jueves, 18 de octubre de 2018

Hora terminal de Alfonso Orejel


              

                                                                     U N O

           La luz gotea desde las ramas del cerezo. Un viento suave mueve sus hojas. Por la persiana se desliza, tímido, el brillo de la mañana. Sobre la cama yace el enfermo respirando pausadamente. Tiene los ojos hundidos. Su vena atada a la sonda que le alimenta un líquido amarillento.  Mangueras lo abastecen del oxígeno que sus pulmones débiles no pueden inhalar.  La boca se halla entreabierta y le da un aspecto de pez muriendo de asfixia.  Desde el extremo de la cama lo observa detenidamente. La mirada se humedece al cerciorarse de su lenta caída hacia la muerte.
          Sabe que son sus últimas semanas, tal vez, días. El deceso es inminente   y llegará tarde o temprano. Los doctores lo han vaticinado. El cáncer avanza minando su estructura interna, los tejidos se están volviendo polvo, y, por ello, no tardará en derrumbarse.
          Desde hace tres días se ha convertido en el vigía que lo ve partir hacia la nada. Los artefactos a los que está conectado, el suministro de inyecciones, las revisiones periódicas de su presión arterial y los lavados de pulmón parecen infructuosos para detener la enfermedad. No hay mejoría  y él se desespera al contemplar el estado  en que se encuentra.  
          Mira el reloj. En cualquier momento pasará la enfermera a aplicarle el medicamento. Se hará a un lado para no estorbar la maniobra. Se recogerá en un rincón y quizás aproveche su presencia  para ir al baño. El escalofrío lo posee mientras mira hipnotizado el chorro ruidoso cayendo en el ojo del excusado.
        Lleva dos días en el hospital del Seguro Social y su estancia en la ciudad se prolongará seguramente una semana más. El neumólogo pronosticó el fin en ese lapso aproximado. En la empresa en que  labora le dieron un permiso indefinido. No todos los días se va a morir nuestro padre, comentó con torpe cortesía el gerente quien sabe que la institución se enaltece con ese tipo de generosidades.

        Está triste. La tristeza que nace de manera natural de una relación cálida con aquel hombre que lo quiso y protegió desde su infancia. Un padre bueno, silente y afable que tuvo que trabajar el doble cuando su madre murió, en plena adolescencia. Lo recuerda por aquellas mañanas cuando salían a pescar y nunca capturaban algún pez importante pero para quitarse el sabor del fracaso pasaban por el mercado y adquirían un pargo o una lobina enorme. – ¡No íbamos a regresar a casa sin un pez!, decía con buen humor. Sonríe. Otra enfermera pasa frente a él y le devuelve la sonrisa.
       Vuelve al área de terapia intensiva. La enfermera ha realizado su trabajo.
        - Gracias, señorita.
        - Si se le ofrece algo llámeme.
      No distingue signo alguno de mejoría en el rostro demacrado del enfermo. Le preocupa la expresión dolorosa de sus gestos fugaces. Aquel sufrimiento le pertenece de algún modo. Sabe que el dolor ha maniatado su cuerpo. Imagina como el  cáncer va royendo su entraña, silenciosa e inexorablemente. Su pecho es un manantial intermitente del que  mana un dolor agudo que apenas se expresa en esos ayes que resbalan por la comisura de sus labios.
     Lo ha visto mover, desesperado, la cabeza, una y otra vez,  por el lento efecto de las medicinas, agobiado por esta fuerza que ciñe su entraña y que no cede. Se levanta de la silla para decirle  a la enfermera que le aumente la dosis de analgésicos para mitigar el dolor. Se angustia al extremo de suplicarle al doctor que  se encuentra de guardia que haga un poco más por él.
      -No se preocupe. Así es esto. Tómelo con calma. Su papá siente dolor pero  es el mínimo, créame.  Hacemos todo lo posible por reducirlo a su nivel más bajo. Pero si sigue inquieto le administraremos un sedante más fuerte. No se preocupe.
      Lo escucha, asintiendo con la cabeza.  Mira su blanca silueta perderse en el fondo del pasillo.

      Anochece. Desde las lámparas fluye una luz temerosa que palpa con lentitud el rostro de los enfermos. Se acerca a su padre. Acaricia su frente blanca que parece más amplia por la calvicie de los sesenta años. El cabello tan delgado como escaso es dócil ante los dedos que intentan peinarlo con suavidad. Tres grietas pronunciadas cruzan la planicie de esa frente de un extremo a otro. Bajo la nariz recta se halla un bigote que de manera natural se alinea brindándole una extraña dignidad a su cara decrépita.
      Su padre se mantiene imperturbable. Busca en su cara un signo de aprobación que lo reconozca, un mínimo movimiento afectivo que le permita saber que su estancia tiene sentido. Pasan las horas, los días y aún no encuentra esa señal. Deberá tener mayor paciencia. Al fin de cuentas es su padre y la enfermedad no es una elección.
 
      Había llegado con el propósito de acompañarlo en sus momentos últimos. Hacía cuatro años que no tenía contacto con él. Aproximadamente desde que se divorció. Ambos vivían solos y nadie hizo lo propio para acercarse al otro.
        Sin embargo, él, como hijo, se sentía culpable. Por eso pagaría con el tiempo necesario aquel olvido. Esta era una buena ocasión para reivindicarse aunque aquél no estuviera consiente de ello. Pero no tardaría en abrir los ojos y enterarse de su presencia.
        De ser necesario, lloraría todas las lágrimas que ha contenido durante estos años. Al fin de cuentas, los lazos de sangre mantienen un vínculo profundo, misterioso. Y de ese vínculo nacía aquella fuerza misteriosa que lo impulsaba a permanecer a su lado hasta el momento que fuera necesario. Estar a su lado le complacía. Era una demostración notable de afecto. Un ejercicio silencioso de sacrificio por el prójimo.

        En aquel pabellón hay una larga fila de camas donde los enfermos terminales son atendidos por el personal médico, a quien impulsa más un sentimiento de compasión que la certeza de que la ciencia podrá  hacer algo por ellos.
         En todos y cada uno, las esperanzas de recuperación son remotas. Pero el hospital, en un alarde de innecesaria humanidad, los trata infructuosamente de arrebatar a la muerte.
         Hacia la derecha un hombre 40 o 50 años languidece quejándose por el dolor que le atraviesa el vientre. Su madre, una anciana pequeña, envuelta en un rebozo gris, le limpia el sudor que tiene en su frente y le trata de dar consuelo. Aunque son inútiles para sofocar el dolor, los movimientos de sus manos son delicados y transmiten un amor discreto y silencioso. El enfermo huele mal por la diálisis a que está sujeto su cuerpo. A la señora no parece importarle aquello.

         Del otro lado se halla una mujer de mediana edad a quien le ha sido diagnosticado cáncer en los huesos. Está inmóvil. Sedada. Nadie la acompaña. Más allá se multiplican las camas de otros enfermos en condiciones similares. Este es el pabellón de los enfermos  condenados al cadalso, de aquellos que avanzan en el trampolín que los conduce al fin y sólo les falta dar el último paso. Este es pasillo que su padre camina con los ojos cerrados.
         La anciana absorta en la tarea de atender a su hijo cumple con la encomienda de vigilar la evolución de su salud. Después de acomodar la almohada, de alisar la sábana y cubrirlo hasta la cintura con la manta blanca, se sienta en la silla de Pepsi metálica y levanta la bolsa de ixtle para hurgar en ella. Saca un rosario con eslabones de plástico. Se acomoda el rebozo sobre la cabeza y, ajena a la gente que está alrededor, empieza a rezar.
          Apenas un susurro resbala por su boca, como una queja, como un tímido lamento. La voz tiembla en sus labios. Los ojos se concentran en los puños que juguetean con las perlas. Él admira su devoción, la cándida confianza con que ofrece su voluntad a esa fuerza superior. La envidia. Aprieta la mano de su padre y  cierra los párpados por unos instantes.
                                        
D O S

          - Papá...papá... Aprieta con ambas manos la mano inerte del anciano. Le habla con suavidad, como lo ha hecho tantas veces. Con cierta dosis de ternura, esperando una reacción. Nada ocurre. Le mira la cara enjuta, los vellos en la barbilla creciendo irregularmente, los ojos perdiéndose cada vez  más en la cavidad que los aloja, la piel untándose a los huesos, la manzana en la garganta más visible que nunca.
        Conoce ese rostro a fuerza de estarlo viendo con detenimiento durante estos meses. Ha aprendido a distinguir los cambios más imperceptibles que ocurren en él. Cuando la morfina entra en sus venas, cuando recibe el suero con nutrientes, cuando descansa plácidamente o cuando duerme atormentado.
       Se sienta. Echa un vistazo al reloj que pende de la pared de la estación de  enfermeras. Es un vistazo innecesario. Lo sabe. Da lo mismo saber la hora que no. Escucha el ruido del agua que cae sobre los utensilios de metal que emplean. Los mueven como trastos sucios. Le molesta. Suenan las ruedas  herrumbradas de una camilla que sale del pabellón  con  otro paciente menos. Lo llevan a la morgue para entregarlo a sus familiares. Así ha sucedido desde que llegó. Perdió la cuenta cuando iba más de 50. Entran los pacientes moribundos y en pocos días o semanas salen muertos.
         Es un ciclo lógico que no parece acatar su padre. Tiene la vaga impresión de que se hace el disimulado para evadir la partida. Lo ve de nuevo. Parece dormir. Sospecha que de algún modo emplea artilugios para mantenerse respirando. En ocasiones voltea de repente para ver si observa en su cara una sonrisa fugaz. Ignora si lo escucha, si desde sus párpados a veces temblorosos puede partir una mirada. Tiene ganas de identificar esa señal para saber que su presencia tiene sentido. Ha pasado tanto tiempo y se desespera sin recibirla.
      Su padre se halla arropado ahora  por la consentida promiscuidad de los enfermos. Un olor acedo emana de su piel, el aliento es fétido. Siente ahora una profunda repugnancia. Un gran desprecio que apenas alcanza a disimular. Es natural, sus órganos funcionan torpemente, la conciencia parece abandonar aquel cuerpo y éste empieza a pudrirse de manera inevitable. Sin embargo, con cuidado, limpia el sudor que aparece en su cara. Hace  demasiado calor en este sitio donde el hacinamiento humano y la indiferencia de las enfermeras compiten con rabia.
         Antes trataba de soportar ese olor sin protestar porque le parecía una canallada condenarlo, rechazarlo. Como si con esa actitud estuviera negándose a aceptar la custodia de su progenitor enfermo. Abrumado por una circunstancia de la que no era responsable él. Por eso, para castigarse, en ocasiones respiraba hondo, tratando de llevar aquel olor a los rincones más íntimos de sus pulmones.
          Ahora era diferente. Aquel amasijo de malos olores le producía una repugnancia enorme. Solía hacer largas caminatas por la sala para evitar aquel olor que penetraba en su nariz pero otros enfermos se hallaban en condiciones similares. Miraba algunos crucifijos encima de las camas. Testigos de ojos petrificados. ¡Le parecían tan inútiles! Cada enfermo iba muriendo poco a poco, cada uno parecía avanzar al patíbulo dócilmente, bajo la mirada indolente de aquellos Cristos.

          Conoce la cantidad de mosaicos que tiene a lo largo este pabellón, las leves grietas que tienen las paredes, las llaves de oxígeno en mal estado, los rostros y las corpulencias de las enfermeras. Ha caminado tantas veces por aquí. Al final hay una ventana que da hacia el jardín en la planta baja de este edificio. Siempre está solo y solamente sirve como un espacio que separa los dos módulos del hospital.
           Observa un pájaro que picotea el pasto. A pesar de ser negro y de  patas largas, con  los ojos feos y el pico rústico, tiene cierta gracia, salta de un lugar a otro. No encontró alimento y decide largarse. Alza las alas delgadas y emprende el vuelo. La superficie verde queda de nuevo despoblada. Al menos ese pájaro tiene las agallas para marcharse. ¡Qué alegoría más barata para explicar su reclusión!

          El invierno ha desnudado los pocos árboles que alargan sus ramas hasta el segundo piso. El viento helado agita las pocas hojas que han quedado en ellas. El pabellón se mantiene a una temperatura estable por la calefacción.
          Los familiares de los nuevos enfermos que ingresan al hospital visten suéteres o abrigos para enfrentar el frío. Algunos padecen de gripe o catarro y se sacuden la nariz repetidamente. Las hondas gélidas atraviesan la ciudad. Los días duran menos y las noches se prolongan.
          Escucha risas en la estación. Dos enfermeras conversan animadamente mientras gesticulan con discreción. No se molesta. Al contrario, le gusta escuchar de nuevo el sonido de las carcajadas. Ya se estaba acostumbrando a no hacerlo. Hace tanto que no ríe de esa manera.
         Cuando sale a la casa de su padre  –una casa austera, pequeña y con pocos utensilios domésticos- para asearse o dormir acostado algunas horas, sospecha que su padre aprovechará la oportunidad para morirse y tenerle esa buena noticia al regresar de nuevo al hospital. Pero no se queda mucho tiempo en ella. Le incomoda su estrechez y frialdad. Es la habitación de un solitario. Semejante a la suya.
          Prefiere volver porque al menos en el hospital su presencia tiene algo de heroísmo. Su padre en  cualquier momento puede abrir los ojos, identificarlo y después morir. Solamente necesita ese instante para justificarlo todo. No espera más. Por la ventana que se localiza a un costado de la última cama, justo a la derecha de aquella donde yace su papá, el cerezo cobra una apariencia de fragilidad con sus ramas completamente desnudas.  

T R E S

          Escucha el martilleo. Tac-tac, tac-tac, tac-tac. Es incesante. Cada golpe es idéntico al siguiente y al anterior. Tac-tac, tac-tac, tac-tac. Cada segundo cae al mismo ritmo. Un ritmo monótono, seco, uniforme. Cada segundo tiene la misma factura, la misma composición. Caen y caen y no cesan de caer. Y en el nicho del oído está el punto donde éstos se sumergen. Segundos herméticos, puntuales, perfectos. Segundos que suceden unos a otros con una disciplina extrema, con un frenesí desquiciante, rígidos,  impasibles, insensatos. Lentos. Sádicamente lentos. Bajo la servidumbre de un tiempo que no  se sacia nunca. De un tiempo que los aletarga para prolongar la agonía.

         El tiempo que transcurre sin la menor prisa, que respira con la mínima frecuencia para exaltar sus sentidos. El tiempo despiadado que aumenta el volumen del golpeteo  de aquellos segundos  insaciables e indolentes. Estos segundos que han perforado su paciencia, que lo sacan de quicio y no tardarán en enloquecerlo.

Levanta la cabeza y mira el reloj blanco con manecillas negras del que saltan esos segundos, colgado, en aparente inocencia, sobre la pared.

          Se lleva la mano a la barbilla. Acaricia los vellos que la cubren con una capa delgada de felpa obscura. Desde hace algunas semanas decidió no rasurarse más. Es un  buen momento de mostrar su descontento. Su propia ropa está descuidada y sucia. Su aspecto tiene los evidentes signos del abandono.

         Han pasado seis meses y ya está harto de esperar. A  estas alturas ya lo habrán despedido del trabajo. Se cansó de estar renovando el permiso y tal vez el dueño de la empresa buscó algún suplente. Un moribundo con buenos modales se moriría en un lapso prudente, no abusaría de la paciencia de los demás. Pero su padre parece ignorar tales reglas de cortesía.
          Desea huir, alejarse de aquella entidad enferma, emisora de quejidos tenues y respiraciones entrecortadas. Aquel hombre que solía abrazarlo de niño, pasar la palma abierta sobre su cabeza y alentarlo a golpear el balón con fuerza se había convertido en una masa informe, incapaz de expresar emoción y sentimiento alguno.
          La esperanza de identificar a ese padre a través, al menos, de una  mirada, de un apretón de manos o una sonrisa se desvanecía. Su cuerpo era un vegetal, un tronco pudriéndose, un ser al que habían arrancado de raíz el alma. No, ese  sujeto no puede ser su padre. Es una cáscara vacía que el viento no tardará en derribar definitivamente. Quedarse a su lado no tiene ya sentido.
         Se ha cansado de mirarlo morir sin prisa, tomándose todo el tiempo del mundo para hacerlo.  Y le molesta su necedad, su renuencia a entregarse al fin. A pesar de que los enfermos que  lo han acompañado durante esos largos meses en esa travesía ya se han marchado, convencidos de la inutilidad de vivir con el dolor a cuestas.
       Pero su padre no parece darse por enterado. Cuantas veces lo ha observado fingiendo indiferencia o desdén ante el deceso de los otros, sus compañeros, sus semejantes. Como si continuar resistiendo el embate del  cáncer fuera heroico. Intuyendo en su somnolencia que esa vida que sostiene con un hilo vale la pena seguirla viviendo.

          El tedio, como un cáncer más temible, lo ha invadido. El tedio es un sopor que impregna el ambiente, penetra en los huesos y debilita la voluntad. Es el transcurrir anodino de las horas bajo el dominio de un letargo que embota los sentidos. Contempla la lentísima muerte de su padre y se desespera. Porque su  demorado deceso no encuentra desenlace. La espera se alarga innecesariamente. Bosteza una y otra vez. Su boca exhala quejidos. Él lo ve y en su propia boca nace un bostezo que se agranda hasta el límite. ¡Es tan aburrido verlo morir!
         Una desesperación sorda, inexpresable, hace presa de él. ¡Por cuánto tiempo ha vivido esta rutina circular, idéntica a sí misma, desprovista de intensidad o tensión dramática!

          Las enfermeras pasan, llevando las inyecciones, los sueros, las sábanas. El golpe de sus zapatos de goma en el piso es igual al de todos los días. Su voz, sus desplazamientos, sus gestos, los mismos. Los enfermos terminales articulan sus quejidos, respiran apresuradamente y se envuelven en silencios dolorosos.
         En infinitas ocasiones ha visto repetirse este comportamiento. Está harto. Está aburrido. Ha pensado en todos sus asuntos, le han dado vuelta por la cabeza tantos recuerdos, ha agotado todos los temas que ya no tiene más en que concentrarse. Se deja llevar por esta marea  somnolienta.
          Abre los ojos. Ve a su alrededor. Los enfermos y su quejumbre, los crucifijos sobre las camas, los pasos de las enfermeras, los sueros colgados de los percheros, el llanto de los dolientes. La terquedad de su padre en mantenerse vivo. Su grandiosa ingratitud. ¿No eran ya suficientes los 200 días que había pasado a su lado? ¿No le bastaba su sacrificio?
       Tal vez aquella obstinación por mantenerse respirando nacía de algún rencor que no alcanzaba a vislumbrar. Esta enfermiza espera obedecía a un ajuste de cuentas con su propio hijo. Por supuesto que hasta ese momento lo sabía.
         Claro, no se había dado cuenta de ello: su agonía silenciosa era un acto premeditado para  arrancarlo de su vida hecha, para joderlo. Era de tal magnitud el rencor que, aún dominado por la inconsciencia, era capaz de infringirle ese daño. Porque se moría y se moría y se no acababa – por su puta madre – de morir.
          Suspira profundamente y mira su semblante pálido, el cuerpo flaco, la cama revuelta, la ventana, las ramas reverdeciendo, el aire de primavera moviendo las hojas, el cerezo –ensimismado- abriendo sus flores de pétalos rojos, coloreados por la luz solar.  Cierra los ojos.              


lunes, 1 de octubre de 2018

El huevo. Howard Fast


Fue un hecho afortunado, como lo reconocieron todos, que Souvan estuviera a cargo de las excavaciones –167-arco II, porque aunque era un arqueólogo de segundo orden, su hobby o afición lateral era las excentricidades de las ideas sociales de la segunda mitad del siglo veinte. No era simplemente un historiador, sino un estudioso cuya curiosidad lo llevó por los pequeños atajos olvidados por la historia. De otra manera, el huevo no hubiera recibido el tratamiento que tuvo.
La excavación tenía lugar en la parte norte de una región que en tiempos antiguos se había llamado Ohio, perteneciente a un ente nacional conocido como Estados Unidos de América en aquel entonces. Había sido una nación tan poderosa que había resistido tres incendios atómicos antes de desintegrarse, y por eso era más rica en tesoros enterrados que cualquier otra parte del mundo. Como lo sabe cualquier escolar, fue sólo en el siglo pasado que logramos llegar a entender las antiguas costumbres sociales de las últimas décadas de la era anterior. No es muy fácil superar una brecha de tres mil años, y es muy natural que la edad de la guerra atómica esté más allá de la comprensión de los seres humanos normales.
Souvan había pasado años de investigación calculando el lugar exacto para la excavación, y aunque nunca lo había declarado públicamente, no estaba interesado en refugios atómicos sino en otra manifestación de aquella época, una manifestación olvidada. Habían sido tiempos de muerte (el mundo no había visto antes tantas muertes), y por eso habían sido tiempos en que se había tratado de conquistar la muerte, mediante curas, sueros, anticuerpos, y mediante algo que le interesaba a Souvan de manera especial: el método de congelación.
A Souvan le interesaba sobremanera la cuestión de la congelación. Según sus investigaciones, parecería que al comenzar la segunda mitad del siglo veinte, se habían congelado órganos humanos así como también animales enteros. Los más simples habían sido descongelados y revividos. Algunos médicos habían concebido la idea de congelar a seres humanos que padecían enfermedades incurables, manteniéndolos luego en hibernación hasta que se hubiera descubierto la cura de la enfermedad en cuestión. Para entonces, en teoría, se los reviviría para curarlos. Si bien sólo los ricos aprovecharon las ventajas del método, fueron varios cientos de miles de personas las que lo utilizaron (no se conocía a ciencia cierta si alguien había sido revivido y curado), y los centros construidos a tal efecto fueron destruidos por los incendios y los siglos de barbarie y salvajismo.
Sin embargo, Souvan había hallado una referencia a uno de esos centros, construido durante la última década de la era atómica. Era subterráneo y aparentemente tenía compresores accionados por energía atómica. Los años de trabajo e investigación estaban a punto de dar fruto. Habían hundido el socavón a unos cien pies dentro de la materia como lava que estaba al sur del lago, y ya habían llegado a las ruinas de lo que parecía ser la instalación que buscaban. Ya habían penetrado en el antiguo edificio y ahora, armados con poderosos reflectores, picos y palas, Souvan y los estudiantes que lo ayudaban caminaban por las ruinas, pasando de habitación en habitación y de sala en sala.
Sus investigaciones y cálculos no lo habían defraudado. El lugar era precisamente lo que había esperado: un instituto para la congelación y preservación de seres humanos.
Entraron en todas las cámaras donde estaban apilados los ataúdes. Parecían las catacumbas cristianas de un pasado remotísimo. La energía que impulsaba los compresores se había detenido hacía tres milenios y hasta los esqueletos dentro de los ataúdes se habían convertido en polvo.
–Ahí termina el sueño de la inmortalidad del hombre –pensó Souvan, preguntándose quiénes habrían sido esos pobres diablos y cuáles habrían sido sus últimos pensamientos antes de ser congelados para desafiar lo más ineludible del universo, el tiempo mismo. Sus estudiantes charlaban excitados, y si bien Souvan sabía que su descubrimiento sería recibido como uno de los más importantes de su tiempo, se sentía profundamente decepcionado. Él había esperado encontrar algún cuerpo bien preservado en alguna parte, y con ayuda de la medicina, al lado de la cual la del siglo veinte había sido bastante primitiva, volverlo a la vida y así obtener un informe directo de esas misteriosas décadas en que la raza humana, en un ataque de locura generalizado en el mundo entero, se había vuelto contra sí misma destruyendo no sólo el 99 % de la humanidad sino también todas las formas de vida animal existente. Sólo habían sobrevivido datos muy incompletos de las formas de vida de esa época, mucho menos de los pájaros que de otros animales, a tal extremo que las maravillosas criaturas aéreas que surcaban los vientos del cielo eran parte integrante de mitos más que de la realidad histórica.
El sueño dorado de Souvan, ahora destrozado, había sido encontrar un hombre o una mujer, un ser humano que hubiera sido capaz de arrojar luz sobre el origen de los incendios provocados por las naciones de la Tierra para destruirse entre sí. Por todas partes se veían importantes trozos de esqueletos que permanecían intactos, como un cráneo que presentaba un maravilloso trabajo de restauración en la dentadura (Souvan quedó impresionado por la eficiencia técnica de los antiguos), un fémur, un pie, y en un ataúd encontró un brazo momificado, lo que lo sorprendió. Todo esto era fascinante e importante, pero nada si se lo comparaba con las posibilidades inherentes a su sueño destrozado.
No obstante Souvan inspeccionó todo con gran cuidado. Condujo por las ruinas a sus estudiantes, y no se perdieron nada. Examinaron más de dos mil ataúdes, en los que no encontraron más que el polvo de la muerte y del tiempo.
Pero el sólo hecho de que la instalación hubiera sido construida a tal profundidad sugería que pertenecía a la última parte de la era atómica. Indudablemente los científicos de la época se habrían dado cuenta de la vulnerabilidad de la energía eléctrica cuyo origen no fuera atómico, y a menos que los historiadores estuvieran equivocados, ya se utilizaba la energía atómica para la producción de electricidad.
Pero, ¿qué clase de energía atómica? ¿Cuánto tiempo podría funcionar? ¿Dónde había estado la planta de energía? ¿Utilizaban el agua como agente refrigerante? En ese caso, la planta de energía estaría en la ribera del lago, ahora convertida en vidrio y lava. Posiblemente no habían llegado a descubrir cómo se construía una unidad atómica autónoma capaz de producir energía por lo menos para cinco mil años. Si bien no habían encontrado una planta así en ninguna de las ruinas, había que considerar que la mayor parte de la civilización antigua había sido destruida por los incendios y por eso sólo habían sobrevivido fragmentos de su cultura.
En ese momento de sus meditaciones fue interrumpido por el alarido proferido por uno de sus estudiantes, cuya tarea era detectar radiaciones.
–Tenemos radiación, señor.
No era extraño en una excavación a bajo nivel, pero muy inusual a esa profundidad.
–¿Cuánto?
–De 003. Muy baja.
–Muy bien –dijo Souvan–. Guíenos, proceda lentamente.
Sólo faltaba examinar un recinto, una especie de laboratorio. ¡Qué extraño cómo los huesos perecían pero sobrevivían la maquinaria y los equipos! Souvan caminaba detrás del detector de radiaciones, y detrás de él todos los otros, desplazándose con gran lentitud.
–Es energía atómica, señor, ahora 007, todavía inofensiva. Creo que ésa es la unidad, la que está en el rincón, señor.
Del rincón se oía un murmullo muy débil.
Había una gran unidad sellada conectada por un cable a una caja de unos treinta centímetros cuadrados. La caja, construida de acero inoxidable, en partes todavía brillante, emitía un sonido apenas audible.
Souvan se volvió a uno de sus discípulos.
–Análisis de sonido, por favor.
El estudiante abrió una caja que llevaba, la puso sobre el suelo, ajustó los diales, y leyó los resultados.
–Es un generador –dijo, excitado–. Activado por energía atómica, más bien simple y primitivo, pero increíble. No demasiada energía, pero constante. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
–Tres mil años.
–¿Y la caja?
–Presenta algunos problemas –dijo el estudiante–. Parece que hay una bomba, un sistema de circulación, quizás un compresor. El sistema está funcionando, lo que indicaría que hay refrigeración en alguna parte. Es una unidad sellada, señor.
Souvan tocó la caja. Estaba fría, pero no más fría que los demás objetos metálicos que había en las ruinas. Bien aislado, pensó, maravillándose nuevamente del genio técnico de esos antiguos.
–¿Qué porcentaje –preguntó al estudiante– estima que está dedicado a la maquinaria?
El estudiante volvió a tocar los diales y estudió las agujas de su detector de sonido.
–Es difícil decirlo, señor. Si quiere algo aproximado, yo diría que un ochenta por ciento.
–Así que si contiene un objeto congelado, debe ser muy pequeño, ¿verdad? –preguntó Souvan, tratando de que no se notara que le temblaba la voz de ansiedad.
–Muy pequeño, sí señor.
Dos semanas más tarde Souvan habló por televisión. Habló para la gente. Con el final de los grandes incendios atómicos de hacía tres mil años se habían terminado las razas y los idiomas. Las pocas personas que sobrevivieron se juntaron y se casaron entre sí, y de todas las lenguas salió una sola. Con el tiempo se propagaron a los cinco continentes de la Tierra.
Ahora había medio billón de habitantes. Volvía a haber campos de trigo, huertos y bosques, y peces en el mar. Pero no existía el canto de los pájaros ni el grito de ninguna bestia, porque ni bestias ni pájaros habían sobrevivido.
–“Sin embargo, algo sabemos acerca de los pájaros.” –dijo Souvan, un poco nervioso porque era la primera vez que hablaba por el circuito mundial. Ya les había contado acerca de sus cálculos, la excavación y el hallazgo.
–"No es mucho, desgraciadamente, porque no ha quedado ninguna imagen ni representación de un pájaro. Pero durante nuestras investigaciones hemos tenido la suerte de encontrar algún libro que mencionaba a los pájaros, o un verso, una referencia en una novela. Sabemos que su hábitat era el aire, que volaban sobre alas extendidas, no como vuelan nuestros aviones impulsados por sus chorros atómicos, sino como nadan los peces, con belleza y gracia. Sabemos que algunos era pequeños, otros muy grandes, y sabemos también que estaban cubiertos por una pelusa que llamaban plumas. Pero cómo era exactamente un ave o una pluma o un ala, eso no lo sabemos, fuera de la imaginación de nuestros artistas, que tantas veces han imaginado a los pájaros.”
–"Bien, en el último cuarto que examinamos en el extraño lugar de resurrección construido por los antiguos en América, en la única célula de refrigeración que todavía funcionaba, descubrimos una cosita ovoide que creemos que es el huevo de un pájaro. Como saben, existe una disputa entre los naturalistas; algunos sostienen que no es posible que una criatura de sangre caliente se reproduzca por medio de huevos, otros dicen que sí, que es igual que los insectos y los peces, pero esa disputa no ha sido resuelta todavía. Muchos hombres de ciencia de gran reputación creen que el huevo del pájaro era simplemente un símbolo, un símbolo mitológico. Otros sostienen con igual firmeza que los pájaros se reproducían poniendo huevos. Quizá podamos por fin resolver esta disputa.”
–"De cualquier modo, ahora verán el dibujo de un huevo"
En las cámaras de televisión apareció una cosa pequeña, de una pulgada de largo, y toda la gente de la Tierra la miró.
–"He aquí el huevo. Lo hemos sacado de la cámara de refrigeración con el mayor de los cuidados, y ahora está en una incubadora que le hemos construido especialmente. Hemos analizado todos los factores que podrían indicarnos cuál sería el calor adecuado, y ahora que hemos hecho todo lo posible, debemos esperar. No tenemos idea de cuánto tiempo llevará la incubación. La máquina que se usó para congelarlo y mantenerlo fue probablemente la primera de su tipo que se construyó (tal vez la única), y seguramente se planeaba congelar el huevo por un período muy breve, quizá para comprobar la eficacia de la máquina. Sólo podemos tener esperanzas de que, tres mil años después, quede un germen de vida".
Pero Souvan tenía mucho más que esperanzas. El huevo había sido puesto bajo el cuidado de una comisión de naturalistas y biólogos, pero como él había sido su descubridor, Souvan podía estar presente en todo. Ni sus amigos ni su familia lo veían. Vivía en el laboratorio, comía y dormía allí. Las cámaras de televisión, fijas sobre el minúsculo objeto en la incubadora de vidrio, informaban en la hora de su progreso a todo el mundo. Souvan, junto con la comisión de científicos, no podían apartarse del lugar. El arqueólogo se despertaba y en seguida recorría los silenciosos corredores para ir a mirar el huevo. Cuando dormía, soñaba con el huevo. Observó cientos de dibujos hechos por artistas sobre pájaros, y recordó antiguas leyendas de seres metafísicos llamados ángeles, preguntándose si no habían tenido origen en alguna especie de pájaro.
Él no era el único cuyo interés era fanático. En un mundo sin fronteras; sin guerras ni enfermedades, casi sin odio, no había sucedido nada tan excitante como el descubrimiento del huevo. Millones y millones de personas observaban el huevo en sus televisores. Millones soñaban con lo que podría llegar a convertirse.
Y luego sucedió. A los catorce días Souvan fue despertado por uno de los ayudantes del laboratorio.
–¡Está saliendo del cascarón! –exclamó–. ¡Venga, Souvan, que está saliendo!
Todavía en su ropa de dormir, Souvan corrió al cuarto de la incubadora, donde ya estaban reunidos los naturalistas y los biólogos junto a la máquina. En medio de las voces se oía el ruego de los camarógrafos pidiendo más espacio para la imagen. Souvan los ignoró, abriéndose paso para ver.
Estaba sucediendo. Ya la cáscara estaba agrietada, y mientras observaba vio un pequeño pico que se abría paso, seguido de una bolita de plumas amarillas. Su primera reacción fue de gran desilusión. ¿Así que éste era un pájaro? ¿Esta minúscula e informe bolita de vida parada sobre dos patas que apenas si podía caminar, y que evidentemente era incapaz de volar? Luego su entrenamiento científico lo hizo razonar asegurándole que el infante no necesariamente se parece al adulto, y que el hecho de que emergiera vida de un antiguo huevo congelado era el milagro más grande que hubiera presenciado.
Ahora se hicieron cargo de todo los naturalistas y los biólogos. Ya habían determinado, recomponiendo todos los fragmentos de información que poseían, y utilizando el ingenio, además, que la dieta de la mayoría de los pájaros debía haber consistido de raíces y de insectos, y ya tenían preparado todas las variaciones posibles de dietas, listos para ver cuál era la mejor para el velloncito amarillo. Trabajaron siguiendo el instinto pero también rezando, y por suerte hallaron una dieta adecuada.
Durante las semanas siguientes el mundo y Souvan observaron la cosa más maravillosa, el crecimiento de un polluelo que llegó a convertirse en un hermoso pájaro cantor. Lo trasladaron de la incubadora a una jaula y luego a otra jaula más grande, y luego un día extendió las alas e hizo el primer intento para volar.
Casi medio billón de personas gritaron de alegría, pero nada de esto sabía el pájaro. Cantó, débilmente al principio, luego cada vez con más fuerza. Hizo sus trinos, y el mundo escuchó con más interés que el que prestaba a sus grandes orquestas sinfónicas.
Construyeron una gran jaula de, treinta pies de alto, cincuenta de largo y cincuenta de ancho, y colocaron la jaula en el medio de un parque, y el pájaro volaba y cantaba dentro de la jaula como si fuera una veloz bola sonora.
Millones de personas iban al parque a ver el pájaro con sus propios ojos. Atravesaban los continentes y los anchos mares. Llegaban de todos los confines de la Tierra para ver el pájaro.
Quizás algunos de ellos sintieron que les cambiaba la vida, así como Souvan sintió que su vida había cambiado. Vivía ahora con los sueños y recuerdos de un mundo que había existido, un mundo en el que esos bailarines plumados eran cosa de todos los días, en el que el cielo estaba lleno de sus formas que planeaban, se precipitaban y bailaban. Vivir con ellos debe haber sido un goce sin fin. Verlos desde la puerta de la casa, observarlos, oír sus trinos de la mañana hasta el atardecer debe haber sido un éxtasis. Iba a menudo al parque (tan a menudo que interfería con su trabajo), se abría paso entre las inmensas muchedumbres hasta que se acercaba y podía ver el rayito de sol que había regresado al mundo desde la inmensidad de los tiempos y un día; parado allí, miró la lejanía azul del cielo y supo lo que debía hacer.
Era una figura de fama mundial, así que no le fue difícil que el Consejo le diera audiencia.
Parado ante el augusto cuerpo de cien hombres y mujeres que administraban todo lo relacionado con la vida en la Tierra, esperó hasta que el presidente del consejo, un venerable viejo de barba blanca y más de noventa años, le dijo:
–Te escuchamos, Souvan.
Estaba nervioso, intranquilo, pero sabía qué era lo que debía decir y juntó ánimos para decirlo.
–El pájaro debe ser puesto en libertad –dijo Souvan.
Se hizo un silencio que duró varios minutos, hasta que se puso de pie una mujer y le preguntó, no sin amabilidad:
–¿Por qué dices eso, Souvan?
–Quizá porque, sin querer ser egoísta, estoy en condiciones de decir que mi relación con el pájaro es especial. De cualquier manera, ha entrado en mi vida y en mi ser, dándome algo de lo que antes carecía.
–Posiblemente lo mismo nos pase a todos, Souvan.
–Posiblemente, y por eso sabrán lo que siento. El pájaro está con nosotros desde hace más de un año. Los naturalistas con los que he discutido creen que un ser tan pequeño no puede vivir mucho. Vivimos por amor y hermandad.
Damos porque recibimos. El pájaro nos ha dado el don más precioso, un nuevo sentido de la maravilla que es la vida. Todo lo que podemos darle en cambio es el cielo azul, para el que fue creado. Es por eso que sugiero que soltemos el pájaro.
Souvan se retiró y los consejeros se pusieron a hablar entre ellos, hasta que al día siguiente anunciaron al mundo su decisión. Iban a soltar el pájaro. La explicación que dieron fueron las palabras de Souvan. Así llegó un día, no mucho después, en que medio millón de personas se agolparon en las colinas y valles del parque donde estaba la jaula, mientras medio billón más miraba en sus televisores.
Había miles de largavistas enfocados sobre la jaula. Souvan no tenía necesidad de ellos, porque estaba junto a la jaula. Observó cómo corrían el techo de la jaula, y luego observó al pájaro.
Se quedó sobre la percha, cantando con todos sus bríos, mientras un torrente de sonidos brotaba de su pequeña garganta. Luego, de alguna manera, se dio cuenta de la libertad. Voló, primero dentro de la jaula, luego en círculos, elevándose cada vez más alto hasta que sólo fue un aleteo brillante de sol, y luego nada más.
–A lo mejor regresa –dijo alguien que estaba cerca de Souvan.

Extrañamente, el arqueólogo deseó que no fuera así. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero sentía una alegría y una plenitud que nunca había experimentado en su vida.




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