo saber en su momento. A la policía le costó la mayor parte de la noche determinar la identidad del prisionero, especialmente porque con la mandíbula destrozada sólo podía babear. A las tres y media un tal capitán Davis, que se incorporaba al trabajo, identificó al hombre como un vendedor de flores jubilado del Bronx llamado Hank Vasarely. Hank, según parecía, era arrestado con regularidad por conducta intimidatoria y ademanes deshonestos, todo en nombre de Jehová. Las apariencias engañaban: era probablemente tan peligroso como el conejito de Pascua. Éste no era el Asesino del Metro. No obstante, cuando los policías lo descubrieron, Mahogany ya había acabado con su tarea desde hacía tiempo.


Eran las once y cuarto cuando Kaufman subió al expreso en dirección a Mott Avenue. Compartió el vagón con dos viajeros más. Uno era una mujer negra de mediana edad con un abrigo púrpura, el otro, un adolescente pálido, lleno de acné, que observaba con mirada extraviada la pintada del techo: «Besa mi blanco culo».
Kaufman iba en el primer vagón. Tenía treinta y cinco minutos de viaje por delante. Dejó que sus ojos se cerraran, tranquilizado por el bamboleo rítmico del tren. Era un viaje tedioso y estaba cansado. No vio apagarse, parpadeando, las luces del segundo vagón. Tampoco vio la cara de Mahogany, mirando por la puerta entre los vagones, buscando más carne.
En la calle 14 la mujer negra salió. No entró nadie.
Kaufman abrió un momento los ojos, reconociendo el andén vacío de la 14, y luego los volvió a cerrar. Las puertas se cerraron con un silbido. Estaba vagando entre la conciencia y el sueño y sentía un revoloteo de sueños nacientes en la cabeza. Era una sensación agradable. El tren se puso otra vez en marcha, traqueteando por entre los túneles.
Quizá percibió a medias que detrás de su cabeza adormilada habían abierto las puertas que separaban el segundo vagón del primero. Quizá sintió la ráfaga súbita de aire del túnel y se dio cuenta de que el ruido de las ruedas fue más fuerte durante un rato. Pero decidió ignorarlo.
Quizás oyó la pelea en que Mahogany sometió al joven de mirada extraviada. Pero el ruido era demasiado lejano y la perspectiva de sueño demasiado tentadora. Siguió adormecido.
Por alguna razón soñó con la cocina de su madre. Estaba cortando rábanos y sonriendo con dulzura al cortarlos. Él aún era pequeño y le miraba la cara radiante mientras trabajaba. Cortar. Cortar. Cortar.
De pronto abrió los ojos. Su madre se desvaneció. El vagón estaba vacío y el joven se había ido.
¿Cuánto tiempo había dormitado? No se acordó de que el tren paraba en la calle 4, oeste. Se levantó con la cabeza somnolienta y estuvo a punto de caerse cuando el tren se agitó violentamente. Parecía que iba a una velocidad considerable. Tal vez el conductor quería llegar a casa, arroparse en la cama con su mujer. Iba a todo gas; en realidad era sumamente aterrador.
La ventana entre los dos vagones tenía una cortina bajada que antes no lo estaba, según creía recordar. Una ligera inquietud se apoderó de la mente despierta de Kaufman. ¿Y si hubiera dormido mucho rato y el vigilante no lo hubiera visto en el vagón? A lo mejor habían pasado Far Rockaway y el tren se dirigía a toda prisa a donde quiera que los llevaran de noche.
–¡Joder! –dijo en voz alta.
¿Debería ir a la cabina y preguntarle al conductor? Era una pregunta completamente estúpida: ¿dónde estoy? A esas horas de la noche, ¿podía esperar algo más que una sarta de insultos a modo de respuesta?
Entonces el tren empezó a aminorar la marcha.
Una estación. Sí, una estación. El tren salió del túnel a la sucia luz de la parada de la calle 4, oeste. No se había pasado ninguna de largo.
Entonces ¿dónde se había metido el chico?
O había hecho caso omiso del aviso que había en la pared del vagón, que prohibía el cambio de vagones durante el trayecto, o se había ido delante, a la cabina del conductor. Probablemente estaría todavía entre sus piernas, pensó Kaufman, con los labios abarquillados. Había precedentes. Éste era el Palacio de los Placeres, después de todo, y todo el mundo tenía derecho a un poco de placer en la oscuridad.
Se encogió de hombros. ¿Qué le importaba dónde se hubiera metido el chico?
Las puertas se cerraron. No había subido nadie al tren. Cambió de vía después de la estación, las luces parpadearon al utilizar el tren más corriente para recuperar un poco de velocidad.
Kaufman notó que le volvían las ganas de dormir, pero el miedo súbito de haberse perdido había inyectado adrenalina en su sistema y sus miembros hormigueaban de tensión nerviosa.
Sus sentidos también se habían agudizado.
Incluso por encima del estrépito y del estruendo de las ruedas sobre las vías oía un ruido de desgarrones de ropa procedente del vagón contiguo. ¿Alguien se estaría rasgando la camisa?
Se levantó, agarrándose a una de las correas para conservar el equilibrio.
La ventana entre un vagón y otro estaba tapada del todo por la cortina, pero se quedó mirándola, ceñudo, como si pudiera descubrir de repente la visión de rayos X. El vagón avanzaba tambaleándose. Era como volver a viajar de verdad.
Otro ruido de desgarrones.
¿Sería una violación?
Con un vago interés de mirón se acercó por el oscilante vagón hacia la puerta intermedia, esperando que la cortina tuviera alguna grieta. Sus ojos aún estaban fijos en la ventana, y no se dio cuenta de las salpicaduras de sangre que estaba pisando.
Hasta que...
... su talón resbaló. Miró hacia abajo. Su estómago vio la sangre casi antes que su cerebro, y el jamón con pan integral se le atascó a mitad de camino de la garganta. Sangre. Tragó varias bocanadas de aire viciado y apartó la vista; miró de nuevo a la ventana.
Su cabeza no dejaba de repetir: sangre. No podía pensar en otra cosa.
Ahora no había más que un par de metros entre él y la puerta. Tenía sangre en el zapato y había un pequeño reguero hasta el vagón de al lado, pero a pesar de todo tenía que mirar.
Tenía que hacerlo.
Dio dos pasos más en dirección a la puerta y escudriñó la cortina buscando un rasguño: una hebra descosida sería suficiente. Había un pequeño agujero. Pegó el ojo a él.
Su cerebro se negaba a admitir lo que sus ojos estaban viendo al otro lado de la puerta. Rechazaba el espectáculo por absurdo, como si fuera una ensoñación. Su razón decía que no podía ser real, pero su instinto le decía que sí lo era. El cuerpo se le quedó rígido de terror. Sus ojos no podían dejar de mirar sin pestañear lo que había detrás de la cortina. Se quedó en la puerta mientras el tren seguía traqueteando; entretanto la sangre se le iba de las extremidades y su cerebro se mareaba por falta de oxígeno. Se le encendieron manchas brillantes en la vista, emborronando la atrocidad.
Luego se desmayó.
Estaba inconsciente cuando el tren llegó a Jay Street. Permaneció sordo al aviso del conductor de que todos los que fueran más allá de esa parada tenían que cambiar de tren. Si lo hubiera oído se habría preguntado qué quería decir. Ningún tren vomitaba todos sus pasajeros en Jay Street; la línea seguía hasta Mott Avenue, pasando por el hipódromo del Acueducto, después del aeropuerto JFK. Habría ido a preguntar qué clase de tren era ése. Sólo que ya lo sabía. La verdad colgaba del vagón de al lado. Sonreía satisfecha desde detrás de un delantal de mallas ensangrentado.
Éste era el tren de la carne de medianoche.


En un desmayo absoluto no se controla el tiempo. Pudieron pasar segundos u horas antes de que los ojos de Kaufman volvieron a abrirse, parpadeando, y su espíritu recapacitó sobre esta nueva situación.
Estaba tumbado bajo uno de los asientos, recostado a lo largo de la vibrante pared del vagón, a salvo de miradas. El destino debía estar de su parte hasta ahora, pensó: de alguna manera el tambaleo del vagón debía haber desplazado su cuerpo inconsciente.
Pensó en el horror del segundo vagón y volvió a tragarse el vómito. Estaba solo. Donde quiera que estuviera el vigilante (tal vez asesinado), no tenía forma de pedir ayuda. ¿Y el conductor? ¿Estaba muerto junto a los mandos? ¿Estaría el tren precipitándose ahora mismo por un túnel desconocido, un túnel sin una sola estación que permitiera identificarlo, hacia su destrucción?
Y, si no había ningún accidente en que morir, siempre quedaba el Carnicero, que todavía daba puñaladas, separado tan sólo por una puerta de donde Kaufman estaba tumbado.
Mirara donde mirara, el nombre que estaba escrito en cada puerta era «muerte».
El ruido era ensordecedor, especialmente en el suelo. Los dientes le temblaban en los alveolos y su cara estaba entumecida por las vibraciones; incluso el cráneo le dolía.
Poco a poco fue notando que le volvía la fuerza a los exhaustos miembros. Estiró con cuidado los dedos y se apretó los puños para que la sangre corriera de nuevo.
Y a medida que volvía en sí sentía otra vez náuseas. Seguía representándose la espantosa brutalidad del vagón contiguo. En ocasiones había visto fotografías de víctimas asesinadas, por supuesto, pero éstos no eran asesinatos vulgares. Estaba en el mismo tren que el Carnicero del Metro, el monstruo que colgaba de las correas a sus víctimas por los pies, afeitadas y desnudas.
¿Cuánto tiempo pasaría hasta que el asesino cruzara esa puerta y lo encontrara? Estaba seguro de que si no lo mataba el Carnicero, lo haría la espera.
Oyó movimientos del otro lado de la puerta.
Venció su instinto. Kaufman se apretujó todavía más bajo el asiento y se arrebujó en una pequeña bola, con la cara blanca y mareada vuelta hacia la pared. Luego se cubrió la cabeza con las manos y cerró los ojos tan fuerte como un niño aterrorizado por el coco.
La puerta se abrió con un silbido. Clic. Shsss. Entró una bocanada de aire de los raíles. Olía más raro que cualquier cosa que hubiera olido antes: y era más frío. Fue como un aire primitivo para sus fosas nasales, un aire hostil e insondable. Le hizo estremecerse.
La puerta se cerró. Clic.
El Carnicero estaba cerca, Kaufman lo sabía. No podía estar más que a unos cuantos centímetros de donde él se encontraba.
¿Estaría incluso ahora mirando hacia abajo, hacia su espalda? ¿Ahora mismo, inclinándose, navaja en mano, para sacarlo de su escondite como a un caracol de su concha?
No pasó nada. No sintió ningún aliento sobre su cuello. Su espina dorsal no estaba abierta en canal.
Sólo hubo un ligero ruido de pisadas cerca de su cabeza; luego, ese mismo sonido disminuyó.
Kaufman expulsó la respiración –contenida en los pulmones hasta que le dolieron–, con un chirrido entre los dientes.
Mahogany casi se sentía decepcionado porque el hombre dormido se hubiera bajado en la calle 4, oeste. Estaba deseando un trabajo más esa noche para distraerse hasta que bajaran. Pero no: el hombre se había ido. De todas formas, la víctima potencial no parecía demasiado sana, pensó para sus adentros, probablemente era un anémico contable judío. La carne no habría sido de calidad. Recorrió todo el vagón hasta la cabina del conductor. Pasaría ahí el resto del viaje.
«¡Cielos!», pensó Kaufman, «va a matar al conductor.»
Oyó abrirse la puerta de la cabina. Luego la voz del Carnicero: baja y ronca.
–Hola.
–Hola.
Se conocían.
–¿Trabajo hecho?
–Trabajo hecho.
Le sorprendió la banalidad del diálogo. ¿Trabajo hecho? ¿Qué significaba «trabajo hecho»?
Se perdió las pocas palabras restantes porque el tren pasó por un tramo especialmente ruidoso de la vía.
No pudo resistirse más tiempo a mirar. Se desdobló cautelosamente y echó una ojeada por encima del hombro hasta el fondo del vagón. Todo lo que pudo ver fueron las piernas del Carnicero y la base de la puerta abierta de la cabina. ¡Maldición! Quería volver a ver la cara del monstruo.
Se oyeron risas.
Kaufman meditó los riesgos de su situación: la matemática del pánico. Si se quedaba donde estaba, tarde o temprano el Carnicero lo sorprendería, y él se convertiría en carne picada. Por otra parte, si salía de su escondite, se arriesgaba a que lo vieran y le persiguieran. ¿Qué era peor: la inmovilidad, y encontrarse la muerte atrapado en un agujero, o la tentativa de fuga, y enfrentarse a su Hacedor en mitad del vagón?
A Kaufman le sorprendió su propio arrojo: se movería.
Salió infinitesimalmente despacio de debajo del asiento, arrastrándose y vigilando constantemente al hacerlo la espalda del Carnicero. Una vez fuera, empezó a reptar hacia la puerta. Cada paso que daba era un tormento, pero el Carnicero parecía demasiado absorto en la conversación para darse la vuelta.
Había alcanzado la puerta. Empezó a levantarse, intentando prepararse para lo que vería en el vagón número dos. Agarró el pomo y abrió la puerta con suavidad.
El ruido de los raíles aumentó, y le llegó una ola de aire malsano, que no apestaba a nada terrestre. Seguro que el Carnicero lo oía, ¿o lo olía? Seguro que se daría la vuelta...
Pero no. Kaufman se deslizó por la rendija que había abierto y se adentró en la cámara sangrienta.
El alivio lo volvió imprudente. Se olvidó de echar el picaporte tras él y la puerta empezó a abrirse suavemente con el zarandeo del tren.
Mahogany sacó la cabeza de la cabina y miró por el vagón hacia la puerta.
–¿Qué narices es eso? –dijo el conductor.
–No cerré bien la puerta. Eso es todo.
Kaufman oyó al Carnicero dirigirse hacia ella. Se agazapó, hecho una bola de consternación, contra la pared intermedia, consciente de repente de cuán cargadas tenía las tripas. La puerta se cerró desde el otro lado y los pasos se volvieron a alejar.
Salvado, al menos por un momento.
Abrió los ojos, intentando permanecer insensible al espectáculo de la matanza que tenía delante.
No había forma de lograrlo.
Embriagaba cada uno de sus sentidos: el olor de entrañas abiertas, la vista de los cuerpos, la sensación de líquido sobre el suelo, bajo sus pies, el ruido de las correas crujiendo por el peso de los cadáveres, hasta el aire, que sabía salado de sangre. Estaba a solas con la muerte en ese cuchitril, precipitándose por la oscuridad,
Pero ya no sentía náuseas, Sólo una repugnancia ocasional. Incluso se vio inspeccionando los cuerpos con cierta curiosidad.
El cadáver más cercano a él eran los restos del joven cubierto de espinillas que había visto en el vagón número uno. El cuerpo colgaba cabeza abajo, meciéndose adelante y atrás al ritmo del tren al unísono con sus tres compañeros; una obscena danza macabra. Sus brazos se columpiaban, fláccidos, de las articulaciones de los hombros, en las que se habían practicado cuchilladas de una pulgada o dos de profundidad para que los cuerpos se balancearan con más elegancia.
Todas las partes de la anatomía del muchacho oscilaban de forma hipnótica. La lengua, colgando de la boca abierta. La cabeza, bailoteando del cuello rajado. Incluso el pene del joven se sacudía de lado a lado de sus ingles desolladas. De la herida de la cabeza y de la yugular aún manaba sangre en un cubo negro. Había cierta elegancia en el conjunto: la impronta de un trabajo bien hecho.
Detrás de este cuerpo estaban los cadáveres ahorcados de dos jóvenes mujeres blancas y de un hombre de piel oscura. Inclinó la cabeza a un lado para mirarles las caras. No tenían expresión. Una de las chicas era una belleza. Decidió que el hombre era un puertorriqueño. Todos tenían la cabeza y el vello corporal rapado. En realidad aún había un olor acre en el aire, de rapado. Kaufman se levantó deslizándose por la pared y, al hacerlo, el cuerpo de una mujer se dio la vuelta, presentando la parte dorsal.
No estaba preparado para este nuevo horror.
Habían abierto la carne de la espalda en canal desde el cuello hasta las nalgas y separado los músculos para exponer las vértebras relucientes. Era el triunfo final de la obra del Carnicero. Ahí colgaban esas tajadas de humanidad, afeitadas, sangradas y rajadas, abiertas como peces y listas para ser devoradas.
Estuvo a punto de sonreírse ante la perfección de ese horror. Sintió un arrebato de locura en la base del cráneo, tentándolo al olvido, prometiéndole una absoluta indiferencia ante el mundo.
Empezó a temblar incontrolablemente. Notó cómo sus cuerdas vocales trataban de formar un grito. Era intolerable: y sin embargo, gritar era convertirse en poco tiempo en una de las criaturas que tenía delante.
–Joder –dijo, más alto de lo que quería, y luego, apartándose de la pared, echó a andar por el vagón entre los cadáveres oscilantes, observando los cuidadosos montones de ropas y pertenencias depositados detrás de sus propietarios, en los asientos. Bajo sus pies, el suelo estaba pegajoso de bilis secándose. Aun sin hacer caso de las rajas podía ver con demasiada claridad la sangre de los cubos: estaba espesa y embriagadora, con grumos de coágulos flotando dentro.
Ya había sobrepasado al chico y veía la puerta del vagón número tres ante él. Todo lo que tenía que hacer era huir de ese montón de atrocidades. Se animó a seguir avanzando, procurando ignorar esos horrores y concentrarse en la puerta que lo devolvería a la cordura.
Había pasado a la primera mujer. Unos pocos metros más, se dijo, diez pasos como máximo, menos si andaba con tranquilidad.
Entonces se apagaron las luces.
–¡Dios mío! –exclamó.
El tren dio un bandazo y Kaufman perdió el equilibrio.
En la oscuridad más absoluta buscó un apoyo y, sacudiendo los brazos, abrazó el cuerpo que tenía al lado. Antes de que pudiera evitarlo, notó que sus manos se hundían en la tibia carne y sus dedos asían el borde de músculo que tenía la mujer abierto en la espalda, tocando con las yemas el hueso de la espina dorsal. Su mejilla rozaba la carne pelada del muslo.
Gritó y, justo al gritar, las luces se volvieron a encender parpadeando.
Según volvía la luz y se apagaba su grito, oyó el ruido de los pasos del Carnicero acercándose a lo largo del vagón número uno en dirección a la puerta intermedia.
Soltó el cuerpo al que estaba abrazado. Tenía la cara manchada por la sangre de la pierna. Podía sentirla en la mejilla; era como pintura de guerra.
El grito le había despejado la cabeza, y sintió que le invadía una especie de fuerza. No habría persecución por el tren, lo sabía: no habría cobardía, ahora no. Éste iba a ser un enfrentamiento primitivo; dos seres humanos, cara a cara. Y utilizaría todos los trucos que se le ocurrieran –todos– para vencer a su enemigo. Era, pura y simplemente, cuestión de supervivencia.
El pomo de la puerta vibró. Kaufman buscó un arma a su alrededor, con una mirada tranquila y calculadora. Su vista recayó en la pila de ropas que estaba detrás del cuerpo del puertorriqueño. Ahí había una navaja tirada entre sortijas de diamantes falsos y cadenas de oro de imitación. Un arma de filo largo, inmaculadamente limpia, probablemente motivo de orgullo de ese hombre. Pasando el cuerpo musculoso, la arrancó del montón. Le reconfortó la mano; sin duda era muy emocionante.
La puerta se abría, y asomó la cara del asesino.
Kaufman miró por entre el matadero a Mahogany. No era excesivamente corpulento; sólo otro cincuentón medio calvo y demasiado gordo. Su cara era de rasgos duros; los ojos, hundidos. Tenía la boca pequeña y de labios delicados. En realidad era una boca de mujer.
Mahogany no conseguía imaginar de dónde había salido ese intruso, pero se dio cuenta de que se trataba de un nuevo descuido, otro signo de su creciente incompetencia. Debía despachar inmediatamente a esa criatura que había pasado por alto. Después de todo no podían estar más que a una milla del final del trayecto. Tenía que cortar al hombrecito y colgarlo por los talones antes de que llegaran a destino.
Entró en el vagón número dos.
–Estabas durmiendo –dijo al reconocer a Kaufman–. Te vi.
Kaufman no dijo nada.
–Tendrías que haberte bajado del tren. ¿Qué intentabas hacer? ¿Esconderte de mí?
Kaufman siguió en silencio.
Mahogany sacó el mango de su cuchilla del cinturón de acero desgastado. Estaba sucio de sangre, igual que su delantal de mallas, su martillo y su sierra.
–Tal como están las cosas –dijo– tendré que deshacerme de ti.
Kaufman levantó la navaja. Parecía algo pequeña al lado de toda la parafernalia del Carnicero.
–Joder –dijo.
Mahogany se echó a reír ante las pretensiones de defensa del hombrecito.
–No deberías haber visto esto: no es para tipos como tú –dijo, dando otro paso hacia Kaufman–. Es secreto.
«O sea que es del tipo inspirado por la divinidad, ¿no?», pensó Kaufman. «Eso explica algo.»
–Joder –volvió a decir.
El Carnicero frunció el ceño. No le gustaba la indiferencia del hombrecito ante su trabajo, ante su reputación.
–Todos tenemos que dormir un día, tarde o temprano –dijo–. Tendrías que estar agradecido: no te van a quemar como a la mayoría: te puedo utilizar. Para dar de comer a los padres.
La única respuesta de Kaufman fue una mueca. No le aterrorizaba nada ese energúmeno gordo y arrastrado.
El Carnicero descolgó la cuchilla de su cinturón y la blandió.
–Un judío de mierda como tú –dijo–, debería alegrarse sólo de ser útil: la carne es lo mejor a lo que puedes aspirar.
Sin previo aviso, lanzó una estocada. La cuchilla rasgó el aire a considerable velocidad, pero Kaufman se echó atrás. Rajó la manga de su abrigo y se hundió en la espinilla del puertorriqueño. El golpe partió a medias la pierna y el peso del cuerpo abrió aún más la cuchillada. La carne del muslo, en exposición, era como un filete de primera, suculento y apetitoso.
El Carnicero empezó a desclavar la cuchilla de la herida y en ese momento saltó Kaufman. La navaja voló hacia el ojo de Mahogany, pero por un error de cálculo se hundió en el cuello. Atravesó la columna y asomó con una pequeña gota de sangre coagulada por el otro extremo. De lado a lado. De un solo golpe. De lado a lado.
Mahogany recibió la hoja en el cuello con una sensación de asfixia. Emitió un sonido ridículo, una especie de tos poco entusiasta. Manó sangre de sus labios, pintándolos, como el lápiz de labios a una boca de mujer. La cuchilla cayó al suelo con gran estrépito.
Kaufman arrancó la navaja. De las dos heridas chorrearon dos pequeños arcos de sangre.
Mahogany se desplomó sobre sus rodillas, mirando la navaja que lo había matado. El hombrecito lo observaba pasivamente. Estaba diciendo algo, pero sus oídos estaban sordos a los comentarios, como si se encontrara bajo el agua.
De repente se quedó ciego. Supo con nostalgia por sus sentidos que no volvería a ver ni a oír. Esto era la muerte: la tenía encima, sin duda.
Sin embargo todavía palpaba con las manos la tela de los pantalones y las salpicaduras calientes sobre su piel. La vida parecía temblarle en las yemas mientras sus dedos se aferraban al último sentido... luego se desplomó, y sus manos, su vida y su deber sagrado se doblegaron bajo el peso de una carne avejentada.
El Carnicero estaba muerto.
Kaufman introdujo bocanadas de aire viciado en sus pulmones y se agarró a una de las correas para serenar su cuerpo tambaleante. Las lágrimas emborronaron la carnicería ante la que se encontraba. Pasó un tiempo: no supo cuánto; estaba perdido en sueños de victoria.
Luego el tren empezó a reducir su velocidad. Notó y oyó cómo apretaban los frenos. Los cuerpos colgantes se inclinaron hacia adelante al frenar la locomotora, sus ruedas chirriaron sobre las vías, que rezumaban limo.
La curiosidad se apoderó de él.
¿Se desviaría el tren al matadero subterráneo del Carnicero, decorado con las carnes que había reunido a lo largo de su carrera? ¿Y qué haría el risueño conductor, tan indiferente a la masacre, cuando el tren se detuviera? Ahora podía ocurrir cualquier cosa. Podía enfrentarse a todo: espérate y verás.
El altavoz crepitó. Se oyó la voz del conductor:
–Ya estamos, colega. Es mejor que te vayas a tu sitio, ¿no?
¿Irse a su sitio? ¿Qué quería decir eso?
El tren iba ahora a paso de caracol. Fuera de las ventanas todo estaba tan oscuro como siempre. Las luces parpadearon y se apagaron. Esta vez no volvieron a encenderse.
Se quedó en la oscuridad absoluta.
–Llegaremos en media hora –anunció el altavoz, igual que un aviso de estación.
El tren se había detenido. De repente faltó el ruido de las ruedas sobre los raíles, la precipitación de su paso, a los que tan acostumbrado estaba. Todo lo que pudo oír fue el zumbido del altavoz. Aún no podía ver nada.
Y de repente, un silbido. Las puertas se estaban abriendo. Penetró en el vagón un olor tan cáustico que tuvo que apretarse las manos contra la cara para zafarse de él.
Permaneció en silencio, la mano en la boca, durante lo que pareció una eternidad.
Entonces hubo un parpadeo de luz fuera de la ventana. Dibujó el perfil del marco de la puerta y se hizo progresivamente más intensa. Pronto hubo bastante luz en el vagón para que viera a sus pies el cuerpo arrugado del Carnicero y trozos cetrinos de carne colgando a cada lado de él.
También hubo un murmullo procedente de la oscuridad, fuera del tren, una congregación de pequeñas voces parecidas a las de los escarabajos. En el túnel, andando con los pies a rastras hacia el tren, había seres humanos. Kaufman pudo distinguir ahora su figura. Algunos llevaban antorchas que brillaban con una mortecina luz amarronada. El ruido tal vez procedía de su andar sobre el suelo húmedo, o del chasquido de sus lenguas, o de ambos.
No era tan ingenuo como lo había sido hacía una hora. ¿Podía haber alguna duda acerca de la intención de esas cosas que salían de la oscuridad dirigiéndose hacia el tren? El Carnicero había asesinado a hombres y mujeres para dar carne a esos caníbales; se acercaban, como comensales al oír la campana de la cena, a comer en este vagón restaurante.
Se agachó y recogió la cuchilla que Mahogany había dejado caer. El ruido de criaturas acercándose era cada vez mayor. Fue hacia el final del vagón, tratando de alejarse de las puertas abiertas, sólo para descubrir que las de detrás también lo estaban, y también allí se oía el rumor de pasos acercándose.
Se volvió a encoger detrás de uno de los asientos, y estaba a punto de refugiarse debajo de ellos cuando una mano, delgada y frágil hasta el punto de transparentarse, apareció junto a la puerta.
No pudo apartar la vista. No porque el terror lo helara, como había ocurrido junto a la ventana. Simplemente quería observar.
La criatura entró en el vagón. Las antorchas que iban detrás de ella dejaron su cara en la sombra, pero se podía ver claramente su figura.
No había nada demasiado especial en ella.
Como él, tenía dos brazos y dos piernas. Su cabeza no tenía forma anormal. El cuerpo era pequeño, y el esfuerzo de trepar al tren había enronquecido su respiración. Tenía más de geriátrico que de sicótico; generaciones de ficticios devoradores de hombres no habían preparado a Kaufman para una vulnerabilidad tan angustiosa.
Detrás de aquello surgían criaturas similares de la oscuridad, entrando torpemente en el tren. Entraban por todas las puertas.
Kaufman estaba atrapado. Sopesó la cuchilla en sus manos, buscando su equilibrio, preparado para una batalla con esos monstruos antiguos. Habían metido una antorcha en el vagón que iluminaba las caras de los líderes.
Eran completamente calvos. La carne cansada de sus rostros estaba estirada fuertemente sobre sus cráneos, de forma que brillaba por la tirantez. Había manchas de descomposición y enfermedad sobre su piel, y en algunas zonas el músculo se había podrido con un pus negro, por el que sobresalía el hueso del pómulo o de la sien. Algunos estaban desnudos como bebés, con los cuerpos pastosos y sifilíticos casi asexuados. Lo que una vez fueron pechos eran como bolsas de cuero colgando del torso, los genitales habían encogido.
Más desagradables que los que iban desnudos eran los que se cubrían con ropas. Pronto se dio cuenta de que la tela pútrida que les rodeaba los hombros o que llevaban atada en mitad del diafragma estaba hecha de pieles humanas. No una, sino una docena o más, amontonadas a la buena de Dios, como patéticos trofeos.
Los líderes de esta grotesca cola para comer ya habían llegado a los cuerpos y posaron las manos gráciles sobre los pedazos de carne, acariciando de arriba abajo la piel afeitada, de una forma que sugería placer sensual. Las lenguas bailoteaban fuera de las bocas, salpicando de baba la carne. Los ojos de los monstruos se abrían y cerraban con hambre y excitación.
Por fin uno de ellos lo vio.
Sus ojos dejaron de pestañear un momento y se clavaron en él. Una mirada inquisitiva le asomó a la cara, era como una parodia del desconcierto.
–Tú –dijo. Su voz estaba tan consumida como los labios de donde salía.
Kaufman levantó un poco la cuchilla, calculando sus posibilidades. Habría cerca de unos treinta en el vagón, y muchos más afuera. Pero parecían muy débiles y no tenían más armas que sus pieles y huesos.
El monstruo volvió a hablar con una voz bastante bien modulada cuando la recuperó; era el gorjeo de un hombre antaño cultivado, antaño encantador.
–Viniste después del otro, ¿no es verdad?
Miró de reojo el cuerpo de Kaufman. Estaba claro que había comprendido muy rápidamente la situación.
–Viejo, en cualquier caso –dijo, con sus húmedos ojos posados otra vez sobre Kaufman, estudiándolo cuidadosamente.
–Que te jodan –dijo éste.
La criatura esbozó una sonrisa forzada, pero casi había olvidado la técnica y el resultado fue una mueca que descubrió una boca con los dientes colocados sistemáticamente en fila.
–Ahora tienes que hacer esto para nosotros –dijo, con una sonrisa bestial–. No podemos sobrevivir sin comida.
La mano dio unas palmaditas al trasero de carne humana. Kaufman no supo qué replicar ante esa idea. Se limitó a observar con repugnancia cómo las uñas se deslizaban por la hendidura de las nalgas, valorando la curvatura del tierno músculo.
–Nos repugna tanto como a ti –dijo la criatura–. Pero estamos obligados a comer esta carne o si no moriremos. Dios sabe que no tengo ganas de hacerlo.
Sin embargo, esa cosa estaba babeando.
Kaufman recuperó la voz. Era débil, más por confusión de sentimientos que por miedo.
–¿Qué son ustedes? –Recordó al hombre de la barba en la cafetería–. ¿Sois accidentes de algún tipo?
–Somos los padres de la ciudad –dijo la cosa–. Y las madres, hijas e hijos. Los constructores, los legisladores. Hicimos esta ciudad.
–¿Nueva York? –dijo Kaufman–. ¿El Palacio de los Placeres?
–Antes de que nacieras tú, antes de que naciera cualquier ser vivo.
Mientras hablaba, las uñas de la criatura acariciaban por debajo de la piel el cuerpo destrozado y arrancaba la fina tira elástica del apetitoso músculo. Detrás de Kaufman las otras criaturas habían empezado a descolgar los cuerpos de las correas, posando las manos con la misma satisfacción sobre los suaves pechos y los costados de carne. También la habían empezado a despellejar.
–Nos traerás más –dijo el padre–, más carne para nosotros. El otro era débil.
Kaufman lo miró con reticencia.
–¿Yo? –dijo–. ¿Darles de comer? ¿Por quién me tomas?
–Lo tienes que hacer por nosotros y por otros más viejos que nosotros. Para los que nacieron antes de que se planeara la ciudad, cuando América era un bosque y un desierto.
La frágil mano señaló el exterior del tren.
La mirada de Kaufman siguió el dedo extendido en dirección a la penumbra. Fuera del tren había algo que no descubrió antes; más grande que nada humano.
El montón de criaturas se apartó para permitirle examinar más de cerca lo que estaba ahí fuera, pero sus pies no se movieron.
–Adelante –dijo el padre.
Kaufman pensó en la ciudad que había amado. ¿Eran éstos sus padres, sus filósofos, sus creadores? Tuvo que creer que así era. A lo mejor había gente en la superficie –burócratas, políticos y autoridades de todo tipo– que conocían este horrible secreto y cuyas vidas estaban consagradas a proteger a estas abominaciones dándoles de comer, como los salvajes ofrecen corderos a sus dioses. Había algo terriblemente familiar en este ritual. Pulsó una tecla, no en la inteligencia consciente de Kaufman, sino en su personalidad más recóndita, más antigua.
Sus pies, que ya no obedecían a su cerebro, sino a su instinto de adoración, se movieron. Atravesó el pasillo entre los cuerpos y bajó del tren.
La luz de las antorchas empezaba a iluminar débilmente la ilimitada oscuridad exterior. El aire parecía sólido, se espesaba con el olor de tierra antigua. Pero Kaufman no olía nada. Inclinó la cabeza, fue todo lo que pudo hacer para evitar tropezar de nuevo.
Ahí estaba el precursor del hombre. El americano primigenio, cuya tierra natal era ésta, y no Passamaquody o Cheyenne. Sus ojos, si los tenía, estaban mirándolo.
Su cuerpo se estremeció. Le castañetearon los dientes.
Podía oír los ruidos de esa anatomía: latidos, crujidos y sollozos.
Se movió un poco en medio de la oscuridad.
El ruido de su movimiento fue doloroso. Como el de una montaña al levantarse.
Kaufman levantaba la mirada en dirección a él y, sin pensar qué estaba haciendo o por qué, se postró de rodillas, sobre la mierda, ante el padre de los padres.
Todos los días de su vida estaban encaminados a éste, todos los momentos apresuraban este momento imprevisible de terror sagrado.
Si hubiera habido bastante luz en este infierno para verlo entero, tal vez su tibio corazón habría estallado. Con la que había, notó que su pecho se estremecía al ver lo que vio.
Era un gigante. Sin cabeza ni miembros. Sin un rasgo que fuera análogo al de un hombre, sin un órgano que tuviera sentido, o sentidos. Era como un banco de peces, si es que se podía comparar con algo. Miles de hocicos moviéndose al unísono, echando brotes, floreciendo y marchitándose rítmicamente. Era iridiscente, como el nácar, pero más oscuro a veces que cualquier color que Kaufman conociera o pudiera nombrar.
Eso fue todo lo que pudo ver; era más de lo que quería. Había mucho más en la oscuridad, parpadeando, boqueando y aleteando.
Pero no pudo seguir mirando. Se dio la vuelta y, mientras lo hacía, tiraron desde el tren una pelota que rodó hasta pararse delante del padre.
Por lo menos creyó que era un balón, hasta que se fijó con más atención y reconoció en él a una cabeza humana, la cabeza del Carnicero. Le habían pelado la cara a tiras. Tirada delante de su señor, relucía de sangre.
Kaufman apartó la mirada y volvió andando al tren. Todas las partes de su cuerpo parecían llorar, menos sus ojos. Estaban demasiado calientes por lo que habían visto; hicieron que sus lágrimas se evaporaran.
Dentro, las criaturas ya habían empezado a cenar. Vio a uno arrancar de su órbita el dulce bocado azul de un ojo de mujer. Otro tenía una mano en la boca. A los pies de Kaufman yacía el cadáver descabezado del Carnicero, que aún sangraba profusamente de las heridas del cuello.
El pequeño padre que había hablado antes se puso delante de Kaufman.
–¿Nos servirás? –le preguntó suavemente, como se pide a una vaca que nos siga.
Él miraba fijamente la cuchilla, el símbolo del trabajo del Carnicero. Las criaturas ya abandonaban el vagón arrastrando tras ellos cuerpos a medio comer. A medida que se retiraban las antorchas del vagón volvía la oscuridad.
Pero, antes de que desaparecieran todas las luces, el padre alargó la mano y cogió por la cabeza a Kaufman, y le hizo volverse para que se contemplara en el mugriento espejo de la ventana del vagón.
Fue un reflejo rápido, pero pudo ver perfectamente lo cambiado que estaba. Más blanco que cualquier ser vivo, cubierto de mugre y de sangre.
La mano del padre aún aferraba la cara de Kaufman; le metió el dedo índice en la boca y se lo hundió en la garganta, agarrando con la uña la raíz de la lengua. La intromisión le dio náuseas, pero no le quedaba voluntad para repeler el ataque.
–Sirve –dijo la criatura–. En silencio.
Se dio cuenta demasiado tarde de la intención de los dedos.
Aprisionaron repentinamente su lengua y la voltearon en la raíz. Conmocionado, dejó caer la cuchilla. Intentó chillar, pero no emitió ningún sonido. Tenía sangre en la garganta, oyó cómo le rasgaban la carne y se contorsionó de dolor.
Luego salió la mano de su boca, y los dedos escarlatas, cubiertos de baba, tenían su lengua cogida entre el índice y el pulgar delante de su cara.
Kaufman estaba mudo.
–Sirve –dijo el padre, y se metió la lengua en la boca, mascándola con manifiesta satisfacción. Kaufman cayó de rodillas, vomitando el bocadillo.
El padre ya se iba, arrastrándose, hacia las tinieblas; el resto de los ancianos se habían escondido una noche más en su madriguera.
El altavoz crujió.
–A casa –dijo el conductor.
Las puertas silbaron al cerrarse, el tren vibró al volver a circular por él la corriente. Las luces se encendieron parpadeando, se apagaron y se volvieron a encender.
El tren se puso en marcha.
Kaufman estaba en el suelo; le rodaban lágrimas por el rostro, lágrimas de desconsuelo y resignación. Sangraría hasta morir –decidió–, donde yacía. No importaba que muriera. Al fin y al cabo era un mundo loco.


El conductor lo despertó. Abrió los ojos. La cara que lo miraba era negra, y no hostil. Sonreía. Kaufman intentó decir algo, pero su boca estaba sellada con sangre seca. Sacudió la cabeza como un idiota tratando de escupir una palabra. No emitió más que gruñidos.
No estaba muerto. No se había desangrado.
El conductor lo puso de rodillas, hablándole como si tuviera tres años.
–Tienes trabajo que hacer, colega: están muy contentos contigo.
Se había chupado los dedos y le frotaba los labios inflamados, intentando separarlos.
–Tienes mucho que aprender antes de mañana por la noche...
Mucho que aprender. Mucho que aprender.
Sacó a Kaufman del tren. Nunca había visto antes esta estación. Tenía azulejos blancos y era absolutamente prístina; el nirvana de un jefe de la estación. Ninguna pintada ensuciaba las paredes. No había máquinas de billetes, pero tampoco puertas, ni pasajeros. Ésta era una línea que sólo ofrecía un servicio: el Tren de la Carne.
Los limpiadores del turno de mañana ya estaban atareados eliminando la sangre de los asientos y del suelo del tren. Alguien desnudaba el cuerpo del Carnicero, preparándolo para despacharlo a Nueva Jersey. Alrededor de Kaufman todo el mundo trabajaba. Por una reja del techo la luz del alba entraba a raudales.
De las vigas caían motas de polvo dando vueltas y vueltas. Las observó, absorto. No había visto nada tan bonito desde que era niño. Precioso polvo. Vueltas y vueltas, vueltas y más vueltas.
El conductor había conseguido separarle los labios. Tenía la boca demasiado herida para poder moverla, pero por lo menos podía respirar fácilmente. Y el dolor ya empezaba a calmarse.
El conductor le sonrió, y luego se volvió al resto de los trabajadores de la estación.
–Me gustaría presentarles al sustituto de Mahogany. Nuestro nuevo carnicero –anunció.
Los encargados de la limpieza miraron a Kaufman. Había cierto respeto en sus rostros, cosa que a él le pareció conmovedora.
Levantó la vista a la luz del sol, que ahora caía a su alrededor. Agitó la cabeza, queriendo decir que quería subir al aire libre. El conductor asintió y lo condujo a un conjunto de escaleras y, a través de un pasadizo, hasta la calle.
Hacía un día precioso. El brillante cielo de Nueva York estaba rayado de filamentos de nubes rosa pálido, y el aire olía a mañana.
Las calles y avenidas estaban prácticamente vacías. A lo lejos un taxi atravesaba de vez en cuando un cruce, y su motor era un murmullo; un corredor pasaba sudando por el otro lado de la calle.
Muy pronto aquellas aceras desiertas estarían atestadas de gente. La ciudad se dedicaría a sus negocios en la ignorancia: sin conocer jamás sus cimientos ni saber a qué debía su vida. Sin dudarlo, Kaufman se postró de rodillas y besó el sucio asfalto con los labios ensangrentados, jurando en silencio eterna lealtad a su causa.
El Palacio de los Placeres acogió esta muestra de adoración sin un comentario.

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