Se reunían
en el Bar de Anísio todas las noches. Marinho, dueño de la farmacia más
importante de la ciudad, Fernando y Gonçalves, socios de un almacén, y Anísio.
Ninguno de ellos había nacido en Baixada, ni siquiera en la ciudad. Anísio y
Fernando eran de Minas, y Marinho de Ceará. Gonçalves había venido de Portugal.
Eran pequeños comerciantes, prósperos y ambiciosos. Poseían modestas casitas de
veraneo en la misma parcela de la región de los lagos, eran del Lion’s, iban a
la iglesia, llevaban una vida morigerada. Tenían en común, además, un interés
enorme por las apuestas. Apostaban entre ellos a las cartas, a los partidos de
futbol, a las carreras de caballos y de automóviles, a los concursos de mises.
Todo lo que fuera aleatorio les servía. Jugaban fuerte, pero ninguno solía
perder mucho, pues una racha de pérdidas iba seguida casi siempre por otra de
ganancias. Aunque en los últimos meses Anísio, el dueño del bar, venía
perdiendo constantemente.
Jugaban a
las cartas y bebían cerveza aquella noche en que inventaron el juego del
muerto.
Fue Anísio quien lo inventó.
Apuesto a
que el escuadrón mata más de veinte este mes, dijo.
Fernando
observó que más de veinte era muy vago.
Apuesto a
que el escuadrón mata veintiuno este mes, dijo Anísio.
¿Sólo aquí,
en la ciudad, o en toda la región?, preguntó Gonçalves. A pesar de llevar
muchos años en Brasil, tenía aún un acento muy fuerte.
Apuesto mil
a que el escuadrón mata veintiuno este mes, aquí, en Meriti, insistió Anísio.
Apuesto a
que mata sesenta y nueve, dijo Gonçalves riendo.
Son
demasiados, dijo Marinho.
Es una broma
dijo Gonçalves.
Ni broma ni
nada, dijo Anísio tirando con fuerza la carta en la mesa, lo dicho, dicho.
Estoy harto de que anden siempre con eso de “era una broma.” Se acabó. Se
apuesta y a callar. A ver quién se echa atrás.
Era verdad.
¿Conocen la
historia del portugués del sesenta y nueve?, preguntó Anísio. Le explicaron al
portugués qué era el sesenta y nueve. Quedó horrorizado y dijo, Dios mío, qué
cosa más asquerosa, yo no hacía eso ni con mi madre.
Todos se
echaron a reír. Menos Gonçalves.
¿Sabes que
no está mal la apuesta?, dijo Fernando. Mil a que el escuadrón mata una docena.
¡Eh, Anísio! ¿Qué tal un poquito de queso para acompañar las cervezas? ¿Y unas
rajitas de embutido?
Anota ahí,
dijo Anísio a Marinho, que iba registrando las apuestas en una libreta de tapa
verde: mil más a que de los veintiún míos, diez son mulatos, ocho negros y dos
blancos.
¿Quién va
decidir quién es blanco, negro o mulato? Aquí todos son mezclados. ¿Y cómo se
va a saber si fue exactamente el escuadrón?, preguntó Gonçalves.
Lo que salga
en O Día es lo que vale. Si dice que es negro, es negro, y si dice que fue el
escuadrón, fue el escuadrón. ¿De acuerdo?, preguntó Marinho.
Otros mil a
que el más joven tiene dieciocho años, y el más viejo, veintiséis, dijo Anísio.
Entró en
aquel momento el Falso Perpetuo y los cuatro se callaron. El Falso Perpetuo
tenía el pelo liso, negro, cara huesuda, la mirada impasible y nunca se reía,
igual que el Perpetuo Verdadero, un policía famoso asesinado años atrás.
Ninguno de los jugadores sabía qué hacía el Falso Perpetuo, tal vez fuera
empleado de banca, o funcionario público, pero su presencia, cuando de vez en
cuando aparecía por el bar de Anísio, atemorizaba siempre a los cuatro amigos.
Nadie sabía su nombre. Lo de Falso Perpetuo era un mote que le había puesto
Anísio, que había conocido al Verdadero.
Llevaba dos
Colt 45, uno a cada lado del cinturón, y se le notaba el bulto de las
cartucheras. Tenía la costumbre de quedarse acariciando levemente los faldones
de la chaqueta, una señal de alerta, de que estaba siempre a punto de sacar el
arma y de que tiraba con las dos manos. Para matarlo, tendría que ser por la
espalda.
El Falso
Perpetuo se sentó y pidió una cerveza sin mirar a los jugadores, pero moviendo
un poco la cabeza, el cuello tieso, tal vez prestando atención a lo que el grupo
decía.
Creo que es
sólo una manía nuestra, murmuró Fernando, que sea lo que quiera, para qué
preocuparnos, quien nada debe, nada teme.
No sé, no
sé, dijo Anísio pensativo. Siguieron jugando a las cartas en silencio,
esperando que se fuera el Falso Perpetuo.
A fin de
mes, de acuerdo con O Día, el escuadrón había ejecutado a veintiséis personas,
dieciséis mulatos, nueve negros y un blanco; el más joven tenía quince años, y
el más viejo, treinta y ocho.
Vamos a
celebrar la victoria, dijo Gonçalves a Marinho, que junto con él había ganado
la mayor parte de las apuestas. Bebieron cerveza, comieron queso, jamón y
pastelillos.
Tres meses
de mala racha, dijo Anísio pensativo. Había perdido también al póker, a las
carreras y al fútbol. El tenderete que había comprado en Caxias daba pérdidas,
su cuenta iba de mal en peor y la mujer con quien se había casado seis meses
atrás gastaba demasiado.
Y ahora
vamos a entrar en agosto, dijo, el mes en que Getúlio se pegó el tiro en el
corazón. Yo era un chiquillo entonces, trabajaba en un bar de la calle del
Catete y lo vi todo, las lágrimas, los gritos, la gente desfilando ante el
ataúd, el cuerpo, cuando lo llevaban al Santos Dumont, los soldados disparando
las metralletas contra la gente. Si tuve mala racha en julio, ya verás en
agosto.
Pues no
apuestes este mes, dijo Gonçalves, que acababa de prestarle doscientos mil
cruceiros.
No, este mes
tengo que recuperar parte de lo que llevo perdido, dijo Anísio con aire
sombrío.
Los cuatro
amigos ampliaron para aquel mes de agosto las reglas del juego. Aparte de la
cantidad, la edad y el color de los muertos, añadieron el estado civil y la
profesión. El juego se iba haciendo más complejo.
Creo que
hemos inventado un juego que va a resultar más popular que la lotería, dijo
Marinho. Ya medio borrachos, se rieron tanto, que Fernando hasta se orinó en
los pantalones.
Se acercaba
el fin de mes y Anísio, cada vez más irritado, discutía frecuentemente con los
compañeros. Pero aquel día estaba más nervioso y exasperado que nunca y sus
amigos esperaban, incómodos, la hora de que acabase la partida de cartas.
¿Quién me
acepta una apuesta?, dijo Anísio.
¿Qué
apuesta?, preguntó Marinho, que era el que más veces había ganado.
Apuesto a
que el escuadrón mata este mes a una chiquilla y a un comerciante. Doscientos
mil.
Qué locura,
dijo Gonçalves, pensando en su dinero y en el hecho de que el escuadrón jamás
mataba chiquillas ni comerciantes.
Doscientos
mil, repitió Anísio con voz amargada, y tú, Gonçalves, a ver si dejas de llamar
locos a los demás, el loco eres tú, que dejaste tu tierra para venir a este
país de mierda.
Creo que no
tienes ninguna posibilidad de ganar, dijo Marinho. Además, ya está acabando el
mes.
Casi eran
las once; remataron la partida y se despidieron apresuradamente.
Los
camareros se fueron en seguida y Anísio se quedó solo en el bar. Los demás días
se iba rápido a casa, junto a su joven esposa, pero aquella vez se quedó
sentado bebiendo cerveza hasta poco después de la una de la madrugada, cuando
llamaron a la puerta de atrás.
Entró el
Falso Perpetuo y se sentó a la mesa de Anísio.
¿Una
cerveza?, dijo Anísio vacilando entre tratar al Falso Perpetuo de tú o de
usted, dudoso sobre qué grado de respeto debía tributarle.
No. ¿De qué
se trata? El Falso Perpetuo hablaba bajo, con una voz sin relieve, apática,
indiferente.
Anísio le
explicó las apuestas en el juego del muerto que él y sus compañeros cruzaban
todos los meses. El visitante oía en silencio, rígido, las manos apoyadas en
los brazos del asiento. Por un momento le pareció a Anísio que el Falso
Perpetuo se frotaba las manos en los faldones de la chaqueta, como el
Verdadero, pero no, había sido un error.
Anísio empezó
a sentirse incómodo ante la suavidad del hombre. Tal vez sólo fuera un
funcionario, un burócrata. Dios santo, pensó Anísio, doscientos mil, tirados
así como así. Iba a tener que vender el tenderete de Caxias. Inesperadamente
pensó en su joven esposa, en su cuerpo tibio y rotundo.
El escuadrón
tiene que matar a una chiquilla y a un comerciante este mes, a ver si puedo
salir de apuros, dijo Anísio.
¿Y qué tengo
yo que ver con eso? Suave.
Anísio se
llenó de valor. Había bebido mucha cerveza, estaba al borde de la ruina y se
encontraba mal, como si apenas pudiera respirar.
Para mí que
usted es del Escuadrón de la Muerte.
El Falso
Perpetuo se mantuvo impasible.
¿Cuál es la
propuesta?
Diez mil, si
mata a una chiquilla y a un comerciante. Usted o sus compadres, a mí me da
igual.
Anísio
suspiró, inquieto. Ahora que veía su plan a punto de realizarse, se iba
apoderando de su cuerpo una sensación de debilidad.
¿Tiene aquí
el dinero? Puedo hacer la cosa hoy mismo.
Lo tengo en
casa.
¿Por dónde
empiezo?
Los dos de
una vez.
¿Pero no
tiene alguna preferencia?
Gonçalves,
el dueño de la tienda y su hija.
¿Ese gallego
amigo suyo?
No es mi
amigo. Otro suspiro.
¿Qué edad
tiene su hija?
Doce años.
La imagen de la pequeña tomándose un refresco en el bar surgía y desaparecía en
su cabeza con una punzada dolorosa.
Está bien,
dijo el Falso Perpetuo, muéstreme la casa del gallego. Anísio notó entonces que
sobre el cinturón de los pantalones llevaba otro, ancho.
Entraron en
el coche del Falso Perpetuo y se dirigieron a casa de Gonçalves. A aquella hora
estaba desierta la ciudad. Se detuvieron a cincuenta pasos de la casa. De la
guantera, el Falso Perpetuo sacó dos hojas de papel donde dibujó, de forma
tosca, dos calaveras con las iniciales E. M.
Será cosa de
un momento, dijo el Falso Perpetuo saliendo del automóvil.
Anísio se
tapó los oídos con las manos, cerró los ojos y se inclinó hasta que su rostro
rozó el forro de plástico del asiento, del que salía un olor desagradable que
le recordaba su infancia. Le zumbaban los oídos. Pasó un tiempo, hasta que oyó
tres tiros.
El Falso
Perpetuo volvió y entró en el coche.
A ver, venga
el dinero, ya me he cargado a la pareja. De propina maté también a la vieja.
Se pararon
ante la casa de Anísio. Éste entró. Su mujer estaba acostada, de espaldas a la
puerta del cuarto. Solía acostarse de lado y su cuerpo visto de espaldas era
aún más hermoso. Anísio cogió el dinero y salió.
¿Sabe que ni
siquiera sé su nombre?, dijo Anísio en el coche, mientras el Falso Perpetuo
contaba el dinero.
Es mejor
así.
Le he puesto
un mote.
¿Cuál?
Falso
Perpetuo. Anísio intentó reír, pero su corazón estaba pesado y triste.
¿Habría sido
una ilusión? El otro le había mirado como alterado de súbito, y mientras tanto
se acariciaba delicadamente los faldones de la chaqueta. Los dos quedaron
mirándose en la penumbra del automóvil. Al darse cuenta de lo que iba a
ocurrir, Anísio sintió como una especie de alivio.
El Falso
Perpetuo se sacó del cinturón una enorme pistola negra, apuntó al pecho de
Anísio y disparó. Anísio oyó el estruendo y luego un silencio muy largo.
Perdón, intentó decir, sintiendo la boca llena de sangre e intentado recordar
una oración mientras el rostro huesudo de Cristo a su lado, iluminado por la
luz de la calle, se oscurecía rápidamente.
QUE TIPO DE CUENTO ES?
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