martes, 20 de septiembre de 2011

El caballito de madera, de D. H. Lawrence





Es una familia de clase media, acomodada, es el padre, la madre, el hijo mayor, que es un niño llamado Paúl, y dos nenas. Una familia muy derrochadora de dinero, ¡eso sí!, sólo que un día se encuentran con que en la casa siempre hace falta más dinero. Se quejan siempre, sobre todo ella, la madre, y un buen día de esos, ocurre una extraña especie de milagro a la inversa, de las paredes de la casa, se empiezan a oír voces que dicen: “¡Hace falta más dinero!, ¡hace falta más dinero!, ¡hace falta más dinero!” Es como un susurro, los chicos las escuchan, nadie dice nada, ni lo dicen en voz alta, sólo lo comentan en susurros, pero el niño Paúl, él sufre mucho las voces, y se desespera porque quiere hallar una solución, entonces se va a su cuarto, donde tiene un caballito de madera y siempre lo monta (…tu, tu…tu, tu…tu, tu…tu, tu…) y le dice: “Llévame, llévame a donde está la suerte, te lo pido, te ordeno que me lleves a donde está la suerte, llévame a donde está la suerte, ¡que me lleves a donde está la suerte!”, le sale fuego por los ojos. Y el caballito seguía adelante y atrás, meciéndolo, bien obstinado y obsesionado (…tu, tu…tu, tu…tu, tu…tu, tu…). 
El tío Óscar que es un buen tipo, hermano de su mamá, un burrero viejo, apostador, le gustan las carreras de caballos del Derbi, del Ascol, le dice: “¡ah qué bueno!, y… ¿cómo se llama tu caballito?”. 
-Bueno tío, eh… no tiene nombre, pero verá usted, va variando, la semana pasada se llamaba Sansovino. 
El tío Óscar se queda muy extrañado, y le dice:  
-¡Qué raro sobrino!, así se llama el caballo que ganó el premio Ascol la semana pasada, Sansovino. Quieres decirme Paul, ¿cómo sabes esos nombres?, ¡qué coincidencia tan grande!, ¿cómo sabes tú de carreras de caballos? 
-Bueno tío, verá, siempre hablo de carreras con Basil, el jardinero de la casa, con él hablamos mucho de carreras. A veces estoy seguro del caballo que va a ganar… 
Por alguna extraña razón, el tío se da cuenta que le dice la verdad. 
-Mira…-le dice el tío- ¿tendrás algún dato de quién ganará la carrera esta semana? Digo…ja ja… yo que sé de estas cosas, uno nunca sabe quién va a ganar. Quiero que me digas qué caballo va a ganar en el Lincoln Chart. 
-Tío, no se lo digas a nadie pero el caballo que va a ganar es Dáfovil. 
-¿Dáfovil?... es un caballo de cuarta categoría, flacucho, debilucho, ¡pero bueno!, a lo menos acertaste que ese caballo participará esta semana, por esta única vez te voy a creer. 
El tío se lo lleva al Premio Lincoln Chart y Dáfovil ganó de punta a punta, el chico ganó $100, 000. Ahí es cuando el tío se asusta y le dice: 
-¿Qué pensarás hacer con el dinero? 
-Bueno, le vas a dar a un abogado $90,000 y que se las hagan llegar a mamá en su cumpleaños, pero que no sepa que soy yo, le vamos a hacer creer que algún pariente lejano y desconocido que murió le ha dejado ese dinero como parte de una herencia. 
-Como quiera hijito, ¡total!, el dinero es tuyo. 
Efectivamente, el tío Óscar hace una jugarreta con el abogado, y le llega un sobre a la madre, el día de su cumpleaños, que era la sorpresa que le quería dar Paul, que por una vez en la vida se pusiera contenta, ¡$90, 000! El chico sabía cuál era el sobre del abogado, estaba muy quietito, en la mesa del cumpleaños de la mamá, se hacía el tonto, lo miraba discretamente con mucho disimulo. La madre, abrió distraídamente unos cuantos sobres, cuando llegó al del abogado, lo abrió, lo leyó, y puso la cara estática, pasmada, helada. 
-Mamá, ¿no recibiste ninguna buena noticia para tu cumpleaños? 
-Sí…sí…se podría decir que recibí una buena noticia hijo-dijo en un tono atónito, patidifusa, como si estuviera muy lejos, en la nubes.  
Él se desconcierta muchísimo pero ocurre algo mucho peor que la actitud de su madre: las voces de la casa parecen volverse locas y decían: “Oh, oh, ahora hace falta más dinero que nunca, ahora sí, falta más, falta más, mucho más dinero, ahora sí, ahora es cuando hace falta más, más dinero que nunca, hace falta más todavía, todo el dinero del mundo, hace falta más dinero, hace falta más dinero, más, más, más…” 
Paúl se asusta muchísimo, no sabe qué hacer, estaba desesperado, él contaba con que ganando el dinero, de esa manera, su madre se iba a quedar conforme, que las voces se iban a callar para siempre y es al revés, se ponen histéricas las voces de la casa. 
Una noche, la madre sale a pasear, vuelve, y en la madrugada como a la una, en el cuarto de Paúl oye un ruido (…tu, tu…tu, tu…tu, tu…tu, tu…). Abre la puerta y el cuarto está oscuro, prende la luz y ve que Paúl está en su caballito de madera (…tu, tu…tu, tu…). 
-¡Mamá!, ¡mamá!, avísale a Basil, ¡Malabar!, ¡Malabar es el que va a ganar el Derbi mamá!, ¡Malabar!, ¡Malabar!, ¡es Malabar mamá!- y se cae del caballito. He aquí cuando la madre se da cuenta de que el niño se calcina de fiebre, pero era una fiebre tipo cerebral. Se corre el Derbi, y el chico está postrado en la cama, tirado, casi moribundo por la  fiebre y sube Basil, el jardinero: 
-¡Usted tenía razón, niño Paúl!, yo hice lo que usted me dijo, Malabar ganó de punta a punta niño Paúl, ganó el Derbi Malabar, ha ganado usted más de $900, 000, ¡yo hice lo que usted me dijo!, todo lo que usted me dijo. 
Entonces el niño reacciona de su fiebre, con los ojos rojos, como de fuego y festeja: 
-Mamá, $900, 000 mamá, ¡eso es tener suerte!, ¿no es cierto?, ¿no es cierto mamá?, ¿estás contenta?, ¡$900, 000!, ¡tengo suerte!, ¿no es cierto?, ¿no es cierto mamá que tengo suerte?, cuando yo subo al caballito de madera ahí sé, porque el caballito me lleva al lugar de la suerte mamá, él es nuestro amigo, nuestro amigo, ¿estás contenta mamá?, ¿se van a callar ahora las voces?, ¿eh?, ¿estás contenta?, ¡$900, 000!, el Derbi, Malabar… 
Esa misma noche Paúl murió… 
Mientras la pobre señora, agobiada por la reciente muerte de su hijo, se hallaba sola en la casa, seguía escuchando el eco infernal de las paredes: 
“Hace falta más dinero, hace falta más dinero, hace falta más dinero” 
Ella gritaba apesadumbrada… 
-Ya sé que hace falta más dinero, ambiciosas, ¡cállense!, ¡lárguense de aquí!, ¡no las soporto más! 
-¡Hace falta más dinero, hace falta más dinero, hace falta más…! 
-¡No, no, nooo!, ¡me aturden!, ¡váyanse ya!, ¡me están volviendo loca! 
-¡Hace falta más dinero, hace falta más dinero, hace falta más dinero! 
Vino el tío Óscar, vio a su hermana, y le dijo: 
-¡Qué horror Irmita!, has ganado $900, 000 y perdido un hijo. Más le valía a tu hijo Paúl dejar un mundo donde para ser un ganador tenía que subirse a su caballito de madera. 






martes, 13 de septiembre de 2011

La cabeza de mi padre, cuento de Alberto Laiseca


              
¿Por qué estoy aquí? Yo no sé por qué estoy aquí, ni quién es toda esta gente, no puedo entender nada, el personal directivo está vestido de blanco, nosotros con piyamas grises, sé perfectamente que esto es un manicomio, pero no es mi lugar, yo no estoy loco. Ahora, en verdad no sé por qué hice lo que hice, pero eso no quiere decir que esté loco. Lo quería mucho a mi padre, creo que mejor padre no puede tener un hijo que el que yo tuve, era como un gigante de cinco metros de altura, un genio, como un Dios, por tener el padre que tenía era realmente privilegiado, privilegiado…
Vivíamos juntos, yo solo con papá, desde que murió mamá cuando era muy chico, él me daba consejos, muy buenos consejos, era un verdadero padre, daba muy buenos consejos, lástima que yo no podía seguir ni uno, él por ejemplo me decía pero con justa razón:
 -¡Oye infeliz!, ya es hora de que estudies o trabajes que ya tienes 20 años, que no puedes seguir viviendo a costillas de tu padre toda la vida.
 Tenía razón papá, tenía toda la razón.
 -¡Oye!, otros chavales andan detrás de las chavalas, pero no tú, tú te quedas acá todo el día, así nunca me vas a dar un nieto, ya tienes 20 años, eres grande.
 Él tenía razón, papá siempre tenía razón, era un genio, todo, todo sabía, yo le quería decir a la muchacha, no me animaba a decírselo, pero cómo voy a hacer para acercármele, hay que conmoverlas, yo no sé cómo conmover a una mujer, si tú a una mujer no la conmueves nunca va a andar contigo por más joven y lindo que seas, y qué las voy a conmover yo que soy un yeso, así, todo apretado, duro, siempre mirando a las chavalas con ojos de huevo frito, si soy un infeliz, les tengo miedo, ¿ustedes no se sienten inseguros?, ¿no? Yo sí, toda la vida.
 Papá hacía la comida, era muy buen cocinero, yo no sé ni preparar un huevo frito, yo quise aprender cuando era chico, pero papá se reía de mí y me decía:
 -¡Eeeh!, ¡esto no es pa’ ti! La cocina es una cosa de artistas, tú no tienes talento pa’ esto, anda, anda, ¡ve y lava los platos!
 Eso sí, les voy a decir una cosa eh, soy muy buen carpintero, porque buen carpintero sí que soy, muy buen carpintero. En casa, en mis ratos libres, que eran los más, pues hacía mesitas, juguetes, sillas y todo muy perfecto, eso lo enojaba mucho a papá, decía:
 -¡Tú sí eres bueno pa’ hacer pamplinas!, ya que eres bueno pa’ hacer pamplinas, ¿por qué no te empleas en una carpintería? Así traerías un poco de dinero a casa, ¡pero no!, a ti ni se te ocurre, ¡ni se te ocurre!
 Yo me reía porque es algo que me pasa cuando me dan consejos y yo ya había pensado en emplearme en una carpintería, pero bastó que papá me dijese que me empleara en una carpintería para que se me fuesen las ganas, jaja, no sé por qué soy así, se me fueron las ganas.
 Yo soy un misterio, incluso para mí mismo, un misterio muy aburrido la verdad, pero misterio al fin, no sé por qué hice lo que hice, pero no estoy loco. Fue ahí donde empecé a pensar en la ballesta, ¿ustedes saben qué es una ballesta? Sirve para tirar flechas, es como un fusil pero sin pólvora, tira flechas con más precisión y más fuerza que un arco.
 Yo así en un paseíto que di, vi en una armería que había una ballesta, entré, le pedí al dueño que me la mostrara, la tuve en mis manos y en seguida comprendí el mecanismo, me fui a casa y ahí me fabriqué yo una, con maderas y bronce, soy muy buen carpintero. La probaba en el patio, a 10 metros la agarraba a tiros, entonces como siempre todos los días estábamos igual, a comer y después de comer, yo hacía como que me iba a mi cuarto para hacer cosas y él protestaba que “¡ah!, éste que no lava los platos en seguida después de comer, siempre dejando las cosas a lo último”, estaba refunfuñando mi apá y yo volvía a punta de pie a mi cuarto y le apuntaba con la ballesta, no le iba a tirar, ¿cómo le voy a tirar a mi padre?, ¡pues no!, a mi padre no le voy a tirar, pero me excitaba apuntarle a la cabeza con una flecha puesta, ¿cómo le iba a tirar?
 Hasta que una tarde, fue un día igual que cualquier otro, él me daba más y mejores consejos que nunca, y no sé por qué le dio por hablar de la Dolores, me dijo:
 -¡Oye!, a ti la Dolores te mira mucho, ¿qué esperás para ir y enamorarla?, así me darías un nieto.
 La Dolores es una muchacha de acá a la vuelta, es a la que a mí me hubiera gustado acercármele, claro que hubiera tenido hijos con ella, entonces, francamente cuando me dijo eso, ahí se me fueron las ganas de comer, le dije a papá que no tenía más hambre y me fui a mi cuarto y volví con la ballesta, como otras veces él estaba rezongando como siempre:
 -¡Eh!, este que no lava los cacharros en seguida después de comer, siempre dejando las cosas pa’ lo último.
 Estaba refunfuñando papá, y ahí sí apreté el gatillo, la flecha que tenía puntas de plomo pues yo les hice puntas de plomo, le entró en la nuca y cayó al piso sin ningún gemido, con convulsión… convulsión… no lo podía creer, yo creí que papá iba a vivir para siempre porque un hombre tan alto de cinco metros de altura, una mísera flecha no le puede hacer nada a papá, ¡pues no!, le entró como si fuera una bala.
 Me acerqué y vi que todavía estaba vivo, entonces le tiré otras cuatro flechas más en la cabeza, la primera no, la primera sentí una especie de odio y amor, o yo qué sé y no sé por qué, pero las otras cuatro no, las otras cuatro sí lo hice por caridad, por piedad, para que no sufra, para que no sufra, claro.
  Entonces me di cuenta que algo no estaba bien, me fui a mi cuarto y traje una almohada, le quité la flecha de la nuca que era la primera, la que había traído tol incordio, y lo puse a reposar, las otras 4 flechas no se las saqué, tenía como una corona de espinas, y es lo lógico porque para un padre tener un hijo como yo era una verdadera cruz, ¡eso es cierto!, por eso me sorprendió lo que me preguntó la policía, que por qué había hecho una cosa tan rara de sacarle la flecha de atrás y ponerlo boca arriba, pues para que repose, para que esté tranquilo, para que esté más cómodo, para eso lo hice.
 Ya hace 10 años que me han traído a este lugar, y no comprendo por qué, la verdad, yo siempre quise a mi padre, me daba tan buenos consejos. La cabeza de mi padre, siempre admiré a la cabeza de mi padre, el centro de todo su poder, la cabeza de un genio, la cabeza de un rey, la cabeza de un Dios.

martes, 6 de septiembre de 2011

Margarita o el poder de la farmacopea, de Adolfo Bioy Casares


No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión:
-A vos todo te sale bien.
El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:
-No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.
-El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho -contestaba. 
-Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.
-No el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda para la gente ordinaria.
A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de productos farmacéuticos. 
Mis triunfos, si los hubo, son quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de todas las farmacias de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa.
Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de "Caras y Caretas", la gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano recurre el mundo hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio. Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor.
En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo XIX, la típica niña que según una tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano con los ángeles.
Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo.
Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.
-Margarita no tiene la culpa. Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba conmigo.

viernes, 2 de septiembre de 2011

El tesoro, cuento de Alberto Chimal




En esos días vive en Frigia un muchacho. Se llama Nikias. Tiene doce años, la estatura propia de su edad, el cabello negro y rizado. Sus rasgos no son desagradables. Pero es enorme, monstruosamente gordo: pesa dos o acaso tres veces más que su padre. Es la vergüenza de sí mismo y de toda su familia.
Lo peor no es su lentitud, ni su debilidad, ni siquiera el aspecto repulsivo de sus carnes hinchadas en medio de los cuerpos esbeltos, elásticos de todos los otros chicos, sino el hecho de que su obesidad no se debe a la gula ni a la pereza. No come más que sus hermanos y participa, en la medida de lo posible, en los juegos y actividades que se consideran apropiados en su tiempo. En el nuestro, su condición podría describirse, acaso, como un desorden glandular. Pero en su ciudad todos creen que es víctima de algún mago, o acaso de un capricho de los dioses; son pocos los que lo miran sin recelo, y menos aún los que no temen sufrir males como el suyo, o más terribles, si se acercan a él.
Así, Nikias es un muchacho solitario, hosco, que debe soportar casi todos los días humillaciones y burlas. Pero hoy se siente un poco mejor que de costumbre: ha pasado la mañana entera atendiendo el puesto del mercado en el que su padre, alfarero, vende vasos y ollas. Es un honor que rara vez se le concede.
Y, para más orgullo, ha vendido mucho. Desde hace algún tiempo, ante la perspectiva de una nueva campaña —aún no anunciada pero ya motivo de rumores— contra el cercano reino de Lidia, todo se ha encarecido, la gente compra alimentos en vez de utensilios, y las tropas del rey, que patrullan el mercado y todos los lugares populosos, ahuyentan a muchos compradores. Pero Nikias, hoy, ha tenido clientela como si no hubiera inquietud alguna entre la gente. En verdad, varios compradores le hablaron con amabilidad, como si no pesaran sobre su cuerpo las especulaciones más desagradables.
Tal vez, piensa el muchacho mientras camina de vuelta a su casa, su padre acepte dejarlo encargado del puesto. Tal vez, incluso, le enseñe su oficio. Así ya no tendrá que ocuparse de las tareas más exigentes que casi siempre le son encomendadas, y que nunca hace bien (hace tiempo que no se engaña respecto de esto). La idea lo entusiasma: una vida sosegada y sin sobresaltos. Cuando menos, podría estar todo el día tras los recipientes, bajo el toldo que los cubre del sol, entre la multitud…
Ahora bien, cuando llega a su casa, su padre, un hombre severo y poco paciente, no le pregunta sobre su jornada en el mercado; no le pide cuentas; no le dice, en verdad, una sola palabra, y en cambio lo llama hacia sí con un gesto. Cuando lo tiene cerca, toca y aprieta las acumulaciones de grasa su pecho, sus brazos, su abdomen, sus muslos. Y al hacerlo sonríe.
Nikias se deja hacer, confundido, y apenas ha decidido ensayar una pregunta cuando su padre se aparta de él y sale de la casa. En ese momento entra su madre, desde la cocina, y tampoco dice nada pero lo abraza y llora.
Muy impresionado, Nikias entrevé, detrás de su madre, a sus hermanos, que permanecen juntos y lo miran. Pero las miradas no son las habituales de burla o, cuando más, piedad. Ellos también están asustados. Sin advertirlo, se tocan, como si buscaran apoyarse unos en otros. Sólo uno sonríe. Casualmente, es el mayor de todos, con el que tiene un pleito desde hace años por alguna causa tan nimia, probablemente hasta sin relación con el cuerpo de Nikias, que ambos la han olvidado.
¿Pero qué les sucede a todos? Su madre lo confunde aún más al explicarle, después de un suspiro muy profundo, que la situación de la familia es mucho más precaria de lo que los padres han querido admitir, y en verdad el oficio del padre ya no les da para comer. Nikias no puede argüir en contra de esto porque su madre prosigue, sin pausa, hablando de la fortaleza de su hijo, de su capacidad de soportar la carga de su defecto (así lo llama) y del dolor de ella al ver que no era como los demás. Pero ¿no le ha dicho siempre a Nikias que es su hijo, tan querido como todos los otros? ¿No le ha demostrado su cariño? Nikias asiente. Entonces, dice la madre, en este momento tan oscuro, Nikias debe recordar ese amor. Debe usarlo para sentirse más fuerte. Para cumplir con su deber con una sonrisa. No dice más porque rompe a llorar de nuevo. Nikias se pregunta qué debe hacer para consolarla cuando su padre vuelve, entra en la casa y los aparta con rudeza.
Ella da un grito inarticulado, ronco, al que el padre responde culpándola, diciendo que Nikias se ha echado a perder por ella, por sus constantes mimos. Que nunca le dio disciplina. Ella pregunta por lo que él acaba de hacer.
Él responde que así va a salvar a los demás: a los que pueden llegar a ser hombres fuertes y hermosos. Nikias, como en otras ocasiones, se siente herido al escuchar esto.
Entonces su padre hace algo extraño: toma su mano izquierda, la levanta y dice que no hará falta más. Que esa sola mano, blanda y pesada, pagará sus deudas.
Nikias se pregunta si, en contra de todo lo que ha sucedido entre ellos desde que recuerda, su padre lo aprecia. ¿Verá en él, acaso, talento verdadero para la alfarería? Pero no puede preguntarlo en voz alta porque, tras su padre, aparece un grupo de soldados que toman a Nikias, lo apartan de su madre y lo sacan de la casa.
Sin hablarle, a empujones, lo hacen caminar hacia el palacio del rey, que se alza en el centro de la ciudad. Esto asombra a Nikias pues al palacio, que (como dicen las leyendas) está hecho de oro puro, no se permite la entrada de ningún súbdito ordinario. Pero antes de llegar a la gran puerta lo conducen a una barraca, erigida sin mucho arte ante el palacio, y dejan, maniatado, en una fila que serpentea por el interior.
Cuando se han ido, Nikias piensa, como si recordara un sueño, que su madre gritó mientras los soldados se lo llevaban, que su padre le volvió la espalda y que sus hermanos ya no estaban allí.
Y, después de varias horas de pie, se da cuenta también que casi todos los otros prisioneros son corpulentos, pesados. Ninguno se acerca a su gordura, por supuesto, pero hay algunos hombres y mujeres rollizos, varios más muy musculosos. La única excepción son algunos grupos de niños, o de ancianos, atados juntos.
Dos mujeres, delante suyo, conversan. Parecen tristes, pero también resignadas. Las dos son viejas. Una menciona las necesidades de la guerra, que son siempre más grandes que en tiempos de paz. La otra asiente y agrega que ojalá Lidia sea derrotada de una vez por todas. Las dos concuerdan en que Frigia está cada vez más empobrecida y hacen, luego, una invocación extraña: ruegan porque sus cabezas sean lo bastante grandes.
Otra voz llama a Nikias, que se vuelve y ve entrar, conducido por otro grupo de soldados, a un viejo arúspice, cliente de su padre, que jamás lo trató con amabilidad ni consideración particular. Pero ahora el hombre llora como un niño y se acerca a Nikias para llamarlo amigo, compañero de infortunio.
Nikias no responde. El arúspice sorbe sus lágrimas y cambia de tema: le dice que el oro proviene del sol, y que es polvo caído del carro de Apolo, luz que cae en la tierra y la transforma en metal. También, que sólo Dionisos, rival y opuesto del dios del sol, podría haber concebido dar a un hombre poder semejante. Entonces entra en la barraca, precedido por varios cortesanos, el rey.
Viste sus famosas ropas de oro, calza sus sandalias de suelas y correas de oro. Todos se inclinan o son forzados a ello. Luego, mientras uno de los nobles lee nombres de una lista, los prisioneros son sacados de la fila y llevados ante el monarca.
Al ver lo que sucede al primer cautivo, Nikias comprende todo y siente un horror inmenso, que sólo crece mientras espera su turno. Pero cuando llega, y es llevado ante el rey, toma una decisión.
Y en voz alta, sin pensar, con una firmeza que hasta a él mismo sorprende, pide que su padre no reciba nada. Que él no lo desea. Ni un dedo siquiera. Nada, repite.
Todos los cortesanos abren la boca, ultrajados por su temeridad, pero el propio Midas se queda mirándolo, sorprendido, por un momento.
No le responde, sin embargo, y en lugar de hacerlo, tras sólo un instante de vacilación, toca la punta del dedo medio de la mano izquierda del muchacho.
Nikias puede ver cómo el color, el peso, el frío del metal inanimado devoran los dedos de su mano, luego la palma, luego la muñeca y el brazo. Pero el dolor es más terrible que cualquier otro que haya sentido, y, en verdad, más intenso que el que un ser humano puede soportar. Su corazón se detiene mucho antes de convertirse en oro. Apenas tiene tiempo de entristecerse por su destino.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...