martes, 15 de enero de 2019

Relato de acontecimiento de Rubem Fonseca


En la madrugada del día 3 de mayo, una vaca marrón camina por el puente del río Coroado, en el kilómetro 53, en dirección a Río de Janeiro.
Un autobús de pasajeros de la empresa Única Auto Ómnibus, placas RF 80-07-83 y JR 81-12-27, circula por el puente del río Coroado en dirección a São Paulo.
Cuando ve a la vaca, el conductor Plínio Sergio intenta desviarse. Golpea a la vaca, golpea en el muro del puente, el autobús se precipita al río.
Encima del puente la vaca está muerta.
Debajo del puente están muertos: una mujer vestida con un pantalón largo y blusa amarilla, de veinte años presumiblemente y que nunca será identificada; Ovídia Monteiro, de treinta y cuatro años; Manuel dos Santos Pinhal, portugués, de treinta y cinco años, que usaba una cartera de socio del Sindicato de Empleados de las Fábricas de Bebidas; el niño Reinaldo de un año, hijo de Manuel; Eduardo Varela, casado, cuarenta y tres años.
El desastre fue presenciado por Elías Gentil dos Santos y su mujer Lucília, vecinos del lugar. Elías manda a su mujer por un cuchillo a la casa. ¿Un cuchillo?, pregunta Lucília. Un cuchillo, rápido, idiota, dice Elías. Está preocupado. ¡Ah!, se da cuenta Lucília. Lucília corre.
Aparece Marcílio da Conceição. Elías lo mira con odio. Aparece también Ivonildo de Moura Júnior. ¡Y aquella bestia que no trae el cuchillo!, piensa Elías. Siente rabia contra todo el mundo, sus manos tiemblan. Elías escupe en el suelo varias veces, con fuerza, hasta que su boca se seca.
Buenos días, don Elías, dice Marcílio. Buenos días, dice Elías entre dientes, mirando a los lados, ¡este mulato!, piensa Elías.
Qué cosa, dice Ivonildo, después de asomarse por el muro del puente y ver a los bomberos y a los policías abajo. Sobre el puente, además del conductor de un carro de la Policía de Caminos, están solo Elías, Marcílio e Ivonildo.
La situación no está bien, dice Elías mirando a la vaca. No logra apartar los ojos de la vaca.
Es cierto, dice Marcílio.
Los tres miran a la vaca.
A lo lejos se ve el bulto de Lucília, corriendo.
Elías volvió a escupir. Si pudiera, yo también sería rico, dice Elías. Marcílio e Ivonildo balancean la cabeza, miran la vaca y a Lucília, que se acerca corriendo. A Lucília tampoco le gusta ver a los dos hombres. Buenos días, doña Lucília, dice Marcílio. Lucília responde moviendo la cabeza. ¿Tardé mucho?, pregunta, sin aliento, al marido.
Elías asegura el cuchillo en la mano, como si fuera un puñal; mira con odio a Marcílio e Ivonildo. Escupe en el suelo. Corre hacia la vaca.
En el lomo es donde está el filete, dice Lucília. Elías corta la vaca.
Marcílio se acerca. ¿Me presta usted después su cuchillo, don Elías?, pregunta Marcílio. No, responde Elías.
Marcílio se aleja, caminando de prisa. Ivonildo corre a gran velocidad.
Van por cuchillos, dice Elías con rabia, ese mulato, ese cornudo. Sus manos, su camisa y su pantalón están llenos de sangre. Debiste haber traído una bolsa, un saco, dos sacos, imbécil. Ve a buscar dos sacos, ordena Elías.
Lucília corre.
Elías ya cortó dos pedazos grandes de carne cuando aparecen, corriendo, Marcílio y su mujer, Dalva, Ivonildo y su suegra, Aurelia, y Erandir Medrado con su hermano Valfrido Medrado. Todos traen cuchillos y machetes. Se echan encima de la vaca.
Lucília llega corriendo. Apenas y puede hablar. Está embarazada de ocho meses, sufre de helmintiasis y su casa está en lo alto de una loma. Lucília trajo un segundo cuchillo. Lucília corta en la vaca.
Alguien présteme un cuchillo o los arresto a todos, dice el conductor del carro de la policía. Los hermanos Medrado, que trajeron varios cuchillos, prestan uno al conductor.
Con una sierra, un cuchillo y una hachuela aparece João Leitão, el carnicero, acompañado por dos ayudantes.
Usted no puede, grita Elías.
João Leitão se arrodilla junto a la vaca.
No puede, dice Elías dando un empujón a João. João cae sentado.
No puede, gritan los hermanos Medrado.
No puede, gritan todos, con excepción del policía.
João se aparta; a diez metros de distancia, se detiene; con sus ayudantes, permanece observando.
La vaca está semidescarnada. No fue fácil cortar el rabo. La cabeza y las patas nadie logró cortarlas. Nadie quiso las tripas.
Elías llenó los dos sacos. Los otros hombres usan las camisas como si fueran sacos.
El primero que se retira es Elías con su mujer. Hazme un bistec, le dice sonriendo a Lucília. Voy a pedirle unas papas a doña Dalva, te haré también unas papas fritas, responde Lucília.
Los despojos de la vaca están extendidos en un charco de sangre. João llama con un silbido a sus auxiliares. Uno de ellos trae un carrito de mano. Los restos de la vaca son colocados en el carro. Sobre el puente solo queda una poca de sangre.


jueves, 3 de enero de 2019

Hermano Lobo de Manuel Mejía Vallejo

Un día el lobo se dio cuenta de que los hombres lo creían malo.

-Es horrible lo que piensan y escriben -exclamó.

-No todos -dijo un ermitaño desde el fondo de su cueva. Y repitió las palabras que inspiró San Francisco. El lobo estuvo triste un momento, quiso comprender.

-¿Dónde está ese santo?

-En el cielo.

-¿En el cielo hay lobos?

El ermitaño no pudo contestar.

-¿Y tú, qué haces? -preguntó el lobo intrigado, por la figura escuálida, los ojos ardidos, los andrajos del ermitaño. El ermitaño explicó todo lo que el lobo deseaba.

-¿Y cuando mueras irás al cielo? -preguntó el lobo conmovido, alegre de ir

comprendiendo el bien y el mal.

-Hago por merecer el cielo -dijo apaciblemente el ermitaño.

-Si fueras mártir ¿irías al cielo?

-En el cielo están todos los mártires.

El lobo se le quedó mirando, húmedos los ojos, casi humano. Recordó entonces sus mandíbulas, sus garras, sus colmillos poderosos, y de unos saltos devoró al ermitaño.

Al terminar se tendió en la entrada de la cueva, miró al cielo limpiamente y se sintió bueno por primera vez.

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