jueves, 28 de abril de 2011

La tristeza, cuento de Antón Chéjov


            La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.

           El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Se diría que ni un alud de nieve que le cayese encima le sacaría de su quietud.

          Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Se halla sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
        
Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.

        -¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.

        -¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?

Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
       
-¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
     
 -¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!
       Siguen oyéndose los insultos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confundido, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de despertar de un sueño profundo.

-¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice con tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
      
Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.

El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
-¿Qué hay?

Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
-Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...

-¿De veras?... ¿Y de qué murió?

Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
-No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.

-¡A la derecha! -oye de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!

-¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!

Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.

Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.

Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.
Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!

Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y jorobado.
-¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte kópeks por los tres!
Yona coge las riendas, se endereza. Veinte kópeks es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.

Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.

           -¡Bueno, en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...

            -¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...

            -¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.

            -Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-.
      Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.

      -¡Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
      -¡Palabra de honor!

     -¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.

     Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe agudamente.

     -¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!

     -¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el jorobado-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale firme al perezoso de tu caballo. ¡Qué diablo!

     Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:

     -Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...

     -¡Todos nos hemos de morir! -contesta el jorobado-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.

     -Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.

     -¿Oyes, viejo, estas enfermo?-grita el deforme-. Te la vas a ganar si esto continúa.

     Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
     -¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!

     -Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.

     -¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.

     Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el jorobado, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:

     -¡Por fin, hemos llegado!

     Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.

     Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.

     Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría el mundo entero.

     Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.

     -¿Qué hora es? -le pregunta, amable.

     -Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.

     Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.

     Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.

     -No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.

     El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.

      Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.

     Yona se arrepiente de haber vuelto, tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.

     En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.

     -¿Quieres beber? -le pregunta Yona.

     -Sí.

     -Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital...

     ¡Qué desgracia!

     Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho, caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.

     Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea a una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar a alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndole! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.

     Yona decide ir a ver a su caballo.
     Se viste y sale a la cuadra.

     El caballo, inmóvil, come heno.

    -¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho?

Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...

     Tras una corta pausa, Yona continúa:

     -Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera...
Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...

     El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.

     Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.

miércoles, 20 de abril de 2011

El lago, cuento de Ray Bradbury




Un cielo a mi medida arrojado sobre el lago Michigan; sobre la arena amarilla, algunos críos gritones botando pelotas; una o dos gaviotas, una madre criticona y yo huyendo de una ola y encontrando este mundo nublado y húmedo.
Subí corriendo por la playa.
           Mamá me frotó con una esponjosa toalla.
           -Quédate aquí y sécate -dijo.
Me quedé allí y observé cómo el sol evaporaba las gotas de agua de mis brazos. Las sustituí por carne de gallina.
          -Hace viento -dijo mamá-. Ponte el suéter.
          -Espera que vea mi carne de gallina -dije.
          -Harold -dijo mamá.
         Me embutí en el suéter y contemplé alzarse y caer las olas sobre la playa. Pero no desmañadamente, sino adrede, con una especie de verde elegancia. Ni siquiera un hombre borracho podría derrumbarse con la misma elegancia que aquellas olas.
         Eran los últimos días de septiembre, cuando las olas se vuelven tristes sin ninguna razón. Con sólo seis personas en ella, la playa aparecía demasiado larga y solitaria. Los críos habían dejado de botar la pelota Porque también el viento los ponía tristes, silbando como silbaba, y permanecían sentados, sintiendo avanzar el otoño por la larga playa.
       Todos los puestos de perritos calientes estaban cerrados con maderas doradas, clausurando los olores a mostaza, a cebolla y a carne, del largo y alegre verano. Era como clavetear el verano dentro de una hilera de féretros. Uno tras otro, los puestos bajaron sus toldos, cerraron con candados sus puertas, y el viento llegó y barrió la arena, borrando las millones de huellas de pisadas de julio y agosto. Así era en septiembre, no quedaba nada más que la señal de mis zapatillas de tenis, de goma, y los pies de Donald y Delaus Schabold y su padre bajaron por la curva del agua. 
      Cortinas de arena soplaban sobre las aceras, y el tiovivo estaba tapado con lonas, con todos los caballos paralizados entre el cielo y la tierra en sus barras de latón, mostrando los dientes, galopando. Con sólo la música del viento deslizándose a través de la lona.
Yo estaba allí. Todos los demás estaban en la escuela. Yo no. Mañana estaría de camino hacia el oeste, atravesando en un tren los Estados Unidos. Mamá y yo habíamos llegado a la playa para pasar un último y breve momento.
        Había algo en la soledad que me hizo desear alejarme.
        -Mamá, quiero correr por la playa.
        -De acuerdo, pero date prisa en volver, y no te acerques al agua.
       Corrí. La arena giraba bajo mis pasos y el viento me levantaba. Ya se sabe cómo es eso al correr, los brazos extendidos mientras se siente como velas entre los dedos, causadas por el viento. Como alas.
        Mamá apartada en la distancia, sentada. Pronto no fue más que una mota oscura y yo me encontraba completamente solo. Permanecer solo es una novedad para un niño de doce años. Está acostumbrado a verse siempre rodeado de gente. El único modo de estar solo está en su mente. Por eso es que los niños se imaginan cosas tan fantásticas. Hay tantas personas a su alrededor, diciéndoles lo que tienen que hacer y cómo, que los niños tienen necesidad de escaparse a correr por aunque sólo sea en su mente, para encontrarse en su propio mundo con sus propios valores diminutos.
        De manera que yo estaba realmente solo.
Me metí en el agua y sentí el frío en el vientre. Antes, con la multitud, no me había atrevido a mirar. Pero ahora... un hombre serrado por la mitad. Un mago. El agua es así. Se siente como si uno estuviera serrado por la mitad, y que una parte se disuelve como si fuera azúcar. Agua fría, y de vez en cuando una ola que rompe elegantemente, con una ostentación de encajes.
Pronuncié su nombre. La llamé una docena de veces:
        -¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally!
        Es curioso, pero uno espera respuestas a sus llamadas cuando es joven. Uno siente que lo que piensa tiene que ser real. Y, a veces, quizá eso no es tan erróneo. Pensé en Tally, nadando en el agua en el pasado mayo, con sus trenzas colgando, rubia. Se fue riéndose, y el sol caía sobre sus pequeños hombros de doce años. Pensé en el agua que permanecía quieta, en el salvavidas saltando al agua, en la madre de Tally gritando, y en que Tally nunca salió...
       -El salvavidas intentó convencer a Tally de que saliera, pero no salió. El salvavidas regresó con sólo hebras de entre sus grandes dedos huesudos, y Tally desapareció. Ya no se sentaría más frente a mí en la escuela, ni perseguiría la pelota en las losas de la calle las noches de verano. Se había internado demasiado y el lago no le permitiría regresar.
Y ahora, en el solitario otoño, cuando el cielo era enorme y el agua era enorme y la playa tan larga, yo había bajado por última vez, solo.
       Grité su nombre una y otra vez.
       -¡Tally! ¡Oh, Tally!
       El viento soplaba suavemente en mis oídos, como sopla en la boca de las conchas marinas, haciéndoles murmurar. El agua subió y se abrazó a mi pecho y luego a mis rodillas, y subió y bajó, absorbiendo la arena bajo mis talones.
       -¡Tally! ¡Oh, Tally, vuelve!
       Yo sólo tenía doce años. Pero sabía lo mucho que amaba a Tally. Era ese amor anterior a todo significado del cuerpo y de la moral. Era ese amor que estaba hecho de todos los días calurosos pasados en la playa y de los tranquilos días en la escuela. Todos los largos días de otoño de los pasados años, cuando yo le llevaba los libros a casa desde la escuela.
       -¡Tally!
       Grité su nombre por última vez. Tirité. Sentí el agua en la cara y no supe cómo había llegado allí. Las olas no habían subido a esa altura.
       Volviéndome, me retiré a la arena y me quedé allí durante media hora, esperando un destello, una señal, un pequeño indicio que me recordara a Tally. Luego, como una especie de símbolo, me arrodillé e hice un castillo de arena, hermoso y alto, como los que Tally y yo habíamos hecho tantas veces. Pero esta vez sólo hice la mitad. Luego me levanté.
        -Tally, si me oyes, ven y haz tú lo que falta.
       Empecé a caminar hacia la lejana mota que era mamá. El agua avanzó en círculos sucesivos y se mezcló con la arena del castillo, desmoronándolo poco a poco en la uniformidad original.
        No pude evitar pensar que no hay castillos que uno edifique en la vida que alguna ola no desmorone.
        Subí silenciosamente por la playa.
        Un tiovivo, a lo lejos, cascabeleaba débilmente, pero era sólo el viento.
        Salí en el tren al día siguiente.
       Atravesamos los campos de trigo de Illinois. El tren tiene escasa memoria. Pronto lo deja todo atrás. Olvida los ríos de la niñez, los puentes, los lagos, los valles, las casas de campo, los dolores y alegrías. Los va esparciendo detrás y se hunden en el horizonte.
       Mis huesos se alargaron y se cubrieron de carne; mi mente se cambió en otra más vieja; me despojé de lo que ya no era apropiado; cambié la escuela primaria por el instituto, y los libros del colegio por los libros de Derecho. Y entonces hubo una joven en Sacramento y hubo palabras y besos.
       Continué con mis estudios de Derecho. Tenía a la sazón veintidós años y casi había olvidado cómo era el Este.
        Margaret sugirió que nuestro aplazado viaje de luna de miel fuera en esa dirección.
El tren actúa en dos sentidos, como la memoria. Devuelve rápidamente todas aquellas cosas que uno dejó atrás hace muchos años.

        Lake Bluff, una ciudad de diez mil habitantes, surgió perfilada contra el cielo. Margaret estaba encantadora con su precioso vestido nuevo. Se dedicó a observarme al tiempo que yo miraba mi viejo mundo. Sus fuertes y blancas manos sujetaron las mías mientras el tren se deslizaba en la estación de Bluff y sacaban nuestro equipaje.
        ¡Hay que ver lo que cambian los años los rostros y cuerpos de las personas! Cuando paseamos por la ciudad, cogidos del brazo, no reconocí a nadie. Había rostros que traían recuerdos. Recuerdos de excursiones por barrancos. Rostros con pequeñas risas, procedentes de escuelas primarias ya cerradas, y columpiándose en balancines, y subiendo y bajando en subibajas. Pero no hablé. Me limité a pasear y mirar y llenarme de aquellos recuerdos, como hojas amontonadas en otoño para ser quemadas.
        Pasamos allí días felices. Dos semanas en total, volviendo a visitar juntos todos los lugares. Pensé que amaba mucho a Margaret. Por lo menos pensé que la amaba.
         Era uno de los últimos días y habíamos bajado a pasear por la costa. El año no estaba tan avanzado como aquel de hacía muchos años, pero en la playa se advertían las primeras señales de abandono. La gente se dispersaba, varios de los puestos de perritos calientes habían cerrado y el viento, como siempre, zumbaba.
        Casi vi a mamá sentada en la arena tal como solía sentarse. De nuevo tenía el sentimiento de querer estar solo. Pero no podía decidirme a decírselo a Margaret. Me limité a cogerme a ella y esperé.
        Era tarde. La mayor parte de los niños se había ido a casa, Y sólo unos pocos hombres y mujeres permanecían tomando el sol, acariciados por el viento.
         La barca del salvavidas subió a la orilla. El salvavidas salió de ella con algo en los brazos.
Me estremecí. Contuve la respiración y me sentí pequeño, sólo con doce años, muy pequeño, muy infinitesimal. y asustado. El viento aullaba. No veía a Margaret. Sólo podía ver la playa, al salvavidas emergiendo lentamente de su barca con un saco gris en las manos, no muy pesado, y su cara, casi tan gris y arrugada.
        -Quédate aquí, Margaret -dije, sin saber por qué lo decía.
        -Pero ¿por qué?
        -Quédate aquí, eso es todo...
        Bajé lentamente por la arena hacia donde estaba el salvavidas. El hombre me miró.
        -¿Qué es eso? -le pregunté.
        El salvavidas se quedó mirándome durante un largo rato, sin poder hablar. Dejó el saco gris en la arena -el agua murmuró a su alrededor- y retrocedió.
         -¿Qué es? -insistí.
         -Está muerta -dijo el salvavidas tranquilamente.
         Esperé.
         -Raro -dijo él en voz baja-. La cosa más rara que he visto jamás. Lleva muerta... mucho tiempo.
         Repetí sus palabras.
         -¿Mucho tiempo?
         -Diez años, diría yo-. Este año no se ha ahogado ningún niño. Desde 1933 se han ahogado aquí doce niños, pero recuperamos los cuerpos de todos ellos a las pocas horas. De todos menos de uno, que yo recuerde. Este cuerpo, que debe de llevar diez años en el agua. No es... agradable.
         -Abra el saco -dije, sin saber por qué.
         El viento era más fuere. El salvavidas toqueteó el saco torpemente.
        -Me parece que es una niña pequeña, porque todavía lleva trenzas. No hay mucho más que decir.
        -¡Vamos, ábralo! -grité.
       -Es mejor que no lo haga -dijo, y quizá vio el aspecto de mi rostro-. Era una niña pequeña...
        Abrió el saco lo justo.
        La playa estaba desierta. Solamente el cielo y el viento y el agua y el otoño. La miré.
        Dije algo, una y otra vez. El salvavidas me miró.
       -¿Dónde la encontró? -pregunté.
       -Abajo, en la playa, en agua profunda. Es mucho, mucho tiempo para ella, ¿verdad?
       Sacudí la cabeza.
       -Sí, lo es. Oh, Dios, sí lo es.
      Las personas crecen, pensé. Yo he crecido. Pero ella no ha cambiado. Ella es todavía pequeña. Ella es todavía joven. La muerte no permite crecer ni cambiar. Ella es todavía joven. Todavía tiene el pelo rubio. Será siempre joven, y yo la amaré siempre, oh Dios, la amaré siempre.
        El salvavidas ató el saco de nuevo.
        Pocos minutos después, yo paseaba solo por la playa. Encontré algo que verdaderamente no esperaba.
        -Este es el lugar donde el salvavidas descubrió su cuerpo -me dije a mí mismo.
Allí, al borde del agua, permanecía el castillo de arena, sólo a medio construir. Tally y yo solíamos hacer castillos. Ella, medio. Y yo, medio.
Lo miré. Allí era donde habían encontrado a Tally. Me arrodillé junto al castillo de arena y vi las pequeñas huellas de pies que procedían del lago y que volvían al lago de nuevo... y no retornaban nunca.
      Entonces... me di cuenta.
      -Te ayudaré a acabarlo -dije.
      Así lo hice. Construí el resto del castillo muy lentamente y luego, levantándome, me di la vuelta y me alejé para no ver cómo se desmoronaba en las olas, como todas las cosas se desmoronan.
      Volví por la playa hacia donde una mujer extraña llamada Margaret me esperaba, sonriendo...
          

Espanto, un cuento de Anthony Horowitz



      
Gary Wilson estaba perdido. También estaba cansado, furioso, y tenía mucho calor. Mientras avanzaba lentamente a través de una parcela idéntica a la anterior e idéntica a la siguiente, maldijo el campo, a su abuela por vivir allí, y sobre todo a su madre por arrastrarlo de su cómoda casa en Londres para plantarlo en medio de esto. Ya la haría sufrir cuando regresaran. Pero no sabía dónde exactamente estaba la casa. ¿Cómo había conseguido perderse de semejante manera?
Se detuvo por décima vez para tratar de orientarse. Si tan sólo hubiera una loma, podría haber trepado para tratar de localizar la casita rosa de su abuela. Pero esto era Suffolk, la región más plana de Inglaterra, donde las carreteras rurales se ocultan perfectamente tras la hierba apenas crecida, y donde el horizonte está siempre mucho más lejos de donde debería estar.
       Gary tenía quince años, era alto, y tenía el gesto amargo y la mirada afilada de un perfecto gandul. No era musculoso, sino más bien flaco, pero tenía brazos largos, puños duros, y sabía cómo usarlos con provecho. Quizás eso era lo que lo tenía de tan mal humor ahora. A Gary le gustaba tener el control. Sabía cómo cuidarse. Si alguien lo hubiera visto, tropezando a cada paso en una parcela desierta en medio de la nada, se habría reído de él. Y él tendría que haberse desquitado.
Nadie se reía de Gary Wilson. Ni de su nombre, ni de su rendimiento académico (muy pobre), ni del acné que recientemente había invadido su cara. El último chico que se había atrevido a reírse de Gary era mucho más grande y pesado que él, pero eso no detuvo a Gary. Esperó al chico a la salida de la escuela y le dejó un ojo morado y un diente menos. Después de eso, nadie se atrevía a desafiarlo. Más bien los demás lo evitaban, lo cual complacía a Gary. Le gustaba lastimar a los demás, quitarles el dinero del almuerzo o arrancarles las hojas a sus libros y cuadernos. Pero asustarlos era igual de divertido. Le gustaba ver cómo lo evitaban. Le gustaba lo que veía reflejado en sus miradas. Tenían miedo. Y eso era lo que más le gustaba a Gary Wilson.
Cuando había atravesado la cuarta parte de la parcela, se le atoró un pie en un hoyo y salió volando con los brazos abiertos. Cayó de pie y no de bruces, pero una onda de dolor le recorrió la pierna al apoyar el tobillo torcido. Maldijo en silencio, usando las palabrotas que siempre hacían que su madre se meciera nerviosamente en su silla. Hacía mucho que ella se había dado por vencida y ya no trataba de corregir su lenguaje. Él era ahora tan alto como ella, y él sabía que, a su modo, ella también le tenía miedo. Algunas veces intentaba razonar con él, pero hacía tiempo que ya no surtía efecto.
Él era su único hijo. Su esposo, Edward Wilson, había trabajado en uno de los bancos locales hasta que un día, de repente, había caído muerto. Un ataque masivo al corazón, dijeron. Todavía tenía el sello en la mano cuando lo encontraron. Gary nunca se había llevado bien con su padre, y en realidad no lo había echado de menos, en especial cuando se dio cuenta de que de ahí en adelante él sería el hombre de la casa.
La casa en cuestión era una casita de dos pisos en una terraza en Notting Hill Gate. Los seguros de vida y la pequeña pensión del banco le permitieron a Jane Wilson conservarla. Pero, de cualquier modo, ella tuvo que regresar a trabajar para mantener a sus dos habitantes, y no hace falta preguntar cuál de ellos tenía más gastos.
         No podían permitirse vacaciones en el extranjero. Por mucho que Gary se quejara e insistiera, Jane Wilson no ganaba suficiente para viajar. Pero su madre vivía en una granja en Suffolk, y dos veces al año, en verano y en Navidad, Jane Wilson y Gary hacían el viaje de dos horas en tren de Londres a Pye Hall, a las afueras del pequeño pueblito de Earl Soham.
         Era un lugar precioso. Un solo sendero se extendía desde la carretera, pasaba por una fila de álamos y por una granja victoriana, y desaparecía tras un seto. Ahí parecía terminar, pero en realidad doblaba y continuaba hasta una diminuta casita chueca, pintada de color rosa tenue, en medio de un pastizal salpicado de margaritas.
         —¿No es hermoso? —dijo su madre cuando entraron por el sendero en el taxi que habían tomado en la estación.
          Un par de cuervos negros volaron por encima de ellos y fueron a parar a un terreno vecino.
           Gary resopló.
           —¡Pye Hall! —suspiró su madre—. ¡Fui tan feliz aquí! Pero ¿dónde estaba Pye Hall?
          Mientras cruzaba lo que ahora se daba cuenta era una enorme parcela, Gary se estremecía con cada paso que daba. También empezaba a sentir los primeros indicios de... algo. No estaba asustado. Estaba demasiado furioso para asustarse. Pero se preguntaba cuánto más tendría que caminar antes de saber dónde estaba. Y también cuánto más iba a  manotazo a una mosca que lo molestaba y siguió andando.
           Gary permitió que su madre lo convenciera de venir, a sabiendas de que si se quejaba lo suficiente ella se vería forzada a sobornarlo con un nuevo disco compacto para su discman (por lo menos). Y en efecto, el tramo entre Liverpool Street e Ipswich se lo pasó escuchando el último disco de humor para saludar a su abuela y darle un rápido beso en la mejilla al llegar.
           —¡Cómo has crecido! —exclamó la anciana.
           Gary se dejó caer en un destartalado sillón frente a la chimenea de la sala. Ella siempre decía lo mismo. Qué aburrido.
           La anciana volteó a ver a su hija.
           —Te ves mucho más flaca, Jane. Y estás cansada. ¡No tienes nada de color!
           —Mamá, estoy bien.
           —No, no estás bien. No te ves bien. Pero una semana en el campo te pondrá mejor en un dos por tres.
           ¡Una semana en el campo! Gary continuaba avanzando, un paso tras otro, soltando manotazos a la mosca que seguía dando vueltas alrededor de su cabeza, y añorando las calles de asfalto, las paradas de autobús, los semáforos y los Burger King. Por fin llegó al seto que dividía esta parcela de la siguiente, y empezó a abrirse paso, arrancando hojas con las manos. Demasiado tarde se fijó en las ortigas que estaban detrás del seto. Dio un aullido y se llevó la mano agarrotada a la boca. Una hilera de ampollas se levantó en la palma de su mano y la parte interior de los dedos.
            ¿Qué tiene de maravilloso el campo?
           Oh, sí, su abuela podía hablar sin parar de la calma, el aire fresco y de todas las estupideces que escupe la gente que ni siquiera reconocería un paso peatonal por sus rayas aunque estuviera a punto de cruzarlo. Gente que no sabía lo que era la vida. Flores, árboles, pajaritos y abejas. ¡Qué asco!
            —Todo es distinto en el campo —decía ella—; puedes flotar en el tiempo. No sientes que el tiempo pasa corriendo a tu lado. Puedes detenerte e imaginar cómo era la vida antes de que la gente la echara a perder con sus máquinas y su ruido. En el campo todavía se puede sentir la magia. El poder de la Madre Naturaleza. Está a tu alrededor, vivo, esperándote...
          Gary escuchaba a la anciana y se reía para sus adentros. Obviamente se estaba poniendo senil. No había magia en el campo, sólo días que parecían alargarse eternamente y noches sin nada que hacer. ¿La Madre Naturaleza? Ésa sí que era buena. Incluso si esa vieja había existido alguna vez —lo cual no era probable, tiempo hace que las ciudades acabaron con ella, que la enterraron bajo kilómetros y kilómetros de carreteras asfaltadas. Pasar a mil por hora en la M25 con el coche descapotado y escuchando Blur a todo volumen... Para Gary, eso sí sería magia de verdad.
          Después de unos días de flojear en la casa, Gary se dejó convencer por su abuela de salir a dar un paseo. La verdad es que estaba aburrido de las dos mujeres, y además, en el campo podría fumarse un par de cigarros que había comprado con dinero robado del bolso de su madre.
          —No te alejes de los senderos, Gary —le advirtió su madre.
          —Y no te olvides del código campestre —añadió su abuela.
          Gary recordaba muy bien el código campestre. Mientras se alejaba de Pye Hall iba arrancando flores y las aplastaba entre sus dedos. Cuando pasaba una reja, la dejaba abierta a propósito, y sonreía al pensar en los animales de las granjas que se escaparían hacia la carretera. Se tomó una Coca y lanzó la lata aplastada hacia una pradera llena de flores. Rompió a la mitad la rama de un manzano y la dejó colgando del árbol. Se fumó un cigarro y arrojó la colilla, aún encendida, al pasto crecido.
          Y se salió del sendero. Quizás esto último no había sido tan buena idea.
         Se perdió antes de siquiera darse cuenta. Estaba atravesando una parcela, aplastando la cosecha que acababa de germinar, cuando se percató de que la tierra estaba blanda y mojada. Su zapato rompía las plantas de maíz, o lo que fuera, y el agua le formaba un laguito alrededor, empapando sus calcetines. Gary hizo una mueca, se detuvo un momento y decidió regresar por donde había venido…
         …Sólo que el camino por donde llegó ya no estaba allí. Había dejado bastantes señales a su paso, después de todo. Pero de pronto la rama rota del manzano, la lata de Coca-Cola y las plantas aplastadas habían desaparecido. Tampoco quedaba ni rastro del sendero. De hecho, no había nada que Gary reconociera. Era muy extraño.
Hacía dos horas de eso.
Desde entonces, las cosas fueron de mal en peor. Gary pasó por un pequeño bosque (aunque estaba seguro de que no había ningún bosque cerca de Pye Hall) y sólo logró rasparse el hombro y la pierna en unas espinas. Un momento después tropezó con un árbol que le desgarró su saco favorito, una chaqueta a rayas blancas y negras que se había robado de una tienda en Notting Hill.
         Logró salir del bosque, pero ni siquiera eso había sido fácil. De pronto encontró un arroyo que bloqueaba su camino, y la única manera de cruzarlo era sobre un tronco atravesado. Casi lo había logrado, pero en el último momento, el tronco giró bajo sus pies y lo arrojó al agua. Se levantó echando buches y maldiciones. Diez minutos más tarde se detuvo a fumar un cigarro, pero el paquete entero estaba empapado, infumable.
         Y luego…
         Gritó cuando un insecto, que a él le pareció una mosca, pero que en realidad era una avispa, le picó en el cuello. Se jaló la camiseta de Bart Simpson, mojada y mugrosa, para ver el piquete. Por el rabillo del ojo alcanzaba a distinguir una bola hinchada y roja. Cambió el peso sobre su pierna lastimada y gimió al sentir una nueva oleada de dolor. ¿Dónde estaba Pye Hall? Todo esto era culpa de su madre. Y de su abuela. Fue ella la que le sugirió que saliera de paseo. Pues bien, lo iban a pagar muy caro. Quizá pensaran dos veces en la hermosura de su dichoso campo cuando vieran la casita consumirse en llamas.
Fue entonces que la vio. Las paredes rosas y las chimeneas inclinadas eran inconfundibles. Quién sabe cómo había encontrado el camino de regreso. Sólo tenía que atravesar otra parcela y estaría allí. Ahogando un sollozo, se echó a andar. Había una especie de sendero a un costado de la parcela, pero él no se iba a molestar con llegar hasta allí. Siguió caminando por el centro de la parcela, ¿que la acababan de sembrar? ¡Qué lástima!
          Esta parcela era más grande que la anterior, y el sol parecía calentar más que nunca. La tierra estaba blanda y sus pies se hundían al pasar. Parecía como si su tobillo estuviera en llamas, y a cada paso que daba, sus piernas parecían más y más pesadas. La avispa tampoco lo dejaba en paz. Zumbaba alrededor de su cabeza, dando vueltas y más vueltas, taladrándole el cerebro. Pero Gary estaba demasiado cansado como para tirarle otro manotazo. Sus brazos colgaban flácidos a sus costados, sus dedos rozaban sus pantalones de mezclilla. El olor del campo, rico y profuso, le llenaba la nariz y le daba náuseas. Había caminado durante diez minutos, quizá un poco más. Pero Pye Hall no estaba más cerca. Se veía borroso, brillante al final de su campo visual. Se preguntó si no estaría insolado. Estaba seguro de que cuando salió no hacía tanto calor.
         Cada paso se le dificultaba más. Era como si sus pies estuvieran echando raíces en el suelo. Miró a sus espaldas (con un quejido al rozar el cuello de su saco con el piquete de avispa) y vio con alivio que estaba justo en el centro de la parcela. Algo le escurrió por la cara y resbaló hacia su barbilla, no supo si era sudor o una lágrima.
No podía avanzar. Había un palo clavado unos pasos más adelante y Gary se aferró a él agradecido. Tenía que descansar un rato. El suelo estaba demasiado blando y húmedo como para sentarse, así que tendría que descansar de pie, recargado en el palo. Sólo unos minutos. Luego cruzaría el resto de la parcela.
Y luego…
Más tarde…


*


Cuando el sol se empezó a poner y aún no había señales de Gary, su abuela llamó a la policía. El oficial a cargo tomó una descripción del muchacho y comenzó una búsqueda que duraría cinco días. Pero no quedaba ni rastro de él. Se habló de viejas minas, de arena movediza... y de cosas peores. Pero nada comprobado. Era como si el campo lo hubiera devorado, dijo un policía.
Gary vio cuando la policía finalmente se alejó. Vio a su madre sacar su maleta y subirse al taxi que la llevaría de Pye Hall a la estación de Ipswich, donde tomaría el tren de regreso a Londres. Se alegró de ver que siquiera tenía la decencia de llorar su pérdida. Pero no pudo evitar sentir que se veía un tanto menos cansada y menos enferma que cuando llegaron.
Su madre no lo vio. Cuando se volvió en el taxi para despedirse de la abuela se dio cuenta de que esta vez no había cuervos. Pero luego vio por qué. Se asustaron con una figura parada en medio de la parcela, recargada en un palo. Por un momento pensó que reconocía la chaqueta rasgada, a rayas blancas y negras, y la camiseta mojada y sucia de Bart Simpson. Pero seguramente estaba confundida. Lo mejor era no mencionar nada.
El taxi aceleró, pasó de largo más allá de donde estaba el nuevo espantapájaros, y continuó hacia la fila de álamos, hacia la carretera.

Una niña perversa, de Jehanne Jean-Charles

    
Esta tarde empujé a Arturo a la fuente. Cayó en ella y se puso a hacer "gluglú" con la boca, pero también gritaba y fue oído. Papá y mamá llegaron corriendo. Mamá lloraba porque creía que Arturo se había ahogado. Pero no era así. Ha venido el doctor. Arturo está ahora muy bien. Ha pedido pastel de mermelada y mamá se lo ha dado. Sin embargo, eran las siete, casi la hora de acostarse, cuando pidió pastel, y a pesar de eso mamá se lo dio. Arturo estaba muy contento y orgulloso. Todo el mundo le hacía preguntas. Mamá le preguntó cómo había podido caerse, si se había resbalado, y Arturo ha dicho que sí, que se tropezó. Es gentil que haya dicho eso, pero yo sigo detestándolo y volveré a hacerlo en la primera ocasión.
         Por lo demás, si no ha dicho que lo empujé yo, quizá sea sencillamente porque sabe muy bien que a mamá la horrorizan las delaciones. El otro día, cuando le apreté el cuello con la cuerda de saltar y se fue a quejar con mamá diciendo: "Elena me ha hecho esto", mamá le ha dado una terrible palmada y le ha dicho: "¡No vuelvas a hacer una cosa así!" Y cuando llegó papá, ella se lo ha contado, y papá también se puso furioso. Arturo se quedó sin postre. Por eso comprendió. Y esta vez, como no ha dicho nada, le han dado pastel de mermelada. Me gusta enormemente el pastel de mermelada: se lo he pedido a mamá yo también, tres veces, pero ella ha puesto cara de no oirme. ¿Sospechará que yo fui la que empujó a Arturo?
         Antes, yo era buena con Arturo, porque mamá y papá me festejaban tanto como a él. Cuando él tenía un auto nuevo, yo tenía una muñeca, y no le hubieran dado pastel sin darme a mí. Pero desde hace un mes, papá y mamá han cambiado completamente conmigo. Todo es para Arturo. A cada momento le hacen regalos. Con esto no mejora su carácter. Siempre ha sido un poco caprichoso, pero ahora es detestable. Sin parar está pidiendo esto y lo otro. Y mamá cede casi siempre. A decir verdad, creo que en todo un mes solo lo han regañado el día de la cuerda de saltar, y lo raro es que esta vez no era culpa suya.
         Me pregunto por qué papá y mamá, que me querían tanto, han dejado de repente de interesarse en mí. Parece que ya no soy su niñita. Cuando beso a mamá, ella no sonríe. Papá tampoco. Cuando van a pasear, voy con ellos, pero continúan desinteresándose de mí. Puedo jugar junto a la fuente lo que yo quiera. Les da igual. Sólo Arturo es gentil conmigo de cuando en cuando, pero a veces se niega a jugar conmigo. Le pregunté el otro día por qué mamá se había vuelto así conmigo. Yo no quería hablarle del asunto, pero no pude evitarlo. Me ha mirado desde arriba, con ese aire burlón que toma adrede para hacerme rabiar, y me ha dicho que era porque mamá no quiere oir hablar de mí. Le dije que no era verdad. Él me dijo que sí, que había oído a mamá decirle eso a papá, y que le había dicho: "No quiero oír hablar nunca más de ella."
         Ese fue el día que le apreté el cuello con la cuerda. Después de eso, yo estaba tan furiosa, a pesar de la palamada que él había recibido, que fui a su recámara y le dije que lo mataría.
Esta tarde me ha dicho que mamá, papá y él iban a ir al mar, y que yo no iría. Se rió y me hizo muecas. Entonces lo empujé a la fuente.
         Ahora duerme, y papá y mamá también. Dentro de un momento iré a su recámara y esta vez no tendrá tiempo de gritar, tengo la cuerda de saltar en las manos. Él la olvidó en el jardín y yo la tomé.
         Con esto se verán obligados a ir al mar sin él. Y luego me iré a acostar sola, al fondo de ese maldito jardín, en esa horrible caja blanca donde me obligan a dormir desde hace un mes.


                                                                                              Jean Charles

martes, 5 de abril de 2011

Una invitación a la lectura


Como bien sabemos, la lectura nos facilita la comprensión del mundo, es fundamental en la formación del individuo y un proceso de construcción de significados. A través de los libros obtenemos experiencias, nos contagiamos de emociones, conquistamos afectos y conocimientos.
  El Gobierno del Estado de Sinaloa, consciente de la urgencia que representa desarrollar la habilidad lectora entre los  niños y jóvenes del estado y convertirlos en verdaderos lectores, crea el programa Sinaloa Lee.
Sinaloa Lee es un programa de lectura que incorpora a nuestra población en el proceso de generar lectores, prioridad para la sociedad sinaloense en su aspiración de formar ciudadanos mejor preparados para enfrentar el futuro, debido a que al leer se estimula el lenguaje, la imaginación, la inteligencia y la memoria.        
El eje básico de Sinaloa Lee es desarrollar la comprensión lectora o la lectura profunda para lo que emplea recursos como la Lectura en voz alta o la Narración oral, actividades que alientan el criterio, estimulan la reflexión, afirman la identidad, construyen la conciencia, entre otros beneficios. Y claro, mejorar la habilidad lectora  conduce a mejorar la capacidad de aprendizaje. 
El programa emplea textos literarios para conseguir sus objetivos, ya que son los que más exigen del lector, mejor lo ejercitan para comprender el lenguaje escrito, buscan la belleza del lenguaje, indagan sobre los conflictos de los seres humanos y exploran la vida con agudeza.


 Los lectores formados con el apoyo de Sinaloa Lee podrán leer después por su cuenta y comprenderán mejor lo que leen, inclusive textos de cualquier tipo o naturaleza.
Las estrategias y las técnicas de lectura del programa son atrevidas, tienen impacto visual y auditivo, emplean los recursos de otros lenguajes como el teatral o el digital para cautivar a los posibles lectores. 
Creemos que el acto de leer debe ser un acto sustentado en el placer, en el gozo que brinda al lector conocer una historia, un poema o un texto. Es nuestro compromiso demostrar que el acto de leer es un acto divertido, emocionante, placentero. La lectura no se enseña, se contagia. 
La tarea de Sinaloa Lee es facilitar el encuentro afortunado entre un libro y su lector y formar círculos de lectores.
A través de este espacio Sinaloa Lee se vale de los recursos digitales para poner en común las  experiencias de trabajo en la promoción de la lectura que ocurren en los distintos círculos que sean formados. Pero además, gracias a la plataforma digital, se busca generar una amplia red de lectores sinaloenses que ayuden a construir una sociedad de más amplio criterio, reflexiva y dueña de una creciente capacidad para aprender. 

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