lunes, 27 de abril de 2015

La señal de Inés Arredondo

El sol denso, inmóvil, imponía su presencia; la realidad estaba paralizada bajo su crueldad sin tregua. Flotaba el anuncio de una muerte suspensa, ardiente, sin podredumbre pero también sin ternura. Eran las tres de la tarde.
Pedro, aplastado, casi vencido, caminaba bajo el sol. Las calles vacías perdían su sentido en el deslumbramiento. El calor, seco y terrible como un castigo sin verdugo, le cortaba la respiración. Pero no importaba: dentro de sí hallaba siempre un lugar agudo, helado, mortificante que era peor que el sol, pero también un refugio, una especie de venganza contra él.
Llegó a la placita y se sentó debajo del gran laurel de la India. El silencio hacía un hueco alrededor del pensamiento. Era necesario estirar las piernas, mover un brazo, para no prolongar en uno mismo la quietud de las plantas y del aire. Se levantó y dando vuelta alrededor del árbol se quedó mirando la catedral.
Siempre había estado ahí, pero sólo ahora veía que estaba en otro clima, en un clima fresco que comprendía su aspecto ausente de adolescente que sueña. Lo de adolescente no era difícil descubrirlo, le venía de la gracia desgarbada de su desproporción: era demasiado alta y demasiado delgada. Pedro sabía desde niño que ese defecto tenía una historia humilde: proyectada para tener tres naves, el dinero apenas había alcanzado para terminar la mayor; y esa pobreza inicial se continuaba fielmente en su carácter limpio de capilla de montaña –de ahí su aire de pinos. Cruzó la calle y entró, sin pensar que entraba en una iglesia.
No había nadie, sólo el sacristán se movía como una sombra en la penumbra del presbiterio. No se oía ningún ruido. Se sentó a mitad de la nave cómodamente, mirando los altares, las flores de papel. . . pensó en la oración distraída que haría otro, el que se sentaba habitualmente en aquella banca, y hubo un instante en que llegó casi a desear creer así, en el fondo, tibiamente, pero lo suficiente para vivir.
El sol entraba por las vidrieras altas, amarillo, suave, y el ambiente era fresco. Se podía estar sin pensar, descansar de sí mismo, de la desesperación y de la esperanza. Y se quedó vacío, tranquilo, envuelto en la frescura y mirando al sol apaciguado deslizarse por las vidrieras.
Entonces oyó los pasos de alguien que entraba tímida, furtivamente. No se inquietó ni cambió de postura siquiera; siguió abandonado a su indiferente bienestar hasta que el que había entrado estuvo a su lado y le habló.
Al principio creyó no haber entendido bien y se volvió a mirarlo. Su rostro estaba tan cerca que pudo ver hasta los poros sudorosos, hasta las arrugas junto a la boca cansada. Era un obrero. Su cara, esa cara que después le pareció que había visto más cerca que ninguna otra, era una cara como hay miles, millones: curtida, ancha. Pero también vio los ojos grises y los párpados casi transparentes, de pestanas cortas, y la mirada, aquella mirada inexpresiva, desnuda.
—¿Me permite besarle los pies?
Lo repitió implacable. En su voz había algo tenso, pero la sostenía con decisión; había asumido su parte plenamente y esperaba que él estuviera a la altura, sin explicaciones. No estaba bien, no tenía por qué mezclarlo, !no podía ser! Era todo tan inesperado, tan absurdo.
Pero el sol estaba ahí, quieto y dulce, y el sacristán comenzó a encender con calma unas velas. Pedro balbuceo algo para excusarse. El hombre volvió a mirarlo. Sus ojos podían obligar a cualquier cosa, pero sólo pedían.
—Perdóneme usted. Para mí también es penoso, pero tengo que hacerlo.
Él tenía. Y si Pedro no lo ayudaba, ¿quién iba a hacerlo? ¿Quién iba a consentir en tragarse la humillación inhumana de que otro le besara los pies? Qué dosis tan exigua de caridad y de pureza cabe en el alma de un hombre. . . Tuvo piedad de él.
—Está bien.
—¿Quiere descalzarse?
Era demasiado. La sangre le zumbaba en los oídos, estaba fuera de sí, pero lúcido, tan lúcido que presentía el asco del contacto, la vergüenza de la desnudez, y después el remordimiento y el tormento múltiple y sin cabeza. Lo sabía, pero se descalzo.
Estar descalzo así, como él, inerme y humillado, aceptando ser fuente de humillación para otro. . . nadie sabría nunca lo que eso era. . . era como morir en la ignominia, algo eternamente cruel.
No miró al obrero, pero sintió su asco, asco de sus pies y de él, de todos los hombres. Y aún así se había arrodillado con un respeto tal que lo hizo pensar que en ese momento, para ese ser, había dejado de ser un hombre y era la imagen de algo más sagrado.
Un escalofrío lo recorrió y cerró los ojos. . . Pero los labios calientes lo tocaron, se pegaron a su piel. . . Era amor, un amor expresado de carne a carne, de hombre a hombre, pero que tal vez. . . El asco estaba presente, el asco de los dos. Porque en el primer segundo, cuando lo rozaba apenas con su boca caliente, había pensado en una aberración. Hasta eso había llegado para después tener más tormento. . . No, no, los dos sentían asco, solo que por encima de él estaba el amor. Había que decirlo, que atreverse a pensar una vez, tan solo una vez, en la crucifixión.
El hombre se levantó y dijo: “Gracias”; lo miró con sus ojos limpios y se marchó.
Pedro se quedo ahí, solo ya con sus pies desnudos, tan suyos y tan ajenos ahora. Pies con estigma.
Para siempre en mí esta señal, que no sé si es la del mundo y su pecado o la de una desolada redención.
¿Por qué yo? Los pies tenían una apariencia tan inocente, eran como los de todo el mundo, pero estaban llagados y él solo lo sabía. Tenía que mirarlos, tenía que ponerse los calcetines, los zapatos. . . Ahora le parecía que en eso residía su mayor vergüenza, en no poder ir descalzo, sin ocultar, fiel. No lo merezco, no soy digno. Estaba llorando.
Cuando salió de la iglesia el sol se había puesto ya. Nunca recordaría cabalmente lo que había pensado y sufrido en ese tiempo. Solamente sabía que tenía que aceptar que un hombre le había besado los pies y que eso lo cambiaba todo, que era, para siempre, lo más importante y lo más entrañable de su vida, pero que nunca sabría, en ningún sentido, lo que significaba.


lunes, 20 de abril de 2015

Una rosa para Emily de William Faulkner

Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del alguacil para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
-Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
-De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del alguacil, firmado por él?
-Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos...
-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero, señorita Emilia...
-Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la salida a estos señores.
II
Así pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido -todos creímos que iba a casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro -un hombre joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
“Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez Stevens, anciano de ochenta años.
-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.
-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
-No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
-Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven- se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
-Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
-Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de menos.
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.
No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...
Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige -claro que sin decir noblesse oblige- y exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían venido al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
-Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
-Necesito un veneno -dijo.
-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
-Quiero arsénico. ¿Es bueno?
-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea...?
-Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
-¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos....
Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los bautistas -la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama....
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido....
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer....
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él....
Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven....
Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas de pintura y sus pinceles, a que la señorita Emilia les enseñara a pintar según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía decirlo. Y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.
V
El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama..
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.

martes, 14 de abril de 2015

El nadador de John Cheever.

Era uno de esos domingos de mitad de verano en que todo el mundo repite: «Anoche bebí demasiado.» Lo susurraban los feligreses al salir de la iglesia, se oía de labios del mismo párroco mientras se despojaba de la sotana en la sacristía, así como en los campos de golf y en las pistas de tenis, y también en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufría los efectos de una terrible resaca.
—Bebí demasiado —decía Donald Westerhazy.
—Todos bebimos demasiado —decía Lucinda Merrill.
—Debió de ser el vino —explicaba Helen Westerhazy—. Bebí ¡demasiado clarete.
El escenario de este último diálogo era el borde de la piscina de los Westerhazy, cuya agua, procedente de un pozo artesiano con un alto porcentaje de hierro, tenía una suave tonalidad verde. El tiempo era espléndido. Hacia el oeste se amontonaban las nubes, tan parecidas a una ciudad vista desde lejos —desde el puente de un barco que se aproximara— que podían haber tenido un nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba. Neddy Merrill, sentado en el borde de la piscina, tenía una mano dentro del agua, y sostenía con la otra una copa: ginebra. Neddy era un hombre enjuto que parecía conservar aún la peculiar esbeltez de la juventud, y, aunque los días de su adolescencia quedaban ya muy lejos, aquella mañana se había deslizado por el pasamanos de la escalera, y en su camino hacia el olor a café que salía del comedor, había dado un sonoro beso en la broncínea espalda a la Afrodita del vestíbulo. Podría habérselo comparado con un día de verano, en especial con las últimas horas de uno de ellos, y aunque le faltase una raqueta de tenis o una vela hinchada por el viento, la impresión era, decididamente, de juventud, de vida deportiva y de buen tiempo. Había estado nadando y ahora respiraba hondo, como si fuera capaz de almacenar en sus pulmones los ingredientes de aquel momento, el calor del sol, y la intensidad de su propio placer. Era como si todo le cupiera dentro del pecho. Doce kilómetros hacia el sur, en Bullet Park, estaba su casa, donde sus cuatro hermosas hijas habrían terminado de almorzar y quizá jugasen al tenis en aquel momento. Fue entonces cuando se le ocurrió que si atajaba por el suroeste podría llegar nadando hasta allí.
No había nada de opresivo en la vida de Neddy, y el placer que le produjo aquella idea no puede explicarse reduciéndola a una simple posibilidad de evasión. Le pareció ver, con mentalidad de cartógrafo, la línea de piscinas, la corriente casi subterránea que iba describiendo una curva por todo el condado. Se trataba de un descubrimiento, de una contribución a la geografía moderna, y le pondría el nombre de Lucinda, en honor a su esposa. Neddy no era ni estúpido ni partidario de las bromas pesadas, pero tenía una clara tendencia a la originalidad, y se consideraba a sí mismo —de manera vaga y sin darle apenas importancia— una figura legendaria. El día era realmente maravilloso, y le pareció que un baño prolongado serviría para acrecentar y celebrar su belleza.
Se desprendió del suéter que le colgaba de los hombros y se tiró de cabeza a la piscina. Neddy sentía un inexplicable desprecio por los hombres que no se tiran de cabeza. Nadó a crol pero de forma poco organizada, respirando unas veces con cada brazada y otras sólo en la cuarta, y sin dejar de contar, de manera casi subconsciente, el un-dos, un-dos, del movimiento de los pies. No era un estilo muy apropiado para largas distancias, pero la utilización doméstica de la natación ha gravado ese deporte con ciertas costumbres, y en la par-te del mundo donde habitaba Neddy, el crol era lo habitual. Sentirse abrazado y sostenido por el agua verde y cristalina, más que un placer, suponía la vuelta a un estado normal de cosas, y a Neddy le hubiese gustado nadar sin bañador, pero eso no resultaba posible, debido a la naturaleza de su proyecto. Salió a pulso de la piscina por el otro extremo —nunca usaba la escalerilla—, y comenzó a cruzar el césped. Cuando Lucinda le preguntó que adonde iba, respondió que iría nadando hasta casa.
Sólo podía utilizar mapas imaginarios o sus recuerdos de los mapas reales, pero eso era suficiente. Primero estaban los Graham, y a continuación los Hammer, los Lear, los Howland, y los Crosscup. Cruzaría Ditmar Street para llegar a casa de los Bunker y después de andar un poco pasaría por casa de los Levy y de los Welcher, para utilizar así también la piscina pública de Lancaster. Luego venían los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era estupendo, y vivir en un mundo con tan generosas reservas de agua parecía poner de manifiesto la misericordia y la caridad del universo. Neddy se sentía en plena forma, y atravesó el césped corriendo. Volver a casa utilizando un camino desacostumbrado lo hacía sentirse peregrino, explorador; lo hacía sentirse un hombre con un destino, y estaba seguro de encontrar amigos a lo largo de todo el trayecto; no tenía la menor duda de que sus amigos ocuparían las orillas del río Lucinda.
Atravesó el seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la de los Graham, anduvo bajo algunos manzanos en flor, pasó junto al cobertizo que albergaba la bomba y el filtro y salió al lado de la piscina de los Graham.
—¡Hola, Neddy! —dijo la señora Graham—, ¡qué agradable sorpresa! Me he pasado toda la mañana tratando de hablar contigo por teléfono. Déjame que te prepare algo de beber.
Neddy comprendió entonces que, como cualquier explorador, necesitaría hacer uso de toda su diplomacia para conseguir que la hospitalidad y las costumbres de los nativos no le impidieran llegar a su destino. No deseaba desconcertar a los Graham ni mostrarse antipático, pero tampoco disponía de tiempo para quedarse allí. Hizo un largo en la piscina y se reunió con ellos al sol; unos minutos más tarde, la llegada de dos automóviles cargados de amigos que venían de Connecticut le facilitó las cosas. Mientras todos se saludaban efusiva y ruidosamente, Neddy pudo escabullirse. Salió por la puerta principal de la finca de los Graham, pasó por encima de un seto espinoso y cruzó un solar vacío para llegar a casa de los Hammer. La dueña de la casa, al levantar la vista de las rosas, vio a alguien que pasaba nadando, pero no llegó a saber de quién se trataba. Los Lear lo oyeron cruzar la piscina a nado a través de las ventanas abiertas de la sala de estar. Los Howland y los Crosscup habían salido. Al dejar la casa de los Howland, Neddy cruzó Ditmar Street y se dirigió hacia la finca de los Bunker, desde donde, ya a aquella distancia, le llegaba el alboroto de una fiesta.
El agua devolvía el sonido de las voces y de las risas, y daba la impresión de dejarlas suspendidas en el aire. La piscina de los Bunker estaba en alto, y Neddy tuvo que subir unos cuantos escalones hasta llegar a la terraza, donde unas veinticinco o treinta personas charlaban y bebían. Rusty Towers era el único que se hallaba dentro del agua, flotando sobre una balsa de goma. ¡Qué hermosas eran las orillas del río Lucinda y qué maravillosa vegetación crecía en ellas! Acaudalados hombres y mujeres se reunían junto a sus aguas color zafiro, mientras serviciales criaturas de blancas chaquetas les servían ginebra fría. Sobre sus cabezas, una avioneta roja de las que se utilizaban para dar clases de vuelo daba vueltas y más vueltas, y sus evoluciones hacían pensar en el regocijo de un niño subido en un columpio. Ned sintió un momentáneo afecto por aquella escena, una ternura que era casi como una sensación física, motivada por algo tangible. Oyó un trueno a lo lejos. Enid Bunker se puso a gritar nada más verlo.
—¡Mirad quién está aquí! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda dijo que no podías venir, creí que iba a morirme.
Neddy se abrió camino entre la multitud en su dirección, y cuando terminaron de besarse, Enid lo llevó hacia el bar; avanzaron lentamente porque Ned tuvo que pararse para besar a otras ocho o diez mujeres y estrechar la mano de otros tantos hombres. Un barman sonriente que había visto ya antes en un centenar de fiestas le dio una ginebra con tónica, y Ned se quedó allí un instante, temeroso de tener que participar en alguna conversación que pudiera retrasar su viaje. Cuando parecía que iba a verse rodeado, se tiró a la piscina y nadó pegado al borde para evitar la balsa de Rusty. Al salir por el otro lado se cruzó con los Tomlinson; los obsequió con una cordial sonrisa, y echó a andar rápidamente por el sendero del jardín. La grava le hacía daño en los pies, pero ésa era la única sensación desagradable. La fiesta sé celebraba únicamente en los alrededores de la piscina y, al llegar junto a la casa, Ned notó que se había debilitado el sonido de las voces. En la cocina de los Bunker alguien oía por la radio un partido de béisbol. Domingo por la tarde. Tuvo que avanzar en zigzag entre los coches aparcados y llegó hasta Alewives Lane siguiendo el césped que bordeaba el camino de grava de los Bunker. Ned no quería que lo vieran en la carretera en traje de baño, pero no había tráfico y cruzó en seguida los pocos metros que lo separaban del sendero de grava de los Levy, con un cartel de Propiedad Privada y un recipiente cilíndrico de color verde para el New York Times. Todas las puertas y las ventanas de la amplia casa estaban abiertas, pero no había signos de vida; ni siquiera un perro que ladrara. Ned rodeó el edificio y al llegar a la piscina vio que los Levy acababan de marcharse. Sobre una mesa al otro extremo de la piscina, cerca de un cenador adornado con linternas japonesas, había una mesa con vasos, botellas y platos con cacahuetes, almendras y avellanas. Después de atravesar la piscina a nado, Ned se sirvió ginebra en un vaso. Era la cuarta o la quinta copa, y había nadado aproximadamente la mitad del curso del río Lucinda. Se sentía cansado, limpio, y, en ese momento, satisfecho de encontrarse solo; satisfecho con el mundo en general.
Iba a haber una tormenta. La masa de nubes —aquella ciudad— se había elevado y oscurecido, y mientras descansaba allí un momento, oyó otra vez el retumbar de un trueno. La avioneta roja seguía dando vueltas, y a Ned casi le parecía oír la risa placentera del piloto flotando en el aire de la tarde; pero al oír el fragor de otro trueno se puso de nuevo en movimiento. El pitido de un tren lo hizo preguntarse qué hora sería. ¿Las cuatro, las cinco? Se imaginó la estación local, donde, en ese momento, un camarero con el esmoquinoculto bajo un impermeable, un enano con un ramo de flores envuelto en papel de periódico y una mujer que había llorado esperarían el tren de cercanías. Estaba oscureciendo de pronto; era el instante en que los pájaros más estúpidos parecían transformar su canto en un anuncio, preciso y bien informado, de la proximidad de la tormenta. Se produjo entonces un agradable ruido de agua cayendo desde la copa de un roble, como si alguien hubiera abierto una espita. Después, el ruido como de fuentes se extendió a las copas de todos los árboles altos. ¿Por qué le gustaban las tormentas? ¿Por qué se animaba tanto cuando las puertas se abrían con violencia y el viento que arrastraba gotas de lluvia trepaba a empellones por las escaleras? ¿Por qué la simple tarea de cerrar las ventanas de una casa antigua le parecía tan necesaria y urgente? ¿Por qué los primeros compases húmedos de un viento de tormenta constituían siempre el anuncio de alguna buena nueva, de algún suceso reconfortante y alegre? En seguida se oyó una explosión, acompañada de un olor como de pólvora, y la lluvia azotó las linternas japonesas que la señora Levy había comprado en Kyoto dos años antes, ¿o hacía sólo un año?
Ned se quedó en el cenador de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había enfriado el aire, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. La fuerza del viento había arrancado las hojas secas y amarillas de un arce y las había esparcido sobre la hierba y el agua. Como estaban aún a mitad de verano, Ned supuso que el árbol se hallaba enfermo, pero sintió una extraña tristeza ante ese signo del otoño. Hizo unos movimientos gimnásticos, apuró la ginebra y se dirigió hacia la piscina de los Welcher. Eso significaba cruzar el picadero de los Lindley, y le sorprendió encontrar la hierba demasiado crecida y los obstáculos desmantelados. Se preguntó si los Lindley habrían vendido sus caballos o si se habrían ausentado durante el verano, dejando sus animales al cuidado de otras personas. Le pareció recordar que había oído algo acerca de los Lindley y de sus caballos, pero no sabía exactamente qué. Siguió adelante, notando la hierba húmeda contra los pies descalzos, en dirección a la casa de los Welcher, donde se encontró con que la piscina estaba vacía.
Esa ruptura en la continuidad de su río imaginario le produjo una absurda decepción, y se sintió como un explorador que busca las fuentes de un torrente y encuentra un cauce seco. Ned notó que lo dominaba el desconcierto y la decepción. Era bastante normal que los vecinos de aquella zona se marcharan durante el verano, pero nadie vaciaba la piscina. Los Welcher se habían ido definitivamente. Las sillas, las mesas y las hamacas de la piscina estaban dobladas, amontonadas y cubiertas con lonas. Los vestuarios, cerrados, y lo mismo sucedía con todas las ventanas de la casa, y cuando la rodeó hasta llegar al camino de grava que llevaba hasta la puerta principal se encontró con un cartel que decía: «Se Vende», clavado en un árbol. ¿Cuándo había oído hablar de los Welcher por última vez? ¿Cuándo —habría que decir, más exactamente— Lucinda y él se habían disculpado por última vez al recibir una invitación suya para cenar? No daba la impresión de que hubiese transcurrido más de una semana. ¿Le fallaba la memoria o la tenía tan disciplinada contra los sucesos desagradables que llegaba a falsear la realidad? A lo lejos oyó que alguien jugaba un partido de tenis. Aquello lo animó, disipando todas sus aprensiones, y permitiéndole enfrentarse con indiferencia al cielo oscurecido y al aire frío. Aquél era el día en que Neddy Merrill iba a atravesar a nado el condado. ¡Aquel día, precisamente! De inmediato inició la etapa más difícil de su viaje.
Alguien que hubiese salido a pasear en coche aquella tarde de domingo podría haberlo visto, casi desnudo, en la cuneta de la autopista 424, esperando una oportunidad para cruzar al otro lado. Podría habérsele creído la víctima de alguna apuesta insensata, o una persona a quien se le ha estropeado el coche, o, simplemente, un chiflado. Junto al asfalto, con los pies descalzos —entre latas de cerveza vacías, trapos sucios y parches para neumáticos desechados—, expuesto al ridículo, resultaba penoso. Ned sabía desde el principio que aquello era parte de su recorrido, que figuraba en sus mapas, pero al enfrentarse con las largas filas de coches que culebreaban bajo la luzdel verano, descubrió que no estaba preparado psicológicamente. Los ocupantes de los automóviles se reían de él, lo tomaban a broma, y llegaron incluso a tirarle una lata de cerveza, y él no tenía ni dignidad ni humor que aportar a aquella situación. Podría haberse vuelto atrás, regresar a casa de los Westerhazy, donde Lucinda estaría aún sentada al sol. No había firmado nada, no había prometido nada, no se había apostado nada, ni siquiera consigo mismo. ¿Por qué, creyendo como creía que toda humana testarudez era susceptible de ceder ante el sentido común, se sabía incapaz de volver atrás? ¿Por qué estaba decidido a terminar el recorrido, aun a costa de poner en peligro su vida? ¿En qué momento aquella travesura, aquella broma, aquella payasada se había convertido en algo muy serio? No estaba en condiciones de volver atrás, ni siquiera recordaba con claridad las verdes aguas de la piscina de los Westerhazy, ni el placer de aspirar los componentes de aquel día, ni las serenas y amistosas voces que se lamentaban de haber bebido demasiado. En una hora aproximadamente, Ned había cubierto una distancia que hacía imposible el regreso.
Un anciano que conducía a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar hasta la mediana de la autopista, donde había una tira de césped. Allí se vio expuesto a las bromas del tráfico que avanzaba en dirección contraria, pero al cabo de unos diez minutos o un cuarto de hora consiguió cruzar. Desde allí sólo tenía que andar un poco para llegar al centro recreativo situado a las afueras de Lancaster, que disponía de varios frontones y de una piscina pública.
La peculiar resonancia de las voces cerca del agua, la sensación de brillantez y de tiempo detenido eran las mismas que anteriormente en casa de los Bunker, pero aquí los sonidos resultaban más fuertes, más agrios y más penetrantes, y tan pronto como entró en aquel espacio abarrotado de gente, Ned tuvo que someterse a las molestias de la reglamentación: «Todos los bañistas tienen que ducharse antes de usar la piscina. Todos los bañistas deben utilizar el pediluvio. Todos los bañistas deben llevar la placa de identificación.»
Ned se duchó, se lavó los pies en una oscura y desagradable solución y llegó hasta el borde de la piscina. Apestaba a cloro y le recordó a unfregadero. Sendos monitores, desde sus respectivas torres, hacían sonar sus silbatos a intervalos aparentemente regulares, insultando además a los bañistas mediante un sistema de megafonía. Ned recordó con nostalgia las aguas color zafiro de los Bunker y pensó que podía contaminarse —echar a perder su prosperidad y disminuir su atractivo personal— nadando en aquella ciénaga, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que aquello no pasaba de ser un remanso de aguas estancadas en el río Lucinda. Se tiró al cloro con ceñuda expresión de disgusto y no le quedó más remedio que nadar con la cabeza fuera para evitar colisiones, pero incluso así lo empujaron, lo salpicaron y le dieron codazos. Cuando llegó al lado menos profundo de la piscina, los dos monitores le estaban gritando:
—¡A ver, ése, ese que no lleva placa de identificación, que salga del agua!
Ned lo hizo así, pero los otros no estaban en condiciones de perseguirlo, y, dejando atrás el desagradable olor de las cremas bronceaduras y del cloro, saltó una valla de poca altura y atravesó los frontones. Le bastó cruzar la carretera para entrar en la parte arbolada de la propiedad de los Halloran. Nadie se había preocupado de arrancar la maleza que crecía entre los árboles, y tuvo que avanzar con grandes precauciones hasta llegar al césped y al seto de hayas recortadas que rodeaba la piscina.
Los Halloran eran amigos suyos; se trataba de unas personas de edad avanzada y enormemente ricos, que se sentían felices cuando alguien los consideraba sospechosos de filocomunismo. Eran reformadores llenos de celo, pero no comunistas; sin embargo, cuando alguien los acusaba de subversivos, como sucedía a veces, parecían agradecerlo y sentirse rejuvenecidos. Las hojas del seto de haya también se habían vuelto amarillas, y Ned supuso que probablemente padecían la misma enfermedad que el arce de los Levy. Gritó «¡hola!» dos veces para que los Halloran advirtieran su presencia y de esa forma la invasión de su intimidad no resultara demasiado brusca. Los Halloran, por razones que nunca le habían sido explicadas, no utilizaban trajes de baño. En realidad, no hacía falta ninguna explicación.
Su desnudez era un detalle de su celo reformista libre de prejuicios, y Ned se quitó cortésmente el bañador antes de entrar en el espacio limitado por el seto de hayas.
La señora Halloran, una mujer corpulenta de cabello blanco y expresión serena, leía el Times. Su marido sacaba hojas de haya de la piscina con una red. No parecieron ni sorprendidos ni disgustados al verlo. Su piscina era quizá la más antigua del condado, un rectángulo construido con piedras cogidas del campo, alimentado por un arroyo. Carecía de filtro o de bomba, y sus aguas tenían la dorada opacidad de la corriente.
—Estoy atravesando a nado el condado —dijo Ned.
—Vaya, no sabía que se pudiera hacer eso —exclamó la señora Halloran.
—Bueno, he empezado en casa de los Westerhazy —dijo Ned—. Debo de haber recorrido unos seis kilómetros.
Dejó el bañador junto al extremo más hondo de la piscina, fue andando hasta el otro lado y nadó aquella distancia. Mientras salía a pulso del agua, oyó decir a la señora Halloran:
—Sentimos mucho que te hayan ido tan mal las cosas, Neddy.
—¿Lo mal que me han ido las cosas? No sé de qué me está usted hablando.
—¿No? Hemos oído que has vendido la casa y que tus pobres hijas…
—No recuerdo haber vendido la casa —dijo Ned—. En cuanto a las chicas, no les ha pasado nada, que yo sepa.
—Sí —suspiró la señora Halloran—. Claro…
Su voz llenaba el aire con una melancolía intemporal, y Ned la interrumpió precipitadamente:
—Gracias por el baño.
—Que tengas una travesía agradable —dijo la señora Halloran.
Al otro lado del seto, Ned se puso el bañador y tuvo que apretárselo. Le estaba un poco grande, y se preguntó si era posible que hubiera perdido peso en una tarde. Tenía frío, estaba cansado, y la desnudez de los Halloran y el agua oscura de su piscina lo habían deprimido. Aquella travesía era demasiado para sus fuerzas, pero ¿cómo podía haberlo previsto mientras se deslizaba aquella mañana por el pasamanos de la escalera o cuando estaba sentado al sol en casa de los Westerhazy? Los brazos no le respondían. Las piernas parecían de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor de todo era el frío en los huesos y la sensación de que nunca volvería a entrar en calor. Caían hojas de los árboles y el viento le trajo olor a humo. ¿Quién podía estar quemando hojarasca en aquella época del año?
Necesitaba un trago. El whisky lo calentaría, le levantaría el ánimo, lo sostendría hasta el final de su viaje, renovaría su convicción de que atravesar a nado aquella zona era un proyecto original que exigía valor. Los nadadores que recorren grandes distancias toman coñac. Necesitaba un estimulante. Cruzó la zona de césped delante de la casa de los Halloran, y siguió andando hasta el pabellón que habían construido para Helen, su única hija, y para su marido, Erich Sachs. Ned encontró a los Sachs en su piscina, que era bastante pequeña.
—¡Neddy! —exclamó Helen—. ¿Has almorzado en casa de mi madre?
—No exactamente —dijo Ned—. He entrado un momento a saludar a tus padres. —No parecía que hiciese falta dar más explicaciones—. Siento mucho presentarme así de sorpresa, pero me ha dado un escalofrío de pronto y me preguntaba si podríais ofrecerme una copa.
—Me encantaría hacerlo —dijo Helen—, pero no tenemos nada para beber desde la operación de Eric. Y de eso hace ya tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria, o era acaso que su capacidad para ignorar acontecimientos penosos le había permitido olvidarse de la venta de su casa, de las dificultades de sus hijas, y de la enfermedad de su amigo Eric? La mirada de Ned se desplazó del rostro de Eric a su vientre, donde vio tres cicatrices antiguas, más blancas que el resto de la piel, dos de ellas de treinta centímetros de largo por lo menos. El ombligo había desaparecido, y Ned pensó en el desconcierto de una mano inquisitiva que, al buscar en la cama a las tres de la mañana los atributos masculinos, se encontrara con un vientre sin ombligo, sin unión con el pasado, sin continuidad en la sucesión natural de los seres.
—Estoy segura de que encontrarás algo de beber en casa de los Biswanger—dijo Helen—. Dan una fiesta por todo lo alto. Se los oye desde aquí. ¡Escucha!
Helen alzó la cabeza, y desde el otro lado de la carretera, desde el otro lado de los jardines, de los bosques, de los campos, Ned oyó de nuevo el ruido, lleno de resonancias, de las voces cerca del agua.
—Bueno, voy a darme un remojón —dijo, notando que carecía aún de libertad para decidir sobre su manera de viajar. Se tiró de cabeza al agua fría y faltándole el aliento, casi a punto de ahogarse, cruzó la piscina de un extremo a otro—. Lucinda y yo tenemos muchas ganas de veros —dijo vuelto de espaldas, con el cuerpo orientado ya hacia la casa de los Biswanger—. Sentimos mucho que haya pasado tanto tiempo sin vernos, y os llamaremos cualquier día de éstos.
Ned tuvo que cruzar algunos campos hasta la casa de los Biswanger y los sonidos festivos que salían de ella. Sería un honor para los dueños ofrecerle una copa, se sentirían felices de darle de beber. Los Biswanger los invitaban a cenar —a Lucinda y a él— cuatro veces al año con seis semanas de anticipación. Ellos nunca aceptaban, pero los Biswanger continuaban enviando invitaciones como si fueran incapaces de comprender las rígidas y antidemocráticas normas de la sociedad en la que vivían. Pertenecían a ese tipo de personas que hablan de precios durante los cócteles, que se hacen confidencias sobre inversiones bursátiles durante la cena y que después cuentan chistes verdes cuando están presentes las señoras. No pertenecían al grupo de amistades de Neddy; ni siquiera figuraban en la lista de personas a las que Lucinda enviaba felicitaciones de Navidad. Se dirigió hacia la piscina con sentimientos a mitad de camino entre la conciencia de su superioridad y el deseo de mostrarse amable, y también con algún desasosiego porque parecía que estaba oscureciendo y, sin embargo, aquéllos eran los días más largos del año. La fiesta era ruidosa y había mucha gente. Grace Biswanger pertenecía al tipo de anfitriona que invitaba al óptico, al veterinario, al corredor de fincas y al dentista. No había nadie nadando en la piscina, y el crepúsculo, al reflejarse en el agua, despedía un brillo invernal. Ned se dirigió hacia el bar. Cuando Grace Biswanger lo vio, avanzó hacia él, pero no con gesto afectuoso, como él había esperado, sino de la forma más hostil imaginable.
—Vaya, en esta fiesta hay de todo —comentó alzando mucho la voz—, incluso personas que se cuelan.
Grace no estaba en condiciones de hacerle un feo social, no tenía ni la más remota posibilidad, de manera que Ned no se echó atrás.
—En mi calidad de gorrón —preguntó cortésmente—, ¿tengo derecho a tomar una copa?
—Haga lo que guste —dijo ella—. No parece que las invitaciones signifiquen mucho para usted.
Le dio la espalda y se reunió con otros invitados. Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman se lo sirvió, pero de forma descortés. El mundo de Ned era un mundo en el que los camareros estaban al tanto de los matices sociales, y verse desairado por un barman a media jornada significaba haber perdido puntos en la escala social. O quizá aquel hombre era novato y le faltaba información. En seguida oyó cómo Grace decía a su espalda:
—Se arruinaron de la noche a la mañana; no les quedó más que su sueldo, y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestáramos cinco mil dólares…
Siempre hablando de dinero. Aquello era peor que llevarse el cuchillo a la boca. Ned se zambulló en la piscina, hizo un largo y se marchó.
La siguiente piscina de la lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si había sufrido alguna herida en casa de los Biswanger, aquél era el lugar ideal para curarla. El amor —los violentos juegos sexuales, para ser más exactos— era el supremo elixir, el remedio contra todos los males, la píldora mágica capaz de rejuvenecerlo y de devolverle la alegría de vivir. Habían tenido una aventura la semana pasada, o el mes último, o el año anterior. No seacordaba. Pero había sido él quien había decidido acabar, y eso lo colocaba en una situación privilegiada, de manera que cruzó la puerta de la valla que rodeaba la piscina de Shirley repleto de confianza en sí mismo. En cierta forma, era como si la piscina fuese suya, porque la persona amada, especialmente si se trata de un amor ilícito, goza de la posesión de la amante con una plenitud desconocida en el sagrado vínculo del matrimonio. Shirley estaba allí, con sus cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua de color azul intenso, iluminada por la luz eléctrica, no despertó en él ninguna emoción profunda. No había sido más que una aventurilla, pensó, aunque Shirley lloraba cuando él decidió romper. Pareció turbada al verlo, y Ned se preguntó si se sentiría aún herida. ¿Acaso iba, Dios no lo quisiera, a echarse a llorar de nuevo?
—¿Qué quieres? —le preguntó ella.
—Estoy nadando a través del condado.
—¡Santo cielo! ¿Te comportarás alguna vez como una persona adulta?
—¿Se puede saber qué te pasa?
—Si has venido buscando dinero —dijo ella—, no voy a darte ni un centavo.
—Puedes darme algo de beber.
—Puedo, pero no quiero. No estoy sola.
—Bueno, me marcho en seguida.
Ned se tiró al agua e hizo un largo, pero cuando intentó alzarse hasta el borde para salir de la piscina, descubrió que sus brazos y sus hombros no tenían fuerza; llegó como pudo a la escalerilla y salió del agua. Al mirar por encima del hombro, vio a un hombre joven en los vestuarios iluminados. Al cruzar el césped —ya se había hecho completamente de noche— le llegó un aroma de crisantemos o de caléndulas, decididamente otoñal, y tan intenso como el olor a gasolina. Levantó la vista y comprobó que habían salido las estrellas, pero ¿por qué tenía la impresión de ver Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de pleno verano? Ned se echó a llorar.
Era probablemente la primera vez que lloraba en toda su vida de adulto, y desde luego la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y tan desconcertado. No entendía los malos modos del barman ni el mal humor de una amante que se había acercado a él de rodillas y le había mojado el pantalón con sus lágrimas. Había nadado demasiado, había pasado demasiado tiempo bajo el agua, y tenía irritadas la nariz y la garganta. Necesitaba una copa, necesitaba compañía y ponerse ropa limpia y seca, y aunque podría haberse encaminado directamente hacia su casa por la carretera, se fue a la piscina de los Gilmartin. Allí, por primera vez en su vida, no se tiró, sino que descendió los escalones hasta el agua helada y nadó dando unas renqueantes brazadas de costado que quizá había aprendido en su adolescencia. Camino de casa de los Clyde, se tambaleó a causa del cansancio y, una vez en la piscina, tuvo que detenerse una y otra vez mientras nadaba para sujetarse con la mano en el borde y descansar. Trepó por la escalerilla y se preguntó si le quedaban fuerzas para llegar a casa. Había cumplido su deseo, había nadado a través del condado, pero estaba tan embotado por la fatiga que su triunfo carecía de sentido. Encorvado, agarrándose a los pilares de la entrada en busca de apoyo, Ned torció por el sendero de grava de su propia casa.
Todo estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que ya se habían ido a la cama? ¿Se habría quedado su mujer a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Habrían ido las chicas a reunirse con ella o se habrían marchado a cualquier otro sitio? ¿No se habían puesto previamente de acuerdo, como solían hacer los domingos, para rechazar las invitaciones y quedarse en casa? Ned intentó abrir las puertas del garaje para ver qué coches había dentro, pero la puerta estaba cerrada con llave y se le mancharon las manos de orín. Al acercarse más a la casa vio que la violencia de la tormenta había separado de la pared una de las tuberías de desagüe para la lluvia. Ahora colgaba por encima de la entrada principal como una varilla de paraguas, pero no costaría arreglarla por la mañana. La puerta de la casa también estaba cerrada con llave, y Ned pensó que habría sido una ocurrencia de la estúpida de la cocinera ode la estúpida de la doncella, pero en seguida recordó que desde hacía ya algún tiempo no habían vuelto a tener ni cocinera ni doncella. Gritó, golpeó la puerta, intentó forzarla golpeándola con el hombro; después, al mirar a través de las ventanas, se dio cuenta de que la casa estaba vacía.

miércoles, 8 de abril de 2015

Equipo de recolección de Robert Silverberg


 Vista desde setenta y cinco kilómetros de altura, la cosa parecía prometedora. Era un planeta de tamaño mediano, de color marrón y verde, de aspecto acogedor, sin signos de ciudades ni de otro tipo de complicaciones. Un lugar agradable, tal como se necesitaba para curar la depresión causada por una expedición sin resultados positivos. Me volví hacia Clyde Holdreth, que se hallaba contemplando pensativo la termocupla. - ¿Y bien? ¿Qué te parece? - Me parece muy adecuado. La temperatura es agradable, el tiempo es bueno, hay mucho aire. Creo que vale la pena probar. Lee Davison salió del compartimiento de los animales, oliendo a ellos, tal como era habitual. Tenía a uno de los monitos azules que habíamos encontrado en Alferaz. La bestezuela se subía por su brazo. - ¿Creéis que hemos encontrado algo? - Un planeta - le dije -. ¿Todavía tenemos sitio en los depósitos? - Por eso ni os preocupéis. En realidad tenemos sitio para un zoológico más, antes de que se llenen las jaulas. No ha rendido mucho este viaje. - Realmente no - asentí -. Bien, ¿bajamos a ver qué es lo que encontramos? - Más vale - replicó Holdreth -. No podemos volver a la Tierra con un par de monitos azules y unos comedores de hormigas. - Voto por un aterrizaje de exploración - dijo Davison -. ¿Y tú? Asentí con la cabeza. - Prepararé todo. Asegúrate de que tus animales estén cómodos cuando desaceleremos. Davison desapareció dentro del compartimiento, mientras Holdreth escribía furiosamente en el cuaderno de bitácora, asentando las coordenadas del planeta, su descripción general, y los otros detalles necesarios. Aparte de ser un equipo de recolección que trabajaba para el Departamento de Zoología del Instituto de Estudios Interestelares, también éramos un grupo de exploración, y el planeta que estaba cerca figuraba como inexplorado en las cartas de navegación espacial. Eché un vistazo a la enorme bola verde y marrón, que giraba debajo de nosotros, y sentí el aguijonazo de melancolía que siempre acompañaba el descenso en un mundo nuevo y extraño. Reprimiéndolo, comencé a trazar una órbita para el descenso. Sentí, detrás de mí, la algarabía furibunda de los monitos azules, mientras Davison los acomodaba en las camitas de desaceleración, y haciéndole un ronco acompañamiento, los gruñidos graves y poco musicales, de los devoradores de hormigas rogelianos, que nos hacían saber sus molestias. Indudablemente, el planeta estaba deshabitado, pues en cuanto la nave se asentó, no transcurrió más de un minuto antes de que la fauna local comenzara a reunirse. Nos quedamos parados frente a las ventanillas, mirando asombrados. - Esto es algo con lo que no creo que nos hayamos atrevido ni siquiera a soñar. ¡Mirad! - dijo, acariciándose nerviosamente la barba -. ¡Debe de haber mil especies diferentes! - Nunca vi nada igual - dijo Holdreth. Me apresuré a determinar cuánto espacio teníamos en la nave, y cuántas de las criaturas que se hallaban curiosas fuera, íbamos a ser capaces de llevarnos con nosotros. - ¿Cómo vamos a decidir cuáles vamos a llevarnos, y cuáles deberemos dejar atrás? - ¿Qué importa? - dijo Holdreth, alegremente -. Esto es lo que podríamos denominar una superabundancia de bienes. Creo que debemos de tratar de atrapar una docena de los especímenes más raros y salir corriendo, dejando el resto para otro viaje. ¡Qué pena que perdimos aquel precioso tiempo dando vueltas por Rigel! - Bueno, después de todo, nos llevamos los devoradores de hormigas - señaló Davison. El los había encontrado, y estaba orgulloso. - Sonreí con cierta amargura. - Sí, atrapamos los devoradores de hormigas - En ese momento, estos animales comenzaron a gruñir con claros ronquidos -. Pero creo que estaríamos mejor sin esas bestias. - ¡Qué mala actitud! - dijo Holdreth - ¡Muy poco profesional! - Después de todo, no soy un zoólogo. Simplemente soy un piloto de nave espacial, recordad. Y si no me gusta la forma en que esos bichos huelen y gruñen, pues.
- ¡Mirad!¡Mirad eso! - dijo súbitamente Davison. Miré por las ventanillas y vi una nueva bestia que emergía de la espesa vegetación. Creo haber visto criaturas extrañas desde que estoy en el Departamento de Zoología, pero nunca nada como esa. Era del tamaño de una jirafa, y se movía sobre unas patas largas y temblequeantes. En el extremo de un inimaginable cuello tenía una pequeña cabeza. También tenía seis patas, y una serie de apéndices en forma de serpientes, que se enroscaban y desenroscaban. Sus ojos eran dos grandes globos violetas, situados en el extremo de dos gruesas antenas. Debería medir unos seis metros y medio de altura. Se movió con extremada gracia entre las otras bestias que rodeaban nuestra nave, abriéndose suavemente camino hasta llegar a ella. Al ver las ventanillas, se asomó para espiar. Uno de sus ojos me miró directamente, el otro a Davison. Era extraño, pero me parecía que estaba queriendo decirnos algo. - Es grande, ¿verdad? - dijo, finalmente, Davison. - Apuesto a que te quieres llevar una. - Tal vez sea posible hacer sitio para un ejemplar joven - dijo Davison -. Siempre que podamos hallarlo, por supuesto. - ¿Cómo va el análisis del aire? Reviento de ganas de salir de aquí y ponerme a capturar estos bichos. ¡Dios mío! ¡Esto es realmente extraño! El animal aparentemente había concluido su examen, puesto que dio la vuelta a la cabeza, y con un trotecito corto, se desplazó alrededor de la nave. Una criatura pequeña, de aspecto similar al de un perro, con espinas a lo largo del dorso, comenzó a ladrarle al raro animal, pero no se dio por aludido. Los otros animales, de todas formas y tamaños, continuaron reunidos alrededor de la nave, aparentemente muy curiosos acerca de los recién llegados. Podía ver los ojos de Davison sedientos de deseo de atrapar ese gran montón y llevárselo a la Tierra. Sabía lo que pasaba por su mente: soñaba con la gran cantidad de especies extraterrestres que por aquí rondaban, viéndolas a cada una de ellas con un cartelito que decía: Tal y tal Davison. - El aire puede respirarse - anunció Holdreth abruptamente -. Buscad vuestras redes de cazar mariposas y preparaos para la captura. Había algo que no me gustaba de ese lugar. Era todo demasiado perfecto, y sabía que en realidad nada sucedía así. Siempre, en alguna parte, hay una trampa. Pero el lugar parecía ser verdad. El planeta era el sueño de un zoólogo convertido en realidad, y Davison y Holdreth estaban entusiasmadísimos estudiando las distintas especies. - Nunca vi nada como esto - dijo Davison por quincuagésima vez, por lo menos, mientras examinaba un animalito pequeño, parecido a una ardilla, de color púrpura. La ardilla se quedó mirándole, como si también examinara a Davison.
- Llevémonos algunas de éstas - dijo Davison -. Son muy bonitas. - Bueno, hazlo - le dije, encogiéndome de hombros. No me importaba qué animales transportaba, sino que llenaran de una vez las bodegas y me permitieran partir de acuerdo a los planes. Vi cómo Davison levantaba a dos de las ardillas, llevándolas hacia la nave. Holdreth se acercó hacia donde yo estaba. Sujetaba una especie de perro con ojos a facetas como los de un insecto, que brillaban, y una piel pelada y brillante. - ¿Qué te parece, Gus? - Magnífico - le contesté -. Verdaderamente asombroso. Puso al animal en el suelo, pero no trató de escaparse, sino que se quedó tranquilo, mirándonos. Holdreth, pasándose una mano por la cabeza, que comenzaba a quedarse calva, me dijo: - Gus, has estado triste todo el día. ¿Qué te pasa? - Estoy preocupado. - ¿Por qué? ¿Prejuicios? - Es demasiado fácil, Clyde. Demasiado fácil. Estos animales se acercan como si esperaran ser capturados. Holdreth apenas reprimió una risa. - Y tú estás acostumbrado a la lucha, ¿verdad? Te molesta que lo estemos pasando tan bien aquí. - Cuando pienso en el lío que hicimos para conseguir un par de misérrimos y malolientes devoradores de hormigas. - No te preocupes, Gus. Trataremos de llevarnos algunos ejemplares, y luego saldremos corriendo. ¡Pero este lugar es una mina de oro zoológica! Sacudí la cabeza negativamente. - No me gusta, Clyde. No me gusta. Holdreth rió y levantó del suelo su perro con ojos a facetas. - Dime, ¿sabes dónde puedo encontrar otro? - Aquí - le dije, señalando - Está bien cerca, con la lengua fuera, esperando que lo cojas y te lo lleves. Holdreth miró, sonriendo. - ¿Y tú que sabes de eso? Cogió su espécimen y lo llevó dentro. Me alejé un poco para inspeccionar el lugar. Aquel planeta me parecía demasiado increíble para aceptarlo sin un examen minucioso, a pesar de la forma desaprensiva con que mis dos compañeros recogían sus especímenes. Punto número uno: los animales no andan por ahí como lo hacían aquí, en grandes cantidades y contentos de estar unos junto a otros. Noté que no había más de unos pocos de cada especie, y por lo menos debía haber quinientas diferentes unas de otras. Y cada una compitiendo en rareza. La naturaleza no obra así. Punto número dos: parecían ser amigos entre sí, si bien aceptaban el liderazgo de la criatura parecida a una jirafa. La naturaleza tampoco obra de esa forma. No había visto que surgiera una pelea entre ellos. Eso hacía pensar que tal vez eran herbívoros, cosa que ecológicamente era un despropósito. Me encogí de hombros y seguí hacia delante. Media hora más tarde sabía algo más acerca de la geografía de nuestra tierra de promisión. Nos hallábamos en una inmensa isla o en una península, puesto que podía ver una gran extensión de agua que bañaba las tierras, a unos quince kilómetros más o menos. No muy lejos de la nave había una extensa franja de vegetación selvática, que llegaba hasta el agua hacia un lado y terminaba abruptamente hacia el otro. Nuestra nave había descendido en el borde del claro. Aparentemente, la mayoría de los animales que veíamos vivían en la selva. Al otro lado había una pradera baja y también extensa que a lo lejos parecía perderse poco a poco en un desierto. A lo lejos podía distinguir algo así como una gran franja de arena que contrastaba vivamente con la fértil jungla de la izquierda. Hacia uno de los lados había un pequeño lago. Era un lugar realmente muy adecuado para que se juntara tal rara cantidad de animales, puesto que parecía haber un hábitat indicado para cada especie, más o menos. ¡Y la fauna! Si bien soy un zoólogo de segunda mano, que pesca aquí y allá sus conocimientos por ósmosis, de Davison y Holdreth, no podía dejar de maravillarme frente a la extraordinaria riqueza de animales extraños.
Los había de distintas formas y tamaños, colores y olores, y su única característica similar era su extraordinaria mansedumbre. Durante el curso de mi caminata, unos cien animales debían de haberse acercado a mí, apartándose después de haberme examinado cuidadosamente. Esto incluyó a una media docena que no había visto antes, más una de las jirafas de aspecto inteligente y uno de los perros sin pelo. Una vez más tuve la impresión de que la jirafa podía estar tratando de comunicarse conmigo. La cosa me gustaba cada vez menos. En realidad, no me gustaba nada. Volví al campamento y vi a Holdreth y a Davison frenéticamente ocupados en tratar de acomodar dentro de la nave los animales que podían. - ¿Cómo va la cosa? - les pregunté. - Las bodegas están llenas. Estamos ocupados tratando de elegir un poco. Vi cómo cogía los dos perros sin pelo de Holdreth y llevaba dentro un par de animalitos de ocho patas, con cierto remoto parecido con los pingüinos, que no protestaban al ser llevados al interior de la nave. Holdreth fruncía el ceño. - ¿Para qué quieres ésos, Lee? Los que parecen perros tienen el aspecto de ser más interesantes, ¿no lo crees? - No - dijo Davison -, prefiero llevar esos otros dos. Son muy curiosos. ¿Te has fijado la forma en que la red muscular conecta...? - Un momento, muchachos - les dije. Me quedé mirando al animal que estaba en brazos de Davison -. Este es realmente curioso, ¿verdad? Tiene ocho patas. - ¿Te estás transformando en un zoólogo? - preguntó Holdreth muy divertido. - No, pero... cada vez estoy más intrigado: ¿por qué éste tiene ocho patas, otros seis y otros sólo cuatro? Me miraron interrogativamente, con cierto desprecio profesional pintado en el rostro. - Quiero decir que debería de haber cierto esquema habitual, ¿no es así? En la Tierra, nuestra vida animal tiene cuatro patas; en Venus, seis. Pero ¿alguna vez visteis una mezcolanza tan extraña como la de aquí? - Hay cosas todavía más raras - dijo Holdreth -. Los de vida simbiótica de Sirio Tres, los constructores de madrigueras de Mizar... Pero tienes razón, Gus. Esto es realmente una extraña dispersión evolutiva. Creo que debemos de quedarnos e inspeccionar las cosas a fondo. Inmediatamente me di cuenta, por la expresión alegre de la cara de Davison, que había estropeado las cosas, y que estábamos peor que antes. Traté de buscar una nueva táctica. - No estoy de acuerdo - dije -. Creo que debemos partir inmediatamente y regresar más tarde, con una expedición mayor. Davison rió entre dientes. - ¡Vamos, Gus! No seas tonto. Esta es la oportunidad de nuestras vidas. ¿Por qué vamos a compartirla con el Departamento de Zoología? No le quise decir que tenía miedo de quedarme más tiempo. Me crucé de brazos. - Lee, soy el piloto de esta nave, y ahora me vas a tener que escuchar. Los planes son de parar aquí brevemente, para después seguir hacia adelante. ¡No me digas que me estoy comportando como un tonto! - ¡Pero sí que lo estás! Interfieres en nuestras investigaciones científicas... - Escúchame, Lee. Nuestras raciones están calculadas con márgenes muy estrechos, para permitiros un mayor espacio para los especímenes. Estrictamente éste es un equipo para recolección. No se han arbitrado medios para una estancia prolongada. A menos que queráis terminar el viaje comiéndoos vuestros animalitos, os sugiero que vayamos partiendo. Se mantuvieron en silencio durante un rato. Finalmente Holdreth dijo. - No podemos discutir esas razones, Lee. Hagamos lo que dice Gus, y regresemos inmediatamente. Habrá tiempo de investigar este planeta en detalle, cuando podamos hacerlo. - Pero... ¡Oh, está bien! - dijo Davison, con pocas ganas. Volvió a coger uno de los pingüinos de ocho patas -. Dejarme acomodar estos animales y nos iremos - Me miró con una extraña expresión, como si hubiera hecho algo criminal. Cuando comenzó a acercarse a la nave, lo llamé. - ¿Qué pasa, Gus? - Mira, no es que quiera arrancarte de aquí - le dije, tratando de ocultar mis sospechas - Es simplemente un problema de aprovisionamiento. - Ya veo, Gus - se dio la vuelta y entró en la nave. Me quedé un rato inmóvil, sin poder pensar en nada especial, y luego entré y comencé a calcular la órbita de despegue. Había llegado al cálculo de los gastos de combustible, cuando observé que del tablero de control colgaban, en forma desordenada, una gran cantidad de cables sueltos. Alguien había estropeado nuestro mecanismo de conducción. Estropeado completamente.
Durante un largo rato no pude hacer otra cosa que observar el desastre. Luego me di la vuelta y me dirigí hacia el compartimiento de los animales. - ¡Davison! - ¿Qué pasa, Gus? - Ven un momento, ¿quieres? Esperé durante unos minutos, y apareció, con aspecto impaciente. - ¿Qué te pasa, Gus? Estoy muy ocupado y... - Abrió la boca con asombro. - ¡Mira eso! - Mejor que lo mires tú - le grité -. Me siento enfermo. Vé a buscar a Holdreth, corriendo. Mientras Davison hacía el encargo, me puse a tratar de estimar los daños. Una vez que hube retirado el panel de control para mirar al interior, me sentí un poco mejor. Las cosas no habían sido dañadas más allá de toda posibilidad de reparación, si bien era indudable que los daños eran grandes. Tres o cuatro días de trabajo intenso con un destornillador y un soldador podían hacer que la nave estuviera en condiciones de volar otra vez. Pero eso no hacía que me sintiera menos enfadado. Oí entrar a Davison con Holdreth, y giré para enfrentarme a ellos. - Muy bien, idiotas. ¿Quién hizo eso? Abrieron la boca y dejaron escapar una serie de alaridos de protesta, los dos al unísono. Les dejé hablar un rato, y luego les grité: - ¡Uno por uno! - Si estás tratando de decir que uno de nosotros saboteó la nave para que no pudiéramos irnos, quiero decirte... - comenzó Holdreth. - No estoy tratando de decir nada, pero lo que me parece es que durante mucho tiempo estuvisteis procurando convencerme de que me quedara unos días más. Tal vez hayáis decidido que la mejor forma de lograrlo era hacer esto - les miré, con una mirada ardiente de rabia -. Pues bien, tengo malas noticias. Puedo arreglar esto, y lo puedo hacer en un par de días. Así que seguid con vuestros asuntos. Seguid zoologizando, mientras tengáis tiempo... Suavemente, Davison puso una mano sobre mi brazo. - Gus, nosotros no lo hicimos. Te lo aseguramos. Súbitamente se me pasó la rabia, y sólo pude sentir la aguda mordedura del miedo. Pudedarme cuenta de que Davison decía la verdad. - Si tú no lo hiciste, si Holdreth no lo hizo, y yo no lo hice, entonces ¿quién lo hizo? Davison hizo un gesto de ignorancia. - Tal vez es uno de nosotros, pero no se da cuenta de lo que está haciendo - sugerí -. Tal vez... - me interrumpí -. ¡Oh!, mejor dejo de pensar tonterías. Por favor, alcanzarme el cajón de las herramientas. Fueron a atender a los animales, y comencé el trabajo de reparación, sin pensar en otra cosa, tratando de que la mente no rondara alrededor de las sospechas, concentrándome solamente en unir el cable A con el que le correspondía, y el transistor F con el potenciómetro K, tal como estaba indicado. Era un trabajo lento, enervante, y para la hora de la comida sólo había llegado a cumplir con los preliminares. Mis dedos temblaban por el esfuerzo de trabajar con cosas tan pequeñas, y finalmente decidí abandonarlo hasta el día siguiente. Dormí mal, acosado por pesadillas acentuadas por los quejidos de los devoradores de hormigas, y por los ocasionales grititos, ronquidos, silbidos y gruñidos de los otros animales de la bodega. Sólo a eso de las cuatro de la madrugada pude verdaderamente conciliar el sueño, y entonces lo restante de la noche pasó rápidamente. Me desperté por las sacudidas de un par de manos, para encontrarme con las caras pálidas y tensas de Holdreth y Davison. Traté de despabilarme mientras preguntaba. - ¿Qué pasa? Holdreth se inclinó y me sacudió con fuerza. - ¡Despierta, Gus! - Me puse trabajosamente de pie. - ¡Caramba! Qué idea más malvada. Despertarlo a uno en mitad de la noche. Me hallé empujado inmisericordemente por el corredor hacia el cuarto de control. Me fijé en el sitio donde Holdreth señalaba, y allí fue cuando me desperté de repente. Los cables habían sido arrancados nuevamente. Alguien o algo había deshecho completamente el trabajo de reparación de la noche anterior. Todos los reproches insustanciales que solíamos dirigirnos se interrumpieron. La cosa no era una broma; no nos podíamos reír más. Comenzamos a trabajar duro, todos juntos, como un verdadero equipo muy de acuerdo. Tratábamos desesperadamente de hacer algo antes de que fuera demasiado tarde. - Pasemos revista a la situación - dijo Holdreth, recorriendo nerviosamente la cabina de control de arriba a abajo. La nave ha sido saboteada dos veces. No sabemos quién lo ha hecho, y, a nivel consciente, estamos convencidos de que no fuimos nosotros. Hizo una pausa. - Esto abre dos posibilidades. O bien, como dijo Gus, uno de nosotros lo hace sin darse cuenta, o hay alguien que lo hace cuando no estamos mirando. Ninguna de las dos posibilidades es demasiado alegre. - Podemos montar guardia - dije -. Propongo que uno de nosotros esté permanentemente despierto, que durmamos por turnos vigilando estrechamente hasta que pueda arreglar la nave. Además deberemos dejar escapar los animales que hemos traído a bordo. - ¿Qué? - Tiene razón - dijo Davison -. No sabemos cómo actúan. No parecen ser inteligentes, pero no podemos asegurarlo. Esa jirafa de ojos púrpura, por ejemplo. Supongamos que nos hipnotiza y hace que nosotros mismos estropeemos la nave. ¿Cómo podemos decir que no? - Pero... - Holdreth quiso comenzar a protestar, pero se interrumpió. - Creo que deberemos de considerar la posibilidad - admitió, obviamente molesto por tener que soltar a sus cautivos -. Vaciaremos las bodegas y tú tratarás de arreglar la nave. Luego, si todo marcha bien, tal vez podamos pensar en recuperarlos. Estuvimos de acuerdo, y Holdreth y Davison soltaron los animales, mientras me ponía a arreglar el mecanismo. Hacia la caída del Sol había podido lograr un estado similar al de la noche anterior. Me senté para montar la primera guardia. La nave se hallaba sumida en una extraña calma. Comencé a andar por la cabina, tratando de vencer la tentación de adormilarme. Pude mantenerme despierto hasta que Holdreth me vino a reemplazar. Pero cuando llegó, boqueó con desesperación mientras me señalaba el panel. Una vez más había sido arrancado. Ahora no teníamos excusas ni explicación. La expedición se había convertido en una verdadera pesadilla. Solamente pude asegurar que en ningún momento me había dormido, y que nada ni nadie se había acercado al panel. Pero, claro, aquello no explicaba nada. O bien entonces era yo el saboteador, o algún poder externo era el que saboteaba la nave. Ninguna de las dos hipótesis parecía tener sentido, por lo menos para mi. Llevábamos cuatro días en el planeta, y la provisión de alimentos comenzó a convertirse en un problema. Mis órdenes, cuidadosamente preparadas, consideraban que ya debería de hacer dos días que estábamos en el viaje de vuelta a la Tierra. Pero no estábamos más cerca de la partida que cuatro días atrás. Los animales continuaron vagando por los alrededores de la nave, tocándola inquisitivamente con sus hocicos, examinándola, mientras las jirafas nos miraban con sus grandes y expresivos ojos. Los pobres eran tan mansos como siempre, y nada sabían de las tensiones que se acumulaban dentro del casco de la nave. Los tres andábamos como zombies, con los ojos brillantes y los labios cerrados. Estábamos muy asustados. Algo nos impedía arreglar la nave. Algo no quería que abandonáramos este planeta. Miré la cara dulce de la jirafa de ojos púrpura, que espiaba por las ventanillas, y me devolvió la mirada. A su alrededor se agrupaba la mescolanza increíble de géneros y especies. Aquella noche los tres hicimos guardia en la cabina de control. A pesar de todo, el panel fue destrozado nuevamente. Los alambres estaban tan soldados, y vueltos a soldar, que comencé a pensar que unas pocas maniobras más y todo estaría en un estado completamente imposible de reparar. Si no lo estaba ya. Por la noche no dejé el trabajo. Continué soldando después de la cena; por más que ésta fue una comida insuficiente, debido a la escasez de raciones. Seguí trabajando hasta altas horas de la noche. A la mañana siguiente, estaba otra vez estropeado. - Me doy por vencido - dije, revisando los daños -. No veo ninguna razón para seguir tratando de arreglar algo que no va a mantenerse soldado. Holdreth asintió. Estaba terriblemente pálido. - Tendremos que pensar en alguna otra cosa. Abrí el armario de las raciones y examiné nuestras reservas. Aun contando la comida sintética que le hubiéramos dado a los animales en el viaje de vuelta, estábamos muy escasos de víveres. Habíamos pasado el límite de seguridad. El viaje de vuelta estaría amenazado por el hambre. Si lográbamos volver, claro está. Salí de la nave y me senté en una gran roca, situada cerca. Uno de los perros sin pelo se acercó y me rozó la camisa con su hocico. Davison se asomó a la portezuela y me llamó: - ¿Qué estás haciendo, Gus? - Tomando un poco de aire fresco. Estoy cansado de estar ahí dentro - Acaricié el perro detrás de las orejas, y eché una mirada alrededor. Los animales ya no sentían tanta curiosidad por nosotros, y por tanto no se congregaban como antes. Se hallaban desparramados en la pradera, comiendo unos depósitos formados por una sustancia blanca y pastosa. Se precipitaba todas las noches. Lo llamábamos maná. Todos los animales parecían alimentarse con ella. Me recosté hacia atrás. Al octavo día comenzamos a estar muy delgados. Ya no trataba de reparar la nave; el hambre comenzaba a torturarme. Vi a Davison con el soldador en la mano. - ¿Qué estás haciendo? - Voy a reparar la nave - me contestó. Tú no quieres hacerlo, pero no podemos quedarnos de brazos cruzados - Tenía la nariz hundida en el manual de reparaciones, y estaba manipulando el disparador del soldador. Me encogí de hombros. - Haz lo que quieras - No me importaba. Lo que sabía era que mi estómago estaba dolorosamente vacío, y que tal vez tendría que enfrentarme al hecho de que estábamos atrapados para siempre. - ¿Gus? - ¿Sí? - Creo que es hora de que te lo diga. Hace cuatro días que como maná. Es bueno, y nutritivo. - ¿Has estado comiendo maná? ¿Una cosa que encuentras en un mundo extraño? ¿Te has vuelto loco? - ¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿Morir de hambre? Sonreí débilmente, admitiendo que tenía razón. De la nave llegaban los ruidos que hacía Holdreth al moverse de un lado para otro. Era el que peor estaba de los tres. Tenía una familia en la Tierra, y comenzaba a darse cuenta de que tal vez nunca la volvería a ver. - ¿Por qué no vas a buscar a Holdreth? - sugirió Davison -. Id y llenaos de maná. Tenéis que comer algo. - Sí. ¿Qué podemos perder? - Moviéndome como un robot me dirigí hacia la cabina de Holdreth. Saldríamos juntos, comeríamos maná y dejaríamos de sentir hambre. De una u otra forma. - ¡Clyde! - llamé - ¡Clyde! Entré en la cabina. Estaba sentado al escritorio, temblando convulsivamente y observando los dos chorros de sangre que brotaban de sus recién seccionadas venas de la muñeca. - ¡Clyde! No protestó cuando lo llevé a la enfermería; le hice dos torniquetes para parar la hemorragia y lo curé. Se estaba quieto, sollozando. Le abofeteé, y volvió en sí. Miró a su alrededor, como si no supiera dónde estaba. - Yo... yo... - Tranquilízate, Clyde. Todo va a ir bien. - No está bien - dijo, con voz hueca -. Todavía estoy vivo. ¿Por qué no me dejaste morir? ¿Por qué...? Davison entró en la cabina. - ¿Qué pasa, Gus? - Es Clyde. La tensión le está afectando. Trató de matarse, pero pienso que ahora estará mejor. Tráele algo para comer, ¿quieres? Logramos que Holdreth se sintiera mejor cuando llegó la noche. Davison juntó todo el maná que pudo, y nos dimos un festín. - Ojalá tuviera el coraje de matar algún animal de la fauna local - dijo Davison -. Entonces sí que tendríamos un banquete. ¡Carne asada! - Las bacterias - dijo Holdreth suavemente -. No debemos hacerlo. - Ya lo sé. Simplemente soñaba en voz alta. - ¡Nada de soñar! - dije, bruscamente -. Mañana temprano otra vez comenzamos a trabajar en el panel. Tal vez, con algo de comida en el estómago, podamos mantenernos despiertos para saber qué es lo que pasa aquí. Holdreth sonrió. - ¡Buena idea! No puedo más. ¡Quisiera salir de esta nave y comenzar a vivir una existencia normal! ¡Dios mío! No puedo más. - Tratemos de dormir - le dije -. Mañana volveremos a probar. Veréis cómo podremos volver a casa - traté de transmitirles una confianza que no sentía. A la mañana siguiente me levanté temprano, tomé mi caja de herramientas, y contento de sentirme capaz de pensar con claridad, me dirigí hacia la cabina de control. Y me detuve súbitamente. Y miré por la cabina de observación. Volví sobre mis pasos y desperté a Holdreth y a Davison. - Mirad por las ventanillas - les dije con voz ronca. Miraron. Sus ojos se desorbitaron por el asombro. - Parece mi casa - dijo Holdreth -. Mi casa en la Tierra. - Con todas las comodidades de un hogar - me adelanté con inquietud y bajé de la nave - . Vamos a verla. Nos aproximamos, mientras los animales retozaban alrededor nuestro. La jirafa más grande se acercó y movió la cabeza con aire solemne. La casa se hallaba en medio del claro, pequeña pero pesada, oliendo a pintura fresca. Comprendí lo que había pasado. Durante la noche, manos invisibles la habían puesto allí. Habían copiado una casa igual a las de la Tierra, colocándola cerca de nuestra nave, para que la habitáramos. - Igual que mi casa - repitió Holdreth, asombrado. - No me extraña - le dije -. Extrajeron la idea de tu mente tan pronto como se dieron cuenta de que no podríamos vivir en la nave indefinidamente. Inmediatamente, Holdreth y Davison me preguntaron: - ¿Qué quieres decir? - Pero ¿cómo? ¿Aún no os habéis dado cuenta de dónde estamos? - Me pasé la lengua por los labios resecos, tratando de acostumbrarme al hecho de que íbamos a pasar el resto de nuestra vida aquí -. ¿No entendéis para qué fue construida esta casa? Movieron la cabeza negativamente, dando muestras de completa incertidumbre. Miré alrededor, desde la casa hasta la inútil nave, desde la selva hasta la pradera y el lago. Ahora comprendía. - Quieren mantenernos felices - les dije -. Saben que no marchábamos bien a bordo de la nave, así que... nos construyeron algo un poco más parecido a lo que teníamos en casa. - Quiénes? ¿Las jirafas? - Olvidaos de las jirafas. Trataron de avisarnos, pero es demasiado tarde. Son seres inteligentes, pero están prisioneros como nosotros. No, me refiero a los que rigen sobre este lugar. Los super-extraterrestres que nos hicieron sabotear nuestra nave sin que nos diéramos cuenta de lo que estábamos haciendo, que se hallan en alguna parte y nos observan. Los que juntaron esta enorme cantidad de animales, provenientes de todas las partes de la galaxia. Ahora nosotros también hemos corrido la misma suerte. Este sitio no es más que un zoológico. Un zoológico para los distintos seres vivos, que tal vez cumple el propósito de educar a criaturas tan extrañas a nosotros que ni siquiera podríamos soñar conocerlas.

Miré hacia arriba, hacia el brillante cielo azul, en donde invisibles barrotes nos mantenían presos. No tenía sentido tratar de luchar contra ellos. Me parecía poder ver la placa explicatoria: TERRESTRES. Hábitat Sol III.
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