domingo, 16 de abril de 2017

Final de una relación de Alberto Moravia


      Una tarde de noviembre, Lorenzo, joven rico y ocioso, corría en automóvil hacia su casa, donde sabía que su querida lo estaba esperando hacía ya más de media hora. El tiempo, que había empeorado repentinamente con una lluvia desordenada e intermitente y un viento muy desagradable, que encontraba siempre la manera de soplar en plena cara fuera cuál fuera la dirección en que se marchara, cierto insomnio que todas las noches, tras las primeras horas de sueño, lo despertaba de improviso y lo mantenía en vela hasta el alba, una sensación de pánico, de persecución y de opacidad de la que hacía meses no conseguía librarse, todo contribuía a poner a Lorenzo en un estado de ánimo enardecido y rabioso. «Acabar con todo esto», se repetía continuamente mientras conducía el coche por las calles de la ciudad y sentía que la menor nadería —el limpiaparabrisas que interrumpía un momento su vaivén sobre el vidrio empapado, la palanca de las marchas que en medio del tráfico, bajo su mano frenética, no entraba bien, los inútiles clamores de las bocinas de los automóviles parados tras el suyo— le producía una
      pena aguda y miserable, con ganas de gritar: «Pero ¿aca­bar con qué?» Lorenzo no habría podido responder con exactitud a esta pregunta. Cada vez que dirigía la mirada desde su injustificada miseria a su propia vida comprendía que no le faltaba nada, que no había nada que cambiar, que había obtenido todo lo que deseaba e incluso algo más. ¿Acaso no era rico? ¿Y no hacía de sus ri­quezas un uso juicioso y refinado?
      Casa, automóvil, viajes, trajes, diversiones, juego, vera­neos, vida de sociedad y querida; a veces se le ocurría enumerar todo lo que poseía, con una especie de hastío vano y orgulloso, para acabar concluyendo que el origen de su malestar debía buscarse en algún trastorno físico. Pero los médicos a los que había acudido con el alma llena de esperanzas lo habían desilusionado de inmediato: es­taba sanísimo, no aparecía en él ni la más leve sombra de enfermedad, Así, sin motivo, la vida se había convertido en un árido y opaco tormento para Lorenzo. Cada noche, al acostarse después de un día vacío y tétrico, se juraba a sí mismo: «Mañana será el día de la liberación.» Pero a la mañana siguiente, al despertarse de un sueño fatigoso, le bastaba con abrir no ya los dos ojos, sino uno solo, para comprender que aquel día no sería muy distinto de los que lo habían precedido. Le bastaba con echar una ojeada a su dormitorio, en el cual todos los objetos parecían recubiertos con la pátina opaca de su pena, para estar seguro de que tampoco ese día la realidad aparecería más nítida, más alentadora y más comprensible de lo que había sido una semana o un mes antes. Sin embargo, se levantaba, se poma una bata, abría la ventana, lanzaba un disgustado vistazo a la calle ya llena de la madura luz de muy entrada la mañana, y luego, como esperando que el agua fría y caliente pudiera quitarle de encima aquella especie de funesto encantamiento, como le quitaba los sudores y las impurezas de la noche, se encerraba en el baño y se dedicaba a un arreglo personal que parecía hacerse cada vez más refinado y minucioso a medida que se ahon­daba su extraña miseria. Así transcurrían dos horas en cuidados inútiles; dos horas durante las cuales Lorenzo, una y mil veces, tomaba un espejo y se quedaba escrutando su propio rostro, como si esperara sorprender en él una mirada, hallar una arruga que pudiera hacerle intuir los motivos de su cambio. «Es la misma cara —reflexionaba rabiosamente— que tenía cuando era feliz, la misma cara que les gustó a las mujeres a las que amé, que sonrió, que estuvo triste, que odió, envidió y deseó; en suma, que tuvo su vida. Y ahora, en cambio, quién sabe por qué, todo parece acabado.» Pero a pesar de la vaciedad y la amargura de esos cuidados dedicados a su persona física, aquellas dos horas eran las únicas de la jornada durante las que lograba olvidarse de sí mismo y de su miserable estado, quizá debido a que el empleo que les daba era preciso y limitado y no exigía ninguna reflexión. Por lo demás, él lo sabía («una prueba más —solía pensar a veces— de que no soy ya más que un cuerpo sin alma, un animal que pasa su tiempo alisándose el pelo») y las prolongaba de intento. Después comenzaba verdade­ramente la jornada, y con ella su árido tormento.
      El departamento de Lorenzo estaba en la planta baja de un palacete nuevo, situado al final de una callejuela aún incompleta que, partiendo de la avenida suburbana, se perdía en el campo pocas casas más allá. Salvo la suya, todas las casas del callejón se hallaban deshabitadas o en trance de construcción; no existía adoquinado, sino un fango espeso surcado por las rodadas profundas y duras que habían dejado los carros en su ir y venir a las obras con su cargamento de tierra y de piedras; sólo había dos
farolas junto a la entrada de la calle, de forma que aquel día, tan pronto como atravesó el vasto y antiguo charco que obstruía el comienzo, por una luz que brillaba al final de la oscura calle, húmeda y reluciente, más o menos en el punto en que estaba su dormitorio, Lorenzo comprendió que —como se había figurado— su amante ya había llegado y estaba esperándolo. Ante este pensamiento le asaltó un mal humor intenso e irracional contra la mujer, que no tenía ninguna culpa y que había acudido a la cita que él le diera; y, al mismo tiempo, un presentimiento de que estaba a punto de ocurrir algo decisivo. Apretando los dientes debido a la gran ferocidad del sen­timiento que oscurecía su mente, detuvo el coche ante la puerta, cerró con ira la portezuela y entró en la casa.
      Sobre el mármol amarillo de la mesita de falso estilo Luis XV que había en el vestíbulo vio, junto al corto paraguas y al bolso, un curioso paquete erizado de puntas agudas. Intrigado, deshizo la envoltura del papel: era una pequeña locomotora de lata; antes de acudir a la cita, su amante, que estaba casada desde hacía ocho años y tenía dos niños, había ido, como buena madre que era, a com­prar un juguete para regalárselo aquella noche cuando, cansada y lánguida, volviera a casa poco antes de la cena. Lorenzo envolvió de nuevo el juguete en su papel, colgó el impermeable y el sombrero y pasó al dormitorio.
      De inmediato, a la primera mirada, comprendió que la mujer, para entretenerse durante la espera, se había pre­parado a sí misma y al cuarto de manera que él, al llegar desde la noche fría y lluviosa, recibiera inmediatamente la impresión de una intimidad afectuosa y confortante. Sólo estaba encendida la lámpara de la cabecera, y ella la había envuelto con su camisa de seda rosa para que la luz fuera cálida y discreta; en una mesita estaban pre­paradas la tetera y las tazas; su bata de seda, desplegada en una butaca, y sus pantuflas afelpadas puestas en el suelo, bajo la bata, parecían dispuestas a saltar encima de él y a revestirlo, tan grande era el cuidado con que ha­bían sido arregladas. Pero el malhumor que le inspiraron estas atenciones casi conyugales se redobló cuando vio que la mujer, para recibirlo dignamente, había tenido la idea de ponerse un pijama suyo. La mujer estaba tendida de lado sobre la colcha amarilla y suntuosa de la cama, y el pijama de grandes rayas azules, demasiado estrecho para sus caderas amplias y rotundas y para su pecho lleno y prominente, mal abrochado y mal puesto, la obligaba a adoptar una torpe e inconveniente actitud, que contras­taba desagradablemente con sus cabellos, negros y largos, y con la expresión plácida e indolente de su rostro. Todo esto lo observó Lorenzo en la primera y aguda ojeada que echó al cuarto. Luego, sin decir palabra, se sentó sobre la colcha, al borde de la cama.
      Hubo un instante de silencio.
      —¿Sigue lloviendo? —preguntó por fin la mujer, mi­rándolo con una serena e inerte curiosidad y acurrucán­dose junto a él, como si hubiera percibido inconsciente­mente la crueldad que había en los ojos inmóviles y ab­sortos de Lorenzo.
      —Llueve —contestó él.
      Hubo un nuevo silencio, la amante le dirigió tres o cuatro preguntas, recibiendo siempre las mismas breves y angustiadas respuestas, y en seguida le preguntó:
      —¿Qué tienes?
      Y, mientras hablaba así, se arrastró hasta él y se acu­rrucó a su lado.
      —¿Qué tienes? —repitió anhelante, con un principio de aprensión en sus hermosos ojos, negros e inexpre­sivos.
      Al verla tan cerca, viva y ansiosa, y al mismo tiempo tan remota a causa de su malestar, Lorenzo sintió que un mutismo árido y angustioso oprimía su garganta. «Quizá toda la culpa sea de ese maldito pijama que se le ha me­tido en' la cabeza ponerse», pensó. Y, mientras contestaba que no tenía nada, intentó quitarle la chaqueta de gruesas rayas con manos desmañadas e impacientes.
      Creyendo que el joven quería desnudarla para acari­ciarla mejor, bastante satisfecha por poder atribuir su in­quietante silencio a una turbación de los sentidos, la mujer se apresuró a deshacerse del pijama y, desnuda y plácida, se tendió de nuevo en la actitud de pasiva es­pera en la que Lorenzo la había encontrado al entrar en el cuarto. Siempre sin decir una palabra, él se sentó a su lado y comenzó a acariciarla de manera distraída y preocupada, casi sin mirarla y como pensando en otra cosa. Sus dedos se enredaban ociosamente en los negros ca­bellos, desordenándolos y volviéndolos a alisar, su mano se posaba abierta e insegura ora en su pecho desnudo, como si quisiera sentir la tranquila respiración que lo animaba a intervalos, ora sobre el vientre, como teniendo la curiosidad de sorprender bajo su amplia e inmóvil blan­cura el latido del deseo; pero, en realidad, para él era como tocar un tronco exánime e informe; con lucidez, mientras lo acariciaba, advertía que no experimentaba ningún amor por aquel hermoso cuerpo y que ni siquiera percibía su vida, fuera aliento o deseo; y esta irremedia­ble sensación de alejamiento se agudizaba dolorosamente debido a las miradas angustiadas e interrogativas con las que su amante no dejaba de examinarlo, como un enfer­mo tendido en la camilla de hierro de un médico. Luego, Lorenzo se acordó de pronto del tranquilo e indiferente disgusto con que un gato suyo, cuando ya no tenía ham­bre, desviaba el hocico ante el plato que se le ofrecía.
      —El animal está saciado —exclamó entonces, con voz irónica y triunfante— y no quiere comer más.
      —¿Qué animal, Renzo? —preguntó, inquieta, la mu­jer—. ¿Qué te pasa?
      Lorenzo no contestó nada a esta pregunta, pero al mi­rarla, con ojos aguzados por el árido sufrimiento que le oprimía, su vista se detuvo en la mano con la cual —en un gesto lánguido y patético de inconsciente defensa— ella se cubría el pecho. Era una mano bastante bonita y más bien grande, ni demasiado gordezuela ni demasiado ner­viosa, blanca y lisa, y llevaba en el anular un sencillo anillo de bodas.
      Durante un rato Lorenzo miró ese anillo, miró el cuer­po desnudo, joven y espléndido, aovillado con cierto empacho sobre la colcha amarilla y lisa del lecho, y luego, de repente, fue como si —en un arrebato irresistible— ­todo el odio acumulado durante los tristes últimos meses en las zonas interiores de su conciencia rompiera los de­bilitados diques de su voluntad e inundase su alma.
      —¿Qué anillo es ése? —preguntó, indicando la mano.
      La amante, sorprendida, bajó los ojos sobre su pecho.
      —Pero Renzo —contestó luego, sonriendo—, ¿en qué estás pensando? ¿No ves que es la alianza?
      Hubo de nuevo un breve silencio; Lorenzo trataba en vano de dominar el extraño y cruel sentimiento que se había apoderado de él. Después:
      —¿No te da vergüenza? —preguntó de pronto, bajan­do la voz—. Dime, ¿no te da vergüenza estar así, desnuda, en mi cama? Tú, una mujer casada y madre de dos niños.
      Si le hubiera dicho que era de madrugada y que el sol estaba a punto de salir, la mujer no se habría quedado más asombrada. Con todos los signos de una sorpresa dolorida y aprensiva, se sentó en la cama y lo miró.
      —¿Qué quieres decir con eso? —interrogó.
      Absolutamente incapaz ya de contenerse, Lorenzo sacu­dió con violencia la cabeza y no contestó.
      —¿No te da vergüenza? —repitió después—, ¿no te preguntas qué pensarían tu marido y tus hijos si te vie­ran aquí, en mi cama, sin nada de ropa encima, o si pudieran verte cuando nos abrazamos y observar cómo la cara se te pone roja y excitada, y cómo meneas el cuerpo, y qué posturas adoptas? ¿O si pudieran oír las cosas que me dices a veces?
      Más que la vergüenza de la que Lorenzo hablaba, pare­cía que la mujer experimentaba una sensación de espanto. Replegando las piernas bajo los muslos, se incorporó aún más en la cama, y al hacer este gesto sus largos y negros cabellos cayeron sobre su pecho y sus hombros; en se­guida, suplicante y cohibida, puso una mano en la mejilla del joven.
      —Pero ¿qué tienes? —volvió a preguntar—. ¿Por qué me haces esas preguntas? ¿Qué tienen que ver con nos­otros?
      —Tienen que ver —contestó Lorenzo; y con un rudo movimiento de la cara apartó aquella mano afectuosa. Sin comprender, perpleja, la amante se calló un rato, mientras lo observaba.
      —Pero yo te quiero —objetó por último, dejando al descubierto la verdadera naturaleza de su preocupación—. ¿Es que crees que no te quiero?
      Su sinceridad era evidente; pero volvía a hacer sentir a Lorenzo su propia incapacidad para hablar, sin mentir, el vago e impreciso lenguaje del amor; y esto ensanchó la distancia que ya los separaba. Durante mucho tiempo, mudo y trastornado, él la miró sin moverse. «Lo malo es que yo no te quiero», le habría gustado contestar. En vez de ello se levantó y comenzó a pasear de arriba a abajo por la amplia habitación llena de sombra. De vez en cuan­do lanzaba una ojeada a la mujer, allá sobre la cama, y veía cómo cada vez que sus miradas se detenían en ella cambiaba atemorizada de actitud, ora cubriéndose el re­gazo, ora sacudiéndose los cabellos, ora poniendo una ma­no sobre los pies aplastados por los pesados muslos, sin dejar de seguir con sus ojos intimidados su silencioso ir y venir. «Me quiere —pensaba mientras tanto—. ¿Cómo puede decir que me quiere si ni siquiera remotamente sabe cómo soy ni quién soy? »
      La aridez de su sentimiento le secaba la garganta; se detuvo de improviso ante un bargueño dorado y falso como todos los otros muebles del cuarto, lo abrió, sacó una botella y se sirvió un gran vaso de soda. Entonces, en el momento en que se disponía a beber:
      —Renzo —profirió la mujer con su voz bonachona, ca­lida y un poco vulgar—, Renzo, dime la verdad. Alguien te ha hablado mal de mí y tú te lo has creído. Dime la verdad, ¿no es así?
      Ante estas palabras detuvo el vaso que se estaba lle­vando a los labios y se demoró un momento observándola: con el rostro desconcertado y suplicante, con los cabellos blandamente esparcidos sobre el pecho y los brazos, con el cuerpo blanco y lleno, enteramente plegado y recogido, le pareció que su amante no habría podido dar a enten­der más claramente su propia ceguera ante lo que ocu­rría. Sin responderla, bebió y dejó el vaso sobre el bar­gueño.
      —Vístete —le dijo luego brevemente—. Es mejor que te vistas y te vayas.
      —Eres malo —dijo la mujer, con aquel tono suyo in­dolente y juicioso, como si estuviera segura de que esta conducta de Lorenzo se derivaba de un mal humor pasajero—, eres malo e injusto. También yo creo que será mejor que me vaya.
      Se echó el pelo hacia atrás, sobre los hombros, con un gesto pleno de indiferencia y de seguridad, bajó de la cama e hizo un ademán para acercarse a la butaca donde había dejado sus ropas. En estas palabras y en esta acti­tud sólo había la serenidad indolente y un poco bovina con que la mujer lo hacía todo. Pero a Lorenzo, irritado, le pareció descubrir una ironía insolente y despreciativa; y de golpe le acometió un cruel deseo de humillarla y cas­tigarla. Se encaminó rápidamente hacia su ropa, la cogió y empezó a recorrer la habitación lentamente, tirando las prendas al suelo una a una y preocupándose de elegir los sitios más recónditos y difíciles. «Así tendrá que incli­narse al suelo para recogerlas», pensaba; y le parecía que no podía haber nada más humillante para su querida, des­nuda como estaba, que esta ridícula y penosa búsqueda.
      —Y ahora recógelas —dijo, volviéndose hacia la cama.
      Muy asombrada, aunque ya enteramente segura de sí y de los motivos de su resentimiento, la mujer lo miró un momento sin abrir la boca.
      —Te has vuelto loco —dijo por fin, tocándose la frente con el dedo en un gesto expresivo.
      —No, no estoy loco —contestó Lorenzo; fue hasta la lámpara, cogió la camisa rosa con la que la mujer la había envuelto y la tiró debajo de la cama.
      Se miraron. Después la mujer se encogió de hombros con indiferencia, bajó de la cama e inclinándose aquí y allá, sin la menor vergüenza, recorrió el cuarto recogien­do las ropas que Lorenzo había tirado al suelo. Hundido en su butaca, Lorenzo la seguía atentamente con la mira­da; la veía, blanca y ligera, recorrer la oscura habitación, ora doblándose con la cabeza hacia abajo y las nalgas al aire, ora agachándose diligentemente con la cara pegada al suelo y el pelo esparcido alrededor, ora inclinándose hacia un lado con los senos colgantes y un pie en el aire; y le parecía que se había castigado a sí mismo en vez de a su amante; porque, mientras ella no parecía experimentar vergüenza ni humillación, y sí solamente fastidio, a él, que la miraba con crueldad, le parecía en cambio que aque­llas grotescas actitudes de animal torpe destruían el deseo y también cualquier sentimiento de humana simpatía. Todo estaba perdido —reflexionaba, lleno de sufrimiento—, jamás podría salir de estas condiciones de disgusto y de desilusión; incapaz de amar, semejante a un hombre que se hunde en la arena, el menor esfuerzo que hiciera para despertar su sentimiento muerto lo hundiría un poco más en este pantano de la crueldad y de la fría práctica. Absorto en estos pensamientos, le parecía ver desde muy lejos, envuelta ya en un aire funesto e irreparable de .rup­tura, a su amante, que comedidamente se iba vistiendo una prenda tras otra del otro lado de la cama.
      —Hasta la vista y, por favor, cúrate —le dijo ella fi­nalmente, con un resentimiento bonachón, pero firme, desde el umbral.
      Un minuto después la puerta de la casa se cerró de golpe en el vestíbulo, y sólo entonces Lorenzo, saliendo bruscamente de su amarga distracción, advirtió que se había quedado solo.
      Permaneció inmóvil durante mucho rato, contemplando la colcha amarilla e iluminada de la cama, en cuyo cen­tro persistía aún el. hueco que había excavado al yacer el cuerpo de su amante. Por último, se levantó, fue a la ventana y la abrió. Ya no llovía fuera de la habitación cálida y cerrada, frente a la fresca noche invernal; sintió que su mente, como una jaula repleta de malignas arpías, se vaciaba de pronto, quedando vacía y sucia. Estaba quie­to, sus ojos veían el negro y confuso terreno en construc­ción que había bajo la casa, con sus montones de inmun­dicias, los hierbajos y unas formas cautas y lentas que debían de ser gatos famélicos; sus oídos percibían los rumores de la cercana avenida, bocinas de automóviles, chirridos de tranvías, pero su pensamiento permanecía inerte y sólo creía existir a través de aquellas laceraciones solitarias y casuales de los sentidos. «Como yo, más aún, mejor que yo —pensaba mientras observaba las sombras móviles y cautelosas de los gatos sobre los blancuzcos montones de basura—, esos gatos oyen los ruidos, ven esas cosas; ¿qué diferencia hay entre yo, que soy hombre, y esos gatos?» Esta pregunta le parecía absurda, pero al mismo tiempo comprendía que en el punto al que había llegado lo absurdo y lo real se confundían estrechamente, hasta no distinguirse uno de otro. «¡Qué desdichado soy! —comenzó luego a murmurar en voz baja, sin apartarse del antepecho—. ¿Cómo me las he arreglado para verme reducido a tanta desdicha?» De pronto se le ocurrió la idea de quitarse una vida ya tan vacía e incomprensible; le pareció que el suicidio era fácil y maduro, como un fruto que le bastaría con tender la mano para coger; pero además de una especie de desprecio ante una acción que siempre había considerado como una debilidad, además cíe un sentido casi de deber, le pareció que lo retenía una esperanza extraña y, en su presente condición, inesperada: «No vivo —pensó de repente—, estoy soñando. Esta pe­sadilla no durará lo bastante para convencerme de que no se trata de una pesadilla, sino de la realidad. Y un día me despertaré y reconoceré el mundo, con el sol, las es­trellas, los árboles, el cielo, las mujeres y todas las demás cosas hermosas; hay que tener paciencia; el despertar no puede tardar.» Pero el frío nocturno lo iba penetrando lentamente; al fin reaccionó y, cerrando la ventana, volvió a sentarse en la butaca, frente a la cama vacía e iluminada.
 

domingo, 2 de abril de 2017

Tripas de Chuck Palahniuk

                                     

Tomen aire.

Tomen tanto aire como puedan. Esta historia debería durar el tiempo que logren retener el aliento, y después un poco más. Así que escuchen tan rápido como les sea posible.

Cuando tenía trece años, un amigo mío escuchó hablar del “pegging”. Esto es cuando a un tipo le meten un pito por el culo. Si se estimula la próstata lo suficientemente fuerte, el rumor dice que se logran explosivos orgasmos sin manos. A esa edad, este amigo es un pequeño maníaco sexual. Siempre está buscando una manera mejor de estar al palo. Se va a comprar una zanahoria y un poco de jalea para llevar a cabo una pequeña investigación personal. Después se imagina cómo se va a ver la situación en la caja del supermercado, la zanahoria solitaria y la jalea moviéndose sobre la cinta de goma. Todos los empleados en fila, observando. Todos viendo la gran noche que ha planeado.

Entonces mi amigo compra leche y huevos y azúcar y una zanahoria, todos los ingredientes para una tarta de zanahorias. Y vaselina.

Como si se fuera a casa a meterse una tarta de zanahorias por el culo.

En casa, talla la zanahoria hasta convertirla en una contundente herramienta. La unta con grasa y se la mete en el culo. Entonces, nada. Ningún orgasmo. Nada pasa, salvo que duele.

Entonces la madre del chico grita que es hora de la cena. Le dice que baje inmediatamente.

El se saca la zanahoria y entierra esa cosa resbaladiza y mugrienta entre la ropa sucia debajo de su cama.

Después de la cena va a buscar la zanahoria, pero ya no está allí. Mientras cenaba, su madre juntó toda la ropa sucia para lavarla. De ninguna manera podía encontrar la zanahoria, cuidadosamente tallada con un cuchillo de su cocina, todavía brillante de lubricante y apestosa.

Mi amigo espera meses bajo una nube oscura, esperando que sus padres lo confronten. Y nunca lo hacen. Nunca. Incluso ahora, que ha crecido, esa zanahoria invisible cuelga sobre cada cena de Navidad, cada fiesta de cumpleaños. Cada búsqueda de huevos de Pascua con sus hijos, los nietos de sus padres, esa zanahoria fantasma se cierne sobre ellos. Ese algo demasiado espantoso para ser nombrado.

Los franceses tienen una frase: “ingenio de escalera”. En francés, esprit de l’escalier. Se refiere a ese momento en que uno encuentra la respuesta, pero es demasiado tarde. Digamos que usted está en una fiesta y alguien lo insulta. Bajo presión, con todos mirando, usted dice algo tonto. Pero cuando se va de la fiesta, cuando baja la escalera, entonces, la magia. A usted se le ocurre la frase perfecta que debería haber dicho. La perfecta réplica humillante. Ese es el espíritu de la escalera.

El problema es que los franceses no tienen una definición para las cosas estúpidas que uno realmente dice cuando está bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas que uno en verdad piensa o hace.

Algunas bajezas no tienen nombre. De algunas bajezas ni siquiera se puede hablar.

Mirando atrás, muchos psiquiatras expertos en jóvenes y psicopedagogos ahora dicen que el último pico en la ola de suicidios adolescentes era de chicos que trataban de asfixiarse mientras se masturbaban. Sus padres los encontraban, una toalla alrededor del cuello, atada al ropero de la habitación, el chico muerto. Esperma por todas partes. Por supuesto, los padres limpiaban todo. Le ponían pantalones al chico. Hacían que se viera... mejor. Intencional, al menos. Un típico triste suicidio adolescente.

Otro amigo mío, un chico de la escuela con su hermano mayor en la Marina, contaba que los tipos en Medio Oriente se masturban distinto a como lo hacemos nosotros. Su hermano estaba estacionado en un país de camellos donde los mercados públicos venden lo que podrían ser elegantes cortapapeles. Cada herramienta es una delgada vara de plata lustrada o latón, quizá tan larga como una mano, con una gran punta, a veces una gran bola de metal o el tipo de mango refinado que se puede encontrar en una espada. Este hermano en la Marina decía que los árabes se ponen al palo y después se insertan esta vara de metal dentro de todo el largo de su erección. Y se masturban con la vara adentro, y eso hace que masturbarse sea mucho mejor. Más intenso.

Es el tipo de hermano mayor que viaja por el mundo y manda a casa dichos franceses, dichos rusos, útiles sugerencias para masturbarse. Después de esto, un día el hermano menor falta a la escuela. Esa noche llama para pedirme que le lleve los deberes de las próximas semanas. Porque está en el hospital.

Tiene que compartir la habitación con viejos que se atienden por sus tripas. Dice que todos tienen que compartir la misma televisión. Su única privacidad es una cortina. Sus padres no lo visitan. Por teléfono, dice que sus padres ahora mismo podrían matar al hermano mayor que está en la Marina.

También dice que el día anterior estaba un poco drogado. En casa, en su habitación, estaba tirado en la cama, con una vela encendida y hojeando revistas porno, preparado para masturbarse. Todo esto después de escuchar la historia del hermano en la Marina. Esa referencia útil acerca de cómo se masturban los árabes. El chico mira alrededor para encontrar algo que podría ayudarlo. Un bolígrafo es demasiado grande. Un lápiz, demasiado grande y duro. Pero cuando la punta de la vela gotea, se logra una delgada y suave arista de cera. La frota y la moldea entre las palmas de sus manos. Larga y suave y delgada.

Drogado y caliente, se la introduce dentro, más y más profundo en la uretra. Con un gran resto de cera todavía asomándose, se pone a trabajar.

Aun ahora, dice que los árabes son muy astutos. Que reinventaron por completo la masturbación. Acostado en la cama, la cosa se pone tan buena que el chico no puede controlar el camino de la cera. Está a punto de lograrlo cuando la cera ya no se asoma fuera de su erección.

La delgada vara de cera se ha quedado dentro. Por completo. Tan adentro que no puede sentir su presencia en la uretra.

Desde abajo, su madre grita que es hora de la cena. Dice que tiene que bajar de inmediato. El chico de la cera y el chico de la zanahoria son personas diferentes, pero tienen vidas muy parecidas.

Después de la cena, al chico le empiezan a doler las tripas. Es cera, así que se imagina que se derretirá adentro y la meará. Ahora le duele la espalda. Los riñones. No puede pararse derecho.

El chico está hablando por teléfono desde su cama de hospital, y de fondo se pueden escuchar campanadas y gente gritando. Programas de juegos en televisión.

Las radiografías muestran la verdad, algo largo y delgado, doblado dentro de su vejiga. Esta larga y delgada V dentro suyo está almacenando todos los minerales de su orina. Se está poniendo más grande y dura, cubierta con cristales de calcio, golpea y desgarra las suaves paredes de su vejiga, obturando la salida de su orina. Sus riñones están trabados. Lo poco que gotea de su pene está rojo de sangre.

El chico y sus padres, toda la familia mirando las radiografías con el médico y las enfermeras parados allí, la gran V de cera brillando para que todos la vean: tiene que decir la verdad. La forma en que se masturban los árabes. Lo que le escribió su hermano en la Marina. En el teléfono, ahora, se pone a llorar.

Pagaron la operación de vejiga con el dinero ahorrado para la universidad. Un error estúpido, y ahora jamás será abogado. Meterse cosas adentro. Meterse dentro de cosas. Una vela en la pija o la cabeza en una horca, sabíamos que serían problemas grandes.

A lo que me metió en problemas a mí lo llamo “Bucear por perlas”. Esto significaba masturbarse bajo el agua, sentado en el fondo de la profunda piscina de mis padres. Respiraba hondo, con una patada me iba al fondo y me deshacía de mis shorts. Me quedaba sentado en el fondo dos, tres, cuatro minutos.

Sólo por masturbarme tenía una gran capacidad pulmonar. Si hubiera tenido una casa para mí solo, lo habría hecho durante tardes enteras.

Cuando finalmente terminaba de bombear, el esperma colgaba sobre mí en grandes gordos globos lechosos.

Después había más buceo, para recolectarla y limpiar cada resto con una toalla. Por eso se llamaba “bucear por perlas”. Aun con el cloro, me preocupaba mi hermana. O, por Dios, mi madre.

Ese solía ser mi mayor miedo en el mundo: que mi hermana adolescente virgen pensara que estaba engordando y diera a luz a un bebé de dos cabezas retardado. Las dos cabezas me mirarían a mí. A mí, el padre y el tío. Pero al final, lo que te preocupa nunca es lo que te atrapa.

La mejor parte de bucear por perlas era el tubo para el filtro de la pileta y la bomba de circulación. La mejor parte era desnudarse y sentarse allí.

Como dicen los franceses, ¿a quién no le gusta que le chupen el culo? De todos modos, en un minuto se pasa de ser un chico masturbándose a un chico que nunca será abogado.

En un minuto estoy acomodado en el fondo de la piscina, y el cielo ondula, celeste, a través de un metro y medio de agua sobre mi cabeza. El mundo está silencioso salvo por el latido del corazón en mis oídos. Los shorts amarillos están alrededor de mi cuello por seguridad, por si aparece un amigo, un vecino o cualquiera preguntando por qué falté al entrenamiento de fútbol. Siento la continua chupada del tubo de la pileta, y estoy meneando mi culo blanco y flaco sobre esa sensación. Tengo aire suficiente y la pija en la mano. Mis padres se fueron a trabajar y mi hermana tiene clase de ballet. Se supone que no habrá nadie en casa durante horas.

Mi mano me lleva casi al punto de acabar, y paro. Nado hacia la superficie para tomar aire. Vuelvo a bajar y me siento en el fondo. Hago esto una y otra vez.

Debe ser por esto que las chicas quieren sentarse sobre tu cara. La succión es como una descarga que nunca se detiene. Con la pija dura, mientras me chupan el culo, no necesito aire. El corazón late en los oídos, me quedo abajo hasta que brillantes estrellas de luz se deslizan alrededor de mis ojos. Mis piernas estiradas, la parte de atrás de las rodillas rozando fuerte el fondo de concreto. Los dedos de los pies se vuelven azules, los dedos de los pies y las manos arrugados por estar tanto tiempo en el agua.

Y después dejo que suceda. Los grandes globos blancos se sueltan. Las perlas. Entonces necesito aire. Pero cuando intento dar una patada para elevarme, no puedo. No puedo sacar los pies. Mi culo está atrapado.

Los paramédicos de emergencias dirán que cada año cerca de 150 personas se quedan atascadas de este modo, chupadas por la bomba de circulación. Queda atrapado el pelo largo, o el culo, y se ahoga. Cada año, cantidad de gente se ahoga. La mayoría en Florida.

Sólo que la gente no habla del tema. Ni siquiera los franceses hablan acerca de todo. Con una rodilla arriba y un pie debajo de mi cuerpo, logro medio incorporarme cuando siento el tirón en mi culo. Con el pie pateo el fondo. Me estoy liberando pero al no tocar el concreto tampoco llego al aire. Todavía pateando bajo el agua, revoleando los brazos, estoy a medio camino de la superficie pero no llego más arriba. Los latidos en mi cabeza son fuertes y rápidos.

Con chispas de luz brillante cruzando ante mis ojos me doy vuelta para mirar... pero no tiene sentido. Esta soga gruesa, una especie de serpiente azul blancuzca trenzada con venas, ha salido del desagüe y está agarrada a mi culo. Algunas de las venas gotean rojo, sangre roja que parece negra bajo el agua y se desprende de pequeños rasguños en la pálida piel de la serpiente. La sangre se disemina, desaparece en el agua, y bajo la piel delgada azul blancuzca de la serpiente se pueden ver restos de una comida a medio digerir.

Esa es la única forma en que tiene sentido. Algún horrible monstruo marino, una serpiente del mar, algo que nunca vio la luz del día, se ha estado escondido en el oscuro fondo del desagüe de la pileta, y quiere comerme.

Así que la pateo, pateo su piel resbalosa y gomosa y llena de venas, pero cada vez sale más del desagüe. Ahora quizá sea tan larga como mi pierna, pero aún me retiene el culo. Con otra patada estoy a unos dos centímetros de lograr tomar aire. Todavía sintiendo que la serpiente tira de mi culo, estoy a un centímetro de escapar.

Dentro de la serpiente se pueden ver granos de maíz y maníes. Se puede ver una brillante bola anaranjada. Es la vitamina para caballos que mi padre me hace tomar para que gane peso. Para que consiga una beca gracias al fútbol. Con hierro extra y ácidos grasos omega tres. Ver esa pastilla me salva la vida.

No es una serpiente. Es mi largo intestino, mi colon, arrancado de mi cuerpo. Lo que los doctores llaman prolapso. Mis tripas chupadas por el desagüe.

Los paramédicos dirán que una bomba de agua de piscina larga 360 litros de agua por minuto. Eso son unos 200 kilos de presión. El gran problema es que por dentro estamos interconectados. Nuestro culo es sólo la parte final de nuestra boca. Si me suelto, la bomba sigue trabajando, desenredando mis entrañas hasta llegar a mi boca. Imaginen cagar 200 kilos de mierda y podrán apreciar cómo eso puede destrozarte.

Lo que puedo decir es que las entrañas no sienten mucho dolor. No de la misma manera que duele la piel. Los doctores llaman materia fecal a lo que uno digiere. Más arriba es chyme, bolsones de una mugre delgada y corrediza decorada con maíz, maníes y arvejas.

Eso es la sopa de sangre y maíz, mierda y esperma y maníes que flota a mi alrededor. Aún con mis tripas saliendo del culo, conmigo sosteniendo lo que queda, aún entonces mi prioridad era volver a ponerme el short. Dios no permita que mis padres me vean la pija.

Una de mis manos está apretada en un puño alrededor de mi culo, la otra arranca el short amarillo del cuello. Pero ponérmelos es imposible.

Si quieren saber cómo se sienten los intestinos, compren uno de esos condones de piel de cabra. Saquen y desenrollen uno. Llénenlo con mantequilla de maní, cúbranlo con lubricante y sosténganlo bajo el agua. Después traten de rasgarlo. Traten de abrirlo en dos. Es demasiado duro y gomoso. Es tan resbaladizo que no se puede sostener. Un condón de piel de cabra, eso es un intestino común.

Ven contra lo que estoy luchando.

Si me dejo ir por un segundo, me destripo.

Si nado hacia la superficie para buscar una bocanada de aire, me destripo.

Si no nado, me ahogo.

Es una decisión entre morir ya mismo o dentro de un minuto. Lo que mis padres encontrarán cuando vuelvan del trabajo es un gran feto desnudo, acurrucado sobre sí mismo. Flotando en el agua sucia de la piscina del patio. Sostenido por atrás por una gruesa cuerda de venas y tripas retorcidas. El opuesto de un adolescente que se ahorca cuando se masturba. Este es el bebé que trajeron del hospital trece años atrás. Este es el chico para el que deseaban una beca deportiva y un título universitario. El que los cuidaría cuando fueran viejos. Aquí está el que encarnaba todas sus esperanzas y sueños. Flotando, desnudo y muerto. Todo alrededor, grandes lechosas perlas de esperma desperdiciada.

Eso, o mis padres me encontrarán envuelto en una toalla ensangrentada, desmayado a medio camino entre la piscina y el teléfono de la cocina, mis desgarradas entrañas todavía colgando de la pierna de mis shorts amarillos. Algo de lo que ni los franceses hablarían.

Ese hermano mayor en la Marina nos enseñó otra buena frase. Rusa. Cuando nosotros decimos: “Necesito eso como necesito un agujero en la cabeza”, los rusos dicen: “Necesito eso como necesito un diente en el culo”. Mne eto nado kak zuby v zadnitse. Esas historias sobre cómo los animales capturados por una trampa se mastican su propia pierna; cualquier coyote puede decir que un par de mordiscos son mucho mejores que morir.

Mierda... aunque seas ruso, algún día podrías querer esos dientes. De otra manera, lo que tienes que hacer es retorcerte, dar vueltas. Enganchar un codo detrás de la rodilla y tirar de esa pierna hasta la cara. Morder tu propio culo. Uno se queda sin aire y mordería cualquier cosa con tal de volver a respirar.

No es algo que te gustaría contarle a una chica en la primera cita. No si quieres besarla antes de ir a dormir. Si les cuento qué gusto tenía, nunca nunca volverían a comer calamares.

Es difícil decir qué les disgustó más a mis padres: cómo me metí en el problema o cómo me salvé. Después del hospital, mi madre dijo: “No sabías lo que hacías, amor. Estabas en shock”. Y aprendió a cocinar huevos pasados por agua.

Toda esa gente asqueada o que me tiene lástima... la necesito como necesito dientes en el culo.

Hoy en día, la gente me dice que soy demasiado delgado. En las cenas, la gente se queda silenciosa o se enoja cuando no como la carne asada que prepararon. La carne asada me mata. El jamón cocido. Todo lo que se queda en mis entrañas durante más de un par de horas sale siendo todavía comida. Chauchas o atún en lata, me levanto y me los encuentro allí en el inodoro.

Después de sufrir una disección radical de los intestinos, la carne no se digiere muy bien. La mayoría de la gente tiene un metro y medio de intestino grueso. Yo tengo la suerte de conservar mis quince centímetros. Así que nunca obtuve una beca deportiva, ni un título. Mis dos amigos, el chico de la cera y el de la zanahoria, crecieron, se pusieron grandotes, pero yo nunca llegué a pesar un kilo más de lo que pesaba cuando tenía trece años. Otro gran problema es que mis padres pagaron un montón de dinero por esa piscina. Al final mi padre le dijo al tipo de la piscina que fue el perro. El perro de la familia se cayó al agua y se ahogó. El cuerpo muerto quedó atrapado en el desagüe. Aun cuando el tipo que vino a arreglar la piscina abrió el filtro y sacó un tubo gomoso, un aguachento resto de intestino con una gran píldora naranja de vitaminas aún dentro, mi padre sólo dijo: “Ese maldito perro estaba loco”. Desde la ventana de mi pieza en el primer piso podía escuchar a mi papá decir: “No se podía confiar un segundo en ese perro...”.

Después mi hermana tuvo un atraso en su período menstrual.

Aun cuando cambiaron el agua de la pileta, aun después de que vendieron la casa y nos mudamos a otro estado, aun después del aborto de mi hermana, ni siquiera entonces mis padres volvieron a mencionarlo.

Esa es nuestra zanahoria invisible.

Ustedes, tomen aire ahora.

Yo todavía no lo hice.

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