viernes, 22 de noviembre de 2013

Miriam, cuento de Truman Capote



Desde hacía varios años Mrs. H. T. Miller vivía sola en un agradable apartamento (dos habitaciones y una cocina pequeña) de un viejo edificio de piedra recién rehabilitado, cerca del río Este. Era viuda: el seguro de Mr. H. T. Miller le garantizaba una cantidad razonable. Le interesaban pocas cosas, no tenía amigos dignos de mención y rara vez se aventuraba más allá del colmado de la esquina. Los otros habitantes del edificio parecían no reparar en ella: sus ropas eran anodinas; sus facciones, simples, discretas; no usaba maquillaje; llevaba el pelo gris acerado corto y ondulado sin mayor esmero, y en su último cumpleaños había cumplido sesenta y uno. Sus actividades rara vez eran espontáneas: mantenía inmaculados los dos cuartos, fumaba algún cigarrillo de vez en cuando, cocinaba ella misma y cuidaba del canario.
 Entonces conoció a Miriam. Nevaba aquella noche. Después de secar los platos de la cena, hojeó un periódico vespertino y dio con el anuncio de una película en un cine de barrio. El título sonaba bien. Le costó trabajo ponerse su abrigo de castor, se anudó las botas impermeables y salió del apartamento. Dejó una luz encendida en el vestíbulo: nada le molestaba tanto como la sensación de oscuridad.
 La nieve era fina, caía con suavidad, se disolvía en el pavimento. El viento del río sólo dejaba sentir su filo en las esquinas. Mrs. Miller se apresuró, abstraída, la cabeza inclinada, como un topo que cavara un camino ciego. Se detuvo en una farmacia y compró una caja de pastillas de menta.
 Había bastante cola frente a la taquilla; se puso al final. Tendrían que esperar un poco (gruñó una voz cansada). Mrs. Miller hurgó en su bolso de cuero hasta que reunió el importe exacto de la entrada. La cola parecía que iba para largo; miró a su alrededor, buscando algo que la distrajera; de repente descubrió a una niña bajo el borde de la marquesina.
 Su pelo era el más largo y extraño que había visto jamás: de un blanco plateado, como el de un albino; le caía hasta la cintura en franjas sueltas y uniformes. Era delgada, frágil. Su postura —los pulgares en los bolsillos de un abrigo de terciopelo ciruela hecho a medida— tenía una elegancia natural, peculiar.
          Sintió una curiosa emoción, y cuando sus miradas se cruzaron, sonrió afectuosamente.
  La niña se le acercó:
  —¿Podría hacerme un favor?
  —Con mucho gusto, si está en mi mano —dijo Mrs. Miller.
  —Oh, es bastante sencillo. Sólo quiero que me compre una entrada; si no, no me dejarán entrar. Tome. Tengo el dinero.
   Y le tendió graciosamente dos monedas de diez centavos y una de cinco.
   Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las llevó al vestíbulo; faltaban veinte minutos para que terminara la película.
   —Me siento como una auténtica delincuente —dijo Mrs. Miller en tono alegre; se sentó—. Quiero decir que esto es ilegal, ¿no? Espero no haber hecho nada malo. ¿Tu madre sabe que estás aquí, amor? Lo sabe, ¿no?
   La niña guardó silencio. Se desabrochó el abrigo y lo dobló sobre su regazo. Llevaba un cursi vestidito azul oscuro; una cadena de oro pendía de su cuello; sus dedos, sensibles, como los de un músico, jugaban con ella. Al examinarla con mayor atención, Mrs. Miller decidió que su verdadero rasgo distintivo no era el pelo, sino los ojos: color avellana, firmes, nada infantiles, tan grandes que parecían consumirle el rostro.
   Mrs. Miller le ofreció una pastilla de menta: Medianamente.
   —Miriam presionó la pastilla con su lengua.
   Mrs. Miller se ruborizó. Se sentía incómoda; cambió de conversación.
   —Tienes un vocabulario extenso para ser tan pequeña.
   —¿Sí?
   —Pues sí. —Cambió de tema precipitadamente—. ¿Te gustan las películas?
   —No sé —dijo Miriam—, no había venido nunca.
   El vestíbulo se empezó a llenar de mujeres. Las bombas del noticiario explotaron a lo lejos. Mrs. Miller se levantó, presionando el bolso bajo su brazo.
  —Más vale que me apresure a encontrar asiento —dijo—. Encantada de haberte conocido.
   Miriam asintió apenas.
  Nevó toda la semana. Las ruedas y los pies pasaban silenciosos sobre la calle; la vida era como un negocio secreto que perduraba bajo un velo tenue pero impenetrable. En aquella caída sosegada no había cielo ni tierra, sólo nieve que giraba al viento, congelando los cristales de las ventanas, enfriando los cuartos, mitigando, amortiguando la ciudad. Había que tener una luz encendida a todas horas. Mrs. Miller perdió la cuenta de los días: imposible distinguir el viernes del sábado; el domingo fue al colmado: cerrado, por supuesto.
  Esa noche hizo huevos revueltos y un tazón de sopa de tomate. Luego, tras ponerse una bata de franela y desmaquillarse la cara, se acostó y se calentó con una bolsa de agua caliente bajo los pies. Leía el Times cuando sonó el timbre. Seguramente se trataba de un error; quienquiera que fuese enseguida se iría. Pero el timbre sonó y sonó hasta convertirse en un zumbido insistente. Miró el reloj: poco más de las once. No era posible; siempre se dormía a las diez.
  Le costó trabajo salir de la cama; atravesó la sala con premura, descalza.
  —Ya voy, ¡paciencia!
  El cerrojo se había trabado, trató de moverlo a uno y otro lado, el timbre no paraba.
  —¡Basta! —gritó.
  El pasador cedió. Abrió la puerta unos centímetros.
  —Por el amor de Dios, ¿qué...?
  —Hola —dijo Miriam.
  —Oh..., vaya, hola. —Mrs. Miller dio unos pasos inseguros en el recibidor—. Si eres aquella niña.
  —Pensé que no iba a abrir nunca, pero no he soltado el botón. Sabía que estaba en casa. ¿No se alegra de verme?
   No supo qué decir. Vio que Miriam llevaba el mismo abrigo de terciopelo ciruela y una boina del mismo color. Su cabello blanco había sido peinado en dos trenzas brillantes con enormes moños blancos en las puntas.
   —Ya que me he esperado tanto, al menos déjeme entrar —dijo.
   —Es tardísimo...
   Miriam la miró inexpresivamente:
  —¿Y eso qué importa? Déjeme entrar. Hace frío aquí fuera y llevo un vestido de seda. —Con un gracioso ademán hizo a un lado a Mrs. Miller y entró en el apartamento.
  Dejó su abrigo y su boina en una silla. Era verdad que llevaba un vestido de seda. De seda blanca. Seda blanca en febrero. Mangas largas y una falda hermosamente plisada que producía un susurro mientras ella se paseaba por la habitación.
  —Me gusta este sitio —dijo—, me gusta la alfombra, mi color favorito es el azul. —Tocó una rosa de papel en el florero de la mesa de centro—: Imitación —comentó con voz lánguida—, qué triste. ¿Verdad que son tristes las imitaciones? —Se sentó en el sofá, extendiendo su falda con delicadeza.
  —¿Qué quieres? —preguntó Mrs. Miller.
  —Siéntese —dijo Miriam—, me pone nerviosa ver a la gente de pie.
  Se dejó caer en un taburete.
  —¿Qué quieres? —repitió.
  — Sabe?, creo que no se alegra de verme.
 Por segunda vez carecía de respuesta; su mano se movió en un vago ademán. Miriam rió y se arrellanó sobre una pila de cojines lustrosos. Mrs. Miller advirtió que la niña no era tan pálida como recordaba; sus mejillas estaban encendidas.
  —¿Cómo has sabido dónde vivía?
  Miriam frunció el entrecejo.
  —Eso es lo de menos. ¿Cuál es su nombre?, ¿cuál es el mío?
  —Pero si no estoy en la guía telefónica.
  —Ah. ¿No podemos hablar de otra cosa?
 —Tu madre debe de estar loca para dejar que una niña como tú vaya por ahí a cualquier hora de la noche, y con esa ropa tan ridícula. Le debe faltar un tornillo.
 Miriam se levantó y fue a un rincón donde colgaba de una cadena una jaula encapuchada. Atisbo bajo la cubierta.
  —Es un canario —dijo—. ¿Puedo despertarlo? Me gustaría oírlo cantar.
  —Deja en paz a Tommy —contestó ansiosa—. No te atrevas a despertarlo.
 —De acuerdo —dijo Miriam—, aunque no veo por qué no puedo oírlo cantar. —Y luego—: ¿Tiene algo de comer? ¡Me muero de hambre! Aunque sólo sea pan con mermelada y un vaso de leche.
 —Mira —Mrs. Miller se levantó del taburete—, mira, si te hago un buen bocadillo, ¿te portarás bien y te irás corriendo a casa? Seguro que es más de medianoche.
 —Está nevando —le echó en cara Miriam—. Hace frío y está oscuro.
 Mrs. Miller trató de controlar su voz:
 —No puedo cambiar el clima. Si te preparo algo de comer, prométeme que te irás.
 Miriam se frotó una trenza contra la mejilla. Sus ojos estaban pensativos, como si sopesaran la propuesta. Se volvió hacia la jaula.
 —Muy bien —dijo—. Lo prometo.
 ¿Cuántos años tiene? ¿Diez? ¿Once? En la cocina, Mrs. Miller abrió un frasco de mermelada de fresa y cortó cuatro rebanadas de pan. Sirvió un vaso de leche y se detuvo a encender un cigarrillo. ¿ Y por qué ha venido? Su mano tembló al sostener la cerilla, fascinada, hasta que se quemó el dedo. El canario cantaba. Cantaba como lo hacía por la mañana y a ninguna otra hora.
  —¿Miriam? —gritó—, Miriam, te he dicho que no molestes a Tommy.
 No hubo respuesta. Volvió a llamarla; sólo escuchó al canario. Inhaló el humo y descubrió que había encendido el filtro... Atención, tenía que dominarse.
 Entró la comida en una bandeja y la colocó en la mesa de centro. La jaula aún tenía puesta la capucha. Y Tommy cantaba. Tuvo una sensación extraña.
 No había nadie en el cuarto. Atravesó el gabinete que daba a su dormitorio; se detuvo en la puerta a tomar aliento.
 —¿Qué haces? —preguntó.
 Miriam la miró; sus ojos tenían un brillo inusual. Estaba de pie junto al buró, y tenía delante un joyero abierto. Examinó a Mrs. Miller unos segundos, hasta que sus miradas se encontraron, y sonrió.
 —Aquí no hay nada de valor —dijo—, pero me gusta esto. —Su mano sostenía un camafeo—. Es precioso.
 —¿Y si lo dejas en su sitio...? —De pronto sintió que necesitaba ayuda. Se apoyó en el marco de la puerta. La cabeza le pesaba de un modo insoportable; sentía la presión rítmica de sus latidos. La luz de la lámpara parecía a punto de desfallecer.
 —Por favor, niña..., es un regalo de mi marido...
 —Pero es hermoso y lo quiero yo —dijo Miriam—. Démelo.
 Se incorporó, esforzándose en formular una frase que de algún modo pusiera el broche a salvo; entonces se dio cuenta de algo en lo que no había reparado desde hacía mucho: no tenía a quien recurrir, estaba sola. Este hecho, simple y enfático, la aturdió completamente; sin embargo, en esa habitación de la silenciosa ciudad nevada había algo que no podía ignorar ni (lo supo con alarmante claridad) resistir.
 Miriam comió vorazmente; cuando se terminó el pan con mermelada y la leche, sus dedos se movieron sobre el plato como telarañas en busca de migajas. El camafeo refulgía en su blusa, el rubio perfil parecía un falso reflejo de quien lo llevaba.
—Estaba buenísimo —asintió—, ahora sólo faltaría un pastel de almendra o de cereza. Los dulces son deliciosos, ¿no cree?
 Mrs. Miller se mantenía en precario equilibrio sobre el taburete, fumando un cigarrillo. La red del pelo se le había ido ladeando y le asomaban mechones hirsutos. Tenía los ojos estúpidamente concentrados en nada; las mejillas con manchas rojas, como si una violenta bofetada le hubiera dejado marcas perdurables.
—¿No hay dulce, un pastel?
Mrs. Miller sacudió el cigarrillo; la ceniza cayó en la alfombra. Ladeó la cabeza levemente, tratando de enfocar sus ojos.
—Has prometido que te irías si te daba de comer —dijo.
—¿En serio? ¿Eso he dicho?
—Fue una promesa, estoy cansada y no me encuentro nada bien.
—No se altere —dijo Miriam—. Es broma.
Cogió su abrigo, lo dobló sobre su brazo y se colocó la boina frente al espejo. Finalmente se inclinó muy cerca de Mrs. Miller y murmuró:
—Déme un beso de buenas noches.
—Por favor..., prefiero no hacerlo.
Miriam alzó un hombro y arqueó un ceja:
—Como guste. —Fue directamente a la mesa de centro, tomó el florero que tenía unas rosas de papel, lo llevó a donde la dura superficie del piso yacía al descubierto y lo dejó caer. Ella pisoteó el ramo después que el cristal reventara en todas direcciones. Luego, muy despacio, se dirigió a la puerta. Antes de cerrarla se volvió hacia Mrs. Miller con una mirada llena de curiosidad y estudiada inocencia.
 Mrs. Miller pasó el día siguiente en cama. Se levantó una vez para dar de comer al canario y tomar una taza de té. Se tomó la temperatura: aunque no tenía fiebre, sus sueños respondían a una agitación febril, a una sensación de desequilibrio, presente incluso cuando miraba el techo con los ojos muy abiertos. Un sueño se colaba entre los otros como el esquivo y misterioso tema de una compleja sinfonía; le traía escenas de precisa nitidez que parecían trazadas por una mano de intensidad virtuosa: una niña pequeña, vestida de novia y ataviada con una guirnalda, encabezaba una procesión, una hilera gris que descendía por una montaña; había un silencio inusual hasta que una mujer preguntaba desde atrás: «¿Adonde nos lleva?» «Nadie lo sabe», respondía un viejo que caminaba delante. «Pero ¿verdad que es hermosa?», intervenía un tercero. «¿Acaso no es como una flor congelada..., tan blanca y deslumbrante?»
 El martes por la mañana ya se encontraba mejor. El sol se colaba por las persianas en haces incisivos, arrojando una luz que desbarataba sus nocivas fantasías. Abrió la ventana y descubrió un día de deshielo, templado como en primavera; una hilera de nubes limpias, nuevas, se arrugaba contra el inmenso azul de un cielo fuera de temporada, y más allá de la línea de azoteas podía ver el río, el humo de las chimeneas de los remolcadores que se curvaba en un viento tibio. Un enorme camión plateado cepillaba la nieve amontonada en la calle; el aire propagaba el ronroneo del motor.
 Después de arreglar el apartamento fue al colmado, hizo efectivo un cheque y siguió hacia Schrafft's, donde desayunó y conversó alegremente con la camarera. Ah, era un día maravilloso —casi como un día festivo—, hubiera sido una tontería regresar a casa.
 Tomó un autobús que iba por la Avenida Lexington hasta la calle Ochenta y seis. Había decidido ir de compras.
 No tenía idea de lo que quería o necesitaba; caminó sin rumbo fijo, atenta sólo a la gente que pasaba; se fijó en que iban con prisa y tensos, hasta que se sumió en una incómoda sensación de aislamiento.
 Aguardaba en la esquina de la Tercera Avenida cuando le vio. Era viejo, patizambo, iba agobiado por una carga de paquetes a reventar. Llevaba un desleído abrigo color café y una gorra de cuadros. De repente se dio cuenta de que intercambiaban una sonrisa: nada amistoso, sólo dos fríos destellos de reconocimiento. Sin embargo, estaba segura de no haberlo visto antes.
 El hombre estaba junto a una columna del tren elevado. Cuando atravesó la calle, él se volvió y la siguió. Se le acercó bastante; de reojo, ella veía su reflejo vacilante en los escaparates.
 Luego, a mitad de una manzana, se detuvo y lo encaró. También él se detuvo, irguió la cabeza, sonriendo. ¿Qué podía decirle? ¿Qué podía hacer allí, a plena luz del día, en la calle Ochenta y seis? Era inútil; aceleró el paso, despreciando su propia identidad.
 La Segunda Avenida se ha vuelto una calle deprimente, hecha de restos y sobras, parte asfalto, parte adoquines, parte cemento; su atmósfera de abandono es permanente. Caminó cinco manzanas sin encontrar a nadie, seguida por el incesante crujido de las pisadas en la nieve. Cuando llegó a una floristería el sonido seguía a su lado. Se apresuró a entrar. Le miró a través de la puerta de cristal: el hombre siguió de largo, sin aminorar el paso, la mirada fija hacia el frente, pero hizo algo extraño y revelador: se alzó la gorra.
  —¿Seis de las blancas, dice? —preguntó la florista.
  —Sí —dijo ella—, rosas blancas.
 De ahí fue a una cristalería y escogió un florero, presunto sustituto del que había roto Miriam, aunque el precio era desmedido y el florero mismo (pensó) de una vulgaridad grotesca. Sin embargo, había iniciado una serie de adquisiciones inexplicables, como quien obedece a un plan trazado de antemano, del que no tiene el menor conocimiento ni control.
 Compró una bolsa de cerezas escarchadas, y en una confitería llamada Knickerbocker se gastó cuarenta centavos en seis pastelillos de almendra.
  En la última hora había vuelto a hacer frío; las nubes ensombrecían el sol como lentes borrosas y el cielo se teñía con la osamenta de una penumbra anticipada; una bruma húmeda se mezcló con la brisa; las voces de los últimos niños que corrían sobre la nieve sucia amontonada en la calle sonaban solitarias y desanimadas. Pronto cayó el primer copo. Cuando Mrs. Miller llegó al edificio de piedra, la nieve caía como una cortina y las huellas de las pisadas se desvanecían nada más impresas.
  Las rosas blancas quedaron muy decorativas en el florero. Las cerezas escarchadas brillaban en un plato de cerámica. Los pastelillos de almendra, espolvoreados de azúcar, aguardaban una mano. El canario aleteaba en su columpio y picoteaba una barra de alpiste.
  A las cinco en punto sonó el timbre. Sabía quién era. Recorrió el apartamento arrastrando el dobladillo de su bata.
   —¿Eres tú? —preguntó.
   —Claro. —La palabra resonó aguda desde el vestíbulo—. Abra la puerta.
   —Vete —dijo Mrs. Miller.
   —Dése prisa, por favor..., que traigo un paquete pesado.
   —Vete.
  Regresó a la salita, encendió un cigarrillo, se sentó y escuchó el timbre con toda calma: una y otra y otra vez.
   —Más vale que te vayas, no tengo la menor intención de dejarte entrar.
  Al poco rato el timbre dejó de sonar. Mrs. Miller permaneció inmóvil unos diez minutos. Luego, al no oír sonido alguno, pensó que Miriam se habría ido. Caminó de puntillas; abrió un poquito la puerta. Miriam estaba apoyada en una caja de cartón, acunando una bonita muñeca francesa entre sus brazos.
  —Creí que ya no vendría —dijo de mal humor—. Tome, ayúdeme a meter esto, pesa muchísimo.
  Más que a una fascinación sucumbió a una curiosa pasividad. Entró la caja y Miriam la muñeca. Miriam se arrellanó en el sofá; no se molestó en quitarse el abrigo ni la boina; miró distraídamente a Mrs. Miller, quien dejó caer la caja y se detuvo, vacilante, tratando de recuperar el aliento.
   —Gracias —dijo Miriam. A la luz del día parecía agotada y afligida; su pelo, menos luminoso. La muñeca a la que hacía mimos tenía una exquisita peluca empolvada, sus estúpidos ojos de cristal buscaban consuelo en los de Miriam—. Tengo una sorpresa —continuó—. Busque en la caja.
   Mrs. Miller se arrodilló, destapó el paquete y sacó otra muñeca, luego un vestido azul, seguramente el que Miriam llevaba aquella primera noche en el cine; sobre el resto dijo:
   —Sólo hay ropa, ¿por qué?
  —Porque he venido a vivir con usted —dijo Miriam, doblando el rabillo de una cereza—. ¡Qué amable, me ha comprado cerezas!
   —¡Eso no puede ser! Vete, por el amor de Dios, ¡vete y déjame en paz!
  —¿... y las rosas y los pastelillos de almendra? ¡Qué generosa, de verdad! ¿Sabe? Las cerezas están deliciosas. El último lugar donde viví era la casa de un viejo tremendamente pobre; jamás teníamos cosas buenas de comer. Creo que aquí seré feliz. —Hizo una pausa para estrechar a su muñeca—. Bueno, dígame dónde puedo poner mis cosas...
  La cara de Mrs. Miller se disolvió en una máscara de arrugas rojizas; empezó a llorar: un llanto artificial, sin lágrimas, como si, no habiendo llorado en mucho tiempo, hubiera olvidado cómo se hacía. Retrocedió cautelosamente. Siguiendo el contorno de la pared hasta sentir la puerta.
  Atravesó el vestíbulo y corrió escaleras abajo hasta un descansillo. Golpeó frenéticamente la puerta del primer apartamento a su alcance. Le abrió un pelirrojo de baja estatura. Entró haciéndolo a un lado.
    —Oiga, ¿qué coño es esto?
   —¿Pasa algo, amor? —Una mujer joven salió de la cocina, secándose las manos. Mrs. Miller se dirigió a ella:
   —Escúchenme —gritó—, me avergüenza comportarme de este modo, pero..., bueno, soy Mrs. Miller y vivo arriba y... —Se cubrió la cara con las manos—. Resulta tan absurdo...
   La mujer la condujo a una silla mientras el hombre, nervioso, revolvía las monedas en su bolsillo.
   —¿Y bien?
   —Vivo arriba. Una niña ha venido a verme, creo que le tengo miedo. No quiere irse y yo no puedo..., va a hacer algo horrible. Ya me ha robado un camafeo, pero está a punto de hacer algo peor, ¡algo horrible!
   —¿Es pariente suya? —preguntó el hombre.
   Mrs. Miller negó con la cabeza:
   —No sé quién es. Se llama Miriam, pero en realidad no la conozco.
  —Tiene que calmarse, guapa —le dijo la mujer, dándole golpecitos en el brazo—. Harry se encargará de la niña. Date prisa, amor.
   Ella dijo:
   —La puerta está abierta: es el 5 A.
   El hombre salió, la mujer trajo una toalla y le humedeció la cara.
  —Es usted muy amable —dijo—. Lamento comportarme como una tonta, pero esa niña perversa...
  —Claro, guapa —la consoló la mujer—. Más vale tomárselo con calma.
 Mrs. Miller apoyó la cabeza en la curva de su brazo; estaba tan quieta que parecía dormida. La mujer puso la radio: un piano y una voz rasposa llenaron el silencio. La mujer zapateó con excelente ritmo:
 —Tal vez deberíamos subir nosotras también —dijo.
 —No quiero volver a verla. No quiero ir a ningún sitio del que ella pueda estar cerca.
 —Vamos, vamos, ¿sabe qué debería haber hecho? Llamar a la policía.
 Precisamente entonces oyeron al hombre en las escaleras. Entró a zancadas, rascándose la nuca con el ceño fruncido.
 —Ahí no hay nadie —dijo, sinceramente embarazado—. Debe haberse largado.
 —Eres un imbécil, Harry —exclamó la mujer—. Hemos estado aquí todo el tiempo y habríamos visto... —Se detuvo de golpe; la mirada del hombre era penetrante.
 —He buscado por todas partes —dijo—, y la verdad es que no hay nadie. Nadie. ¿Entendido?
 —Dígame —Mrs. Miller se incorporó—, dígame, ¿ha visto una caja grande?, ¿o una muñeca?
 —No. No, señora.
 La mujer, como si pronunciara un veredicto, dijo:
—Bueno, para haber pegado ese alarido...
 Mrs. Miller entró despacito en su apartamento y se detuvo en medio de la salita. No, en cierto modo no había cambiado: las rosas, los pastelillos y las cerezas estaban en su sitio. Pero era una habitación vacía, más vacía que un espacio sin muebles ni familiares, inerte e inanimado como un salón fúnebre. El sofá emergía frente a ella con una extrañeza nueva: su vacuidad tenía un significado que hubiera sido menos agudo y terrible de haber estado Miriam allí hecha un ovillo. Fijó la mirada en el lugar donde recordaba haber dejado la caja. Por un momento, el taburete giró angustiosamente. Se asomó a la ventana; no había duda: el río era real, la nieve caía. Pero a fin de cuentas uno nunca podía ser testigo infalible: Miriam, allí de un modo tan vivo, y, sin embargo, ¿dónde estaba? ¿Dónde, dónde?
 Como en sueños, se hundió en una silla. El cuarto perdía sus contornos; estaba oscuro y no había manera de impedir que se hiciera más oscuro; no podía alzar la mano para encender una lámpara.
 Cerró los ojos y sintió un impulso ascendente, como un buzo que emergiera de profundidades más oscuras, más verdes. En momentos de terror o de enorme tensión sobrevienen instantes de espera; la mente aguarda una revelación mientras la calma teje su madeja sobre el pensamiento; es como un sueño, o como un trance sobrenatural, un remanso en el que se atiende a la fuerza del razonamiento tranquilo: bueno, ¿y qué si no había conocido nunca a una niña llamada Miriam? ¿Se había asustado como una estúpida en la calle? A fin de cuentas, igual que todo lo demás, eso tampoco importaba. Miriam la había despojado de su identidad, pero ahora recobraba a la persona que vivía en ese cuarto, que se hacía su propia comida, que tenía un canario, alguien en quien creer y confiar: Mrs. H. T. Miller.
  En medio de esa sensación de contento, se percató de un doble sonido: el cajón del buró que se abría y se cerraba. Le parecía estar escuchándolo con mucho retraso: abrirse, cerrarse. Luego, a este ruido áspero le siguió un susurro tenue, delicado; el vestido de seda se aproximaba más y más, se volvía tan intenso que hasta las paredes vibraban. El cuarto cedía bajo una ola de murmullos. Mrs. Miller se puso rígida, y abrió los ojos ante una mirada hueca y fija:
—Hola —dijo Miriam.



[Traducción de Juan Villoro]


sábado, 9 de noviembre de 2013

El juego del muerto, cuento de Rubem Fonseca



           Se reunían en el Bar de Anísio todas las noches. Marinho, dueño de la farmacia más importante de la ciudad, Fernando y Gonçalves, socios de un almacén, y Anísio. Ninguno de ellos había nacido en Baixada, ni siquiera en la ciudad. Anísio y Fernando eran de Minas, y Marinho de Ceará. Gonçalves había venido de Portugal. Eran pequeños comerciantes, prósperos y ambiciosos. Poseían modestas casitas de veraneo en la misma parcela de la región de los lagos, eran del Lion’s, iban a la iglesia, llevaban una vida morigerada. Tenían en común, además, un interés enorme por las apuestas. Apostaban entre ellos a las cartas, a los partidos de futbol, a las carreras de caballos y de automóviles, a los concursos de mises. Todo lo que fuera aleatorio les servía. Jugaban fuerte, pero ninguno solía perder mucho, pues una racha de pérdidas iba seguida casi siempre por otra de ganancias. Aunque en los últimos meses Anísio, el dueño del bar, venía perdiendo constantemente.
Jugaban a las cartas y bebían cerveza aquella noche en que inventaron el juego del muerto.
          Fue Anísio quien lo inventó.
Apuesto a que el escuadrón mata más de veinte este mes, dijo.
Fernando observó que más de veinte era muy vago.
Apuesto a que el escuadrón mata veintiuno este mes, dijo Anísio.
¿Sólo aquí, en la ciudad, o en toda la región?, preguntó Gonçalves. A pesar de llevar muchos años en Brasil, tenía aún un acento muy fuerte.
Apuesto mil a que el escuadrón mata veintiuno este mes, aquí, en Meriti, insistió Anísio.
Apuesto a que mata sesenta y nueve, dijo Gonçalves riendo.
Son demasiados, dijo Marinho.
Es una broma dijo Gonçalves.
Ni broma ni nada, dijo Anísio tirando con fuerza la carta en la mesa, lo dicho, dicho. Estoy harto de que anden siempre con eso de “era una broma.” Se acabó. Se apuesta y a callar. A ver quién se echa atrás.
Era verdad.
¿Conocen la historia del portugués del sesenta y nueve?, preguntó Anísio. Le explicaron al portugués qué era el sesenta y nueve. Quedó horrorizado y dijo, Dios mío, qué cosa más asquerosa, yo no hacía eso ni con mi madre.
Todos se echaron a reír. Menos Gonçalves.
¿Sabes que no está mal la apuesta?, dijo Fernando. Mil a que el escuadrón mata una docena. ¡Eh, Anísio! ¿Qué tal un poquito de queso para acompañar las cervezas? ¿Y unas rajitas de embutido?
Anota ahí, dijo Anísio a Marinho, que iba registrando las apuestas en una libreta de tapa verde: mil más a que de los veintiún míos, diez son mulatos, ocho negros y dos blancos.
¿Quién va decidir quién es blanco, negro o mulato? Aquí todos son mezclados. ¿Y cómo se va a saber si fue exactamente el escuadrón?, preguntó Gonçalves.
Lo que salga en O Día es lo que vale. Si dice que es negro, es negro, y si dice que fue el escuadrón, fue el escuadrón. ¿De acuerdo?, preguntó Marinho.
Otros mil a que el más joven tiene dieciocho años, y el más viejo, veintiséis, dijo Anísio.
Entró en aquel momento el Falso Perpetuo y los cuatro se callaron. El Falso Perpetuo tenía el pelo liso, negro, cara huesuda, la mirada impasible y nunca se reía, igual que el Perpetuo Verdadero, un policía famoso asesinado años atrás. Ninguno de los jugadores sabía qué hacía el Falso Perpetuo, tal vez fuera empleado de banca, o funcionario público, pero su presencia, cuando de vez en cuando aparecía por el bar de Anísio, atemorizaba siempre a los cuatro amigos. Nadie sabía su nombre. Lo de Falso Perpetuo era un mote que le había puesto Anísio, que había conocido al Verdadero.
Llevaba dos Colt 45, uno a cada lado del cinturón, y se le notaba el bulto de las cartucheras. Tenía la costumbre de quedarse acariciando levemente los faldones de la chaqueta, una señal de alerta, de que estaba siempre a punto de sacar el arma y de que tiraba con las dos manos. Para matarlo, tendría que ser por la espalda.
El Falso Perpetuo se sentó y pidió una cerveza sin mirar a los jugadores, pero moviendo un poco la cabeza, el cuello tieso, tal vez prestando atención a lo que el grupo decía.
Creo que es sólo una manía nuestra, murmuró Fernando, que sea lo que quiera, para qué preocuparnos, quien nada debe, nada teme.
No sé, no sé, dijo Anísio pensativo. Siguieron jugando a las cartas en silencio, esperando que se fuera el Falso Perpetuo.
A fin de mes, de acuerdo con O Día, el escuadrón había ejecutado a veintiséis personas, dieciséis mulatos, nueve negros y un blanco; el más joven tenía quince años, y el más viejo, treinta y ocho.
Vamos a celebrar la victoria, dijo Gonçalves a Marinho, que junto con él había ganado la mayor parte de las apuestas. Bebieron cerveza, comieron queso, jamón y pastelillos.
Tres meses de mala racha, dijo Anísio pensativo. Había perdido también al póker, a las carreras y al fútbol. El tenderete que había comprado en Caxias daba pérdidas, su cuenta iba de mal en peor y la mujer con quien se había casado seis meses atrás gastaba demasiado.
Y ahora vamos a entrar en agosto, dijo, el mes en que Getúlio se pegó el tiro en el corazón. Yo era un chiquillo entonces, trabajaba en un bar de la calle del Catete y lo vi todo, las lágrimas, los gritos, la gente desfilando ante el ataúd, el cuerpo, cuando lo llevaban al Santos Dumont, los soldados disparando las metralletas contra la gente. Si tuve mala racha en julio, ya verás en agosto.
Pues no apuestes este mes, dijo Gonçalves, que acababa de prestarle doscientos mil cruceiros.
No, este mes tengo que recuperar parte de lo que llevo perdido, dijo Anísio con aire sombrío.
Los cuatro amigos ampliaron para aquel mes de agosto las reglas del juego. Aparte de la cantidad, la edad y el color de los muertos, añadieron el estado civil y la profesión. El juego se iba haciendo más complejo.
Creo que hemos inventado un juego que va a resultar más popular que la lotería, dijo Marinho. Ya medio borrachos, se rieron tanto, que Fernando hasta se orinó en los pantalones.
Se acercaba el fin de mes y Anísio, cada vez más irritado, discutía frecuentemente con los compañeros. Pero aquel día estaba más nervioso y exasperado que nunca y sus amigos esperaban, incómodos, la hora de que acabase la partida de cartas.
¿Quién me acepta una apuesta?, dijo Anísio.
¿Qué apuesta?, preguntó Marinho, que era el que más veces había ganado.
Apuesto a que el escuadrón mata este mes a una chiquilla y a un comerciante. Doscientos mil.
Qué locura, dijo Gonçalves, pensando en su dinero y en el hecho de que el escuadrón jamás mataba chiquillas ni comerciantes.
Doscientos mil, repitió Anísio con voz amargada, y tú, Gonçalves, a ver si dejas de llamar locos a los demás, el loco eres tú, que dejaste tu tierra para venir a este país de mierda.
Creo que no tienes ninguna posibilidad de ganar, dijo Marinho. Además, ya está acabando el mes.
Casi eran las once; remataron la partida y se despidieron apresuradamente.
Los camareros se fueron en seguida y Anísio se quedó solo en el bar. Los demás días se iba rápido a casa, junto a su joven esposa, pero aquella vez se quedó sentado bebiendo cerveza hasta poco después de la una de la madrugada, cuando llamaron a la puerta de atrás.
Entró el Falso Perpetuo y se sentó a la mesa de Anísio.
¿Una cerveza?, dijo Anísio vacilando entre tratar al Falso Perpetuo de tú o de usted, dudoso sobre qué grado de respeto debía tributarle.
No. ¿De qué se trata? El Falso Perpetuo hablaba bajo, con una voz sin relieve, apática, indiferente.
Anísio le explicó las apuestas en el juego del muerto que él y sus compañeros cruzaban todos los meses. El visitante oía en silencio, rígido, las manos apoyadas en los brazos del asiento. Por un momento le pareció a Anísio que el Falso Perpetuo se frotaba las manos en los faldones de la chaqueta, como el Verdadero, pero no, había sido un error.
Anísio empezó a sentirse incómodo ante la suavidad del hombre. Tal vez sólo fuera un funcionario, un burócrata. Dios santo, pensó Anísio, doscientos mil, tirados así como así. Iba a tener que vender el tenderete de Caxias. Inesperadamente pensó en su joven esposa, en su cuerpo tibio y rotundo.
El escuadrón tiene que matar a una chiquilla y a un comerciante este mes, a ver si puedo salir de apuros, dijo Anísio.
¿Y qué tengo yo que ver con eso? Suave.
Anísio se llenó de valor. Había bebido mucha cerveza, estaba al borde de la ruina y se encontraba mal, como si apenas pudiera respirar.
Para mí que usted es del Escuadrón de la Muerte.
El Falso Perpetuo se mantuvo impasible.
¿Cuál es la propuesta?
Diez mil, si mata a una chiquilla y a un comerciante. Usted o sus compadres, a mí me da igual.
Anísio suspiró, inquieto. Ahora que veía su plan a punto de realizarse, se iba apoderando de su cuerpo una sensación de debilidad.
¿Tiene aquí el dinero? Puedo hacer la cosa hoy mismo.
Lo tengo en casa.
¿Por dónde empiezo?
Los dos de una vez.
¿Pero no tiene alguna preferencia?
Gonçalves, el dueño de la tienda y su hija.
¿Ese gallego amigo suyo?
No es mi amigo. Otro suspiro.
¿Qué edad tiene su hija?
Doce años. La imagen de la pequeña tomándose un refresco en el bar surgía y desaparecía en su cabeza con una punzada dolorosa.
Está bien, dijo el Falso Perpetuo, muéstreme la casa del gallego. Anísio notó entonces que sobre el cinturón de los pantalones llevaba otro, ancho.
Entraron en el coche del Falso Perpetuo y se dirigieron a casa de Gonçalves. A aquella hora estaba desierta la ciudad. Se detuvieron a cincuenta pasos de la casa. De la guantera, el Falso Perpetuo sacó dos hojas de papel donde dibujó, de forma tosca, dos calaveras con las iniciales E. M.
Será cosa de un momento, dijo el Falso Perpetuo saliendo del automóvil.
Anísio se tapó los oídos con las manos, cerró los ojos y se inclinó hasta que su rostro rozó el forro de plástico del asiento, del que salía un olor desagradable que le recordaba su infancia. Le zumbaban los oídos. Pasó un tiempo, hasta que oyó tres tiros.
El Falso Perpetuo volvió y entró en el coche.
A ver, venga el dinero, ya me he cargado a la pareja. De propina maté también a la vieja.
Se pararon ante la casa de Anísio. Éste entró. Su mujer estaba acostada, de espaldas a la puerta del cuarto. Solía acostarse de lado y su cuerpo visto de espaldas era aún más hermoso. Anísio cogió el dinero y salió.
¿Sabe que ni siquiera sé su nombre?, dijo Anísio en el coche, mientras el Falso Perpetuo contaba el dinero.
Es mejor así.
Le he puesto un mote.
¿Cuál?
Falso Perpetuo. Anísio intentó reír, pero su corazón estaba pesado y triste.
¿Habría sido una ilusión? El otro le había mirado como alterado de súbito, y mientras tanto se acariciaba delicadamente los faldones de la chaqueta. Los dos quedaron mirándose en la penumbra del automóvil. Al darse cuenta de lo que iba a ocurrir, Anísio sintió como una especie de alivio.
El Falso Perpetuo se sacó del cinturón una enorme pistola negra, apuntó al pecho de Anísio y disparó. Anísio oyó el estruendo y luego un silencio muy largo. Perdón, intentó decir, sintiendo la boca llena de sangre e intentado recordar una oración mientras el rostro huesudo de Cristo a su lado, iluminado por la luz de la calle, se oscurecía rápidamente.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Una aventura nocturna de Julio Ramón Ribeyro




A los cuarenta años, Arístides podía considerarse con toda razón como un hombre "excluido del festín de la vida". No tenía esposa ni querida, trabajaba en los sótanos del municipio anotando partidas del Registro Civil y vivía en un departamento minúsculo de la avenida Larco, lleno de ropa sucia, de muebles averiados y de fotografías de artistas prendidas a la pared con alfileres. Sus viejos amigos, ahora casados y prósperos, pasaban de largo en sus automóviles cuando él hacia la cola del ómnibus y si por casualidad se encontraban con él en algún lugar público, se limitaban a darle un rápido apretón de manos en el que se deslizaba cierta dosis de repugnancia. Porque Arístides no era solamente la imagen moral del fracaso sino el símbolo físico del abandono: andaba mal trajeado, se afeitaba sin cuidado y olía a comida barata, a fonda de mala muerte.
De este modo, sin relaciones y sin recuerdos, Arístides era el cliente obligado de los cines de barrio y el usuario perfecto de las bancas públicas. En las salas de los cines, al abrigo de la luz, se sentía escondido y al mismo tiempo acompañado por la legión de sombras que reían o lagrimeaban a su alrededor. En los parques podía entablar conversación con los ancianos, con los tullidos o con los pordioseros y sentirse así participe de esa inmensa familia de gentes que, como él, llevaban en la solapa la insignia invisible de la soledad.
Una noche, desertando de sus lugares preferidos, Arístides se echó a caminar sin rumbo por las calles de Miraflores. Recorrió toda la avenida Pardo, llegó al malecón, siguió por la costanera, contorneó el cuartel San Martín, por calles cada vez más solitarias, por barrios apenas nacidos a la vida y que no habían visto tal vez ni siquiera un solo entierro. Pasó por una iglesia, por un cine en construcción, volvió a pasar por la iglesia y finalmente se extravió. Poco después de medianoche erraba por una urbanización desconocida donde comenzaban a levantarse los primeros edificios de departamentos del balneario.
Un café cuya enorme terraza llena de mesitas estaba desierta, llamó su atención. Sobre parándose, pegó las narices a la mampara y observó el interior. El reloj marcaba la una de la mañana. No se veía un solo parroquiano. Tan sólo detrás del mostrador, al lado de la caja, pudo distinguir a una mujer gorda, con pieles, que fumaba un cigarrillo y leía distraídamente un periódico. La mujer elevó la vista y lo miró con una expresión de moderada complacencia. Arístides, completamente turbado, prosiguió su camino.
Cien pasos más allá se detuvo y observó a su alrededor: los inmuebles modernos dormían un sueño profundo y sin historia. Arístides tuvo la sensación de estar hollando tierra virgen, de vestirse de un paisaje nuevo que tocaba su corazón y lo retocaba de un ardor invencible. Volviendo sobre sus pasos, se aproximó cautelosamente al café. La mujer continuaba sentada y al divisarlo reprodujo su gesto delicadamente risueño. Arístides se alejó con precipitación, se detuvo a medio camino, vaciló, regresó, espió nuevamente y, empujando al fin la puerta de vidrio, se introdujo hasta ocupar una mesita roja, donde quedó inmóvil, sin levantar la mirada.
Allí esperó un momento, no sabía concretamente qué, observando una mosca desalada que se arrastraba con pena hacia el abismo. Luego, sin poder contener el temblor de sus piernas, elevó tímidamente un ojo: la mujer lo estaba contemplando por encima de su periódico. Conteniendo un bostezo, dejó escuchar una voz gruesa, un poco varonil:
- Los mozos ya se han ido, caballero.
Arístides recogió la frase y la guardó dentro de sí, presa de un violento regocijo: una desconocida le había hablado en la noche. Pero de inmediato comprendió que esa frase era una invitación a la partida. Súbitamente confundido, se puso de pie.
- Pero yo lo puedo servir, ¿qué cosa quiere? - la mujer avanzaba hacia él con un andar un poco lerdo al cual no se le podía negar cierta majestad.
Arístides volvió a sentarse:
- Un café. Solamente un café.
La mujer había llegado a la mesa para apoyar en su borde una mano regordeta cargada de joyas:
- Ya está apagada la máquina, Le puedo servir un licor.
- Entonces, una cerveza.
La mujer se retiró al bar. Arístides aprovechó para observarla. No cabía duda que era la patrona. A juzgar por el establecimiento, debía tener mucho dinero, Con un rápido movimiento, acomodó su vieja corbata y alisó sus cabellos. La mujer regresaba. Además de la cerveza traía una botella de coñac y una copa.
- Lo acompañaré - dijo sentándose a su lado -. Tengo la costumbre de beber siempre algo con el último parroquiano.
Arístides agradeció con una venia. La mujer encendió un cigarrillo.
- Hermosa noche - dijo -. ¿Le gusta a usted pasear? Yo soy un poco noctámbula; Pero en este barrio la gente se acuesta temprano y a partir de medianoche me encuentro completamente sola.
- Es un poco triste - balbuceó Arístides.
-Yo vivo en los altos del bar - su mano señaló una puerta perdida al fondo del local -. A las dos cierro las mamparas y me voy a dormir.
Arístides se atrevió a mirarla al rostro. La mujer soplaba el humo con elegancia y lo miraba sonriente. La situación le pareció excitante. De buena gana hubiera pagado su consumo para salir a la carrera, coger al primer transeúnte y contarle esa maravillosa historia de una mujer que en plena noche le hacía avances inquietantes. Pero ya la mujer se había puesto de pie:
- ¿Tiene usted una moneda de a sol? Voy a poner un disco.
Arístides alargó presurosamente su moneda.
La mujer puso música suave y regresó. Arístides miró hacia la calle: no se veía una sombra. Alentado por este detalle, presa de un repentino coraje, la invitó a bailar.
- Encantada - dijo la mujer, dejando su cigarrillo en el borde de la mesa y despojándose de su chal de piel para descubrir unos hombros fláccidos, salpicados de pecas.
Sólo cuando la tuvo cogida del talle - tieso y fajado bajo su mano inexperta - tuvo la convicción Arístides de estar realizando uno de sus viejos sueños de solterón pobre: tener una aventura con una mujer. Que fuera vieja o gorda era lo de menos. Ya su imaginación la desplumaría de todos sus defectos. Mirando las repisas con botellas que giraban a su alrededor, Arístides se reconciliaba con la vida y, desdoblándose, se burlaba de aquel otro Arístides, lejano ya y olvidado, que temblaba de gozo una semana sólo porque un desconocido se le acercaba para preguntarle la hora.
Cuando terminaron de bailar, regresaron a la mesa. Allí conversaron un momento. La mujer le invitó una copa de coñac. Arístides aceptó hasta un cigarrillo.
- Nunca fumo - dijo -. Pero ahora lo hago, no sé por qué.
Su frase le pareció banal. La mujer se había echado a reír.
Arístides propuso otro baile.
- Cerraré antes las persianas - dijo la mujer, encaminándose hacia la terraza.
Bailaron aún. Arístides observó que el reloj de pared había marcado las dos horas. A pesar de ello la mujer no se decidía a retirarse. Esto le pareció un buen augurio e invitó a su vez un coñac. Empezó a sentirse un poco envanecido. Hizo preguntas indiscretas con el objeto de crear un clima de intimidad. Se enteró que vivía sola, que estaba separada de su marido. La había cogido de la mano.
- Bueno - dijo la dueña levantándose -. Es hora de cerrar el bar.
Conteniendo un bostezo, se dirigió hacia la puerta.
- Me quedo - dijo Arístides, con un tono imperioso que lo sorprendió.
A medio camino, la mujer se volvió:
- Claro. Está convenido - y continuó su marcha.
Arístides se tiró de los puños de la camisa, los volvió a esconder porque estaban deshilachados, se sirvió otra copa, encendió un cigarrillo, lo apagó, lo encendió otra vez. Desde la mesa observaba a la mujer y la lentitud de sus movimientos lo impacientaba. Vio cómo cogía un vaso y lo llevaba hasta el mostrador.
Luego hacía lo mismo con un cenicero, con una taza. Cuando todas las mesas quedaron limpias experimentó un enorme alivio. La mujer se dirigió hacia la puerta y en lugar de cerrarla, quedó apoyada en el marco inmóvil, mirando hacia la calle.
- ¿Qué hay? - preguntó Arístides.
- Hay que guardar las mesas de la terraza.
Arístides se levantó, maldiciendo entre dientes. Para echarse prosa, avanzó hacia la puerta mientras decía:
- Ésa es cosa de hombres.
Cuando llegó a la terraza sufrió un sobresalto: había una treintena de mesas con su respectiva serie de sillas y ceniceros. Mentalmente calculó que en guardar aquello tardaría un cuarto de hora.
- Si las dejamos afuera se las roban - observó la patrona.
Arístides empezó su trabajo. Primero recogió todos los ceniceros. Luego empezó con las sillas.
- ¡Pero no en desorden! - protestó la mujer -. Hay que apilarlas bien para que mañana el mozo haga la limpieza.
Arístides obedeció. A mitad de su labor sudaba copiosamente. Guardaba las mesas, que eran de hierro y pesaban como caballos. La dueña, siempre en el dintel lo miraba trabajar con una expresión amorosa. A veces, cuando él pasaba resoplando a su lado, extendía la mano y le acariciaba los cabellos. Este gesto terminó de reanimar a Arístides, por darle la ilusión de ser el marido cumpliendo sus deberes conyugales para luego ejercer sus derechos.
- Ya no puedo más - se quejó al ver que la terraza seguía llena de mesas, como si éstas se multiplicaran por algún encanto.
- Creí que eras más resistente - respondió la mujer con ironía.
Arístides la miró a los ojos.
- Valor, que ya falta poco - añadió ella, haciéndole un guiño.
Al cabo de media hora, Arístides había dejado limpia la terraza. Sacando su pañuelo se enjugó el sudor. Pensaba si tamaño esfuerzo no comprometería su virilidad. Menos mal que todo el bar estaba a su disposición y que podría reponerse con un buen trago. Se disponía a ingresar al bar, cuando la mujer lo contuvo:
- ¡Mi macetero! ¿Lo vas a dejar afuera?
Todavía faltaba el macetero. Arístides observó el gigantesco artefacto a la entrada de la terraza, donde un vulgar geranio se deshojaba. Armándose de coraje se acercó a él y lo levantó en peso. Encorvado por el esfuerzo, avanzó hacia la puerta y, cuando levantó la cabeza, comprobó que la mujer acababa de cerrarla. Detrás del cristal lo miraba sin abandonar su expresión risueña.
- ¡Abra! - musitó Arístides.
La patrona hizo un gesto negativo y gracioso, con el dedo.
- ¡Abra! ¿No ve que me estoy doblando?
La mujer volvió a negar.
- ¡Por favor, abra, no estoy para bromas!
La mujer corrió el cerrojo, hizo una atenta reverencia y le volvió la espalda. Arístides, sin soltar el macetero, vio cómo se alejaba cansadamente, apagando las luces, recogiendo las copas, hasta desaparecer por la puerta del fondo. Cuando todo quedó oscuro y en silencio, Arístides alzó el macetero por encima de su cabeza y lo estrelló contra el suelo. El ruido de la terracota haciéndose trizas lo hizo volver en sí: en cada añico reconoció un pedazo de su ilusión rota. Y tuvo la sensación de una vergüenza atroz, como si un perro lo hubiera orinado. 





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