domingo, 27 de marzo de 2016

Lágrimas congeladas de Moacyr Scliar


Existe un hombre que colecciona lágrimas. Comenzó en la adolescencia y ya tiene cincuenta y dos años, pero su colección, basada en ciertos criterios —secretos aunque seguramente rigurosos, no es grande.
A mucha gente le gustaría conocer la famosa colección. Pero el hombre no lo permite. Las lágrimas congeladas están guardadas en el sótano de su propia residencia, una casa situada en lo alto de una colina, rodeada por altos muros y protegida por feroces perros. Los pocos visitantes que estuvieron allí hablan de las extraordinarias medidas de seguridad. El portón principal está vigilado por dos hombres armados. Ellos verifican la identidad de las personas que el coleccionista acepta recibir y luego los conducen a una psicóloga que, por medio de una entrevista, indaga los motivos conscientes e inconscientes de la visita. Finalmente, los visitantes son sometidos a una prueba: dada una señal, deben comenzar a llorar.   Esta prueba se realiza en una salita sin muebles y con las paredes totalmente desnudas, a excepción de un pequeño cuadro con la siguiente inscripción:
Bienaventurados los que lloran... (La frase termina así, con puntos suspensivos.  ¿Acaso una ironía sutil? ¿Un homenaje a la inteligencia de quien la lee? ¿Una sugerencia de que puede haber otra recompensa para las lágrimas que no sea el reino de los cielos  —tal vez las propias lágrimas?  ¿Un obstáculo adicional al llanto, representado por una apelación a la curiosidad?).

El extraño visitante que vence todas las etapas de esta difícil selección es conducido hasta el coleccionista.   Se ve  entonces frente a un hombre alto, robusto, elegantemente vestido. Amablemente, pero sin efusividad, es invitado a sentarse. El hombre realiza un breve relato histórico sobre la colección.  Explica que la idea de guardar lágrimas se le ocurrió el día en que le obsequiaron un  lacrimarium,  ese frasco minúsculo usado por los romanos (por los que siente admiración) para recoger las lágrimas.
Da una disertación sobre el llanto. Llorar, aclara, exige un aprendizaje: el niño pequeño no llora, grita de frío, de hambre, de dolor. La técnica del llanto es algo que se va incorporando, poco a poco, a los mecanismos de la expresión individual.  Llega al clímax en la madurez  (y luego declina  —tanto que, según Max Frisch, los moribundos no derraman lágrimas); de allí la necesidad de preservar los recuerdos de esta fase.

Terminada la explicación, el hombre invita al visitante a acompañarlo. Descienden al sótano por una escalera de caracol. Allí, en un estante refrigerado, construido especialmente para ese fin, están las famosas lágrimas congeladas: perlas de hielo sobre láminas de vidrio. Junto a cada una de ellas, una tarjeta con explicaciones. Por ejemplo: "Lágrima derramada en diciembre de 1965, con motivo del fallecimiento de mi querido hermano. Causa de la muerte: accidente cerebro vascular. Hecho ocurrido al mediodía. Llanto iniciado cuarenta segundos después.  Flujo máximo de lágrimas, alcanzado en, aproximadamente, dos minutos. Duración total del llanto, una hora (con períodos de calma y hasta risas incoherentes). Número estimado de lágrimas derramadas, treinta y dos (diecisiete por el ojo izquierdo, quince por el derecho). La presente lágrima fue recogida del ojo derecho, en una escapada furtiva al baño.  Recolección precedida por una intensa mirada dirigida al rostro reflejado en el espejo y por inquietantes preguntas sobre el sentido y la calidad de la vida".

En las paredes, el visitante ve algunas fotos.  Son de personas que, se supone, tienen que ver con el origen de las lágrimas: el padre, la madre, una hermana del coleccionista, todos fallecidos; el director del banco que una vez llevó a la ruina a la empresa del coleccionista, una bella joven sobre la que no hay ningún comentario.
La visita termina.  Con una pálida sonrisa, el coleccionista se despide del visitante.  No habla de sus temores, pero uno de ellos es obvio: teme desperfectos en el sistema de refrigeración.  Si se elevara la temperatura del estante, las lágrimas se evaporarían enseguida, y la tenue nube que tal vez se formase podría al menos empañar el espejo que cuelga de una de las paredes. Y una vez disipada habría llegado a su fin la famosa colección de lágrimas congeladas.


sábado, 19 de marzo de 2016

Mariana de Inés Arredondo



Mariana vestía el uniforme azul marino y se sentaba en el pupitre al lado del mío. En la fila de adelante estaba Concha Zazueta. Mariana no atendía a la clase, entretenida en dibujar casitas con techos de dos aguas y árboles con figuras de nubes, y un camino que llevaba a la casa, y patos y pollos, todo igual a lo que hacen los niños de primer año. Estábamos en sexto. Hace calor, el sol de la tarde entra por las ventanas; la madre Paz, delante del pizarrón, se retarda explicando la guerra del Peloponeso. Nos habla del odio de todas las aristocracias griegas hacia la imponente democracia ateniense. Extraño. Justamente la única aristocracia verdadera, para mí, era la ateniense, y Pericles la imagen en el poder de esa aristocracia; incluso la peste sobre Atenas, que mata sin equivocarse a “la parte más escogida de la población” me parecía que subrayaba esa realidad. Todo esto era más una sensación que un pensamiento. La madre Paz, aunque no lo dice, está también del lado de los atenienses. Es hermoso verla explicar —reconstruyendo en el aire con sus manos finas los edificios que nunca ha visto— el esplendor de la ciudad condenada. Hay una necesidad amorosa de salvar a Atenas, pero la madre Paz siente también el extraño goce de saber que la ciudad perfecta perecerá, al parecer sin grandeza, tristemente; al parecer, en la historia, pero no en verdad. Mariana me dio un codazo: “¿Ves? Por este caminito va Fernando y yo ya estoy parada en la puerta, esperándolo”, y me señalaba muy ufana dos muñequitos, uno con sombrero y otro con cabellera igual a las nubes y a los árboles, tiesos y sin gracia en mitad del dibujo estúpido. “Están muy feos”, le dije para que me dejara tranquila, y ella contestó:  “Los voy a hacer otra, vez”. Dio vuelta a la hoja de su cuaderno y se puso a dibujar con mucho cuidado un paisaje idéntico al anterior. Pericles ya había muerto, para estoy segura de que Mariana jamás oyó hablar de él.

Yo nunca la acompañé; era Concha Zazueta quien  me lo contaba todo.

A la salida de la escuela, sentadas debajo de la palmera, nos dedicábamos a comer los dátiles agarrosos caídos sobre el pasto, mientras Concha me dejaba saber, poco a poco, a dónde habían ido en el coche que Fernando le robaba a su padre mientras éste lo tenía estacionado frente al Banco. En los algodonales, por las huertas, al lado del Puente Negro, por todas partes parecían brotar lugares maravillosos para correr en pareja, besarse y rodar abrazados sofocados de risa. Ni Concha ni yo habíamos sospechado nunca que a nuestro alrededor creciera algo muy parecido al paraíso terrenal. Concha decía  “…y se le quedó mirando, mirando, derecho a los ojos, muy serio, como si estuviera enojado o muy triste y ella se reía sin ruido y echaba la cabeza para atrás y él se iba acercando, acercando, y la miraba. Él parecía como desesperado, pero de repente cerró los ojos y la besó; yo creí que no la iba a soltar nunca. Cuando los abrió, la luz del sol lo lastimó. Entonces le acarició una mano, como si estuviera avergonzado… Todo  lo vi muy bien porque yo estaba en el asiento de atrás y ellos ni cuenta se daban”.

¡Oh, Dios mío! Lo importante que se sentía Concha con esas historias; y se hacía rogar un poco para contarlas aunque le encantara hacerlo y sofocarse y mirar cómo las otras nos sofocábamos.

—¿Por qué se reía Mariana si Fernando estaba tan serio?

—Quién sabe. ¿A ti te han besado alguna vez?

—No.

—A mí tampoco.

Así que no podíamos entender aquellos cambios ni su significado.

Más y más episodios, detalles, muchos detalles, se fueron acumulando en nosotras a través de Concha Zazueta: Fernando tiraba poco a poco, por una puntita, del moño rojo del uniforme de Mariana mientras le contaba algo que había pasado en un mitin de la Federación Universitaria; tiraba poquito a poquito, sin querer, para cuando de pronto se desbarataba el lazo y el listón caía desmadejado por el pecho de Mariana, los dos se echaban a reír, y abrazados, entre carcajadas, se olvidaban por completo de la Federación. También hubo pleitos por cosas inexplicables, por palabras sin sentido, por nada, pero sobre todo se besaban y él la llamaba “linda”. Yo nunca se lo oí decir, pero aún ahora siento como un golpe en el estómago cuando recuerdo la manera ahogada con que se lo decía, apretándola contra sí, mientras Concha Zazueta contenía el aliento arrinconada en la parte de atrás del automóvil.

Fue el año siguiente, cuando ya estábamos en primero de Comercio, que Mariana llegó un día al Colegio con los labios rojo bermellón. Amoratada se puso la madre Julia cuando la vio.

—Al baño inmediatamente a quitarte esa inmundicia de la cara. Después vas a ir al despacho de la Madre Priora.

Paso a paso se dirigió Mariana a los baños. Regresó con los labios sin grasa y de un rojo bastante discreto.

—¿No te dije que te quitaras toda esa horrible pintura?

—Sí, madre, pero como es muy buena, de la que se pone mi mamá, no se quita.

Lo dijo con su voz lenta, afectada, como si estuviera enseñando una lección a un párvulo. La madre Julia palideció de ira.

—No tendrás derecho a ningún premio este año. ¿Me oyes?

—Sí, madre.

—Vas a ir al despacho de la Madre Priora… Voy a llamar a tus padres… Y vas a escribir mil veces: Debo ser comedida con mis superiores, y… y… ¿entendiste?

—Sí, madre.

Todavía la madre Julia inventó algunos castigos más, que no preocuparon en lo mínimo a Mariana.

—¿Por qué viniste pintada?

—Era peor que vieran esto. Fíjense.

Y metió el labio inferior entre los dientes para que pudiéramos ver el borde de abajo: estaba partido en pequeñísimas estrías y la piel completamente escoriada, aunque cubierta de pintura.

—¿Qué te pasó?

—Fernando.

—¿Qué te hizo Fernando?

Ella sonrió y se encogió de hombros, mirándonos con lástima.

Una mañana, antes de que sonara la campana de entrada a clases, Concha se me acercó muy agitada para decirme:

—Anoche le pegó su papá. Yo estaba allí porque me invitaron a merendar. El papá gritó y Mariana dijo que por nada del mundo dejaría a Fernando.

Entonces don Manuel le pegó. Le pegó en la cara como tres veces. Estaba tan furioso que todos sentimos miedo, pero Mariana no. Se quedó quieta, mirándolo. Le escurría sangre de la boca, pero no lloraba ni decía nada. Don Manuel la sacudió por los hombros, pero ella seguía igual, mirándolo. Entonces la soltó y se fue. Mariana se limpió la sangre y se vio la mano manchada. Su mamá estaba llorando. “Me voy a acostar”, me dijo Mariana con toda calma, y se metió a su cuarto. Yo estaba temblando. Me salí sin dar siquiera las buenas noches; me fui a mi casa y casi no pude dormir. Ya no la voy a acompañar: me da miedo que su papá se ponga así. Con seguridad que no va a venir.

Pero cuando sonó la campana, Mariana entró con su paso lento y la cabeza levantada, como todas las mañanas. Traía el labio de abajo hinchado y con una herida del lado izquierdo, cerca de la comisura, pero venía perfectamente peinada y serena.

—¿Qué te pasó? —le preguntó Lilia Chávez.

—Me caí —contestó, mientras miraba, sonriendo con sorna, a Concha—. Hormiga —le murmuró al oído, al pasar junto a ella para ir a tomar su lugar entre las mayores.

Hormiga se llamó durante muchos años a la Hormiga Zazueta.

Golpes, internados, castigos, viajes, todo se hizo para que Mariana dejara a Fernando, y ella aceptó el dolor de los golpes y el placer de viajar, sin comprometerse. Nosotras sabíamos que había un tiempo vacío que los padres podrían llenar como quisieran, pero que después vendría el tiempo de Fernando. Y así fue. Cuando Mariana regresó del internado, se fugaron, luego volvieron, pidieron perdón y los padres los casaron. Fue una boda rumbosa y nosotras asistimos. Nunca vi dos seres tan hermosos: radiantes, libres al fin.

Por supuesto que el vestido blanco y los azahares causaron escándalo, se hablaba mucho de la fuga, pero todo era en el fondo tan normal que pensé en lo absurdo que resultaba ahora Don Manuel por no haber permitido el noviazgo desde el principio. Aunque ella hubiera tenido entonces apenas trece o catorce años, si él no se hubiera opuesto con esa inexplicable fiereza… Pero no, encima de la mesa estaban una mano de Fernando y una mano de Mariana, los dedos de él sobre el dorso de la de ella, sin caricias, olvidadas; no era necesaria más que una atención pequeña para ver la presencia que tenía ese contacto en reposo, hasta ser casi un brillo o un peso, algo diferente a dos manos que se tocan. No había padre, ni razón capaces de abolir la leve realidad inexplicable y segura de aquellas dos manos diferentes y juntas.

Oscuro está en la boda de su hija, que se casa con un buen muchacho, hijo de familia amiga —y recibe con una sonrisa los buenos augurios— pero tiene en el fondo de los ojos un vacío amargo. No es cólera ni despecho, es un vacío. Mariana pasa frente a él bailando con Fernando. Mariana. Sobre su cara luminosa veo de pronto el labio roto, la piel pálida, y me doy cuenta de que aquel día, a la entrada de clases, su rostro estaba cerrado. Serena y segura, caminando sin titubeos, desafiante, sostiene la herida, la palidez, el silencio; se cierra y continúa andando, sin permitirse dudar, ni confiar en nadie, ni llorar. La boca se hincha cada vez más y en sus ojos está el dolor amordazado, el que no vi entonces ni nunca, el dolor que sé cómo es pero que jamás conocí: un lento fluir oscuro y silencioso que va llenando, inundando los ojos hasta que estallan en el deslumbramiento último del espanto. Pero no hay espanto, no hay grito, está el vacío necesario para que el dolor comience a llenarlo. Parpadeo y me doy cuenta de que Mariana no está ahí, pasó ya, y el labio herido, el rostro cada vez más pálido y los ojos, sobre todo los ojos, son los de su padre.

No quise ver a Mariana muerta, pero mientras la velábamos vi a Don Manuel y miré en sus facciones desordenadas la descomposición de las de Mariana: otra vez esa mezcla terrible de futuro y pasado, de sufrimiento puro, impersonal, encarnado sin embargo en una persona, en dos, una viva y otra muerta, ciegas ahora ambas y anegadas por la corriente oscura a la que se abandonaron por ellos y por otros más, muchos más, o por alguno.

Mariana estaba aquí, sobre ese diván forrado de terciopelo color oro, sentada sobre las piernas, agazapada, y con una copa en la mano. Alrededor de ella el terciopelo se arruga en ondas. Recuerdo sus ojos amarillos, mansos y en espera. “La víctima contaba con 34 años. “No pensaba uno nunca en la edad mirando a Mariana. Vine aquí por evocarla, en tu casa y contigo. Espera: hablaba arrastrando sílabas y palabras durante minutos completos, palabras tontas, que dejaba salir despacio, arqueando la boca, palabras que no le importaban y que iba soltando, saboreando, sirviéndose de ellas para gozar los tonos de su voz. Una voz falsa, ya lo sé, pero buscada, encontrada, la única verdaderamente suya. Creaba un gesto, medio gesto, en ella, en ti, en mí, en el gesto mismo, pero había algo más… ¿Te acuerdas? Adoraba decir barbaridades con su voz ronca para luego volver la cabeza, aparentando fastidio, acariciándose el cuello con una mano, mientras los demás nos moríamos de risa. Las perlas, aquel largo collar de perlas tras el que se ocultaba sonriente, mordisqueándolo, mostrándose. Los gestos, los movimientos. Jugar a la vampiresa, o jugar a la alegre, a la bailadora, a la sensual. Decir así quién era, mientras cantaba, bebía, bailaba. Pero no lo decía todo… ¿Te das cuenta de que nunca la vimos besar a Fernando? Y los hemos visto a los otros, hasta a los adúlteros, alguna vez, en la madrugada, pero a ellos no; lo que hacían era irse para acariciarse en secreto. En secreto murió aunque el escándalo se haya extendido como una mancha, aunque mostraran su desnudez, su intimidad, lo que ellos creen que es su intimidad. El tiempo lento y frenético de Mariana era hacia adentro, en profundidad, no transcurría. Un tanteo a ciegas, en el que no tenía nada que hacer la inteligencia. Sé que te parece que hago mal, que es antinatural este encarnizamiento impúdico con una historia ajena. Pero no es ajena. También ha sucedido por ti y por mí… La locura y el crimen… ¿Pensaste alguna vez en que las historias que terminan como debe de ser quedan aparte, existan de un modo absoluto? En un tiempo que no transcurre.

Husmeando, llegué a la cárcel. Fui a ver al asesino.

Ése es inocente. No; quiero decir, es culpable, ha asesinado. Pero no sabe.

Cuando entré me miró de un modo que me hizo ser consciente de mi aspecto, de mis maneras: elegante. Cualquier cosa se me hubiera ocurrido menos que me iba a sentir elegante en una celda, ante un asesino.

Sí, él la mató, con esas manos que muestra aterrado, escandalizado de ellas.

No sabe por qué, no sabe por qué, y se echa a llorar. Él no la conocía; un amigo, viajero también, le habló de ella. Todo fue exactamente como le dijo su amigo, menos al final, cuando el placer se prolongó mucho, muchísimo, y él se dio cuenta de que el placer estaba en ahogarla. ¿Por qué ella no se defendió? Si hubiera gritado, o lo hubiera arañado, eso no habría sucedido, pero ella no parecía sufrir. Lo peor era que lo estaba mirando. Pero él no se dio cuenta de que la mataba. Él no quería, no tenía por qué matarla. Él sabe que la mató, pero no lo cree. No puede creerlo. Y los sollozos lo ahogan. Me pide perdón, se arrodilla, me habla de sus padres, allá en Sayula. Él ha sido bueno siempre, puedo preguntárselo a cualquiera en su pueblo. Le contesto que lo sé, porque los premios a la inocencia son con frecuencia así. Para él son extrañas mis palabras, y sigue llorando. Me da pena. Cuando salgo de la celda, está tirado en el suelo, boca abajo, llorando. Es una víctima.

Me fui a México a ver a Fernando. No le extrañó que hiciera un viaje tan largo pero hablar con él. Encontró naturales mis explicaciones. Si hubiera sido un poco menos verdadero lo que me contó hasta hubiera podido estar agradecido de mi testimonio. Pero él y Mariana no necesitan testigos: lo son uno del otro. Fernando no regatea la entrega. Triunfa en él el tiempo sin fondo de Mariana, ¿o fue él quien se lo dio? De cualquier manera, el relato de Fernando le da un sentido a los datos inconexos y desquiciados que suponemos constituyen la verdad de una historia. En su confesión encontré lo que he venido rastreando: el secreto que hace absoluta la historia de Mariana.

“El día del casamiento ella estaba bellísima. Sus ojos tenían una pureza animal, anterior a todo pecado. En el momento en que recibió la bendición yo adiviné su cuerpo recorrido por un escalofrío de gozo. El contacto con ‘algo’ más allá de los sentidos la estremeció agudamente, no en los nervios importantes, sino en los nerviecillos menores que rematan su recorrido en la piel. Le pasé una mano por la espalda, suavemente, y sentí cómo volvían a vibrar; casi me pareció ver la espalda desnuda a sacudirse por zonas, por manchas, con un movimiento leonado. Ahora las cosas iban mejor: Mariana estaba consagrada… para mí. Pero me engañé: sus ojos seguían abiertos mirando el altar. Solamente yo vi esa mirada fija absorber un misterio que nadie podría poner en palabras. Todavía cuando se volvió hacia mí los tenía llenos de vacío.

“Miedo o respeto debía sentir, pero no, un extraño furor, una necesidad inacabable de posesión me enceguecieron, y ahí comenzó lo que ellos llaman mi locura.

“Podría decirse que de esa locura nacieron los cuatro hijos que tuvimos; no es así, el amor, la carne, existieron también, y durante años fueron suficientes para apaciguar la pasión espiritual que brilló por primera vez aquel día. Nos fueron concedidos muchos años de felicidad ardiente y honorable. Por eso creo, ahora mismo, que estamos dentro de una gran ola de misericordia.

“Fue otro momento de gran belleza el que nos marcó definitivamente.

“El sol no tenía peso; un viento frío y constante recorría las marismas desiertas; detrás de los médanos sonaba el mar; no había más que mangles chaparros y arena salitrosa, caminos tersos y duros, inviolables, extrañamente iguales al cielo pálido e inmóvil. Los pasos no dejan huella en las marismas, todos los senderos son iguales, y sin embargo uno no se cansa, los recorre siempre sorprendido de su belleza desnuda e inhóspita. Tomados de la mano llegamos al borde del estero de Dautillos.

“Fue ella la que me mostró sus ojos en un acto inocente, impúdico. Otra vez sin mirada, sin fondo, incapaces de ser espejos, totalmente vacíos de mí. Luego los volvió hacia los médanos y se quedó inmóvil.

“El furor que sentí el día de la boda, los celos terribles de que algo, alguien, pudiera hacer surgir aquella mirada helada en los ojos de Mariana, mi Mariana carnal, tonta; celos de un alma que existía, natural y que no era para mi; celos de aquel absorber lento en el altar, en la belleza, el alimento de algo que le era necesario y que debía tener exigencias, agazapado siempre dentro de ella, y que no quería tener nada conmigo. Furor y celos inmensos que me hicieron golpearla, meterla al agua, estrangularla, ahogarla, buscando siempre para mí la mirada que no era mía. Pero los ojos de Mariana, abiertos, siempre abiertos, sólo me reflejaban: con sorpresa, con miedo, con amor, con piedad. Recuerdo eso sobre todo, sus ojos bajo el agua, desorbitados, mirándome con una piedad inmensa. Después he recordado el pelo mojado, pegado al cuello, que parecía en aquel momento infantil; la sangre corriendo de la boca, de la oreja; el grito ronco de su agonía y mi amor de hombre gritando junto a su voz el dolor espantoso de verla herida, sufriente, medio muerta, mientras mi alma seguía asesinándola para llegar a producir su mirada insondable, para tocarla en el último momento, cuando ella no pudiera ya más mirarme a mí y no tuviera otro remedio que mirarme como a su muerte. Quería ser su muerte.

“Y sí, hubo un instante en que sus ojos vacíos, fijos en los míos, me llenaron de aquello desconocido, más allá de ella y de mí, un abismo en el que yo no sabía mirar, en el que me perdí como en una noche terrible. La solté, arrastré su cuerpo hasta la orilla y grité, grite echado sobre su vientre, mientras miraba los agujeros innumerables, las burbujas, los movimientos ciegos, el horror pululante, calmo y sin piedad de los habitantes de la orilla del estero; ínfimas manifestaciones de vida, ni gusanos ni batracios, asquerosos informes, torpes, pequeñísimos, vivos, seres callados que me hicieron llorar por mi enorme pecado, y entenderlo, y amarlo.
    “Desde entonces estoy aquí. Tomo las pastillas y finjo que he olvidado. Me porto bien, soy amable, asiento a todas las buenas razones que me da el médico y admito de buen grado que estoy loco. Pero ellos no saben el mal que me hacen. Lo primero que recuerdo después de aquello es que alguien me dijo que Mariana estaba viva; entonces quise ir a ella, pedirle perdón, lloré de dolor y arrepentimiento, le escribí, pero no nos dejaron acercar. Sé que vino, que suplicó, pero ellos velaron también por su bien y no la dejaron entrar. Decían que la nuestra era una pasión destructiva, sin comprender que lo único que podía salvarnos era el deseo, el amor, la carne que nos daba el descanso y la ternura.

“A mí, a fuerza de tratamiento, terminaron por quitarme todo lo que me hacía bien: sexo, fuerza, la alegría del animal sano, y me dejaron a solas con lo que pienso y nunca les diré.

“A ella la abandonaron a su pasión sin respuesta. Luego les extraño que comenzara a irse a los hoteles, sin el menor recato, con el primer tipo que se le ponía enfrente. Cuando una vez dije que era por fidelidad a nosotros que hacía eso, que no le habían dejado otra manera de buscarme, se alarmaron tanto que quisieron hacerme inmediatamente la operación. Por mi bien y salud me castrarán de todas las maneras posibles, hasta no dejar más que la inocente y envidiable vida primitiva, verdadera: la de los seres que pueblan las orillas de los esteros.

“Me alegra poder decir lo que tengo que decir, antes de que me hagan olvidarlo o no entenderlo: yo maté a Mariana. Fui yo, con las manos de ese infeliz Anselmo Pineda, viajante de comercio; era yo ese al que Mariana buscaba en el cuerpo de otros hombres: jamás nadie la tocó más que yo; fui yo su muerte, me miró a los ojos y por eso ahora siento desprecio por lo que van a hacerme, pero no me da miedo, porque mucho más terrible que la idiotez que me espera es esa última mirada de Mariana en el hotel, mientras la estrangulaba, esa mirada que es todo el silencio, la imposibilidad, la eternidad, donde ya no somos, donde jamás volveré a encontrarla.”









viernes, 11 de marzo de 2016

El suplicio de San Antonio de Bruno Traven

Al hacer la cuenta de sus ahorros, Cecilio Ortiz, minero indígena, se encontró con que ya tenía el dinero suficiente para comprarse el reloj que tanto ambicionara desde el día en que el tendero del pueblo le explicara las grandes cosas que un reloj hace y lo que representa en la vida de un hombre decente, pues, además, no era posible considerar como tales a quienes carecen de uno.
El reloj que Cecilio compró era de níquel y muy fino, de acuerdo con la opinión de quienes lo habían visto. Su mayor atractivo consistía en que podían leerse las veinticuatro horas en vez de doce, lo que, según sus compañeros de trabajo, representaba una gran ventaja, cuando era necesario viajar en ferrocarril. Naturalmente él se sentía orgullosísimo en posesión de semejante objeto.
Era el único de todos los hombres de su cuadrilla que llevaba su reloj al trabajo en la mina, por lo que llegó a considerarse como persona de mucha importancia, pues no sólo sus compañeros, sino el capataz y hasta los de otras cuadrillas, le preguntaban con frecuencia la hora. Debiendo a su reloj la alta estimación que le profesaban sus compañeros, lo trataba con el mismo cuidado con el que suele tratar un subteniente sus medallas.
Mas una tarde descubrió con horror que su reloj había desaparecido. No podía precisar si lo había perdido durante las horas de trabajo, o en el camino cuando se dirigía a la mina, porque justamente aquel día nadie le había preguntado la hora sino hasta el momento en que él se percatara de la pérdida. Nadie en el pueblo, ni uno sólo de los mineros, se habría atrevido a usarlo, a mostrarlo a alguien, a venderlo o a empeñarlo; por esto le parecía improbable que se lo hubieran robado. Cecilio, hombre listo como era, había hecho que el relojero grabara su nombre en la tapa del reloj. El grabado le había costado dos pesos cincuenta centavos, considerados como buena inversión por Cecilio. El relojero, que en su pueblo natal había sido herrero, había estado enteramente de acuerdo con la idea de que ninguna protección mejor para evitar el robo de un reloj que aquella de grabar profundamente y con letras bien gruesas el nombre de su propietario sobre la tapa. Y el herrero había llevado a cabo tan a conciencia su trabajo, que si alguien hubiera pretendido borrar el nombre habría tenido que destruir toda la caja.
Sin embargo, Cecilio no había quedado enteramente satisfecho con aquella precaución y había llevado el reloj a la iglesia para que el señor cura lo bendijera, por cuyo trabajo había pagado un tostón. Había abrigado la esperanza de que, protegido de aquella mal1era, el reloj permanecería en su poder hasta el último día de su vida. Y para su pena, se encontraba con que, el reloj había desaparecido’.
Durante horas enteras buscó por todos los rincones de la mina en que había desarrollado su jornada, perO’ el reloj no apareció.
Nada podría hacerse hasta el domingo, cuando, con ayuda de la iglesia y muy particularmente de los santos, arreglaría el asunto. Como todos los indios de su raza, tenía una idea primitiva sobre la religión y sus virtudes. Confió el asunto a la dueña de la fonda donde tomaba sus alimentos, y ésta le aconsejó visitar a San Antonio, quien no sólo arreglaba los asuntos de los novios, sino que solucionaba prácticamente todos los problemas de sus fieles devotos.
El pueblecito más cercano estaba situado a unos cinco kilómetros de distancia, así es que el domingo, a primera hora, Cecilio se encaminó hacia allá para exponerle su desventura a San Antonio. Entró en la iglesia y, después de persignarse ante el altar mayor, se dirigió hacia el oscuro nicho que, sobre un altar especial, guardaba la imagen de madera del santo en actitud serena y solemne.
Le compró una cera de diez centavos, la encendió y se la colocó a los pies. Después se persignó varias veces, extendió los brazos y, arrodillado, explicó al santo lo que le ocurría. Como por experiencia personal sabía que nadie hace nada de balde, ofreció al santo cuatro veladoras de a cinco centavos y una manita de metal (de las que dicen ser de plata, y que en su mayoría, al igual que los demás “milagros”, medallas, etc., son fabricados y vendidos por los judíos) si le ayudaba a recobrar su reloj. De hecho, ordenó a San Antonio que encontrara su reloj, en una semana, ni un solo día después del domingo venidero, fecha en la que iría a la iglesia a enterarse del resultado de sus gestiones.
Durante la semana siguiente, el reloj no apareció. Y así el domingo, Cecilio se dirigió nuevamente a la iglesia. En aquella ocasión fué directamente hacia el nicho de San Antonio, sin detenerse, como era su obligación, ante el altar mayor para rezar a la Virgen.
Se persignó devotamente, y cuando no vió su reloj en   el sitio en que esperaba encontrado, esto es, a los pies del Santo, levantó el hábito café que éste vestía y buscó cuidadosamente entre los múltiples pliegues de la vestidura, usando para ello una absoluta falta de respeto, pues había recibido una gran desilusión en su infantil creencia acerca de los poderes del santo y su deseo de ayudar a los humanos.
Convencido de que la cera, al igual que sus promesas de recompensa, no habían dado un resultado efectivo, decidió intentar otros medios para lograr que el santo cumpliera con lo que él consideraba era su obligación.
Compró otra cera, sin necesidad de salir a buscada,   porque en el interior de la iglesia se traficaba activamente. Había alrededor de media docena de puestos en los que podía encontrarse todo aquello que los fieles necesitaban para hacer sus ofrendas a los santos. Vendían gran cantidad de retratos, entre los que se contaban los de los dignatarios de la ‘iglesia y los de los señores curas del pueblo y de las diócesis vecinas; volantes, listones, escapularios, novenarios, libros religiosos y semirreligiosos; en cuestión de “milagros” había bracitos, piernas, orejas, corazones, ojos, burros, vacas, caballos, todos de plata o con apariencia de ella. Los comerciantes hacían sus tratos tan ruidosamente como si se encontraran en una feria, mientras los servicios religiosos se llevaban a cabo al mismo tiempo. Las autoridades de la iglesia tenían estrictamente prohibido el comercio durante las horas de servicio, pero ninguno de los vendedores, mujeres en su mayoría, permitían que se les escaparan cinco centavos para ir a dar al puesto vecino, si tenían oportunidad de atrapados para sí. Los negocios sufrirían, es más, se derrumbarían si cumplieran al pie de la letra con todos los requisitos y reglamentos que se les fijan.
No se debe, porque no se puede, razonar con un indio de la ignorancia de Cecilio, que se creía con el derecho incuestionable de exigir a San Antonio la devolución de su reloj perdido, considerando que había llenado todas las formalidades y hecho las acostumbradas promesas de recompensa al santo.
Vivía en una región en la que la generalidad de los hombres trabajan para comer, aun cuando se encuentren enfermos o en extremo débiles para realizar trabajos pesados. Así pues, resultaba sólo natural que no sintiera compasión por el santo cuya imagen había recibido infinidad de ceras, oraciones y milagros de plata, sin corresponder debidamente con su trabajo. Cecilio no tenía la culpa de juzgar a los santos desde un punto de vista tan material, pues nadie se había preocupado por enseñarle algo mejor.
Nuevamente colocó su cera, se arrodilló y se persignó tres veces devotamente. Carecía de libro de oraciones, y si lo hubiera- tenido de nada le habría servido, porque no sabía leer ni escribir. Algunas personas con grandes influencias opinan que la lectura y la escritura estropean las virtudes de los hombres venidos al mundo para trabajar en las minas, para ser buenos obreros, que nunca pedirán más de lo que se les dé voluntariamente. En consecuencia, Cecilio tuvo que orar simplemente, de acuerdo con los dictados de su corazón. Ignoraba el significado de las palabras y los pensamientos blasfemos, pues de haberlo conocido, jamás las habría pronunciado y concebido, por mucho que un santo le hubiera desilusionado.
Las gentes educadas, cuando un santo no les concede lo que le piden, se consuelan solas o con la ayuda de un sacerdote, diciéndose que Dios sabe mejor lo que les conviene. Los campesinos y los trabajadores sencillos tienen ideas semejantes respecto a su Dios, pero no respecto a los santos, a quienes por haber conocido bien la vida terrena, les exigen saber la forma de traficar en este mundo y comprender ampliamente las crueles realidades de la vida.
Cecilio tenía un propósito definido: el de recuperar su reloj, sin necesidad de esperar a que se lo dieran en el paraíso después de su muerte. Lo necesitaba aquí, en la tierra, ya que en el paraíso el tiempo debía medirse en forma especial, y si en el paraíso había minas -de lo que él estaba seguro- y se veía obligado ” trabajar en ellas, ya el capataz le indicaría las horas de iniciar y de terminar la jornada.
Cecilio oraba en la forma indicada por el Señor, cuando dijo: “Deja que tus oraciones broten directamente del corazón y no te preocupes por la gramática.” Así pues, con los brazos en cruz, dijo:
“Oye, querido san tito, escucha bien lo que voy a decirte. Estoy harto de tu pereza, la verdad; eres muy flojo y no has hecho nada por encontrar mi reloj. El domingo pasado te dije confidencialmente que había perdido mi reloj, el que compré con todos los ahorros que junté con un demonial de trabajo, como bien debes saberlo.
“No pienses safarte, no, san tito mío; no creas que podrás disculparte diciendo que no conoces mi reloj, porque tiene mi nombre bien grabado en la tapa. Tú sabes leer; bueno, pos dice: Cecilio Ortiz, con letras así grandotas, que me costaron mi buen dinero. Todo esto te lo expliqué claramente el domingo pasado. Debes comprender, querido San Antonio, que no puedo venir a verte todos los domingos, como te imaginas. Tengo que hacer a pie todo el recorrido bajo los ardientes rayos del sol. Claro que tú eso no lo puedes comprender, por. que tu altar es muy fresco. Pero créeme: ¡hace un calor allá afuera! Además, las velas cuestan dinero, dinero que yo no me encuentro tirado. No, el Diosito lo sabe bien, y si no quieres creerme, pregúntale. Tengo que trabajar como un burro para conseguirlo. Nunca he pasado el tiempo tan tranquilo como tú aquí en la iglesia, donde lo único que tienes que hacer es contar las velas que los pobres te ofrecen y vigilar el dinero que echan en tu caja. Pero te advierto que esa pereza tuya tiene que acabar ahora mismo, por lo menos en lo que a mi reloj toca. Todos tenemos que trabajar en la vida, y también tú tendrás que hacerlo. Lo menos que puedes hacer pa que yo te respete y rece es encontrar mi reloj y ponerlo sobre tus pies, los que yo besaré con adoración y devotamente por tu buena acción. Ah, hay algo más, mi querido san tito : Quiero decirte que esperaré una semana más, pero escucha, si el próximo domingo no has regresado mi reloj, por Jesucristo, nuestro Señor y salvador, que te sacaré de aquí y verás qué te hago. No te amenazo, pero te va a ir muy mal hasta que encuentres mi reloj o me digas durante el sueño en dónde está. Espero te des cuenta que hablo seriamente. Eso es todo, gracias por todo. ¡Ay, amado san tito, ora por nosotros! ¡Ora por nosotros!”
Cecilio se persignó, volvió la cara hacia la imagen de la Virgen Santísima, recitó una oración, se paró, aproximó la vela hacia la imagen del santo, le lanzó una última mirada de advertencia y dejó la iglesia convencido de que su ardiente ruego no había sido elevado en vano.
Tampoco aquella semana apareció el reloj de Cecilio. Todas las mañanas, al despertar, miraba ansiosamente, lleno de esperanzas, bajo su dura almohada. Su reloj no aparecía, ni allí ni bajo su catre.
“Así es que sólo sirves a los ricos y nada haces por los pobres, murmuro.
Parece; que mi compañero, Elodio Tejeda, tiene razón cuando dice que la iglesia sólo sirve para hacemos más brutos.”
Muy disgustado con el santo, decidió no rezarle más y emplear medios más efectivos para obligarle a obrar.
Cecilio no poseía un gran talento para inventar nuevos castigos y torturas y tenía que echar mano de aquellos que le eran bien conocidos, por amarga experiencia, pues frecuentemente le habían sido aplicados a él y a sus compañeros cuando era peón de la hacienda en la que había nacido y crecido, y en la que había sido casi esclavizado hasta que le fuera posible escapar y encontrar trabajo en el distrito minero.
El sábado por la tarde, después de recoger un saco vacío de azúcar que encontrara en el patio de la tienda de abarrotes, se encaminó apresuradamente hacia el pueblo. Era de noche cuando penetró en la iglesia, que a aquella hora se hallaba muy poco iluminada.
Persignándose ante la imagen de la Virgen Santísima, que ningún mal le había hecho, dijo rápidamente una oración y agregó algunas palabras solicitando su perdón por lo que iba a hacer.
Con pasos resueltos, caminó hasta San Antonio, cuyo altar, afortunadamente para las siniestras intenciones de Cecilio, se hallaba envuelto en tinieblas y ningún fiel oraba cerca de él.
Rápidamente se apoderó de la imagen. Con gran ternura le quitó el niño de los brazos y lo colocó sobre el altar, y metió al santo dentro del costal que llevaba. Después salió por una puerta lateral.
Nadie vió a Cecilio corriendo a través de las calles semioscuras. En menos de diez minutos dejó atrás las últimas casas del pueblo y se puso en camino a la aldea minera en la que habitaba.
Cuando le faltaba algo más de un kilómetro para llegar, abandonó el camino principal y se internó en el bosque.
La luna había salido y la vereda que atravesaba el bosque se hallaba medianamente alumbrada, por fortuna para Cecilio.
A los diez minutos de caminar rápidamente, llegó a un claro en el centro del cual había un viejo pozo, hacía mucho abandonado, originalmente propiedad de unos españoles que lo habían mandado hacer junto con el casco de una hacienda, del que aún quedaban en pie dos muros.
Todo el sitio tenía una apariencia fantasmagórica. Nadie, ni siquiera los carboneros sedientos, bebieron jamás agua de aquel pozo, pues ésta se encontraba cubierta de lama verdosa y el fondo estaba lleno de plantas y madera podrida.
Debido a la soledad del sitio, a su lúgubre quietud y a las serpientes y reptiles de toda especie que allí podían encontrarse, resultaba el lugar más propicio al desarrollo de crímenes, amores con fin trágico y una serie más de cosas espeluznantes.
Los vecinos del pueblo evitaban, hasta donde les era posible, cruzar cerca de aquel lugar, y Cecilio, con el santo a cuestas, no se dirigía a él con mucha tranquilidad.
Es una gran verdad que la gente locamente enamorada, o en extremo celosa o colérica, jamás, mientras su emoción dura, suele ver fantasmas. Y como Cecilio se hallaba enojado en extremo con el santo perezoso, no habría notado la presencia de aquéllos, aun cuando se encontraran celebrando una reunión de familia sobre el brocal del pozo. El estaba desesperado y ciego. Su único deseo era recuperar el reloj.
La vida de los santos, entre indios como Cecilio, no resulta fácil ni cómoda. Aquel que desee tenerlos bajo su dominio debe hacer lo que ellos esperan de él. Consecuentemente, si un santo quiere ser venerado por ellos, debe probar plenamente sus aptitudes de santito.
Cecilio no era ningún salvaje. No comenzó a torturar al santo sin antes darle una última oportunidad para que hiciera aparecer su reloj. El señor feudal de la hacienda en la que Cecilio había trabajado como peón era mucho menos considerado y amable con sus peones de lo que Cecilio era con su cautivo. El hacen. dado, en el preciso instante en que descubría alguna falta mandaba azotar al culpable o aplicarle cualquier otro castigo. Sin embargo, hay que aclarar que les era permitido a los peones dar explicaciones sobre los motivos de su falta los domingos por la mañana, cuando eran llamados a faena, esto es, a prestar ciertos servicios domésticos, por los cuales ni se les pagaba nada extra, ni se les mostraba agradecimiento alguno, y como ya habían sido castigados en el momento de ser sorprendidos, juzgaban inútil hacer mención a lo injustificado del castigo.
Cecilio no trató a su prisionero en aquella forma, no; le dió todas las oportunidades posibles para que se sincerara.
Sacó la imagen del saco de azúcar, la colocó sobre el borde del pozo, le arregló los pliegues del vestido y le alisó los cabellos para darle mejor apariencia.
La estatua tenía como un metro de alto, pero la cabeza correspondía a un cuerpo mayor, por lo que aparecía desproporcionada.
Dirigiéndose a su cautivo, Cecilio le dijo:
“Escucha, santito, yo te respeto mucho, tú lo sabes bien; de hecho te respeto más que a los otros santitos de la iglesia, a excepción, naturalmente, de la Madre Santísima, lo que es fácil de comprender. Pero debes hacer algo pa que yo recupere mi reloj y pa ello te daré la última oportunidad. Más vale que te des prisa. Yo he puesto todo lo que está de mi parte, ahora te toca a ti. Entiende, ya no quiero pretextos. Fíjate bien en qué sitio nos encontramos. Puedes ver que no es agradable y que a medianoche es cien veces peor, porque los habitantes del infierno vienen a pasearse por aquí. Tú eres un santo y, por lo tanto, capaz de encontrar las cosas perdidas y recuperar las robadas. El señor cura así lo ha dicho muchas veces y debe saberlo, porque es un hombre muy leído. Te he comprado ya dos veladoras y te he prometido, además, dinero en efectivo. Más no puedo hacer, porque, como tú sabes, no soy más que un pobre minero, mira mis manos pa que me creas; gano muy poco y no tengo esperanzas de aumento, asegún nos ha dicho el capataz.
“Todo esto lo sabes retequebién, santito, y sólo quero recordarte estas tristezas de la vida porque me parece que nada te importa un pobre minero, y menos aún si ese minero es indígena, si su piel no es del color suave de la tuya, y si no le es dado escrebir cartas y leer periódicos, pudiendo solamente estampar una cruz chueca en los papeles que se ve obligado a firmar. Mira, empiezo a sospechar, y mucho, que te gusta ayudar nada más a los que tienen mucha plata, porque ellos pueden pagarte mejor. Es por eso que te he traído aquí, donde podemos discutir tranquilamente. Tú me entiendes.
“Yo no puedo pagarte tampoco tanto como los gringos millonarios que tienen todo, además de todas las minas del país. He hecho lo que he podido, no puedo nada más, porque no tengo dinero. Echa una mirada al horrible pozo y te darás cuenta de lo feo que debe ser estar en él, con esa agua tan puerca y apestosa; es casi puro lodo. Allá abajo hay serpientes de todas clases y no de aquellas con las que se puede jugar. Además hay algunas otras cosas que espantan. Bueno, pos ¿pa qué hablar tanto? Si no me devuelves el reloj, te echaré adentro. Yo creo que te he hablado claro, ¿no, santito? No puedo estar yendo cada semana a la iglesia pa ver si, escondido entre tu ropa o sobre tu altar, se encuentra mi reloj. Tengo otras cosas que hacer. No puedo perder todas las fiestas del pueblo, en las que se baila resuave con mujeres rechulas que a veces uno se las puede llevar al monte. Y pa que lo sepas, no te ofreceré más velas; no, señor. Bueno, conste que ya te advertí lo que te pasará si te niegas a encontrar mi reloj.”
Cecilio sacó un cordel de su bolsa, le hizo una lazada en la punta, la pasó por la cabeza del santo, la sujetó a su cuello y lo suspendió sobre el pozo. Mientras la imagen se balanceaba de la cuerda, Cecilio le dijo: “Contesta, San Antonio, ¿en dónde está mi reloj?”
Sólo el cantar y el zumbar de los insectos del bosque se escuchó.
Así pues, decidió hacer descender al santo hasta que sus pies tocaran el agua.
“¿En dónde está mi reloj, santito?”, preguntó Cecilio inclinando la parte superior del cuerpo todo lo más posible, a fin de no perder ni la más leve palabra que el santo pudiera pronunciar en su desesperación.
Pero San Antonio probó ser un verdadero santo, pues prefirió sufrir y permanecer en silencio a pesar de su suplicio. Entonces fué descendido hasta que todo su cuerpo desapareció en el agua. Varias veces, Cecilio metió y sacó la imagen en el pozo. Después la sacó definitivamente y volvió a colocada sobre el brocal.
“Santito”, dijo, “ya sabes ahora lo que el pozo tiene en el fondo. Yo no soy tan malo como tú tal vez crees. Te daré una última oportunidad, aunque eres tan terco que no la mereces. Te daré doce horas más pa que pienses bien. Mañana temprano regresaré. Si pa entonces no has recuperado mi reloj o me has dicho durante el sueño en dónde puedo encontrado, entonces, y óyeme bien, santito querido, tendré que volver a meterte en el pozo, y te advierto que te dejaré allí, enteramente solo, durante toda una semana. Después de sufrir una semana, estoy seguro de que dejarás tu terquedad y tu pereza y tratarás de hacer algo en mi favor.”
Antiguamente se tenía por costumbre colgar durante veinticuatro horas dentro de un pozo, con el agua hasta el cuello, a los peones a quienes se acusaba de robo, pereza, desobediencia, negligencia o cualquier cosa que el hacendado o finquero considerara como atentado en contra de sus intereses. Cecilio había sido colgado en uno de esos pozos, en cierta ocasión, cuando se había aventurado a discutir con el mayordomo cierta orden que en su concepto era impracticable e innecesaria.
Así pues, él pensaba que el santo no tenía de qué quejarse si un pobre trabajador indígena hiciera con él lo que los señores feudales acostumbraban hacer con sus peones. Ningún sacerdote intervenía cuando los peones eran cruel e injustamente tratados por sus amos; así pues, no había razón para que él se mostrara como pasivo con aquel amigo íntimo de los señorees curas.
Después de guardar nuevamente la imagen en el saco de azúcar, Cecilio la escondió entre la maleza. Las vestiduras del santo se encontraban mojadas y llenas de lama verdosa. Cecilio sabía que el pobre sufriría terriblemente durante la noche, fuera de los muros protectores de la iglesia y del calor de los cirios.
“Si te resfrías, san tito”, dijo en voz baja mientras escondía la imagen, “bien que te lo mereces, pos mucho tiempo te he dado pa que cumplas con tu deber. Y ya que te niegas a hablarme, pos muy bien aquí te quedas ahora. ¡Buenas noches! ¡Hasta mañana!”
Lo primero que Cecilio hizo al despertar fué buscar bajo la almohada y en todo el rincón que ocupaba su catre. También miró dentro de sus bolsas y en la caja de madera en la que guardaba todas sus propiedades, pero su reloj no apareció.
Se dirigió a la plaza y en una mesita al aire libre se desayunó café negro, carne seca, frijoles y tortillas. Después se dirigió al bosque a toda prisa.
Sacó la imagen de entre la maleza y buscó cuidadosamente en sus vestiduras. Tampoco allí estaba el reloj.
Una vez más se dirigió al santo, pero en esta ocasión sus palabras fueron duras y despiadadas. Explicó por qué no podía hablar largamente y por qué consideraba inútiles sus plegarias: “Debes saber, santito, que en el patio de la taberna de don Paco habrá una pelea de gallos muy buena a las diez, en la que ya he metido mi apuesta. En la tarde tampoco podré regresar, porque tengo que llevar al baile a Cande. Tú la conoces bien, es la que un día prendió una carta a tu vestido, pidiéndote que la ayudaras pa que yo no quebrara con ella, como lo tenía pensado, a causa de esa vieja bruja de su madre. Pos a ella le dijeron que tú ayudas a los novios. Por todo esto ahora sólo puedo darte cinco minutos más. Si mi reloj no aparece dentro de cinco minutos te sumiré en el pozo y allí te quedarás por toda la semana, hasta que el próximo domingo regrese pa ver qué has hecho entre tanto.”
Cuando Cecilio calculó que habían transcurrido cinco minutos, todavía buscó a su rededor, pero no pudo descubrir su reloj en parte alguna.
“Ahora, santito, como soy un buen cristiano que te ha sido fiel durante toda su vida, tú ya lo sabes, bueno, pos ahora hemos terminado, y sin lástima te meteré a este pozo mugroso.
Introdujo la imagen hasta que sintió que los pies tocaban el fondo. Ató el cordel a la rama de un arbusto que había enraizado entre las piedras del brocal, con el objeto de poder sacar al santo en cuanto hallara su reloj.
El sábado al mediodía, Leandro, uno de los compañeros de Cecilio, se aproximó a él y le dijo:
-Dime, camarada Cecilio, ¿cuánto me darás de albricias si te entrego tu reloj, que encontré al limpiar uno de los túneles?
-¡Qué gusto, camarada Leandro! Te daré un peso de albricias y las gracias.
-Hecho -repuso Leandro. Entregó el reloj a Cecilio, y agregó-: Dame el peso esta noche, después de la raya. Bueno, aquí tienes tu reloj en perfecto estado. Ni siquiera el cristal está roto. ¿Sabes, cuate? Vi algo brillar entre los montones de piedras y me fijé con cuidado pa saber qué era, y descubrí tu reloj.
Cecilio acarició su reloj y lo cubrió de besos. Con voz emocionada por la felicidad y abrazando a su como pañero de trabajo, dijo:
-Tú lo haces mejor que los santos, por menos dinero y sin meterme en líos, Leandro.
Pero no mencionó para nada lo que había hecho con el santo.
En la mañana del siguiente día, que era domingo, Cecilio fue a libertar a su cautivo.
Debido al constante roce de la cuerda contra las rocas del borde, ocasionado por el viento al mover la rama del arbusto, la cuerda se había reventado y no le fue posible sacar la imagen.
Inclinándose cuanto pudo, gritó hacia el fondo del pozo: “Ahora sí, ni modo de sacarte, pos se rompió la cuerda. Allí te quedas, pos así lo quere nuestra Madre Santísima. La verdad, no sirves pa nada. La pobre gente que recurre a ti con sus penas, gasta sus centavitos tan duramente ganados sin ningún provecho. Pos, ay te quedas, santito. Adiós. Que el Señor tenga piedad de ti.”
Aquella oración de Cecilio, tal vez la más sincera y la más desinteresada por haber sido dicha en beneficio ajeno, fue escuchada en el cielo.
Dos carboneros, que por casualidad tomaron el viejo camino que pasaba por frente al pozo, sentáronse a descansar’ en el brocal del mismo y encendieron un cigarrillo. Mientras fumaban, uno de ellos miró distraídamente hacia el fondo y exclamó:
-¡ Por Dios Santo, en el pozo hay un ahogado, veo
su cabeza y sus cabellos!
-Tienes razón, es un hombre -dijo su compañero asomándose-. ¡Caracoles, es un cura! -gritó fijándose en la cabeza tonsurada.
Corrieron hacia el pueblo para avisar que un cura había caído al pozo accidentalmente y se había ahogado.
Los vecinos se armaron de cuerdas y escaleras y se dirigieron al bosque con la piadosa intención de rescatar al pobre señor cura, quien tal vez viviera aún y podría ser salvado si se le atendía en seguida.
Cuando hubieron sacado la imagen, los vecinos descubrieron con asombro, que era la de San Antonio, que tan misteriosamente había desaparecido.
En gran procesión que se improvisó rápidamente, fue devuelta triunfalmente a su nicho de la iglesia, de donde había desaparecido una semana antes, desaparición que intrigara al pueblo entero y que fuera el tema de conversación durante los últimos siete días.
El padre de la iglesia fue asediado con preguntas, por lo que finalmente tuvo que dar una explicación. En su sermón del siguiente domingo pronunció estas palabras con mucha solemnidad:
-A ningún ser humano le es dado comprender y menos resolver los misteriosos designios y disposiciones de Nuestro Señor. Alabado sea Dios Todopoderoso.
No podía haber dado mejor ni más sabia explicación, pues Cecilio jamás volvió a confesarse.


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