domingo, 19 de julio de 2015

La casa vacía de Algernon Blackwood

Ilustración de Santiago Carusso

Ciertas casas, al igual que ciertas personas, se las arreglan para revelar en seguida su carácter maligno. En el caso de las segundas, no hace falta que las delate ningún rasgo especial: pueden mostrar un rostro franco y una sonrisa ingenua; y no obstante, unos momentos en su compañía le dejan a uno la firme convicción de que hay algo radicalmente malo en ellas: de que son malas. Sin querer o no, parecen difundir una atmósfera de secretos y malignos pensamientos que hace que los de su entorno inmediato se retraigan como ante un enfermo. 

Este mismo principio es válido, quizá, para las casas; y el aroma de las malas acciones perpetradas bajo un determinado techo —mucho después de haber desaparecido quienes las cometieron— pone la carne de gallina y los pelos de punta. Algo de la pasión original del malhechor, y del horror experimentado por su víctima, llega al corazón del desprevenido visitante, que nota de pronto un hormigueo en los nervios, y que se le eriza el pelo y se le hiela la sangre. Se sobrecoge sin una causa aparente.

Nada había en el aspecto exterior de esta casa particular que apoyase los rumores sobre el horror que imperaba dentro. No era solitaria ni destartalada. Se hallaba arrinconada en un ángulo de la plaza, y era exactamente igual que sus vecinas: con el mismo número de ventanas, idéntico balcón dominando los jardines, e idéntica escalinata blanca hasta la oscura y pesada puerta de la entrada; en la parte de atrás tenía el mismo cuadro de césped con bordes de boj, que iba de la tapia de separación de una de las casas adyacentes a la de la otra. Por supuesto, su tejado tenía también el mismo número de chimeneas, y la misma anchura y ángulo de aleros; incluso las sucias verjas eran igual de altas que las demás.  Sin embargo, esta casa de la plaza, igual en apariencia a los cincuenta feos edificios que tenía a su alrededor, era en realidad muy distinta, espantosamente distinta.

Es imposible decir dónde residía esta acusada e invisible diferencia. No puede atribuirse enteramente a la imaginación; porque las personas que, ignorantes de lo ocurrido, visitaron unos momentos su interior habían declarado después que algunas de sus habitaciones eran tan desagradables que preferían morir a volver a entrar en ellas, y que el ambiente del edificio les producía auténtico pavor; entretanto, los sucesivos inquilinos que habían intentado habitarla y tuvieron que abandonarla a toda prisa provocaron poco menos que un escándalo en el pueblo.

Cuando Shorthouse llegó para pasar el fin de semana con su tía Julia —en la casita que ésta tenía junto al mar al otro extremo del pueblo—, la encontró rebosante de misterio y excitación. Shorthouse había recibido su telegrama esa misma mañana, y había emprendido el viaje convencido de que iba a ser un aburrimiento; pero en el instante en que le cogió la mano y besó su mejilla de manzana arrugada percibió el primer indicio de su estado electrizado. Su impresión aumentó al saber que no tenía más visitas, y que le había telegrafiado por un motivo muy especial.

Había algo en el aire; «algo» que sin duda iba a dar fruto. Porque esta vieja solterona, con su afición a las investigaciones metapsíquicas, tenía talento y fuerza de voluntad, y, de una manera o de otra, se las arreglaba normalmente para llevar a término sus propósitos. 

Hizo su revelación poco después del té, mientras caminaba despacio junto a él, por el paseo marítimo, en el crepúsculo.

—Tengo las llaves —anunció con voz embargada aunque medio sobrecogida—. ¡Me las han dejado hasta el lunes!

—¿Las de la caseta de baño, o…? —preguntó él con candor, desviando la mirada del mar al pueblo.

Nada la hacía ir más deprisa al grano que aparentar estupidez.

—No —susurró—. Son las de la casa de la plaza… Voy a ir allí esta noche.

Shorthouse sintió que le recorría la espalda un levísimo temblor. Abandonó su tonillo burlón. Algo en la voz y actitud de su tía le produjo un estremecimiento. Hablaba en serio.

—Pero no puedes ir sola… —empezó.

—Por eso te he telegrafiado —dijo con decisión.

Se volvió a mirarla. Su rostro, feo, arrugado, enigmático, rebosaba de excitación. El rubor del sincero entusiasmo producía una especie de halo a su alrededor. Le brillaban los ojos. Notó en ella otra oleada de emoción acompañada de un segundo estremecimiento, esta vez más acusado.

—Gracias, tía Julia —dijo cortésmente—. Te lo agradezco muchísimo.

—No sería capaz de ir sola —prosiguió, alzando la voz—; pero contigo disfrutaré lo indecible. Tú no te asustas de nada, lo sé.

—Muchas gracias, de verdad —repitió él—. ¿Es que… es que puede pasar algo?

—Ha pasado, y mucho —susurró ella—; aunque han sabido silenciarlo con mucha habilidad. En los últimos meses ha habido tres que la han querido alquilar y se han tenido que ir; y dicen que no podrán ocuparla nunca más.

A pesar de sí mismo, Shorthouse se sintió interesado. Su tía hablaba muy seria.

—La casa es muy vieja, desde luego —continuó ella—; y la historia, de lo más desagradable, data de hace mucho tiempo. Se trata de un asesinato que cometió por celos un mozo de cuadra que tenía un lío con una criada de la casa. Una noche se escondió en la bodega, y cuando estaban todos dormidos, subió sigilosamente a los aposentos de la servidumbre, sacó a la muchacha al rellano y, antes de que nadie pudiese ayudarla, la arrojó por encima de la barandilla, al recibimiento.

—¿Y el mozo…?

—Le detuvieron, creo, y le ahorcaron por asesino; pero todo eso ocurrió hace un siglo, y no he podido saber más detalles del suceso.

A Shorthouse se le había despertado del todo el interés. Pero, aunque no se inquietaba especialmente por lo que a él se refería, vacilaba un poco por su tía.

—Con una condición —dijo por fin.

—Nada me va a impedir que vaya —dijo ella con firmeza—; pero no tengo inconveniente en escuchar tu condición.

—Que me garantices que podrías conservar la serenidad, si ocurriese algo realmente horrible. O sea… que me asegures que no te vas a asustar demasiado.

—Jim —dijo ella con desdén—, sabes que no soy joven, ni lo son mis nervios; ¡pero contigo no le tendría miedo a nada en el mundo!

Esto, como es natural, zanjó la cuestión, porque Shorthouse no tenía otras aspiraciones que las de ser un joven normal y corriente; y cuando apelaban a su vanidad no era capaz de resistirse. Accedió a ir. Instintivamente, a modo de preparación subconsciente, mantuvo en forma sus fuerzas y a sí mismo toda la tarde, obligándose a hacer acopio de autocontrol mediante un indefinible proceso interior por el que fue vaciando gradualmente todas sus emociones abriendo el grifo de cada una… proceso difícil de describir, pero asombrosamente eficaz, como sabe todo el que ha sufrido las rigurosas pruebas del hombre encerrado en sí mismo. Más tarde, le fue de mucha utilidad.

Pero hasta las diez y media, en que se detuvieron en el recibimiento a la luz de las lámparas acogedoras y envueltos aún por los tranquilizadores influjos humanos, no necesitó echar mano de esta reserva de fuerzas acumuladas. Porque, una vez que cerraron la puerta, y vio la calle desierta y silenciosa que se extendía ante ellos, blanca a la luz de la luna, se dio cuenta claramente de que la verdadera prueba de esta noche sería hacer frente a dos miedos en vez de uno. Tendría que soportar el miedo de su tía y el suyo. Y al observar su semblante de esfinge, y comprender que no tendría una expresión agradable en un acceso de verdadero terror, pensó que sólo una cosa le consolaba en toda esta aventura: su confianza en que su propia voluntad y fuerza resistirían cualquier sobresalto.

Recorrieron lentamente las calles vacías del pueblo; la luna brillante del otoño plateaba los tejados, proyectando densas sombras; no se movía el más leve soplo de brisa, y los árboles del parque solemne del paseo marítimo les observaron en silencio al pasar.

Shorthouse no contestaba a los comentarios que su tía hacía de vez en cuando: se daba cuenta de que la anciana se estaba rodeando simplemente de parachoques mentales: hablaba de cosas ordinarias para evitar pensar en cosas extraordinarias. Veían alguna ventana con luz, y de alguna que otra chimenea salía humo o chispas. Shorthouse había empezado ya a fijarse en todo, incluso en los más pequeños detalles. Poco después se detuvieron en la esquina y miraron el nombre de la calle en el lado donde daba la luna; y de común acuerdo, pero sin decir nada, entraron en la plaza en dirección a la parte que quedaba en la sombra.

—La casa es el trece —oyó Shorthouse; ni uno ni otro hicieron el menor comentario sobre las evidentes connotaciones: cruzaron la ancha franja de luz lunar y echaron a andar por el enlosado en silencio.

A mitad de la plaza notó Shorthouse que un brazo se deslizaba discreta pero significativamente por debajo del suyo; comprendió entonces que la aventura había empezado de verdad, y que su compañera estaba ya cediendo terreno, de manera imperceptible, a los influjos contrarios. Necesitaba apoyo.

Minutos después se detuvieron ante una casa alta y estrecha que se alzaba ante ellos en la oscuridad, fea de forma y pintada de un blanco sucio. Unas ventanas sin postigo ni persiana les miraron desde arriba, brillando aquí y allá con el reflejo de la luna. La lluvia y el tiempo habían dejado rayas y grietas en la pared y la pintura, y el balcón sobresalía un poco anormalmente del primer piso. Pero salvo este aspecto general de abandono, propio de una casa deshabitada, nada había a primera vista que delatase el carácter maligno que esta mansión había adquirido.

Tras mirar por encima del hombro para cerciorarse de que nadie les había seguido, subieron la escalinata y se detuvieron ante la enorme puerta negra que les cerraba el paso, imponente. Pero
ahora les invadió la primera oleada de nerviosismo, y Shorthouse hurgó largo rato con la llave antes de conseguir meterla en la cerradura. Por un instante, a decir verdad, los dos abrigaron la esperanza de que no se abriese, presa ambos de diversas emociones desagradables, allí de pie, en el umbral de su espectral aventura. Shorthouse, que manipulaba la llave estorbado por el peso firme sobre su brazo, se daba cuenta de la solemnidad del momento.

Era como si el mundo entero —porque en ese instante parecía como si toda la experiencia se concentrase en su propia conciencia— escuchara el arañar de esta llave. Un extraviado soplo de aire bajó por la calle desierta, despertando un rumor efímero en los árboles, detrás de ellos; por lo demás, el ruido de la llave era lo único que se oía; y finalmente giró en la cerradura, se abrió pesadamente la puerta, y reveló el abismo de tinieblas del interior.

Tras una última mirada a la plaza iluminada por la luna, entraron deprisa, y la puerta se cerró tras ellos con un golpe que resonó prodigiosamente en los pasillos y habitaciones vacías. Pero con los ecos se hizo audible otro ruido, y tía Julia se agarró súbitamente a él con tal fuerza que tuvo que dar un paso atrás para no caerse.

Un hombre había tosido a su lado; tan cerca que parecía que había sido junto a él, en la oscuridad.

Pensando que podía tratarse de alguna broma, Shorthouse hizo girar su pesado bastón en dirección al ruido; pero no tropezó con nada más sólido que el aire. Oyó a su tía proferir una pequeña exclamación.

—Aquí hay alguien —susurró—; le he oído.

—Tranquilízate —dijo él con resolución—. Sólo ha sido el ruido de la puerta de la calle.

—¡Oh!, enciende una luz… pronto —añadió ella, mientras su sobrino, manipulando la caja de cerillas, la abría del revés, y se le caían todas en el piso de piedra con leve repiqueteo.

El ruido, sin embargo, no se repitió; ni hubo indicio de pasos retirándose. Un minuto después tenían una vela encendida, utilizando una boquilla de cigarro vacía como palmatoria; cuando disminuyó la llama inicial, Shorthouse alzó la improvisada lámpara e inspeccionó su entorno. Y lo encontró bastante lúgubre, a decir verdad; porque no hay morada humana más desolada que la que está vacía de muebles, oscura, muda, abandonada, y ocupada no obstante por un rumor sobre sucesos malvados y violentos.

Se encontraban en un amplio vestíbulo; a la izquierda había una puerta abierta que daba a un espacioso comedor; enfrente, el recibimiento se prolongaba, estrechándose, en un pasillo largo y oscuro que conducía, al parecer, a la escalera que bajaba a la cocina. Una ancha escalera desnuda ascendía ante ellos describiendo una curva; estaba toda en sombras salvo un único rodal, en mitad, donde daba la luna que se filtraba por una ventana, creando una mancha luminosa sobre la madera. Este haz de luz difundía una tenue luminiscencia arriba y abajo, dotando a los objetos cercanos de una silueta brumosa infinitamente más sugerente y espectral que la completa oscuridad. 

La luz filtrada de la luna parece pintar siempre rostros en la penumbra que la rodea; y al asomarse Shorthouse al pozo de tinieblas y pensar en las innumerables habitaciones vacías y pasillos de la parte superior del viejo edificio, sintió deseos de encontrarse otra vez en la plaza, o en el confortable cuartito de estar que habían dejado hacía una hora. Comprendiendo que estos pensamientos eran peligrosos, los rechazó otra vez e hizo acopio de toda su energía para concentrarse en el momento presente.

—Tía Julia —dijo en voz alta, con gravedad—; vamos a recorrer la casa de punta a cabo, y a hacer una inspección exhaustiva.

Los ecos de su voz se apagaron lentamente en todo el edificio; y en el intenso silencio que siguió, se volvió a mirarla. A la luz de la vela, notó que tenía ya el rostro mortalmente pálido; pero ella se soltó de su brazo un momento, y dijo en un susurro, colocándose frente a él:

—De acuerdo. Tenemos que asegurarnos de que no hay nadie escondido. Eso es lo primero.

Habló con evidente esfuerzo; su sobrino le dirigió una mirada de admiración.

—¿Estás completamente decidida? Aún no es demasiado tarde…

—Sí —susurró ella, desviando los ojos nerviosamente hacia las sombras de atrás—. Completamente decidida; sólo una cosa…

—¿Qué?

—No tienes que dejarme sola ni un instante.

—Pero ten presente que debemos investigar en seguida cualquier ruido o aparición; porque dudar significaría aceptar el miedo. Sería fatal.

—De acuerdo —dijo ella, algo temblorosa, tras un momento de vacilación—. Procuraré…

Tomados del brazo, Shorthouse con la vela goteante y el bastón, y su tía con la capa sobre los hombros, perfectos personajes de comedia para cualquiera menos para ellos, iniciaron una inspección sistemática.
Con sigilo, andando de puntillas y cubriendo la vela para no delatar su presencia a través de las ventanas sin postigo, entraron primero en el comedor. No vieron un solo mueble. Unas paredes desnudas, unas chimeneas feas y vacías les miraron. Todas las cosas parecieron ofenderse ante esta intrusión, y les observaron con ojos velados, por así decir; les seguían ciertos susurros; las sombras revoloteaban en silencio a derecha e izquierda; parecía que tenían siempre a alguien detrás, vigilando, esperando la ocasión para atacarles.

Tenían la irreprimible sensación de que habían quedado momentáneamente en suspenso, hasta que volvieran a irse, actividades que habían estado desarrollándose en la habitación vacía. Todo el oscuro interior del viejo edificio pareció convertirse en una Presencia maligna que se alzaba para advertirles que desistieran y no se metiesen donde nadie les llamaba; la tensión de los nervios aumentaba por momentos.

Salieron del oscuro comedor por dos grandes puertas plegables y pasaron a una especie de biblioteca o salón de fumar, igualmente envuelto en silencio, polvo y oscuridad; de él regresaron al vestíbulo, cerca del remate de la escalera de atrás. Aquí se abrió ante ellos un túnel de negrura que conducía a las regiones inferiores, y —hay que confesarlo— vacilaron. Pero fue sólo un momento. Dado que lo peor de la noche estaba por venir, era esencial no retroceder ante nada. Tía Julia tropezó en el peldaño que iniciaba el oscuro descenso, mal iluminado por la vela parpadeante, y al propio Shorthouse casi le dieron ganas de salir corriendo.

—¡Vamos! —dijo en tono perentorio; y su voz se propagó y se perdió en los espacios vacíos y oscuros de abajo.

—Ya voy —balbuceó ella, agarrándose a su, brazo con fuerza innecesaria.

Bajaron un poco inseguros por la escalera de piedra; un aire húmedo, frío, estancado y maloliente les dio en la cara. La cocina, a la que conducía la escalera a través de un estrecho pasillo, era amplia, de techo alto. Tenía varias puertas: unas eran de alacenas con jarras vacías todavía en los estantes, otras daban acceso a dependencias horribles y espectrales, todas ellas más frías y menos acogedoras que la propia cocina. Las cucarachas se escabulleron por el suelo; una de las veces, al tropezar con una mesa de madera que había en un rincón, algo del tamaño de un gato saltó al suelo, cruzó veloz el piso de piedra, y desapareció en la oscuridad. Todos los lugares producían la sensación de haber sido ocupados recientemente, una impresión de tristeza y melancolía.

Abandonaron la cocina, y se dirigieron a la trascocina. La puerta estaba entornada, la empujaron y la abrieron del todo. Tía Julia profirió un grito penetrante, que en seguida intentó sofocar llevándose la mano a la boca.

Durante un segundo, Shorthouse se quedó petrificado, con el aliento contenido. Notó como si le vaciasen de pronto la espina dorsal y se la llenasen de hielo picado. Ante ellos, entre las jambas de la puerta, se alzaba la figura de una mujer.

Tenía el pelo desgreñado, la mirada fija y demente, y un rostro aterrado y mortalmente pálido.

Estuvo allí, inmóvil, por espacio de un segundo. Luego parpadeó la vela, y la mujer desapareció —absolutamente—, y la puerta no enmarcó otra cosa que una oscuridad vacía.

—Sólo ha sido esta condenada llama saltarina —dijo él con rapidez, con una voz que sonó como de otra persona, y dominada sólo a medias—. Vamos, tía. Ahí no hay nada.

Tiró de ella. Con gran ruido de pisadas y aparente ademán de decisión, siguieron adelante; pero a Shorthouse le picaba el cuerpo como si lo tuviese cubierto de hormigas, y se daba cuenta, por el peso que notaba en el brazo, de que hacía fuerza para andar por los dos.

La trascocina estaba fría, desnuda, vacía: parecía más una gran celda de prisión que otra cosa. Dieron media vuelta; intentaron abrir la puerta que daba al patio y las ventanas, pero estaba todo firmemente cerrado. Su tía caminaba a su lado como sonámbula. Iba con los ojos cerrados, y parecía limitarse a seguir la presión del brazo de él. Shorthouse estaba asombrado de su valor. Al mismo tiempo, observó que su cara había experimentado un cambio especial que, de algún modo, escapaba a su poder de análisis.

—Aquí no hay nada, tía —repitió en voz alta, con viveza—. Subamos a echar una mirada al resto de la casa. Luego escogeremos una habitación donde esperar.

Tía Julia le siguió obediente, pegada a su lado, y cerraron tras ellos la puerta de la cocina. Fue un alivio subir otra vez. En el recibimiento había más luz que antes, ya que la luna había bajado un poco en la escalera. Cautelosamente, empezaron a subir hacia la bóveda oscura del edificio, con el enmaderado crujiendo bajo su peso.

En el primer piso descubrieron el gran salón doble, cuya inspección no reveló nada: tampoco aquí encontraron signo alguno de mobiliario o de reciente ocupación; no había más que polvo, abandono y sombras. Abrieron las grandes puertas plegables entre el salón de delante y el de atrás, salieron otra vez al rellano, y continuaron subiendo.

No habrían subido más de una docena de peldaños cuando se detuvieron los dos a la vez a escuchar, mirándose a los ojos con un nuevo temor por encima de la llama temblona de la vela. De la habitación que acababan de dejar hacía apenas diez segundos les llegó un ruido apagado de puertas al cerrarse. No cabía ninguna duda: habían oído la resonancia que producen unas puertas pesadas al cerrarse, seguida del golpecito seco al encajar el pestillo.

—Debemos volver, a ver qué ha sido —dijo Shorthouse con brevedad, en voz baja, dando media vuelta para bajar otra vez.

De algún modo, su tía se las arregló para seguirle, con el rostro lívido, pisándose el vestido. Cuando entraron en el salón delantero comprobaron que se habían cerrado las puertas plegables… medio minuto antes. Sin la menor vacilación, fue Shorthouse y las abrió. Casi esperaba descubrir a alguien ante él, en la habitación de detrás; pero sólo se enfrentó con la oscuridad y el aire frío.

Recorrieron las dos habitaciones, pero no descubrieron nada de particular. Probaron a hacer que las puertas se cerrasen solas, pero no había corrientes de aire ni siquiera para que oscilase la llama de la vela. Las puertas no se movían a menos que alguien las empujase con fuerza. Todo estaba en silencio como una tumba. Era innegable que las habitaciones se hallaban totalmente vacías, y la casa entera en absoluta quietud.

—Ya empieza —susurró una voz junto a su codo que apenas reconoció como la de su tía.

Shorthouse asintió con la cabeza, sacando su reloj para comprobar la hora. Eran las doce menos cuarto; anotó en su cuaderno exactamente lo ocurrido hasta aquí, dejando antes la vela en el suelo. Tardó unos momentos en colocarla de pie, apoyándola contra la pared. Tía Julia ha dicho siempre que en ese momento no miraba, ya que había vuelto la cabeza hacia la habitación donde creía haber oído moverse algo; en cualquier caso, los dos coinciden en que sonaron pasos precipitados, fuertes y muy rápidos… ¡y al instante siguiente se apagó la vela!

Pero para Shorthouse hubo más cosas; y siempre ha dado gracias a su buena estrella de que le acontecieran a él solo, y no a su tía también. Porque, al incorporarse tras dejar la vela, y antes de que se apagara, surgió un rostro y se acercó tanto al suyo que casi podía haberlo rozado con los labios. Era un rostro dominado por la pasión: un rostro de hombre, moreno, de facciones torpes y ojos furiosos y salvajes. Pertenecía a un hombre ordinario, y tenía una expresión vulgar; pero al verlo encendido de intensa, agresiva emoción, le pareció un semblante malvado y terrible.

No hubo el más leve movimiento de aire; nada, aparte del rumor precipitado de pies… enfundados en calcetines, o en algo que amortiguaba las pisadas; de la aparición de ese rostro; y del casi simultáneo apagón de la vela.

A pesar de sí mismo, Shorthouse profirió un grito breve, y estuvo a punto de perder el equilibrio al colgarse su tía de él con todo su peso, en un instante de auténtico, incontrolable terror. Ella no dijo nada, aunque se agarró a su sobrino con todas sus fuerzas. Por fortuna no había visto nada: sólo había oído el ruido de pasos. 

Recobró el dominio de sí casi en seguida, y él se pudo soltar y encender una cerilla. Las sombras huyeron en todas direcciones ante la llamarada, y su tía se inclinó y recogió la boquilla con la preciosa vela. Descubrieron que no había sido apagada de un soplo: habían aplastado el pabilo. Lo habían hundido en la cera, que estaba aplanada como por un instrumento liso y pesado.

Shorthouse no comprende cómo su compañera logró sobreponerse tan pronto a su terror; pero así fue, y la admiración que le inspiraba su autodominio se multiplicó por diez, al tiempo que avivó la llama agonizante de su ánimo… por lo que se sintió agradecido. Igualmente inexplicable para él fue la demostración de fuerza física que acababan de comprobar.

Reprimió al punto el recuerdo de las historias que había oído sobre los médiums y sus peligrosas experiencias; porque si eran ciertas, y su tía o él eran médiums sin saberlo, significaba que estaban contribuyendo a que se concentrasen las fuerzas de la casa encantada, cargada ya hasta los topes. Era como andar con lámparas sin protección entre barriles de pólvora destapados. Así que, pensando lo menos posible, volvió a encender la vela y subieron al siguiente piso. 

Es cierto que el brazo que agarraba el suyo estaba temblando, y que sus propios pasos eran a menudo vacilantes; pero prosiguieron con minuciosidad, y tras una inspección infructuosa subieron el último tramo de escalera, hasta el ático.

Aquí descubrieron un verdadero panal de habitaciones pertenecientes a la servidumbre, con muebles rotos, sillas de mimbre sucias, cómodas, espejos rajados, y armazones de cama desvencijados. Las habitaciones tenían el techo inclinado, con telarañas aquí y allá, ventanas pequeñas, y paredes mal enyesadas: una región lúgubre y deprimente que se alegraron de poder dejar atrás.

Daban las doce cuando entraron en un cuartito del tercer piso, casi al final de la escalera, y se acomodaron en él como pudieron para esperar el resto de la aventura. Estaba totalmente vacío, y se decía que era la habitación —utilizada como ropero en aquel entonces— donde el enfurecido mozo acorraló a su víctima y la atrapó finalmente. Fuera, al otro lado del pasillo, empezaba el tramo de escalera que subía a las dependencias de la servidumbre que acababan de inspeccionar.

A pesar del frío de la noche, algo en el ambiente de esta habitación pedía a gritos que abriesen una ventana. Pero había algo más. Shorthouse sólo puede describirlo diciendo que aquí se sentía menos dueño de sí que en ninguna otra parte del edificio. Era algo que influía directamente en los nervios, algo que mermaba la resolución y enervaba la voluntad. Tuvo conciencia de este efecto antes de que hubieran transcurrido cinco minutos: en el corto espacio de tiempo que llevaban allí, le había anulado todas las fuerzas vitales, lo que para él constituyó lo más horrible de toda la experiencia.

Dejaron la vela en el suelo, y entornaron un poco la puerta, de manera que el resplandor no les deslumbrase, ni proyectase sombras en las paredes o el techo. A continuación extendieron la capa en el suelo y se sentaron encima, con la espalda pegada a la pared. Shorthouse estaba a dos pies de la puerta que daba al rellano; desde su posición dominaba buena parte de la escalera principal que descendía a la oscuridad, así como de la que subía a las habitaciones de los criados; a su lado, al alcance de la mano, tenía el grueso bastón.

La luna se hallaba ahora sobre la casa. A través de la ventana abierta podían ver las estrellas alentadoras como ojos amables que observaban desde el cielo. Uno tras otro, los relojes del pueblo fueron dando las doce; y cuando se apagaron los tañidos, descendió otra vez sobre todas las cosas el profundo silencio de la noche sin brisas. Sólo el oleaje del mar, lúgubre y lejano, llenaba el aire de murmullos cavernosos.

Dentro de la casa, el silencio se hizo tremendo; tremendo, pensó él, porque en cualquier instante podía quebrarlo algún ruido ominoso. La tensión de la espera se iba apoderando cada vez más de sus nervios. Cuando hablaban lo hacían en susurros, ya que sus voces sonaban extrañas y anormales. Un frío no totalmente atribuible al aire de la noche invadió la habitación, y les hizo estremecerse. Los influjos adversos, cualesquiera que fuesen, les minaban la confianza en sí mismos y la capacidad para una acción decidida; sus fuerzas estaban cada vez más debilitadas, y la posibilidad de un miedo real adquirió un nuevo y terrible significado. 

Shorthouse empezó a temer por la anciana que tenía a su lado, cuyo valor no podría mantenerla a salvo más allá de ciertos límites. Oía latir su sangre en las venas. A veces le parecía que lo hacía tan fuerte que le impedía escuchar con claridad otros ruidos que empezaban a hacerse vagamente audibles en las profundidades de la casa. 

Cuando trataba de concentrar la atención en esos ruidos, cesaban instantáneamente. Desde luego, no se acercaban. Sin embargo, no podía por menos de pensar que había movimiento en alguna de las regiones inferiores de la casa. El piso donde estaba el salón, cuyas puertas se habían cerrado misteriosamente, parecía demasiado cercano; los ruidos provenían de más lejos. Pensó en la gran cocina, con las negras cucarachas escabullándose, y en la pequeña y lóbrega trascocina; aunque, en cierto modo, parecían no surgir de parte alguna. ¡Lo que sí era cierto es que no provenían de fuera de la casa!

Y entonces, de repente, comprendió la verdad, y durante un minuto le pareció como si hubiese dejado de circularle la sangre y se le hubiese convertido en hielo.

Los ruidos no venían de abajo ni mucho menos, sino de arriba, de alguno de aquellos horrorosos cuartitos de los criados, de muebles destrozados, techos inclinados y estrechas ventanas, donde había sido sorprendida la víctima, y de donde salió para morir.

Y desde el instante en que descubrió de dónde procedían, comenzó a oírlos más claramente. Era un rumor de pasos que avanzaban furtivos por el pasillo de arriba, entraban y salían de las habitaciones, y pasaban entre los muebles.

Se volvió vivamente hacia la figura inmóvil que tenía a su lado para ver si compartía su descubrimiento. La débil luz de la vela que entraba por la rendija de la puerta convertía el rostro fuertemente recortado de su tía en acusado relieve sobre el blanco de la pared. Pero fue otra cosa lo que le hizo aspirar profundamente y volverla a mirar. Algo extraordinario había asomado a su rostro, y parecía cubrirlo como una máscara; suavizaba sus profundas arrugas y le estiraba la piel hasta hacer desaparecer sus pliegues; daba a su semblante —con la sola excepción de sus ojos avejentados— un aspecto juvenil, casi infantil.

Se quedó mirándola con mudo asombro… con un asombro peligrosamente cercano al horror. Era, desde luego, el rostro de su tía. Pero era un rostro de hacía cuarenta años, el rostro inocente y vacío de una niña.

Shorthouse había oído contar historias sobre el extraño efecto del terror, que podía borrar de un semblante humano toda otra emoción, eliminando las expresiones anteriores; pero jamás se le había ocurrido que pudiera ser literalmente cierto, o que pudiese significar algo tan sencillamente horrible como lo que ahora veía. Porque era el sello espantoso del miedo irreprimible lo que reflejaba la total ausencia de este rostro infantil que tenía al lado; y cuando, al notar su mirada atenta, se volvió a mirarle, cerró los ojos con fuerza para conjurar la visión.
Sin embargo, al volverse, un minuto después, con los nervios a flor de piel, descubrió, para su inmenso alivio, otra expresión: su tía sonreía; y aunque tenía la cara mortalmente pálida, se había disipado el velo espantoso, y le estaba volviendo su aspecto normal.

—¿Ocurre algo? —fue todo lo que se le ocurrió decir en ese momento. Y la respuesta fue elocuente, viniendo de esta mujer:

—Tengo frío… y estoy un poco asustada —susurró.

Shorthouse propuso cerrar la ventana, pero ella le contuvo, y le pidió que no se apartase de su lado ni un instante.

—Es arriba, lo sé —susurró, medio riendo extrañamente—; pero no me siento capaz de subir.

Pero Shorthouse opinaba de otro modo: sabía que la mejor manera de conservar el dominio de sí estaba en la acción. Sacó un frasco de coñac y sirvió un vaso de licor lo bastante abundante como para resucitar a un muerto. 

Ella se lo tragó con un ligero estremecimiento.

Ahora lo importante era salir de la casa antes de que su tía se derrumbase irremediablemente; pero no dejaba de ser arriesgado dar media vuelta y huir del enemigo. Ya no era posible permanecer inactivo: cada minuto que pasaba era menos dueño de sí, y se hacía imperioso adoptar, sin demora, desesperadas, enérgicas medidas.

Además, debían dirigir la acción hacia el enemigo, y no huir de él; el momento crítico, si se revelaba inevitable y fatal, había que afrontarlo con valor. Y eso podía hacerlo ahora; dentro de diez minutos, quizá no le quedasen fuerzas para actuar por sí mismo, ¡y mucho menos por los dos!

Arriba, entretanto, los ruidos sonaban más fuertes y cercanos, acompañados de algún que otro crujido del entarimado. Alguien andaba con sigilo, tropezando de vez en cuando contra los muebles.

Tras esperar unos instantes a que hiciese efecto la tremenda dosis de licor, y consciente de que duraría sólo unos momentos, Shorthouse se puso de pie en silencio, y dijo con voz decidida:

—Ahora, tía Julia, vamos a subir a averiguar qué es todo ese ruido. Tienes que venir también. Es lo acordado.

Tomó el bastón y fue al ropero por la vela. Una figura endeble, tambaleante, con la respiración agitada, se levantó a su lado; oyó que decía débilmente algo sobre que «estaba dispuesta». Le admiraba el ánimo de la anciana: era mucho más grande que el suyo; y mientras avanzaban, en alto la vela goteante, iba emanando de esta mujer temblorosa y de cara pálida que marchaba a su lado una fuerza sutil que era verdadera fuente de inspiración para él: tenía algo grande que le avergonzaba y le prestaba un apoyo sin el cual no se habría sentido en absoluto a la altura de las circunstancias.

Cruzaron el oscuro rellano, evitando mirar el espacio negro que se abría sobre la barandilla. A continuación empezaron a subir por la estrecha escalera, dispuestos a enfrentarse a los ruidos que se hacían más audibles y cercanos por momentos. A mitad de camino tropezó tía Julia, y Shorthouse se volvió para cogerla del brazo; y justo en ese instante se oyó un chasquido terrible en el corredor de los criados. Le siguió un intenso chillido agónico que fue grito de terror y grito de auxilio mezclados en uno solo.

Antes de que pudiesen apartarse, o retroceder siquiera un peldaño, alguien irrumpió en el pasillo, arriba, y echó a correr espantosamente con todas sus fuerzas, salvando los peldaños de tres en tres, hasta donde ellos se habían detenido. Las pisadas eran leves y vacilantes, pero tras ellas sonaron otras más pesadas que hacían estremecer la escalera.

Apenas habían tenido tiempo Shorthouse y su compañera de pegarse contra la pared, cuando oyeron junto a ellos el tumulto de pisadas, y dos personas, sin apenas distancia entre ambas, cruzaron a toda velocidad. Fue un completo torbellino de crujidos en medio del silencio nocturno del edificio vacío.
Habían cruzado ante ellos los dos corredores, perseguido y perseguidor, saltando con un golpe sordo, primero el uno y luego el otro, al rellano de abajo.

Sin embargo, ellos no habían visto nada: ni mano, ni brazo, ni cara, ni siquiera un jirón revoloteante de ropa.

Sobrevino una breve pausa. Luego, la primera persona, la más ligera de las dos —la perseguida evidentemente—, echó a correr con pasos inseguros hacia la pequeña habitación de la que Shorthouse y su tía acababan de salir. Le siguieron los pasos más pesados. Hubo ruido de pelea, jadeos y gritos desgarradores; poco después, salieron unos pasos al rellano… los de alguien que caminaba cargado.
Hubo un silencio mortal que duró el espacio de medio minuto, y luego se oyó el ruido de algo que se precipitaba en el aire. Le siguió un golpe sordo, tremendo, abajo en las profundidades de la casa, en el enlosado del recibimiento.

A continuación reinó un silencio total. Nada se movía. La llama de la vela se alzaba imperturbable. Así había permanecido todo este tiempo: ningún movimiento había agitado el aire.

Paralizada de terror, tía Julia, sin esperar a su compañero, comenzó a bajar a tientas, llorando débilmente como para sus adentros; y cuando su sobrino la rodeó con el brazo y casi la llevó en volandas, notó que temblaba como una hoja. 

Shorthouse entró en el cuartito, recogió la capa del suelo y, cogidos del brazo, empezaron a bajar muy despacio, sin pronunciar una sola palabra ni volverse a mirar hacia atrás, los tres tramos de escalera, hasta el recibimiento.

No vieron nada; aunque, mientras bajaban, tenían la sensación de que alguien les seguía paso a paso: cuando iban deprisa, se quedaba atrás; cuando tenían que ir despacio, les alcanzaba. Pero ni una sola vez se volvieron para mirar; y a cada vuelta, bajaban los ojos por temor al horror que podían sorprender en el tramo superior.
Shorthouse abrió la puerta de la calle con manos temblorosas; salieron a la luz de la luna, y aspiraron profundamente el aire fresco de la noche que venía del mar.




martes, 14 de julio de 2015

Mi vida con la ola Octavio Paz


Cuando dejé aquel mar, una ola se adelantó entre todas. Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo saltando. No quise decirle nada, porque me daba pena avergonzarla ante sus compañeras. Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron.
Cuando llegamos al pueblo, le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Me miró seria: “Su decisión estaba tomada. No podía volver.” Intenté dulzura, dureza, ironía. Ella lloró, gritó, acarició, amenazó. Tuve que pedirle perdón. Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía? Es cierto que los reglamentos no dicen nada respecto al transporte de olas en los ferrocarriles, pero esa misma reserva era un indicio de la severidad con que se juzgaría nuestro acto.
Tras de mucho cavilar me presenté en la estación una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el depósito de agua para los pasajeros; luego, cuidadosamente, vertí en él a mi amiga.
El primer incidente surgió cuando los niños de un matrimonio vecino declararon su ruidosa sed. Les salí al paso y les prometí refrescos y limonadas. Estaban a punto de aceptar cuando se acercó otra sedienta. Quise invitarla también, pero la mirada de su acompañante me detuvo. La señora tomó un vasito de papel, se acercó al depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me interpuse de un salto entre ella y mi amiga. La señora me miró con asombro. Mientras pedía disculpas, uno de los niños volvió abrir el depósito. Lo cerré con violencia.
La señora se llevó el vaso a los labios: —Ay el agua esta salada. El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamo al Conductor: —Este individuo echó sal al agua. El Conductor llamó al Inspector: —¿Conque usted echó substancias en el agua? El Inspector llamó al Policía en turno: —¿Conque usted echó veneno al agua? El Policía en turno llamó al Capitán:
–¿Conque usted es el envenenador? El Capitán llamó a tres agentes. Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y a empujones me arrastraron a la cárcel. Durante días no se me habló, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: “El asunto es grave, verdaderamente grave. ¿No había querido envenenar a unos niños?” Una tarde me llevaron ante el Procurador. —Su asunto es difícil
—repitió—. Voy a consignarlo al Juez Penal. Así pasó un año. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Al poco tiempo, llegó el día de la libertad. El Jefe de la Prisión me llamo: —Bueno, ya está libre. Tuvo suerte. Gracias a que no hubo desgracias. Pero que no se vuelva a repetir, porque la próxima le costará caro… Y me miró con la misma mirada seria con que todos me veían.
Esa misma tarde tomé el tren y luego de unas horas de viaje incómodo llegué a México. Tomé un taxi y me dirigí a casa. Al llegar a la puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho, como el golpe de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho: mi amiga estaba allí, cantando y riendo como siempre. —¿Cómo regresaste? —Muy fácil: en el tren. Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojó en la locomotora. Fue un viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la máquina. Adelgacé mucho. Perdí muchas gotas. Su presencia cambió mi vida. La casa de pasillos obscuros y muebles empolvados se llenó de aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos.
¡Cuántas olas es una ola o cómo puede hacer playa o roca o rompeolas un muro, un pecho, una frente que corona de espumas! Hasta los rincones abandonados, los abyectos rincones del polvo y el detritus fueron tocados por sus manos ligeras. Todo se puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacía tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad, el país. Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa, a escondidas. El amor era un juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sábanas siempre frescas. Si la abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como tallo líquido de un chopo; y de pronto esa delgadez florecía en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas que caían sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrían de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacía horizonte y silencio. Plena y sinuosa, me envolvía como una música o unos labios inmensos. Su presencia era un ir y venir de caricias, de rumores, de besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a medias y en un cerrar de ojos me encontraba arriba, en lo alto del vértigo, misteriosamente suspendido, para caer después como una piedra, y sentirme suavemente depositado en lo seco, como una pluma. Nada es comparable a dormir mecido en las aguas, si no es despertar golpeado por mil alegres látigos ligeros, por arremetidas que se retiran riendo.
Pero jamás llegué al centro de su ser. Nunca toqué el nudo del ay y de la muerte. Quizá en las olas no existe ese sitio secreto que hace vulnerable y mortal a la mujer, ese pequeño botón eléctrico donde todo se enlaza, se crispa y se yergue, para luego desfallecer. Su sensibilidad, como las mujeres, se propagaba en ondas, solo que no eran ondas concéntricas, sino excéntricas, que se extendían cada vez más lejos, hasta tocar otros astros. Amarla era prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas que no sospechamos. Pero su centro… no, no tenía centro, sino un vacío parecido al de los torbellinos, que me chupaba y me asfixiaba.
Tendido el uno al lado de otro, cambiábamos confidencias, cuchicheos, risas. Hecha un ovillo, caía sobre mi pecho y allí se desplegaba como una vegetación de rumores. Cantaba a mi oído, caracola. Se hacía humilde y transparente, echada a mis pies como un animalito, agua mansa. Era tan límpida que podía leer todos sus pensamientos. Ciertas noches su piel se cubría de fosforescencias y abrazarla era abrazar un pedazo de noche tatuada de fuego. Pero se hacía también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba, se retorcía. Sus gemidos despertaban a los vecinos. Al oírla el viento del mar se ponía a rascar la puerta de la casa o deliraba en voz alta por las azoteas. Los días nublados la irritaban; rompía muebles, decía malas palabras, me cubría de insultos y de una espuma gris y verdosa. Escupía, lloraba, juraba, profetizaba. Sujeta a la luna, las estrellas, al influjo de la luz de otros mundos, cambiaba de humor y de semblante de una manera que a mí me parecía fantástica, pero que era tal como la marea.
Empezó a quejarse de soledad. Llené la casa de caracolas y conchas, pequeños barcos veleros, que en sus días de furia hacía naufragar (junto con los otros, cargados de imágenes, que todas las noches salían de mi frente y se hundían en sus feroces o graciosos torbellinos) ¡Cuántos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! Pero no le bastaban mis barcos ni el canto silencioso de las caracolas. Confieso que no sin celos los veía nadar en mi amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su cabellera con leves relámpagos de colores. Entre todos aquellos peces había unos particularmente repulsivos y feroces, unos pequeños tigres de acuario, grandes ojos fijos y bocas hendidas y carniceras. No sé por qué aberración mi amiga se complacía en jugar con ellos, mostrándoles sin rubor una preferencia cuyo significado prefiero ignorar. Pasaba largas horas encerrada con aquellas horribles criaturas.
Un día no pude más; eché abajo la puerta y me arrojé sobre ellos. Ágiles y fantasmales, se me escapaban entre las manos mientras ella reía y me golpeaba hasta derribarme. Sentí que me ahogaba. Y cuando estaba a punto de morir, morado ya, me depositó en la orilla y empezó a besarme, humillado. Y al mismo tiempo la voluptuosidad me hizo cerrar los ojos. Porque su voz era dulce y me hablaba de la muerte deliciosa de los ahogados.
Cuando volví en mí, empecé a temerla y a odiarla. Tenía descuidados mis asuntos. Empecé a frecuentar a los amigos y reanudé viejas y queridas relaciones. Encontré a una amiga de juventud. Haciéndole jurar que me guardaría el secreto, le conté mi vida con la ola. Nada conmueve tanto a las mujeres como la posibilidad de salvar a un hombre.
Mi redentora empleó todas sus artes, pero, ¿qué podía una mujer, dueña de un número limitado de almas y cuerpos, frente a mi amiga, siempre cambiante —y siempre idéntica a sí misma en su metamorfosis incesantes? Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayó sobre la ciudad. Llovía una llovizna helada. Mi amiga gritaba todas las noches. Durante el día se aislaba, quieta y siniestra, mascullando una sola silaba, como una vieja que rezonga en un rincón. Se puso fría; dormir con ella era tirar toda la noche y sentir cómo se helaba paulatinamente la sangre, los huesos, los pensamientos. Se volvió impenetrable, revuelta. Yo salía con frecuencia y mis ausencias eran cada vez más prolongadas. Ella, en su rincón, aullaba largamente. Con dientes acerados y lengua corrosiva roía los muros, desmoronaba las paredes. Pasaba las noches en vela, haciéndome reproches. Tenía pesadillas, deliraba con el sol, con un gran trozo de hielo, navegando bajo cielos negros en noches largas como meses. Me injuriaba. Maldecía y reía; llenaba la casa de carcajadas y fantasmas. Llamaba a los monstruos de las profundidades, ciegos, rápidos y obtusos. Cargada de electricidad, carbonizaba lo que rozaba. Sus dulces brazos se volvieron cuerdas ásperas que me estrangulaban. Y su cuerpo verdoso y elástico, era un látigo implacable, que golpeaba, golpeaba, golpeaba.
Hui. Los horribles peces reían con risa feroz. Allá en las montañas, entre los altos pinos y los despeñaderos, respiré el aire frío y fino como un pensamiento de libertad. Al cabo de un mes regresé. Estaba decidido. Había hecho tanto frío que encontré sobre el mármol de la chimenea, junto al fuego extinto, una estatua de hielo. No me conmovió su aborrecida belleza. Le eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la dormida a cuestas. En un restaurante de las afueras la vendí a un cantinero amigo, que inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que depositó cuidadosamente en las cubetas donde se enfrían las botellas.

domingo, 5 de julio de 2015

Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana de abril de Haruki Murakami




Una bella mañana de abril, en una callecita lateral del elegante barrio de Harajuku en Tokio, me crucé con la chica 100% perfecta.
A decir verdad, no era tan guapa. No sobresalía de ninguna manera. Su ropa no era nada especial. En la nuca su cabello tenía las marcas de recién haber despertado. Tampoco era joven
debía andar alrededor de los treinta, ni si quiera cerca de lo que comúnmente se considera una chica. Aún así, a quince metros sé que ella es la chica 100% perfecta para mí. Desde el momento que la vi algo retumbó en mi pecho y mi boca quedó seca como un desierto.
Quizá tú tienes tu propio tipo de chica favorita: digamos, las de tobillos delgados, o grandes ojos, o delicados dedos, o sin tener una buena razón te enloquecen las chicas que se toman su tiempo en terminar su merienda. Yo tengo mis propias preferencias, por supuesto. A veces en un restaurante me descubro mirando a la chica de la mesa de junto porque me gusta la forma de su nariz.
Pero nadie puede asegurar que su chica 100% perfecta corresponde a un tipo preconcebido. Por mucho que me gusten las narices, no puedo recordar la forma de la de ella
ni siquiera si tenía una. Todo lo que puedo recordar de forma segura es que no era una gran belleza. Extraño
-Ayer me crucé en la calle con la chica
100% perfecta le digo a alguien.
-¿Sí?
él dice- ¿Estaba guapa?
-No realmente.
-De tu tipo entonces.
-No lo sé. Me parece que no puedo recordar nada de ella, la forma de sus ojos o el tamaño de su pecho.
-Raro.
-Sí. Raro.
-Bueno, como sea
me dice ya aburrido- ¿Qué hiciste? ¿Le hablaste? ¿La seguiste?
-Nah, sólo me crucé con ella en la calle.
Ella caminaba de este a oeste y yo de oeste a este. Era una bella mañana de abril.
Ojalá hubiera hablado con ella. Media hora sería suficiente: sólo para preguntarle acerca de ella misma, contarle algo acerca de mi, y
lo que realmente me gustaría hacer- explicarle las complejidades del destino que nos llevaron a cruzarnos uno con el otro en esa calle en Harajuku en una bella mañana de abril en 1981. Algo que seguro nos llenaría de tibios secretos, como un antiguo reloj construido cuando la paz reinaba en el mundo.
Después de hablar, almorzaríamos en algún lugar, quizá veríamos una película de Woody Allen, parar en el bar de un hotel para unos cócteles. Con un poco de suerte, terminaríamos en la cama.
La posibilidad toca en la puerta de mi corazón.
Ahora la distancia entre nosotros es de apenas 15 metros.
¿Cómo acercármele? ¿Qué debería decirle?
-Buenos días señorita, ¿podría compartir conmigo media hora para conversar?
Ridículo. Sonaría como un vendedor de seguros.
-Discúlpeme, ¿sabría usted si hay en el barrio alguna lavandería 24 horas?
No, simplemente ridículo. No cargo nada que lavar, ¿quién me compraría una línea como esa?
Quizá simplemente sirva la verdad: Buenos días, tú eres la chica 100% perfecta para mi.
No, no se lo creería. Aunque lo dijera es posible que no quisiera hablar conmigo. Perdóname, podría decir, es posible que yo sea la chica 100% perfecta para ti, pero tú no eres el chico 100% perfecto para mí. Podría suceder, y de encontrarme en esa situación me rompería en mil pedazos, jamás me recuperaría del golpe, tengo treinta y dos años, y de eso se trata madurar.
Pasamos frente a una florería. Un tibio airecito toca mi piel. La acera está húmeda y percibo el olor de las rosas. No puedo hablar con ella. Ella trae un suéter blanco y en su mano derecha estruja un sobre blanco con una sola estampilla. Así que ella le ha escrito una carta a alguien, a juzgar por su mirada adormecida quizá pasó toda la noche escribiendo. El sobre puede guardar todos sus secretos.
Doy algunas zancadas y giro: ella se pierde en la multitud.
Ahora, por supuesto, sé exactamente qué tendría que haberle dicho. Tendría que haber sido un largo discurso, pienso, demasiado tarde como para decirlo ahora. Se me ocurren las ideas cuando ya no son prácticas.
Bueno, no importa, hubiera empezado
Érase una vez y terminado con Una historia triste, ¿no crees?
Érase una vez un muchacho y una muchacha. El muchacho tenía diecioc
ho y la muchacha dieciséis. Él no era notablemente apuesto y ella no era especialmente bella. Eran solamente un ordinario muchacho solitario y una ordinaria muchacha solitaria, como todo los demás. Pero ellos creían con todo su corazón que en algún lugar del mundo vivía el muchacho 100% perfecto y la muchacha 100% perfecta para ellos. Sí, creían en el milagro. Y ese milagro sucedió.
Un día se encontraron en una esquina de la calle.
-Esto es maravilloso
dijo él- Te he estado buscando toda mi vida. Puede que no creas esto, pero eres la chica 100% perfecta para mí.
-Y tú
ella le respondió- eres el chico 100% perfecto para mi, exactamente como te he imaginado en cada detalle. Es como un sueño.
Se sentaron en la banca de un parque, se tomaron de las manos y
dijeron sus historias hora tras hora. Ya no estaban solos. Qué cosa maravillosa encontrar y ser encontrado por tu otro 100% perfecto. Un milagro, un milagro cósmico.
Sin embargo, mientras se sentaron y hablaron una pequeña, pequeñísima astilla de duda echó raíces en sus corazones: ¿estaba bien si los sueños de uno se cumplen tan fácilmente?
Y así, tras una pausa en su conversación, el chico le dijo a la chica: Vamos a probarnos, sólo una vez. Si realmente somos los amantes 100% perfectos, entonces alguna vez en algún lugar, nos volveremos a encontrar sin duda alguna y cuando eso suceda y sepamos que somos los 100% perfectos, nos casaremos ahí y entonces, ¿cómo ves?
-Sí
ella dijo- eso es exactamente lo que debemos hacer.
Y así partieron, ella al este y
él hacia el oeste.
Sin embargo, la prueba en que estuvieron de acuerdo era absolutamente innecesaria, nunca debieron someterse a ella porque en verdad eran el amante 100% perfecto el uno para el otro y era un milagro que se hubieran conocido. Pero era imposible para ellos saberlo, jóvenes como eran. Las frías, indiferentes olas del destino procederían a agitarlos sin piedad.
Un invierno, ambos, el chico y la chica se enfermaron de influenza, y tras pasaron semanas entre la vida y la muerte, perdieron toda memoria de los años primeros. Cuando despertaron sus cabezas estaban vacías como la alcancía del joven D. H. Lawrence.
Eran dos jóvenes brillantes y determinados, a través de esfuerzos continuos pudieron adquirir de nuevo el conocimiento y la sensación que los calificaba para volver como miembros hechos y derechos de la sociedad. Bendito el cielo, se convirtieron en ciudadanos modelo, sabían transbordar de una línea del subterráneo a otra, eran capaces de enviar una carta de entrega especial en la oficina de correos. De hecho, incluso experimentaron otra vez el amor, a veces el 75% o aún el 85% del amor.
El tiempo pasó veloz y pronto el chico tuvo treinta y dos, la chica treinta

Una bella mañana de abril, en búsqueda de una taza de café para empezar el día, el chico caminaba de este a oeste, mientras que la chica lo hacía de oeste a este, ambos a lo largo de la callecita del barrio de Harajuku de Tokio. Pasaron uno al lado del otro justo en el centro de la calle. El débil destello de sus memorias perdidas brilló tenue y breve en sus corazones. Cada uno sintió retumbar su pecho. Y supieron:
Ella es la chica 100% perfecta para mí.
Él es el chico 100% perfecto para mí.
Pero el resplandor de sus recuerdos era tan débil y sus pensamientos no tenían ya la claridad de hace catorce años. Sin una palabra, se pasaron de largo, uno al otro, desapareciendo en la multitud. Para siempre.
Una historia triste, ¿no crees?

Sí, eso es, eso es lo que tendría que haberle dicho.


viernes, 3 de julio de 2015

El jorobadito de Robert Artl


Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado.
Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto.
Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad.
Se han echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero una brigada de personas bien nacidas.
No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor.
Pero estaba escrito que de un deforme debían provenirme tantas dificultades. Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me he aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y delicioso pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento, en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos, hospedado en una perrera, perseguido por traíllas de chicos feroces que me clavarían agujas en la giba... Es terrible..., sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados, protervos..., de manera que al estrangularlo a Rigoletto me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel que yo me veía obligado a decirle todos los días:
-Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho nada?...
-¿Qué se le importa?
-No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia...
-Como me embrome mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y luego le prendo fuego.
Después de pronunciar estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los dientes como un demonio de teatro. Y yo le decía:
-Te voy a retorcer el pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias, Rigoletto. Te conviene...
Predicar en el desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir mis órdenes y en poner en todo momento en evidencia su temperamento sardónico y feroz. Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe. Él continuaba observando una conducta impura. Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho, es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes minucias a los periodistas. Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora abocado a mi reputación menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy un demente, afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón de mis actos se descubren las características de un cínico perverso.
Ciertamente, que mi actitud en la casa de la señora X, en compañía del jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto en el almanaque de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra de honor.
Pero de este extremo al otro, en el que me colocan mis irreductibles enemigos, media una igual distancia de mentira e incomprensión. Mis detractores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos actos en los que he intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente la prueba de cuán excelentes son las condiciones de mi carácter y qué comprensivo y tierno al fin y al cabo.
Por otra parte, si hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse debería llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré que dichos padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de sensibilidad, tan agudizada que cuando me encontraba frente a alguien he creído percibir hasta el matiz del color que tenían sus pensamientos, y lo más grave es que no me he equivocado nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y el verde del amor, como a través de la cresta de una nube los rayos de luna más o menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa acuosa. Y personas hubo que me han dicho:
-¿Recuerda cuando usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal cosa? No se equivocaba.
He caminado así, entre hombres y mujeres, percibiendo los furores que encrespaban sus instintos y los deseos que envaraban sus intenciones, sorprendiendo siempre en las laterales luces de la pupila, en el temblor de los vértices de los labios y en el erizamiento casi invisible de la piel de los párpados, lo que anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más solo que entonces, que cuando ellos y ellas eran transparentes para mí. De este modo, involuntariamente, fui descubriendo todo el sedimento de bajeza humana que encubren los actos aparentemente más leves, y hombres que eran buenos y perfectos para sus prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo llamó sepulcros encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad convirtiéndome en un sujeto taciturno e irónico. Pero me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual quiero aproximarme y es la relación del origen de mis desgracias. Mis dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame corcovado.
En la casa de la señora X yo "hacía el novio" de una de las niñas. Es curioso. Fui atraído, insensiblemente, a la intimidad de esa familia por una hábil conducta de la señora X, que procedió con un determinado exquisito tacto y que consiste en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro alcance, y como quien no quiere, un frasco de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría con un sediento. Oponiéndose en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en que nuestras relaciones hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que escandalizaron a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que adoptan este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios, de manera que el incauto -si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez- observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos de lo que permitía la conveniencia social.
Y ahora volvamos al jorobadito para deslindar responsabilidades. La primera vez que se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello de manera que hasta los viandantes que pasaban por la calle podían escucharle:
-¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han metido? En lugar de recibirme jovencitos con orinales, me atiende una vieja desdentada y hedionda. ¿Y ésta es la casa en la cual usted vive?
Y observando las puertas recién pintadas, exclamó enfáticamente:
-¡Pero esto no parece una casa de familia sino una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir? ¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí?
¿Reparan ustedes en la catadura del insolente que se había posesionado de mi vida?
Lo cual es grave, señores, muy grave.
Estudiando el asunto recuerdo que conocí al contrahecho en un café; lo recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una mesa, meditando, con la nariz metida en mi taza de café, cuando, al levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, me observaba con toda atención, sentado del modo más indecoroso del mundo, pues había puesto la silla al revés y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta. Como hacía calor se había quitado el saco, y así descaradamente en cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones sobre los jugadores de billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros se ponían a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba, alternaba la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos importante de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste marcara le importara mucho más que la señalada en el gigantesco reloj colgado de un muro del establecimiento.
Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además de la consabida corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda, de modo que por el cráneo parecía un mulo y por el semblante un caballo.
Me quedé un instante contemplando al jorobadito con la curiosidad de quien mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste, sin ofenderse, me dijo:
-Caballero, ¿será tan amable usted que me permita sus fósforos?
Sonriendo, le alcancé mi caja; el contrahecho encendió su cigarro medio consumido y después de observarme largamente, dijo:
-¡Qué buen mozo es usted! Seguramente que no deben faltarle novias.
La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y muy amablemente le contesté que sí, que tenía una muy hermosa novia, aunque no estaba muy seguro de ser querido por ella, a lo cual el desconocido, a quien bauticé en mi fuero interno con el nombre de Rigoletto, me contestó después de escuchar con sentenciosa atención mis palabras:
-No sé por qué se me ocurre que usted es de la estofa con que se fabrican excelentes cornudos.
Y antes que tuviera tiempo de sobreponerme a la estupefacción que me produjo su extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó:
-Pues yo nunca he tenido novia, créalo, caballero... le digo la verdad...
-No lo dudo- repliqué sonriendo ofensivamente-, no lo dudo...
-De lo que me alegro, caballero, porque no me agradaría tener un incidente con usted...
Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de perder era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura de jumento, dijo:
-Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos...; esta corbata es inarrugable y me cuesta ocho pesos...; ¿ve estos botines?, treinta y dos pesos, caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán? ¡No, señor! ¿No es cierto?
-¡Claro que sí!
Guiñó arduamente los ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo simultáneamente:
-Qué agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no le parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden sentarse impunemente a la mesa de un café y entablar una amable conversación con un desconocido como lo hago yo? No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme?
-No sé...
-Porque mi semblante respira la santa honradez.
Satisfechísimo de su conclusión, el bufoncillo se restregó las manos con satánico donaire, y echando complacidas miradas en redor prosiguió:
-Soy más bueno que el pan francés y más arbitrario que una preñada de cinco meses. Basta mirarme para comprender de inmediato que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto en tanto sobre el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los hombres en pago de sus penurias, y aunque no creo en la santísima Virgen, la bondad fluye de mis palabras como la piel del Himeto.
Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó:
-Yo podría ser abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy. En mi familia fui profesional del betún.
-¿Del betún?
-Sí, lustrador de botas..., lo cual me honra, porque yo solo he escalado la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido profesional? ¿Acaso no se dice "técnico de calzado" el último remendón de portal, y "experto en cabellos y sus derivados" el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio profesional?...
Indudablemente, era aquél el pillete más divertido que había encontrado en mi vida.
-¿Y ahora qué hace usted?
-Levanto quinielas entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted será mi cliente. Pida informes...
-No hace falta...
-¿Quiere fumar usted, caballero?
-¡Cómo no!
Después que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto apoyó el corto brazo en mi mesa y dijo:
-Yo soy enemigo de contraer amistades nuevas porque la gente generalmente carece de tacto y educación, pero usted me convence.... me parece una persona muy de bien y quiero ser su amigo -dicho lo cual, y ustedes no lo creerán, el corcovado abandonó su silla y se instaló en mi mesa.
Ahora no dudarán ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado de su especie, y ello me divirtió a punto tal que no pude menos de pasar el brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas amistosas en la giba. Quedose el contrahecho mirándome gravemente un instante; luego lo pensó mejor, y sonriendo, agregó:
-¡Que le aproveche, caballero, porque a mí no me ha dado ninguna suerte!
Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma fuerza de enamoramiento que a mí me hacía pensar en ella durante todo el día, como en una imagen sobrenatural. Por momentos la sentía implantada en mi existencia semejante a un peñasco en el centro de un río. Y esta sensación de ser la corriente dividida en dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento del peñasco, resumía mi deleite de enamoramiento y anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que corre en nosotros se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como la corriente no puede destruir la roca, terminamos anhelando el peñasco que aja nuestro movimiento y permanece inmutable.
Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar en qué consistía el dominio que ejercía sobre mí, éste se traducía como la presión de una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me sentía ridículo, inferior sin saber precisar en qué podía consistir cualquiera de ambas cosas. De más está decir que nunca me atreví a besarla, porque se me ocurría que ella podía considerar un ultraje mi caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela entregada a las caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que esa imaginación pervertida era la consecuencia de mi conducta imbécil para con ella. En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones que obra a veces la alquimia de las pasiones, comencé a odiarla rabiosamente a la madre, responsabilizándola también, ignoro por qué, de aquella situación absurda en que me encontraba. Si yo estaba de novio en aquella casa debíase a las arterias de la maldita vieja, y llegó a producirse en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya oído hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no el amor a ella, sino el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre silenciosa, pesando a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente de que me casara o no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la madre como a una mala injuria inolvidable o a una humillación atroz. Me olvidaba de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme en estudiar el rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento de la red muscular, terroso, inmóvil por momentos como si estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros, vivos e insolentes.
Las mejillas estaban surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando aquel rostro estaba inmóvil y grave, con los ojos desviados de los míos, por ejemplo, detenidos en el plafón de la sala, emanaba de esa figura envuelta en ropas negras tal implacable voluntad, que el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía era sólo afirmarla.
Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa mujer me aborrecía, porque la intimidad, a la cual ella "involuntariamente" me había arrastrado, no aseguraba en su interior las ilusiones que un día se había hecho respecto a mí. Y a medida que el odio crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces, la señora X era más amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre precaria, tenía conmigo esas atenciones que las mujeres que han sido un poco sensuales gastan con sus hijos varones, y como una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi responsabilidad una fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e insolentes me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando mis intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía insoportable, estallaba casi en estas indirectas:
-Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo ¿qué les voy a contestar? Que pronto.-O si no:- Sería conveniente, no le parece a usted, que la "nena" fuera preparando su ajuar.
Cuando la señora X pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente para descubrir si en un parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio facial se revelaba mi intención de no cumplir con el compromiso, al cual ella me había arrastrado con su conducta habilísima. Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa desagradable, fingía estar segura de mi "decencia de caballero", mas el esfuerzo que tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia de tranquilidad, ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua, violencia que imprimía a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación de cabeza sobre el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios resecos por ese instinto animal que la impulsaba a desear matarme o hacerme víctima de una venganza atroz.
Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía articular con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio sentido de la palabra. Y aunque aparentemente resulte ridículo que dos personas se odien en la divergencia de un pensamiento, no lo es, porque en el subconsciente de cada hombre y de cada mujer donde se almacena el rencor, cuando no es posible otro escape, el odio se descarga como por una válvula psíquica en la oposición de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente cuando yo hablaba de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al extremo de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política conservadora. Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía empequeñecido y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el día era noche, me contestara:
-Efectivamente, no me fijé que el sol hace rato que se ha puesto.
Sintetizando, ella deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría de darme con las puertas en las narices y de resarcirse de todas las dudas en que la había mantenido sumergida mi noviazgo eterno.
En tanto la malla de la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo. Me sentía amarrado por invisibles cordeles. Día tras día la señora X agregaba un nudo más a su tejido, y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando las tablas del ataúd que me iban a sumergir en la nada. Sabía que en la casa, lo poco bueno que persistía en mí iba a naufragar si yo aceptaba la situación que traía aparejada el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad a medida que pasan los días se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida. Hace mucho tiempo que he comprendido que no he nacido para semejante esclavitud. Admito que es más probable que mi destino me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril, en medio del campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo de hule, donde duerme un muñeco que al decir de la gente "debe enorgullecerme de ser padre".
Yo no he podido concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento de verguenza y de lástima cuando un buen señor se entusiasma frente a mí con el pretexto de que su esposa lo ha hecho "padre de familia". Hasta muchas veces me he dicho que esa gente que así procede son simuladores de alegría o unos perfectos estúpidos. Porque en vez de felicitarnos del nacimiento de una criatura debíamos llorar de haber provocado la aparición en este mundo de un mísero y débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá incontables horas de dolor y escasísimos minutos de alegría.
Y mientras la "deliciosa criatura" con la cabeza tiesa junto a mi hombro soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos en la triangular verdura de un ciprés cercano, pensaba con qué hoja cortante desgarrar la tela de la red, cuyas células a medida que crecía se hacían más pequeñas y densas. Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente agudo para desgarrar definitivamente la malla, hasta que conocí al corcovado.
En esas circunstancias se me ocurrió la "idea" -idea que fue pequeñita al principio como la raíz de una hierba, pero que en el transcurso de los días se bifurcó en mi cerebro, dilatándose, afianzando sus fibromas entre las células más remotas- y aunque no se me ocultaba que era ésa una "idea" extraña, fui familiarizándome con su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba acostumbrado a ella y no faltaba sino llevarla a la práctica. Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover un escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría inferirle a mi novia, sumamente curiosa, la cual consistía:
Bajo la apariencia de una conmiseración elevada a su más pura violencia y expresión, el primer beso que ella aún no me había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado que jamás había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre.
Familiarizado, como les cuento, con mi "idea", si a algo tan magnífico se puede llamar idea, me dirigí al café en busca de Rigoletto.
Después que se hubo sentado a mi lado, le dije:
-Querido amigo: muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha besado ni lo besará. ¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero dudo que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero que para que se dé cuenta de mi cariño le diré que nunca la he besado. Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba de su amor hacia mí... y esa prueba consistirá en que lo bese a usted. ¿Está conforme?
Respingó el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó:
-¿Y quién me indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar?
-¿Cómo, mal rato?
-¡Naturalmente! ¿O usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa de su novia y como quien presenta un monstruo, le dirá: "Querida, te presento al dromedario".
-¡Yo no la tuteo a mi novia!
-Para el caso es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo, caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas gracias! Gracias por su buena intención, como le decía la liebre al cazador. Además, que usted me dijo que nunca la había besado a su novia.
-Y eso, ¿qué tiene que ver?
-¡Claro! ¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me besen? Puede no gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere obligarme? ¿O es que usted se cree que porque soy corcovado no tengo sentimientos humanos?
La resistencia de Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije:
-Pero ¿no se da cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas, el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense, infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a usted un recuerdo espléndido. Podrá decir por todas partes que ha conocido a la criatura más adorable de la tierra. ¿No se da cuenta? Su primer beso habrá sido para usted.
-¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado?
Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la "idea", le respondí:
-Y a vos, Rigoletto, ¿qué se te importa?
-¡No me llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que me ponga sobrenombres.
-Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente que he conocido?
Amainó el jorobadito y ya dijo:
-¿Y si me ultrajara de palabra o de hecho?
-¡No seas ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar? ¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés entonces la comedia de la dignidad?
-¡Rotundamente protesto, caballero!
-Protestá todo lo que quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad ¿no? Les chupás la sangre a todos los clientes del café que tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente no se encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa y calibre. ¿Con qué derecho, entonces, pretendés que te indemnicen si a vos te indemniza mi tontería de llevarte a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué más indemnización querés que el beso que ella, santamente, te dará, insensible a tu cara, el mapa de la desvergüenza!
-¡No me ultraje!
-Bueno, Rigoletto, ¿aceptás o no aceptás?
-¿Y si ella se niega a dármelo o quedo desairado?...
-Te daré veinte pesos.
-¿Y cuándo vamos a ir?
-Mañana. Cortáte el pelo, limpiáte las uñas...
-Bueno..., présteme cinco pesos...
-Tomá diez.
A las nueve de la noche salí con Rigoletto en dirección a la casa de mi novia. El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba una corbata plastrón de color violeta.
La noche se presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas en las bocacalles, y en el confín, tristemente iluminado por oscilantes lunas eléctricas, se veían deslizarse vertiginosas cordilleras de nubes. Yo estaba malhumorado, triste. Tan apresuradamente caminaba que el cojo casi corría tras de mí, y a momentos tomándome del borde del saco, me decía con tono lastimero:
-¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted?
Y de tal manera crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto lo hubiera arrojado de un puntapié al medio de la calzada.
¡Y cómo soplaba el viento! No se veía alma viviente por las calles, y una claridad espectral caída del segundo cielo que contenían las combadas nubes, hacía más nítidos los contornos de las fachadas y sus cresterías funerarias. No había quedado un trozo de papel por los suelos. Parecía que la ciudad había sido borrada por una tropa de espectros. Y a pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un bosque.
El viento doblaba violentamente la copa de los árboles, pero el maldito corcovado me perseguía en mi carrera, como si no quisiera perderme, semejante a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo que para concretarse se hubiera revestido con la figura abominable del giboso.
Y yo estaba triste. Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes. Comprendía que le iba a inferir un atroz ultraje a la fría calculadora; comprendía que ese acto me separaría para siempre de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida que cruzaba las aceras desiertas:
-Si Rigoletto fuera mi hermano, no hubiera procedido lo mismo.
Y comprendía que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda la vida lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento, por su falta de amor que le hiciera tolerable los días colmados por los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía que la mujer que me hubiera querido debía primero haberlo amado a él. De pronto me detuve ante un zaguán iluminado:
-Aquí es.
Mi corazón latía fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y, empinado sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba el moño de la corbata, me dijo:
-¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado...!
Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada.
Aunque sonreía, su mirada me escudriñaba con la misma serenidad con que me examinó la primera vez cuando le dije: "¿me permite una palabra, señorita?", y esta contradicción entre la sonrisa de su carne (pues es la carne la que hace ese movimiento delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa de su inteligencia discerniéndome mediante los ojos, era la que siempre me causaba la extraña impresión.
Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho, se detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada.
-Elsa, le voy a presentar a mi amigo Rigoletto.
-¡No me ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto!
-¡A ver si te callás!
Elsa detuvo la sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en trance de convertirme en un desconocido para ella. Señalándole una butaca dorada le dije al contrahecho:
-Sentáte allí y no te muevas.
Quedóse el giboso con los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de paja sobre las rodillas y con su carota atezada parecía un ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta al absurdo personaje.
Me sentí súbitamente calmado.
-Elsa -le dije-, Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante canalla que nos escucha. Óigame: yo dudo... no sé por qué..., pero dudo de que usted me quiera. Es triste eso..., créalo... Demuéstreme, deme una prueba de que me quiere, y seré toda la vida su esclavo.
Naturalmente, yo no estaba seguro de lo que quería expresar "toda la vida", pero tanto me agradó la frase que insistí:
-Sí, su esclavo para toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor de mi aliento.
Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento, ¿saben ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha militar con el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero.
Me volví al cojo y después de conminarle silencio, me expliqué:
-Vea, Elsa, y la única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto.
Los ojos de la doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló un instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy lentamente:
-¡Retírese!
-¡Pero!...
-¡Retírese, por favor...; váyase!...
Yo me inclino a creer que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo..., pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto, que hasta entonces había guardado silencio, se levantó exclamando:
-¡No le permito esa insolencia, señorita..., no le permito que lo trate así a mi noble amigo! Usted no tiene corazón para la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco, es indigna de ser la novia de mi amigo!
Más tarde mucha gente creyó que lo que ocurrió fue una comedia preparada. Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir, es que al escuchar los despropósitos del contrahecho me desplomé en un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso, con el semblante congestionado, tieso en el centro de la sala, con su bracito extendido, vociferaba:
-¡Por qué usted le dijo a mi amigo que un beso no se pide..., se da! ¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume de señorita como usted? ¿No le da a usted verguenza?
Descompuesto de risa, sólo atiné a decir:
-¡Calláte, Rigoletto; calláte!...
El corcovado se volvió enfático:
-¡Permítame, caballero...; no necesito que me dé lecciones de urbanidad!
Y volviéndose a Elsa, que roja de vergüenza había retrocedido hasta la puerta de la sala, le dijo:
-¡Señorita... la conmino a que me dé un beso!
El límite de resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse aparecieron en la sala su padre y su madre, la última con una servilleta en la mano. ¿Ustedes creen que el cojo se amilanó? Nada de eso. Colocado en medio de la sala, gritó estentóreamente:
-¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento de una alta misión filantrópica!... ¡No se acerquen!
Y antes de que ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la ventana, el corcovado desenfundó un revólver, encañonándolos.
Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así inmovilizados por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto parecíame de lo más extraordinaria y pintoresca.
Éste, dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó:
-¡Yo he venido a cumplir una alta misión filantrópica! Y es necesario que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a la humanidad mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme un té con coñac. ¡Es una vergüenza cómo ustedes atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora, que para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té!
¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba en mis cabales.
-Lo haré meter preso...
-Usted ignora las más elementales reglas de cortesía -insistía el corcovado-. Ustedes están obligados a atenderme como a un caballero. El hecho de ser jorobado no los autoriza a despreciarme. Yo he venido para cumplir una alta misión filantrópica. La novia de mi amigo está obligada a darme un beso. Y no lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que debo aceptarlo como una reparación que me debe la sociedad, y no me niego a recibirlo.
Indudablemente... si allí había un loco, era Rigoletto, no les quede la menor duda, señores. Continuó él:
-Caballero... yo soy...
Un vigilante tras otro entraron en la sala. No recuerdo nada más. Dicen los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es posible.

¿Y ahora se dan cuenta por qué el hijo del diablo, el maldito jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué yo he terminado estrangulándole?
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