lunes, 5 de diciembre de 2011

El zapato maravilloso, cuento de Marcos Aguinis




Aprieta su carita contra los barrotes fríos del balcón. No consigue pasar la cabeza, pero logra ver el asfalto azul, seis pisos abajo. En el centro de la calle, solo, brilloso, está su zapatito derecho. Lo anduvo buscando en cajones, bajo las camas, en la heladera, en los bolsos de mamá. ¿Cómo fue a parar allí?, no recuerda haberlo arrojado. Tampoco fue su hermanito: tiene apenas cuatro meses y no sale de la cuna. En su casa no hay gatos ni perros, aunque hace tiempo que los pide con lágrimas y sonrisas al inflexible papá (es mamá la que no los quiere; dice que ensucian todo, pero la que ensucia es ella, basta con mirar la cocina).
La punta del zapato enfrenta a los vehículos. Se le arrojan encima con apuro, como bólidos. Pero no lo destruyen. a lo sumo agitan sus cordones como si fueran cabellos.
Ricardito permanece encantado en su atalaya. No hubiera sospechado que el zapato gozara de poderes. Es nuevo, se lo compraron con urgencia antes de su reciente cumpleaños. Venía oyendo repetir a mamá que necesitaba zapatos, pero pasaban los días sin que trajera la anunciada caja. No entendía para qué hablaba tanto del asunto: cuando él deseaba una golosina, le bastaba agenciarse unas monedas y bajar al quiosco. Mamá no tenía más que ir a la zapatería. Es evidente que le gustaba quejarse sin motivo. Antes del cumpleaños corrió como una loca. Y además de cursar las invitaciones y preparar la torta y comprar las bebidas y colgar banderitas e inflar los globos, tuvo que salir a buscar zapatos. Si le hubiera hecho caso a él, los zapatos ya habrían estado en casa mucho antes. ¡Y también destrozados!, replicó ella. Se los trajo a último momento para que lucieran nuevos, no porque le faltara tiempo. ¡Ufa, qué complicada es mamá!
Hermoso el zapatito derecho. Ahora lo ve hermoso. Brilla sobre el asfalto más que su par izquierdo, tranquilo en la caja, indiferente, vulgar. Este zapatito derecho le recuerda al Súper-ratón. Se ríe de las moles que amenazan aplastarlo. No se mueve de su sitio, ni se bambolea con las ráfagas violentas, ni siquiera se molesta en enderezar la punta un poco desviada hacía los edificios de enfrente. Los gigantes braman, rabiosos. Ahora vienen de a cuatro juntos, rozándose los costados. Forman un ejército interminable. El semáforo de la esquina los detiene cada tres minutos. Entonces el valiente zapatito respira en medio de la planicie asfáltica. Como un luchador insigne que no reclama ayuda, sino que espera con regodeo a sus enemigos. Y los enemigos se vuelven a abalanzar en tropel fragoroso. Pero no logran despedazarlo. Este lugar es mío, yo lo conquisté, proclama el pequeño zapato.
Ricardito se quedaría horas gozando su aventura.
Pero mamá lo llama. En ese momento el semáforo frena la jauría. Pronto se repetirá la lucha y el zapatito deberá soportar la arremetida de los monstruos. Su madre sigue llamando. Luz verde: ¡los monstruos arrancan! Hay uno más chico, amarillento, que se mete entre los cuatro. Su rueda izquierda le pasará exactamente por encima. Será inevitable el accidente. Mamá ya profiere gritos. Pasa el amarillento en línea recta. Detrás siguen los otros, blancos, rojos, azules, negros. Aún no puede distinguir la calzada. Es un río de elefantes mecánicos. Más largo que nunca. Su madre le sacude el hombro. El semáforo no cambia de color. Su madre lo quiere arrancar de los barrotes. Ricardito no se suelta. Y profiere una exclamación de júbilo. ¡Está intacto!: sólo le desviaron la puntera. ¡Es el vencedor! Mamá también lo reconoce. Pero no se alegra. Le aplica un tirón de pelos a Ricardito: ¡por qué lo arrojaste a la calle! Está furiosa, no entiende nada. Y corre a buscarlo. En un instante llega al cordón de la vereda. Se la nota impaciente, la nueva correntada de vehículos le impide acercarse, se retuerce los dedos, está segura que lo arruinarán, adiós dinero; la pobre ignora sus poderes mágicos. El semáforo concede un respiro. Entonces lo levanta, lo examina por arriba y por abajo, asombrada, y aparece tras Ricardito con mejor semblante.
Después de comer, mientras ella lava la vajilla y papá lee el diario, Ricardito se esconde con el zapato en el placard. Deja unos centímetros de abertura para que penetre una raya de luz. El placard es muy confortable. El aroma de vestidos, frazadas, sábanas, le resulta embriagador. Apoya sus pies sobre un montículo de blusas y su espalda contra los abrigos colgantes. En la penumbra no hay demasiado orden. Mejor. Acaricia el empeine del zapatito mágico. Lo felicita. No tiene un solo raspón. Aquí, en la punta, deben estar sus ojos invisibles. Con ellos miraba y desafiaba el aluvión de autos. Y de cada uno de los agujeros por donde pasa el cordón emergían sus puñitos de acero, con los que lograba apartar las ruedas asesinas. Contempla sus propios puños y los supone idénticos a los del zapatito. Cuando el auto amarillento se le fue encima, pudo ser que el zapatito se hubiera abierto como una alfombra y después habría recuperado su forma primitiva. Tiene muchas maneras de hacer la guerra. Puede agrandarse de golpe. Agrandarse mucho, mucho, de manera que los monstruos, en lugar de aplastarlo, se encuentren corriendo dentro de su panza, como bichitos insignificantes.
¡Zas!, su hermanito empieza a llorar. Tiene hambre y está aburrido. Iría a consolarlo, pero se lo prohibieron. Le mostraría su zapatito maravilloso. Quizá entienda más que sus padres. Cuando vinieron sus amigos para el cumpleaños, presentó al bebé con orgullo, la mayoría lo contempló de lejos, con cierto temor; algunos apoyaron sus manos en el borde de la cuna preguntando cómo se llama, qué come, si habla y otras tonterías; y hubo también uno bastante atrevido que le acercó el dedo a la boca. El hermanito se divertía, pero mamá, para que no molestara, lo encerró en el dormitorio. El pobre se perdió el espectáculo de títeres además de la torta con velitas.
El bebé pesa más que el zapato. Pero Ricardito lo puede sacar de la cuna y volverlo a poner. No obstante, cada vez que lo intenta, mamá y papá vienen corriendo con la mano en el corazón. Una vez, sin embargo, casi se le cayó a mamá del cambiador blanco y Ricardito ni la retó, ni le tiró de las mechas, ni le prohibió que lo siguiera cambiando. Tampoco lo dejan darle el biberón: dicen que se ahoga. No obstante, también se ahoga cuando lo sostiene papá y ni hablar cuando es la vecina del octavo piso.
Se acordaron del pequeño prisionero durante la fiesta del cumpleaños cuando papá tuvo listo el aparato de fotos. Le mojaron la boca con agua azucarada, lo movieron de aquí para allá y por último consiguieron tranquilizarlo con un chupete embebido en miel. Pero papá se empeñaba en sacarle una instantánea sin chupete. No había caso: o el chupete o los berridos.
—Está bien —terminó por rendirse—: encajale el tapón y que se calle. —Ricardito pidió una foto teniéndolo en brazos, sin éxito. Recluyeron de nuevo al bebé en el dormitorio.
Terminaba la fiesta. Quedaban cinco chicos. Papá y mamá acompañaron a los padres de Miguel —que habían venido a buscarlo— hasta la calle. Se entretuvieron contándose las peripecias del último veraneo. Al regresar, en el ascensor coincidieron sobre el éxito de la fiestita: concurrieron muchos niños y les costó bastante poco; lo más caro fue la animadora, que accedió a cobrarles la mitad por ser amiga de tía Justa. Se sentían cansados y con ganas de dormir. Pronto vendrían a buscar a los niños restantes.
De súbito les chocó el extraño silencio. Los cinco chicos permanecían alineados en el living, de frente al largo sofá. Estallaron risas y aplausos cuando apareció el títere, detrás del respaldo que servía de referencia escénica. Mamá casi se desmayó. Ricardito movía el títere para arriba y para abajo, izquierda y derecha. La redonda cabecita del muñeco sonreía con inédita felicidad. Y parecía hablarle a la audiencia. Sus ojitos brillaban. Sus bracitos algo flexionados y rígidos parecían dispuestos a cumplir con las amenazas que profería la voz en falsete. Papá se abalanzó hacia el sofá, tropezó con varios cuerpos y se lo arrancó a Ricardito. El muñeco, tras un instante de perplejidad, se asustó y rompió a llorar. La madre, aún pálida, se apresuró a meterle el chupete y, recibiéndolo de papá, lo estrechó contra su pecho con exageradas e inoportunas muestras de cariño. Encima de arruinarle la actuación, lo hacían aparecer como un supermimado, pensó Ricardito. Papá le dio un manotazo por su temeraria iniciativa y Ricardito tuvo que alejarse corriendo. Desde entonces ya no le permiten jugar en ningún momento y bajo ninguna forma con su hermano.
Pero ahora tiene un zapato maravilloso. En cuanto mamá se distraiga en el lavadero, sentará al bebé sobre el brillante empeine. El zapato entonces crecerá hasta convertirse en un bote. Y saldrá volando. ¡Qué contento se sentirá el pobre, que se la pasa encerrado en su cuna celeste! Verá los techos, y la parte superior de los árboles. Se cruzará con algunos pájaros. Desde arriba todo es distinto. Lo comprobó en el Italpark, cuando lo llevaron a dar una vuelta en la rueda gigante. Al principio tuvo miedo y se agarró tan fuerte de la baranda que sus nudillos se pusieron blancos como la miga, pero a la segunda vuelta ya se soltó y pudo regocijarse con el colorido mundo que pululaba a sus pies. Su hermanito se lo agradecerá cuando pueda hablar.
En este momento lo están llamando a gritos otra vez. Insisten que se bañe todas las noches. Pero a Ricardito no le gusta el primer contacto con el agua. Es cierto que después se acostumbra y se divierte, y tarda en salir. Entonces protestan porque se baña demasiado. Una vez armaron un escándalo porque se bañaba a oscuras. Como si el agua necesitara de la luz para limpiar la mugre. Simplemente se había olvidado de encenderla, o no tuvo ganas de hacerlo, y como la bañera ya tenía suficiente agua, cerró la puerta y se zambulló. Estaba encantado. Chapoteaba que daba gusto. Se sentía en un lago. No divisaba la costa. Algunas gotas prendían lucecitas. Así debía de ser el mar. Nadando un poco llegaría a la isla donde crecen bananas silvestres. Le pareció distinguir una montaña. Nadaba y cantaba. Algunos peces dibujaban anillos alrededor de sus piernas y brazos. Le faltaba poco para llegar. Ya tocaba la arena del fondo. Qué delicia... En eso estalló un fogonazo que lo dejó ciego. Espantó al lago, los peces brillantes y la isla. Un toallón cayó sobre su cuerpo y mamá lo arrancó de la bañera con reproches sin sentido.
Nuevo conflicto: su madre no acepta que duerma con el zapato mágico. Si fueras mujer, explica, tendrías una muñeca, pero ¡un zapato sobre la almohada!... Papá propone cambiarlo por el astronauta, soñarás con un lindo viaje; el zapato es sucio, nadie duerme con un zapato al lado de la cara. Ricardito no cede: aprieta con energía el pequeño objeto. La madre suspira: veo que te has arrepentido, casi lo perdés; no se te ocurra tirarlo de nuevo por el balcón. Ricardito piensa que no vale la pena insistir que él no lo tiró, que no es un zapato vulgar sino maravilloso, y lo acomoda en el suelo, junto a la cama. Sus padres se alejan gratificados y tan ignorantes como vinieron.
Después de varios días consigue llevar a cabo su audaz plan aéreo. Mamá lo controla como nunca; y cuando ella sale, baja la insoportable vecina del octavo. Su hermanito no da más de aburrimiento: come, duerme y llora. Con el llanto le dice a Ricardito que se apure, por favor, para hacerlo volar en el zapato maravilloso por sobre las terrazas y los árboles.
Se presenta la ansiada ocasión. Mamá tiende ropa en la azotea aprovechando la espléndida mañana. La vecina del octavo está enferma; enhorabuena. Corre al dormitorio y saca a su hermanito de la cuna. Pesa más que la última vez. No importa. Lo acuesta sobre el zapato mágico. Pero algo lo asusta y empieza a llorar. Cuando aparece la madre ha conseguido, felizmente, depositarlo en su sitio y simula ofrecerle el chupete. Ricardito piensa que el bebé tiene razón: el zapato no puede transformarse en bote dentro del cuarto y salir volando por la estrecha ventana. Sus grandiosos poderes se manifiestan al aire libre, en plena calle, sobre la hermosa cancha de asfalto. Allí colocará la maravilla y a su hermanito encima. Los autos se asombrarán cuando se convierta en bote y, más aún, cuando alce vuelo como una nave espacial en el mismo instante en que el semáforo marque verde.
Introduce el objeto prodigioso en su bolsillo para conservar las manos libres. Carga a su hermanito y llama el ascensor. No llora, sus ojitos redondos tienen el mismo júbilo que cuando actuaba de títere para sus cinco amigos. Seguramente imagina su fabuloso viaje entre los gorriones.
Ningún enemigo cierra el paso, mamá volvió al lavadero.
Llegan a la vereda. El semáforo detiene a los monstruos rugientes. Hay que proceder rápido. Se lanza al medio de la calle, descarga el bebé, acomoda el zapato, sube al bebé sobre el zapato. Pronto se transformará en amplio bote y navegará por el aire. Desde el balcón podrá contemplar el espectáculo. Ya no verá la solitaria y breve rayita de cuero, sino el bulto lechoso de su hermanito que empieza a ser rodeado por las confortables paredes del bote volador.
El semáforo suprime el freno y los monstruos arrancan como bólidos. En la primera línea son cuatro. Su zapatito se transformará a tiempo, le alcanzan los poderes para actuar de manera fulminante. Y, ante el desconcierto general, iniciará su elevación. Pero no lo hace aún... Las moles se aproximan a la carrera. Braman con rabia. Aunque se lo propusieran, ya no podrían frenar. Ricardito confía en su zapato. Sabe que se reserva el efecto espectacular para el último instante. Como en la tele. Se ensanchará de golpe; en el preciso momento en que las ruedas se abalancen sobre su hermanito dará un brinco a las alturas. Entonces el torrente mecánico y violento pasará sobre la calle limpia de obstáculos.
Ya tocan a su hermanito. ¡Ahora o nunca!... Los autos negros y rojos y azules siguen corriendo con pareja velocidad. Lanzan gases, los neumáticos queman. El suelo es arrasado por las llamaradas.
Otra vez cambia la luz del semáforo. La calle se vacía. No hay rastros del zapatito mágico ni del bebé. Mira hacia arriba y descubre el luminoso bote sobrevolando majestuosamente la ciudad. Se queda embelesado, por horas, observando la maravilla.
Esa noche, cuando le ordenan que se vaya a dar el baño, tiene ganas de contar el prodigio. Papá lee el diario y aguarda la cena. Mamá está concentrada en preparar el biberón de su hermanito y, por esmero que ponga en explicarle los poderes de su zapato y la aventura que desarrolló esa misma tarde, nada entendería de estas cosas.

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