jueves, 16 de noviembre de 2017

Dirección equivocada de Julio Ramón Ribeyro


          Ramón abandonó la oficina con el expediente bajo el brazo y se dirigió a la avenida Abancay. Mientras esperaba el ómnibus que lo conduciría a Lince, se entretuvo contemplando la demolición de las viejas casas de Lima. No pasaba un día sin que cayera un solar de la colonia, un balcón de madera tallada o simplemente una de esas apacibles quintas republicanas, donde antaño se fraguó más de una revolución. Por todo sitio se levantaban altivos edificios impersonales, iguales a los que había en cien ciudades del mundo. Lima, la adorable Lima de adobe y de madera, se iba convirtiendo en una especie de cuartel de concreto armado. La poca poesía que quedaba se había refugiado en las plazoletas abandonadas, en una que otra iglesia y en la veintena de casonas principescas, donde viejas familias languidecían entre pergaminos y amarillentos daguerrotipos.
          Estas reflexiones no tenían nada que ver evidentemente con el oficio de Ramón: detector de deudores contumaces. Su jefe, esa misma mañana, le había ordenado hacer una pesquisa minuciosa por Lince para encontrar a Fausto López, cliente nefasto que debía a la firma cuatro mil soles en tinta y papel de imprenta.
          Cuando el ómnibus lo desembarcó en Lince, Ramón se sintió deprimido, como cada vez que recorría esos barrios populares sin historia, nacidos hace veinte años por el arte de alguna especulación, muertos luego de haber llenado algunos bolsillos ministeriales, pobremente enterrados entre la gran urbe y los lujosos balnearios del Sur. Se veían chatas casitas de un piso, calzadas de tierra, pistas polvorientas, rectas calles brumosas donde no crecía un árbol, una yerba. La vida en esos barrios palpitaba un poco en las esquinas, en el interior de las pulperías, traficadas por caseros y borrachines.
          Consultando su expediente, Ramón se dirigió a una casa de vecindad y recorrió su largo corredor perforado de puertas y ventanas, hasta una de las últimas viviendas.
          Varios minutos estuvo aporreando la puerta. Por fin se abrió y un hombre somnoliento, con una camiseta agujereada, asomó el torso.
          -¿Aquí vive el señor Fausto López?
          -No. Aquí vivo yo, Juan Limayta, plomero.
          -En estas facturas figura esta dirección -alegó Ramón, alargando su expediente.
          -¿Y a mí qué? Aquí vivo yo. Pregunte por otro lado -y tiró la puerta.
          Ramón salió a la calle. Recorrió aún otras casas, preguntando al azar. Nadie parecía conocer a Fausto López. Tanta ignorancia hacía pensar a Ramón en una vasta conspiración distrital destinada a ocultar a uno de sus vecinos. Tan sólo un hombre pareció recurrir a su memoria.
          -¿Fausto López? Vivía por aquí pero hace tiempo que no lo veo. Me parece que se ha muerto.
          Desalentado, Ramón penetró en una pulpería para beber un refresco. Acodado en el mostrador, cerca del pestilente urinario, tomó despaciosamente una coca-cola. Cuando se disponía a regresar derrotado a la oficina, vio entrar en la pulpería a un chiquillo que tenía en la mano unos programas de cine. La asociación fue instantánea. En el acto lo abordó.
          -¿De dónde has sacado esos programas?
          -De mi casa, ¡de dónde va a ser?
          -¿Tu papá tiene una imprenta?
          -Sí.
          -¿Cómo se llama tu papá?
          -Fausto López.
          Ramón suspiró aliviado.
          -Vamos allí. Necesito hablar con él.
          En el camino conversaron. Ramón se enteró que Fausto López tenía una imprenta de mano, que se había mudado hacía unos meses a pocas calles de distancia y que vivía de imprimir programas para los cines del barrio.
          -¿Te pagan algo por repartir los programas?
          -¿Mi papá? !Ni un taco! Los dueños de los cines me dejan entrar gratis a los seriales.
          En los barrios pobres también hay categorías. Ramón tuvo la evidencia de estar hollando el suburbio de un suburbio. Ya los pequeños ranchos habían desaparecido. Sólo se veían callejones, altos muros de corralón con su gran puerta de madera. Menguaron los postes del alumbrado y surgieron las primeras acequias, plagadas de inmundicias.
          Cerca de los rieles el muchacho se detuvo.
          -Aquí es -dijo, señalando un pasaje sombrío -. La tercera puerta. Yo me voy porque tengo que repartir todo esto por la avenida Arenales.
          Ramón dejó partir al muchacho y quedó un momento indeciso. Algunos chicos se divertían tirando piedras en la acequia. Un hombre salió, silbando, del pasaje y echó en sus aguas el contenido dudoso de una bacinica.
          Ramón penetró hasta la tercera puerta y la golpeó varias veces con los puños. Mientras esperaba, recordó las recomendaciones de su jefe: nada de amenazas, cortesía señorial, espíritu de conciliación, confianza contagiosa. Todo esto para no intimidar al deudor, regresar con la dirección exacta y poder iniciar el juicio y el embargo.
          La puerta no se abrió pero, en cambio, una ventana de madera, pequeña como el marco de un retrato, dejó al descubierto un rostro de mujer. Ramón, desprevenido, se vio tan súbitamente frente a esta aparición, que apenas tuvo tiempo de ocultar el expediente a sus espaldas.
          -¿Qué cosa quiere? ¿Qué hay? -preguntaba insistentemente la mujer.
          Ramón no desprendió los ojos de aquel rostro. Algo lo fascinaba en él. Quizá el hecho de estar enmarcado en la ventanilla, como si se tratara de la cabeza de una guillotina.
          -¿Qué quiere usted? -proseguía la mujer-. ¿A quién busca?
          Ramón titubeó. Los ojos de la mujer no lo abandonaban. Estaba tan cerca de los suyos que Ramón, por primera vez, se vio introducido en el mundo secreto de una persona extraña, contra su voluntad, como si por negligencia hubiera abierto una carta dirigida a otra persona.
          -¡Mi marido no está! -insistía la mujer-. Se ha ido de viaje, regrese otro día, se lo ruego...
          Los ojos seguían clavados en los ojos. Ramón seguía explorando ese mundo inespacial, presa de una súbita curiosidad pero no como quien contempla los objetos que están detrás de una vidriera sino como quien trata de reconstruir la leyenda que se oculta detrás de una fecha. Solamente cuando la mujer continuó sus protestas, con voz cada vez más desfalleciente, Ramón se dio cuenta que ese mundo estaba desierto, que no guardaba otra cosa que una duración dolorosa, una historia marcada por el terror.
          -Soy vendedor de radios -dijo rápidamente-. ¿No quiere comprar uno? Los dejamos muy baratos, a plazos.
          -¡No, no, radios no, ya tenemos, nada de radios! -suspiró la mujer y, casi asfixiada, tiró violentamente el postigo.
          Ramón quedó un momento delante de la puerta. Sentía un insoportable dolor de cabeza. Colocando su expediente bajo el brazo, abandonó el pasaje y se echó a caminar por Lince, buscando un taxi. Cuando llegó a una esquina, cogió el catapacio, lo contempló un momento y debajo del nombre de Fausto López escribió: "Dirección equivocada". Al hacerlo, sin embargo, tuvo la sospecha de que no procedía así por justicia, ni siquiera por esa virtud sospechosa que se llama caridad, sino simplemente porque aquella mujer era un poco bonita.








miércoles, 1 de noviembre de 2017

No hay camino al paraíso de Charles Bukowsky


Yo estaba sentado en un bar de la avenida Western. Era alrededor de medianoche y me encontraba en mi habitual estado de confusión. Quiero decir, bueno, ya sabes, nada funciona bien: las mujeres, el trabajo, el ocio el tiempo, los perros... Finalmente sólo puedes ir y sentarte atontado, totalmente noqueado, y esperar; como si estuvieses en una parada de autobús aguardando la muerte.
Bueno, pues yo estaba allí sentado y aquí entra una con el pelo largo y moreno, un bello cuerpo y tristes ojos marrones. Yo no di la vuelta para mirarla, seguí con mi vaso. La ignoré incluso cuando vino y se sentó a mi lado a pesar de que todos los demás asientos estaban vacíos. De hecho, éramos las únicas personas que había en el bar sin contar al encargado. Pidió un vino seco. Entonces me preguntó lo que estaba bebiendo.
-Escocés con agua -contesté.
-Y sírvale al señor un escocés con agua -le dijo al cantinero.
Bueno, esto no era muy normal.
Abrió su bolso, cogió una pequeña jaula, sacó de ella unos hombrecitos y los puso sobre la barra. Tenían alrededor de diez centímetros de altura, estaban apropiadamente vestidos y parecían tener vida. Eran cuatro: dos mujeres y dos hombres.
-Ahora los hacen así -dijo ella-. Son muy caros. Me costaron cerca de 2000 dólares cada uno cuando los compré. Ahora ya valen cerca de 2400. No conozco el proceso de fabricación pero probablemente sea ilegal.
Estaban paseando sobre la barra. De repente, uno de los hombrecitos abofeteó a una de las pequeñas mujeres.
-¡Tú, perra! -dijo-. No quiero saber nada más de ti.
-¡No, George, no puedes hacerme esto! -gritaba ella llorando-. ¡Yo te amo! ¡Me mataré! ¡Te necesito!
-No me importa -dijo el hombrecito, y sacó un minúsculo cigarrillo, encendiéndolo con gesto altivo-. Tengo derecho a hacer lo que me dé la gana.
-Si tú no la quieres -dijo el otro hombrecito- yo me quedo con ella, la amo.
-Pero yo no te quiero a ti, Marty. Yo estoy enamorada de George.
-Pero él es un cabrón, Anna, un verdadero cabronazo.
-Lo sé, pero lo amo de todos modos.
Entonces el pequeño cabrón se fue hacia la otra mujercita y la besó.
-Creo que se me está formando un triángulo -dijo la señorita que me había invitado al whisky–. Te los presentaré. Ese es Marty, y George, y Anna y Ruthie. George va de bajada, se lo hace bien. Marty es una especie de cabeza cuadrada.
-¿No es triste mirar todo esto? Eh... ¿Cómo te llamas?
-Dawn. Un nombre horrible, pero eso es lo que a veces les hacen las madres a sus hijos.
-Yo soy Hank. ¿Pero no es triste...?
-No, no es triste mirar todo esto. Yo no he tenido mucha suerte con mis propios amores, una suerte horrible, a decir verdad.
-Todos tenemos una suerte horrible.
-Supongo que sí. De todos modos, me compré estos hombrecitos y ahora me entretengo mirándolos, es como no tener ninguno de los problemas, pero tenerlo todo presente. Lo malo es que me pongo terriblemente caliente cuando empiezan a hacer el amor. Es la parte más difícil para mí.
-¿Son sexys?
-¡Muy, muy sexys! ¡Dios, me ponen de verdad caliente!
-¿Por qué no los pones a que lo hagan? Quiero decir, ahora mismo. Podremos mirarlos juntos.
-Oh, no se pueden manejar, tienen que ponerse a hacerlo por su cuenta.
-¿Y lo hacen a menudo?
-Oh, son bastante buenos. Lo hacen cerca de cuatro o cinco veces por semana.
Mientras tanto, ellos paseaban por la barra.
-Escucha -decía Marty-, dame una oportunidad. Sólo dame una oportunidad, Anna...
-No -decía la pequeña Anna-, mi amor pertenece a George. No puede ser de otra manera.
George estaba besando a Ruthie, acariciando sus pechos. Ruthie estaba empezando a calentarse.
-Ruthie está empezando a calentarse -le dije a Dawn.
-Sí que lo está. Está empezando de verdad.
Yo también me estaba excitando. Abracé a Dawn y la besé.
-Mira -dijo ella-, no me gusta que hagan el amor en público. Me los voy a llevar a casa y que lo hagan allí.
-Pero entonces no podré verlo.
-Bueno, sólo tienes que venir conmigo y podrás.
-De acuerdo -dije- vámonos.
Acabé mi bebida y salimos juntos. Ella llevaba a los hombrecitos metidos en la jaula. Subimos al coche y los pusimos entre nosotros en el asiento delantero. Miré a Dawn. Era realmente joven y bella. Parecía también inteligente. ¿Cómo podía haber fracasado con los hombres? Bueno, había tantos modos de fracasar unas relaciones... Los hombrecitos le habían costado 8000 dólares. Todo eso sólo para alejarse de las relaciones sexuales sin alejarse de ellas. Su casa estaba cerca de las colinas, un sitio agradable. Salimos del coche y fuimos hacia la puerta. Yo llevaba a la gentecilla en la jaula mientras Dawn abría la puerta.
-Estuve oyendo a Randy Newman la semana pasada en el Trobador. ¿Verdad que es grande? -me preguntó.
-Sí que lo es -contesté.
Entramos y Dawn abrió la jaula y los sacó y los puso sobre la mesita de café. Entonces se metió en la cocina y abrió el refrigerador y sacó una botella de vino. La trajo en compañía de dos copas.
-Perdona -dijo- pero pareces un poco chiflado. ¿En qué trabajas?
-Soy escritor.
-¿Y vas a escribir algo acerca de esto?
-Nunca se lo creerá nadie, pero lo escribiré.
-Mira -dijo Dawn- George le ha quitado las bragas a Ruthie. Le está metiendo el dedo. ¿Un poco de hielo?
-Sí, ya lo veo. No, no quiero hielo. El tipo va bien derecho.
-No sé -dijo Dawn-, pero de verdad que me excita mirarlos. Quizás es porque son tan pequeños. Realmente me calientan.
-Entiendo lo que quieres decir.
-Mira, George la está tumbando, se lo va a hacer.
-Sí, allá van.
-¡Míralos!
-¡Dios o la puta!
Abracé a Dawn. Comenzamos a besarnos. Cuando parábamos, sus ojos pasaban de mirarme a mí a mirar a los hombrecitos fornicando, y luego volvía a mirarme de nuevo a los ojos. Yo seguía siempre su mirada.
El pequeño Marty y la pequeña Anna también estaban mirando.
-Mira -decía Marty-, ellos lo están haciendo. Nosotros deberíamos hacerlo también. Incluso las personas grandes van a hacerlo. ¡Míralos!
-¿Oíste eso? -le pregunté a Dawn-. Ellos dicen que vamos a hacerlo, ¿es verdad eso?
-Espero que sea verdad -dijo Dawn.
La tumbé sobre el sofá y le subí la falda por encima de los muslos. La besé a lo largo del cuello.
-Te amo -dije.
-¿De verdad? ¿De verdad?
-Sí, de alguna manera, sí...
-De acuerdo -dijo la pequeña Anna al pequeño Marty- podemos hacerlo nosotros también, pero que quede claro que yo no te quiero.
Se abrazaron en medio de la mesita de café. Yo le había quitado ya a Dawn las bragas. Dawn gemía. La pequeña Ruthie gemía. Marty se la metió por fin a la pequeña Anna. Estaba pasando en todas partes. Me pareció como si toda la gente del mundo estuviese haciéndolo. Entonces me olvidé de toda la otra gente del mundo. Nos fuimos al dormitorio y allí se la metí a Dawn en una larga y tranquila cabalgada...
Cuando ella salió del baño yo estaba leyendo una estúpida historia en el Playboy.
-Estuvo tan bien -dijo.
-Fue un placer -contesté.
Se volvió a meter en la cama conmigo. Dejé la revista.
-¿Crees que nos lo podemos hacer juntos? -me preguntó.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que si tú crees que podemos seguir así, juntos, durante algún tiempo.
-No sé. Las cosas ocurren. El principio siempre es lo más fácil.
Entonces escuchamos un grito proveniente de la salita. «Oh oh», dijo Dawn. Se levantó y salió corriendo de la habitación. Yo la seguí.
Cuando llegué, ella estaba sosteniendo a George en sus manos.
-¡Oh, Dios mío!
-Qué ha pasado?
-Anna se lo hizo.
-¿Qué le hizo?
-¡Le cortó las pelotas! ¡George es un eunuco!
-¡Uau!
-¡Tráeme algo de papel higiénico, rápido! ¡Se está desangrando!
-Ese hijo de puta -decía la pequeña Anna desde la mesita de café- si yo no puedo tener a George, nadie lo tendrá.
-¡Ahora las dos me pertenecen! -dijo Marty.
-Ah no, tienes que elegir una de nosotras -dijo Anna.
-¿A cuál prefieres? -preguntó Ruthie.
-Yo las amo a las dos -dijo Marty.
-Ha parado de sangrar -dijo Dawn -se está quedando frío.
Envolvió a George en un pañuelo y lo puso sobre el mantel.
-Quiero decir -dijo Dawn- que si tú crees que lo nuestro no va a funcionar, no quiero seguir por más tiempo.
-Creo que te amo, Dawn -dije.
-Mira -dijo ella-. ¡Marty está abrazando a Ruthie!
-¿Crees que van a hacerlo?
-No sé. Parecen excitados.
Dawn cogió a Anna y la metió en la pequeña jaula.
-¡Déjenme salir! ¡Los mataré a los dos! ¡Déjenme salir! -gritaba.
George gimió desde el interior del pañuelo sobre el mantel. Marty le había quitado las bragas a Ruthie. Yo me atraje a Dawn. Era joven, bella e inteligente. Podía volver a estar enamorado. Era posible. Nos besamos. Me sumergí en sus grandes ojos marrones. Entonces me levanté y eché a correr. Sabía dónde estaba. Una cucaracha y un águila hacían el amor. El tiempo era un bobo con un banjo. Seguía corriendo. Su larga cabellera me caía por la cara.
-¡Mataré a todo el mundo! -gritaba la pequeña Anna. Se agitaba sacudiendo su jaula de alambre a las tres de la madrugada.


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