jueves, 30 de enero de 2014

El rey de las bestias, cuento de Philip José Farmer


El biólogo estaba mostrándole al visitante el laboratorio y el zoológico.
–Nuestro presupuesto –dijo–, es demasiado limitado para recrear todas las especies extintas conocidas. Así que devolvemos a la vida sólo los animales superiores, los más bellos que fueron cruelmente exterminados. Por así decirlo, estoy tratando de compensar la crueldad y la estupidez. Se podría decir que el hombre abofeteaba el rostro de Dios cada vez que aniquilaba una especie del reino animal.
Hizo una pausa, y miraron más allá de los fosos y los campos de fuerza. Los cervatillos brincaban y galopaban, mientras el Sol les iluminaba los flancos. La foca sacaba sus humorísticos bigotes del agua. El gorila atisbaba tras los bambúes. Las palomas mensajeras se atusaban las plumas. Un rinoceronte trotaba como un cómico acorazado. Una jirafa los miró con delicados ojos y luego volvió a comer hojas.
–Ahí está el dronte. No es hermoso, pero es muy raro, y totalmente inerme. Venga, le mostraré el proceso de recreación.
En el gran edificio pasaron junto a hileras de voluminosos y altos tanques. Podían ver claramente por las ventanas de sus flancos, y a través de la gelatina interior.
–Esos son embriones de elefantes africanos –dijo el biólogo–. Planeamos producir una gran manada y soltarla en la nueva reserva gubernamental.
–Casi se le puede ver irradiar felicidad –dijo el distinguido visitante–. Ama mucho a los animales, ¿no?
–Amo todo lo vivo.
–Dígame –dijo el visitante–, ¿de dónde obtiene los datos para la recreación?
–Principalmente de esqueletos y pieles que había en los antiguos museos. Y de libros y películas que hemos encontrado en excavaciones arqueológicas y que hemos logrado restaurar y luego traducir. ¡Ah!, ¿ve esos grandes huevos? En su interior están gestándose los polluelos del gran moa. Y casi a punto para ser sacados del tanque se hallan los cachorros de tigre. Cuando estén crecidos serán peligrosos, pero estarán confinados en la reserva.
El visitante se detuvo ante el último de los tanques.
– ¿Sólo uno? –preguntó–. ¿Qué es?
–Pobrecillo –dijo el biólogo ahora triste–. ¡Estará tan solo! Pero yo le daré todo el cariño que pueda.
–¿Es tan peligroso? –preguntó el visitante–. ¿Peor que los elefantes, tigres, y osos?
–Tuve que conseguir un permiso especial antes de hacer crecer este –explicó el biólogo; su voz temblaba.
El visitante dio un paso hacia atrás asustado, apartándose del tanque. Y exclamó:
–Entonces, debe de ser... ¡Pero no, no se atrevería!
El biólogo asintió con la cabeza.

–Sí, es un hombre.

martes, 21 de enero de 2014

El carrito, cuento de César Aira



Uno de los carritos de un gran supermercado del barrio donde yo vivía rodaba solo, sin que nadie lo empujara. Era un carrito igual que todos los otros: de alambre grueso, con cuatro rueditas de goma (las de adelante un poco más juntas que las de atrás, lo que le daba su forma característica) y un caño cubierto de plástico rojo brillante desde el que se lo manejaba. Tan igual era a todos los demás que no se lo distinguía por nada. Era un supermercado enorme, el más grande del barrio, y el más concurrido, así que tenía más de doscientos carritos. Pero el que digo era el único que se movía por sí mismo. Lo hacía con infinita discreción: en el vértigo que dominaba el establecimiento desde que abría hasta que cerraba, y no hablemos de las horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo usaban como a todos los demás, lo cargaban de comida, bebidas y artículos de limpieza, lo descargaban en las cajas, lo empujaban de prisa de góndola en góndola, y si en algún momento lo soltaban y lo veían deslizarse un milímetro o dos, creían que era por la inercia.
Solamente de noche, en la calma tan extraña de ese lugar atareadísimo, se hacía perceptible el prodigio, pero no había nadie para admirarlo. Apenas si de vez en cuando algún repositor, de los que empezaban su trabajo al amanecer, se sorprendía de encontrarlo perdido allá en el fondo, junto a la heladera de los supercongelados o entre las oscuras estanterías de los vinos. Y suponían, naturalmente, que se lo habían dejado olvidado allí la noche anterior. El super era tan grande y laberíntico que no tenía nada de raro, ese olvido. Si en esa ocasión, al encontrarlo, lo veían avanzar, y si es que notaban ese avance, que eran tan poco notable como el del minutero de un reloj, se lo explicaban pensando en un desnivel del piso o en una corriente de aire.
En realidad, el carrito se había pasado la noche dando vueltas por los pasillos entre las góndolas, lento y silencioso como un astro, sin tropezar nunca, y sin detenerse. Recorría su dominio, misterioso, inexplicable, su esencia milagrosa disimulada en la trivialidad de un carrito de supermercado como todos.
Tanto los empleados como los clientes estaban demasiado ocupados para apreciar este fenómeno secreto, que por lo demás no afectaba a nadie ni a nada. Yo fui el único en descubrirlo, creo. O más bien, estoy seguro: la atención es un bien escaso entre los humanos, y en este asunto se necesitaba mucha. No se lo dije a nadie, porque se parecía demasiado a una de esas fantasías que se me suelen ocurrir, que me han hecho fama de loco. De tantos años de ir a hacer las compras a ese lugar, aprendí a reconocerlo, a mi carrito, por una pequeña muesca que tenía en la barra; salvo que no tenía que mirar la muesca, porque ya de lejos algo me indicaba que era él. Un soplo de alegría y confianza me recorría al identificarlo.
Lo consideraba una especie de amigo, un objeto amigo, quizás porque en la naturaleza inerte de la cosa el carrito había incorporado ese temblor mínimo de vida a partir del cual todas las fantasías se hacían posibles. Quizás, en un rincón de mi subconciente, le estaba agradecido por su diferencia con todos los demás carritos del mundo civilizado, y por habérmela revelado a mí y a nadie más. Me gustaba imaginármelo en la soledad y el silencio de la medianoche, rodando lentísimo en la penumbra, como un pequeño barco agujereado que partía en busca de aventuras, de conocimiento, de amor (¿por qué no?). ¿Pero qué iba a encontrar, en ese banal paisaje, que era todo su mundo, de lácteos y verduras y fideos y gaseosas y latas de arvejas?
Y aún así no perdía la esperanza, y reanudaba sus navegaciones, o mejor dicho no las interrumpía nunca, como el que sabe que todo es en vano y aun así insiste. Insiste porque confía en la transformación de la vulgaridad cotidiana en sueño y portento. Creo que me identificaba con él, y creo que por esa identificación lo había descubierto. Es paradójico, pero yo que me siento tan lejos y tan distinto de mis colegas escritores, me sentía cerca de un carrito de supermercado. Hasta nuestras respectivas técnicas se parecían: el avance imperceptible que lleva lejos, la restricción a un horizonte limitado, la temática urbana. Él lo hacía mejor: era más secreto, más radical, más desinteresado.
Con estos antecedentes, podrá imaginarse mi sorpresa cuando lo oí hablar, o, para ser más preciso, cuando oí lo que dijo. Habría esperado cualquier cosa antes que su declaración. Sus palabras me atravesaron como una lanza de hielo y me hicieron reconsiderar toda la situación, empezando por la simpatía que me unía al carrito, y hasta la simpatía que me unía a mí mismo, o más en general la simpatía por el milagro.
El hecho de que hablara no me sorprendió en sí mismo, porque lo esperaba. De pronto sentí que nuestra relación había madurado hasta el nivel del signo lingüístico. Supe que había llegado el momento de que me dijera algo (por ejemplo que me admiraba y me quería y que estaba de mi parte), y me incliné a su lado simulando atarme los cordones de los zapatos, de modo de poner la oreja contra el enrejado de alambre de su costado, y entonces pude oír su voz, en un susurro que venía del reverso del mundo y aun así sonaba perfectamente claro y articulado:
–Yo soy el Mal. 

miércoles, 15 de enero de 2014

La tercera expedición, cuento de Ray Bradbury




La nave vino del espacio. Vino de las estrellas, y las velocidades negras, y los
movimientos brillantes, y los silenciosos abismos del espacio. Era una nave nueva,
con fuego en las entrañas y hombres en las celdas de metal, y se movía en un
silencio limpio, vehemente y cálido. Llevaba diecisiete hombres, incluyendo un
capitán. En la pista de Ohio la muchedumbre había gritado agitando las manos a
la luz del sol, y el cohete había florecido en ardientes capullos de color y había
escapado alejándose en el espacio ¡en el tercer viaje a Marte!  
Ahora estaba desacelerando con una eficiencia metálica en las atmósferas
superiores de Marte. Era todavía hermoso y fuerte. Había avanzado como un 
pálido leviatán marino por las aguas de medianoche del espacio; había dejado
atrás la luna antigua y se había precipitado al interior de una nada que seguía a
otra nada. Los hombres de la tripulación se habían golpeado, enfermado y curado,
alternadamente. Uno había muerto, pero los dieciséis sobrevivientes, con los ojos
claros y las caras apretadas contra las ventanas de gruesos vidrios, observaban
ahora cómo Marte oscilaba subiendo debajo de ellos.
-¡Marte! -exclamó el navegante Lustig.  
-¡El viejo y simpático Marte! -dijo Samuel Hinkston, arqueólogo.
-Bien -dijo el capitán John Black.              
El cohete se posó en un prado verde. Afuera, en el prado, había un ciervo de
hierro. Más allá, se alzaba una alta casa victoriana, silenciosa a la luz del sol, toda
cubierta de volutas y molduras rococó, con ventanas de vidrios coloreados: azules
y rosas y verdes y amarillos. En el porche crecían unos geranios, y una vieja
hamaca colgaba del techo y se balanceaba, hacia atrás, hacia delante, hacia
atrás, hacia delante, mecida por la brisa. La casa estaba coronada por una cúpula,
con ventanas de vidrios rectangulares y un techo de caperuza. Por la ventana se
podía ver una pieza de música titulada Hermoso Ohio, en un atril. 
Alrededor del cohete y en las cuatro direcciones se extendía el pueblo, verde y
tranquilo bajo el cielo primaveral de Marte. Había casas blancas y de ladrillos
rojos, y álamos altos que se movían en el viento, y arces y castaños, todos altos.
En el campanario de la iglesia dormían unas campanas doradas. 
Los hombres del cohete miraron fuera y vieron todo esto. Luego se miraron unos a
otros y miraron otra vez fuera, pálidos, tomándose de los codos, como si no
pudieran respirar.
-Demonios -dijo Lustig en voz baja, frotándose torpemente los ojos-. Demonios.
-No puede ser -dijo Samuel Hinkston.  
Se oyó la voz del químico.
-Atmósfera enrarecida, señor, pero segura. Hay suficiente oxígeno.
-Entonces saldremos -dijo Lustig.
-Esperen -replicó el capitán John Black-. ¿Qué es esto en realidad?
-Es un pueblo, con aire enrarecido, pero respirable, señor.
-Y es un pueblo idéntico a los pueblos de la Tierra -dijo Hinkston el arqueólogo-.
Increíble. No puede ser, pero es. 
El capitán John Black lo miró inexpresivamente.
-¿Cree usted posible que las civilizaciones de dos planetas marchen y evolucionen
de la misma manera, Hinkston?
-Nunca lo hubiera pensado, capitán.
El capitán se acercó a la ventana. 
-Miren. Geranios. Una planta de cultivo. Esa variedad específica se conoce en la
Tierra sólo desde hace cincuenta años. Piensen cómo evolucionan las plantas,
durante miles de años. Y luego díganme si es lógico que los marcianos tengan:
primero, ventanas con vidrios emplomados; segundo, cúpulas; tercero, columpios
en ¡Os Porches; cuarto, un instrumento que parece un piano y que probablemente
es un piano; y quinto, si miran ustedes detenidamente por la lente telescópica, ¿es
lógico que un compositor marciano haya compuesto una pieza de música titulada,
aunque parezca mentira, Hermoso Ohio? ¡Esto querría decir que hay un río Ohio
en Marte!
-¡El capitán Williams, por supuesto! -exclamó Hinkston.
-¿Qué?
-El capitán Williams y su tripulación de tres hombres. 0 Nathaniel York y su
compañero. ¡Eso lo explicaría todo!
-Eso no explicaría nada. Según parece, el cohete de York estalló el día que llegó a
Marte, y York y su compañero murieron. En cuanto a Williams y sus tres hombres,
el cohete fue destruido al día siguiente de haber llegado. Al menos las pulsaciones
de los transmisores cesaron entonces. Si hubieran sobrevivido, se habrían
comunicado con nosotros. De todos modos, desde la expedición de York sólo ha
pasado un año, y el capitán Williams y sus hombres llegaron aquí en el mes de
agosto. Suponiendo que estén vivos, ¿hubieran podido construir un pueblo como
éste y envejecerlo en tan poco tiempo, aun con la ayuda de una brillante raza
marciana? Miren el pueblo; está ahí desde hace por lo menos setenta años. Miren
la madera de ese porche; miren esos árboles, ¡todos centenarios! No, esto no es
obra de York o Williams. Es otra cosa, y no me gusta. Y no saldré de la nave antes
de aclararlo.
-Además -dijo Lustig---, Williams y sus hombres, y también York, descendieron en
el lado opuesto de Marte. Nosotros hemos tenido la precaución de descender en
este lado.
-Excelente argumento. Como es posible que una tribu marciana hostil haya
matado a York y a Williams, nos ordenaron que descendiéramos en una región 
alejada, para evitar otro desastre. Estamos por lo tanto, o así parece, en un lugar
que Williams y York no conocieron.
-Maldita sea --dijo Hinkston-. Yo quiero ir al pueblo, capitán, con el permiso de
usted. Es posible que en todos los planetas de nuestro sistema solar haya pautas
similares de ideas, diagramas de civilización. ¡Quizás estemos en el umbral del
descubrimiento psicológico y metafísico más importante de nuestra época!
-Yo quisiera esperar un rato -dijo el capitán John Black.
-Es posible, señor, que estemos en presencia de un fenómeno que demuestra por
primera vez, y plenamente, la existencia de Dios, señor.
-Muchos buenos creyentes no han necesitado esa prueba, señor Hinkston.
-Yo soy uno de ellos, capitán. Pero es evidente que un pueblo como éste no
puede existir sin intervención divina. ¡Esos detalles! No sé si reír o llorar.
-No haga ni una cosa ni otra, por lo menos hasta saber con qué nos enfrentamos.
-¿Con qué nos enfrentamos? -dijo Lustig---. Con nada, capitán. Es un pueblo
agradable, verde y tranquilo, un poco anticuado como el pueblo donde nací. Me
gusta el aspecto que tiene.
-¿Cuándo nació usted, Lustig?
-En mil novecientos cincuenta.
-¿Y usted, Hinkston?
-En mil novecientos cincuenta y cinco. En Grinnell, Iowa. Y este pueblo se parece
al mío.
-Hinkston, Lustig, yo podría ser el padre de cualquiera de ustedes. Tengo ochenta
años cumplidos. Nací en mil novecientos veinte, en Illinois, y con la ayuda de Dios
y de la ciencia, que en los últimos cincuenta años ha logrado rejuvenecer a los
viejos, aquí estoy, en Marte, no más cansado que los demás, pero infinitamente
más receloso. Este pueblo, quizá pacífico y acogedor, se parece tanto a Green
Bluff, Illinois, que me espanta. Se parece demasiado a Green Bluff. -Y volviéndose
hacia el radiotelegrafista, añadió-: Comuníquese con la Tierra. Dígales que hemos
llegado. Nada más. Dígales que mañana enviaremos un informe completo.
-Bien, capitán.
El capitán acercó al ojo de buey una cara que tenía que haber sido la de un
octogenario, pero que parecía la de un hombre de unos cuarenta años.
-Le diré lo que vamos a hacer, Lustig. Usted, Hinkston y yo daremos una vuelta
por el pueblo. Los demás se quedan a bordo. Si Ocurre algo, se irán en seguida.
Es mejor perder tres hombres que toda una nave. Si ocurre algo malo, nuestra
tripulación puede avisar al próximo cohete. Creo que será el del capitán Wilder,
que saldrá en la próxima Navidad. Si en Marte hay algo hostil queremos que el
próximo cohete venga bien armado.
-También lo estamos nosotros. Disponemos de un verdadero arsenal.
-Entonces, dígale a los hombres que se queden al pie del cañón. Vamos, Lustig,
Hinkston.
Los tres hombres salieron juntos por las rampas de la nave.  

Era un hermoso día de primavera. Un petirrojo posado en un manzano en flor
cantaba continuamente. Cuando el viento rozaba las ramas verdes, caía una lluvia
de pétalos de nieve, y el aroma de los capullos flotaba en el aire. En alguna parte
del pueblo alguien tocaba el piano, y la música iba y venía e iba, dulcemente,
lánguidamente. La canción era Hermosa soñadora. En alguna otra parte, en un
gramófono, chirriante y apagado, siseaba un disco de Vagando al anochecer,
cantado por Harry Lauder.
Los tres hombres estaban fuera del cohete. jadearon aspirando el aire enrarecido,
y luego echaron a andar, lentamente, como para no fatigarse.
Ahora el disco del gramófono cantaba:
           Oh, dame una noche de junio,
           la luz de la luna y tú
Lustig se echó a temblar. Samuel Hinkston hizo lo mismo.
El cielo estaba sereno y tranquilo, y en alguna parte corría un arroyo, a la sombra
de un barranco con árboles. En alguna parte trotó un caballo, y traqueteó una
carreta.
-Señor -dijo Samuel Hinkston-, tiene que ser, no puede ser de otro modo, ¡los
viajes a Marte empezaron antes de la Primera Guerra Mundial!
...
-No.
-¿De qué otro modo puede usted explicar esas casas, el ciervo de hierro, los
pianos, la música? -Y Hinkston tomó persuasivamente de un codo al capitán y lo
miró a los ojos-. Si usted admite que en mil novecientos cinco había gente que 
odiaba la guerra, y que uniéndose en secreto con algunos hombres de ciencia
construyeron un cohete y vinieron a Marte...
-No, no, Hinkston.
-¿Por qué no? El mundo era muy distinto en mil novecientos cinco. Era fácil
guardar un secreto.
-Pero algo tan complicado como un cohete no, no se puede ocultan
-Y vinieron a vivir aquí, y naturalmente, las casas que construyeron fueron
similares a las casas de la Tierra, pues junto con ellos trajeron la civilización
terrestre.
-¿Y han vivido aquí todos estos años? -preguntó el capitán.
-En paz y tranquilidad, sí. Quizás hicieron unos pocos viajes, bastantes como para
traer aquí a la gente de un pueblo pequeño, y luego no volvieron a viajar, pues no
querían que los descubrieran. Por eso este pueblo parece tan anticuado. No veo
aquí nada posterior a mil novecientos veintisiete, ¿no es cierto? -Es posible,
también, que los viajes en cohete sean aún más antiguos de lo que pensamos.
Quizá comenzaron hace siglos en alguna parte del mundo, y las pocas personas
que vinieron a Marte y viajaron de vez en cuando a la Tierra supieron guardar el
secreto.
-Tal como usted lo dice, parece razonable.
~Lo es. Tenemos la prueba ante nosotros; sólo nos falta encontrar a alguien y
verificarlo.
La hierba verde y espesa apagaba el sonido de las botas. En el aire había un olor
a césped recién cortado. A pesar de sí mismo, el capitán John Black se sintió
inundado por una gran paz. Durante los últimos treinta años no había estado
nunca en un pueblo pequeño, y el zumbido de las abejas primaverales lo acunaba
y tranquilizaba, y el aspecto fresco de las cosas era como un bálsamo para él.

Los tres hombres entraron en el porche y fueron hacia la puerta de tela de
alambre. Los pasos resonaron en las tablas del piso. En el interior de la casa se
veía una araña de cristal, una cortina de abalorios que colgaba a la entrada del
vestíbulo, y en una pared, sobre un cómodo sillón Morris, un cuadro de Maxfield
Parrish. La casa olía a desván, a vieja, e infinitamente cómoda. Se alcanzaba a oír
el tintineo de unos trozos de hielo en una jarra de limonada. Hacía mucho calor, y
en la cocina distante alguien preparaba un almuerzo frío. Alguien tarareaba entre
dientes, con una voz dulce y aguda.
El capitán John Black hizo sonar la campanilla.  
Unas pisadas leves y rápidas se acercaron por el vestíbulo, y una señora de unos
cuarenta años, de cara bondadosa, vestida a la moda que se podía esperar en
1909, asomó la cabeza y los miró.
-¿Puedo ayudarlos? -preguntó.
 -Disculpe -dijo el capitán, indeciso-, pero buscamos.... es decir, deseábamos...
La mujer lo miró con ojos oscuros y perplejos.
-Si venden algo...
-No, espere. ¿Qué pueblo es éste?
La mujer lo miró de arriba abajo.
-¿Cómo qué pueblo es éste? ¿Cómo pueden estar en un pueblo y no saber cómo
se llama?
El capitán tenía el aspecto de querer ir a sentarse debajo de un árbol, a la sombra.
-Somos forasteros. Queremos saber cómo llegó este pueblo aquí y cómo usted
llegó aquí.
-¿Son ustedes del censo?
-No.
-Todo el mundo sabe -dijo la mujer- que este pueblo fue construido en mil
ochocientos sesenta y ocho. ¿Se trata de un juego?.
-No, no es un juego -exclamó el capitán-. Venimos de la Tierra.
-¿Quiere decir de debajo de la tierra?
-No. Venimos del tercer planeta, la Tierra, en una nave. Y hemos descendido aquí,
en el cuarto planeta, Marte...
-Esto -explicó la mujer como si le hablara a un niño- es Green Bluff, Illinois, en el
continente americano, entre el océano Pacífico y el océano Atlántico, en un lugar
llamado el mundo y a veces la Tierra. Ahora, váyanse. Adiós.
La mujer trotó vestíbulo abajo, pasando los dedos por entre las cortinas de
abalorios.
Los tres hombres se miraron.
-Propongo que rompamos la puerta de alambre -dijo Lustig.
-No podemos hacerlo. Es propiedad privada. ¡Dios santo!
Fueron a sentarse en el escalón del porche.
--Se le ha ocurrido pensar, Hinkston, que quizá nos salimos de la trayectoria, de
alguna manera, y por accidente descendimos en la Tierra?
-¿Y cómo lo hicimos?
-No lo sé, no lo sé. Déjeme pensar, por Dios.
-Comprobamos cada kilómetro de la trayectoria -dijo Hinkston---. Nuestros
cronómetros dijeron tantos kilómetros. Dejamos atrás la Luna y salimos al espacio,
y aquí estamos. Estoy seguro de que estamos en Marte.
_¿Y si por accidente nos hubiésemos perdido en las dimensiones del espacio y el
tiempo, y hubiéramos aterrizado en una Tierra de hace treinta o cuarenta años?
-¡Oh, por favor, Lustig!
Lustig se acercó a la puerta, hizo sonar la campanilla y gritó a las habitaciones
frescas y oscuras:
-¿En qué año estamos?
-En mil novecientos veintiséis, por supuesto -contestó la mujer, sentada en una
mecedora, tomando un sorbo de limonada.
Lustig se volvió muy excitado.
-¿Lo oyeron? Mil novecientos veintiséis. ¡Hemos retrocedido en el tiempo!
¡Estamos en la Tierra!
Lustig se sentó, y los tres hombres se abandonaron al asombro y al terror,
acariciándose de vez en cuando las rodillas.
-Nunca esperé nada semejante -dijo el capitán-. Confieso que tengo un susto de
todos los diablos. ¿Cómo puede ocurrir una
cosa así? ojalá hubiéramos traído a Einstein con nosotros.
-¿Nos creerá alguien en este pueblo? -preguntó Hinkston- ¿Estaremos jugando
con algo peligroso? Me refiero al tiempo. ¿No tendríamos que elevarnos
simplemente y volver a la Tierra?
-No. No hasta probar en otra casa. 
Pasaron por delante de tres casas hasta un pequeño cottage blanco, debajo de un
roble.
-Me gusta ser lógico Y quisiera atenerme a la lógica -dijo el capitán-. Y no creo
que hayamos puesto el dedo en la llaga. Admitamos, Hinkston, como usted sugirió
antes, que se viaje en cohete desde hace muchos años. Y que los terrestres,
después de vivir aquí algunos años, comenzaron a sentir nostalgias de la Tierra.
Primero una leve neurosis, después una psicosis, y por fin la amenaza de la
locura. ¿Qué haría usted, como psiquiatra, frente a un problema de esas
dimensiones?
Hinkston reflexionó.
-Bueno, pienso que reordenaría la civilización de Marte, de modo que se
pareciera, cada día más, a la de la Tierra. Si fuese posible reproducir las plantas,
las carreteras, los lagos, y aun los océanos, los reproduciría. Luego, mediante una
vasta hipnosis colectiva, convencería a todos en un pueblo de este tamaño que
esto era realmente la Tierra, y no Marte.
-Bien pensado, Hinkston. Creo que estamos en la pista correcta. La mujer de
aquella casa piensa que vive en la Tierra. Ese pensamiento protege su cordura.
Ella y los demás de este pueblo son los sujetos de¡ mayor experimento en
migración e hipnosis que hayamos podido encontrar.
-¡Eso es! -exclamó Lustig.
-Tiene razón -dijo Hinkston.
El capitán suspiró.
-Bien. Hemos llegado a alguna parte. Me siento mejor. Todo es un poco más
lógico. Ese asunto de las dimensiones, de ir hacia atrás y hacia delante viajando
por el tiempo, me revuelve el, estómago. Pero de esta manera... -El capitán
sonrió-: Bien, bien, parece que seremos bastante populares aquí.
 -¿Cree usted? -dijo Lustig---. Al fin y al cabo, esta gente vino para huir de la
Tierra, como los Peregrinos. Quizá vernos no los haga demasiado felices. Quizás
intenten echarnos o matamos.
-Tenemos mejores armas. Ahora a la casa siguiente. ¡Andando!
Apenas habían cruzado el césped de la acera, cuando Lustig se detuvo y miró a lo
largo de la calle que atravesaba el pueblo en la soñadora paz de la tarde.
-Señor -dijo.  
-¿Qué pasa, Lustig?
-Capitán, capitán, lo que veo...
Lustig se echó a llorar. Alzó unos dedos que se le retorcían y temblaban, y en su
cara hubo asombro, incredulidad y dicha. Parecía como si en cualquier momento
fuese a enloquecer de alegría. Miró calle abajo y empezó a correr, tropezando
torpemente, cayéndose y levantándose, y corriendo otra vez.
-¡Miren! ¡Miren!
-¡No dejen que se vaya! -El capitán echó también a correr.
Lustig se alejaba rápidamente, gritando. Cruzó uno de los jardines que bordeaban
la calle sombreada y entró de un salto en el porche de una gran casa verde con un
gallo de hierro en el tejado.
Gritaba y lloraba golpeando la puerta cuando Hinkston y el capitán llegaron
corriendo detrás de él. Todos jadeaban y resoplaban, extenuados por la carrera y
el aire enrarecido.
-¡Abuelo! ¡Abuela! -gritaba Lustig.  
Dos ancianos, un hombre y una mujer, estaban de pie en el porche.  
-¡David! -exclamaron con voz aflautada y se apresuraron a abrazarlo y a palmearle
la espalda, moviéndose alrededor---. ¡Oh, David, David, han pasado tantos años!
¡Cuánto has crecido, muchacho! Oh, David, muchacho, ¿cómo te encuentras?
-¡Abuelo! ¡Abuela! -sollozaba David Lustig---. ¡Qué buena cara tenéis!  
Retrocedió, los hizo girar, los besó, los abrazó, lloró sobre ellos Y volvió a
retroceder mirándolos con ojos parpadeantes. El sol brillaba en el cielo, el viento
soplaba, el césped era verde, las puertas de tela de alambre estaban abiertas de
par en par.
 -Entra, muchacho, entra. Hay té helado, mucho té.  
-Estoy con unos amigos. -Lustig se dio vuelta e hizo señas al capitán, excitado,
riéndose-. Capitán, suban.
-¿Cómo están ustedes? -dijeron los viejos---. Pasen. Los amigos de David son
también nuestros amigos. ¡No se queden ahí!
La sala de la vieja casa era muy fresca, y se oía el sonoro tictac de un reloj de
abuelo, alto y largo, de molduras de bronce. Había almohadones blandos sobre
largos divanes y paredes cubiertas de libros y una gruesa alfombra de arabescos  
rosados, y las manos sudorosas sostenían los vasos de té, helado y fresco en las
bocas sedientas.
-Salud. -La abuela se llevó el vaso a los dientes de porcelana.
-¿Desde cuándo estáis aquí, abuela? -preguntó Lustig.
-Desde que nos morimos -replicó la mujer.  
El capitán John Black puso el vaso en la mesa.
-¿Desde cuándo?  
-Ah, sí. -Lustig asintió-. Murieron hace treinta años.
-¡Y usted ahí tan tranquilo! -gritó el capitán.
-Silencio. -La vieja guiñó un ojo brillante-. ¿Quién es usted para discutir lo que
pasa? Aquí estamos. ¿Qué es la vida, de todos modos? ¿Quién decide por qué,
para qué o dónde? Sólo sabemos que estamos aquí, vivos otra vez, y no hacemos
preguntas. Una, segunda oportunidad. -Se inclinó y mostró una muñeca delgada-.
Toque. -El capitán tocó-. Sólida, ¿eh? -El capitán asintió-. Bueno, entonces -
concluyó con aire de triunfo-, ¿para qué hacer preguntas?
-Bueno -replicó el capitán-, nunca imaginamos que encontraríamos una cosa
como ésta en Marte.  
-Pues la han encontrado. Me atrevería a decirle que hay muchas cosas en todos
los planetas que le revelarían los infinitos designios de Dios.
-¿Esto es el cielo? -preguntó Hinkston.

-Tonterías, no. Es un mundo y tenemos aquí una segunda oportunidad. Nadie nos
dijo por qué. Pero tampoco nadie nos dijo por qué estábamos en la Tierra. Me
refiero a la otra Tierra, esa de donde vienen ustedes. ¿Cómo sabemos que no
había todavía otra además de ésa?
- Buena pregunta -dijo el capitán.
Lustig no dejaba de sonreír mirando a sus abuelos.
-Qué alegría veros, qué alegría.
El capitán se incorporó y se palmeó una pierna con aire de descuido.
-Tenemos que irnos. Muchas gracias por las bebidas.
-Volverán, por supuesto -dijeron los viejos-. Vengan esta noche a cenar.
-Trataremos de venir, gracias. Hay mucho que hacer. Mis hombres me esperan en
el cohete y..
Se interrumpió. Se volvió hacia la puerta, sobresaltado.
Muy lejos a la luz del sol había un sonido de voces y grandes gritos de bienvenida.
-¿Qué pasa? -preguntó Hinkston.  
-Pronto lo sabremos.
El capitán John Black cruzó abruptamente la puerta, corrió por la hierba verde y
salió a la calle del pueblo marciano.
Se detuvo mirando el cohete. Las portezuelas estaban abiertas y la tripulación
salía y saludaba, y se mezclaba con la muchedumbre que se había reunido,
hablando, riendo, estrechando manos. La gente bailaba alrededor. La gente se
arremolinaba. El cohete yacía vacío y abandonado.  
Una banda de música rompió a tocar a la luz del sol, lanzando una alegre melodía
desde tubas y trompetas que apuntaban al
cielo. Hubo un redoble de tambores y un chillido de gaitas. Niñas de cabellos de
oro saltaban sobre la hierba. Niños gritaban: «¡Hurra!». Hombres gordos repartían
cigarros. El alcalde del pueblo pronunció un discurso. Luego, los miembros de la
tripulación, dando un brazo a una madre, y el otro a un padre o una hermana, se
fueron muy animados calle abajo y entraron en casas pequeñas y en grandes
mansiones.  
Las puertas se cerraron de golpe.
El calor creció en el claro cielo de primavera, y todo quedó en silencio. La banda
de música desapareció detrás de una esquina, alejándose del cohete, que brillaba
y centelleaba a la luz del sol.
-¡Deténganse! -gritó el capitán Black. -¡Lo han abandonado! -dijo el capitán-. ¡Han
abandonado la nave! ¡Les arrancaría la piel! ¡Tenían órdenes precisas!
-Capitán, no sea duro con ellos -dijo Lustig---. Se han encontrado con parientes y
amigos.  
-¡No es una excusa!  
-Piense en lo que habrán sentido con todas esas caras familiares alrededor de la
nave -dijo Lustig.
-Tenían órdenes, maldita sea.
-¿Qué hubiera sentido usted, capitán?  
-Hubiera cumplido las órdenes... -comenzó a decir el capitán, y se quedó
boquiabierto.  

Por la acera, bajo el sol de Marte, venía caminando un joven de unos veintiséis
años, alto, sonriente, de ojos asombrosamente claros y azules.
-¡John! -gritó el joven, y trotó hacia ellos.  
-¿Qué? -El capitán Black se tambaleó.  
El joven llegó corriendo, le tomó la mano y le palmeó la espalda.
-¡John, bandido!  
-Eres tú -dijo el capitán John Black.
-¡Claro que soy yo! ¿Quién creías que era?
-iEdward!
El capitán, reteniendo la mano del joven desconocido, se volvió a Lustig y a
Hinkston.
-Éste es mi hermano Edward. Ed, te presento a mis hombres: Lustig, Hinkston. ¡Mi
hermano!
John y Edward se daban la mano y se apretaban los brazos. Al fin se abrazaron.
-¡Ed!
-Johri, sinvergüenza!
-Tienes muy buena cara, Ed, pero ¿cómo? No has cambiado nada en todo este
tiempo. Moriste, recuerdo, cuando tenías veintiséis años y yo diecinueve. ¡Dios
mío! Hace tanto tiempo, y aquí estás. Señor, ¿qué pasa aquí?
 -Mamá está esperándonos -dijo Edward Black sonriendo.
-¿Mamá?
-Y papá también.
-¿Papá? 
El capitán casi cayó al suelo como si lo hubieran golpeado con un arma poderosa.
Echó a caminar rígidamente, con pasos desmañados.
-¿Papá y mamá vivos? ¿Dónde están?
-En la vieja casa de Oak Knoll Avenue.
-¡En la vieja casa! -El capitán miraba fijamente con un deleitado asombro-. ¿Han
oído ustedes, Lustig, Hinkston?
Hinkston se había ido. Había visto su propia casa en el fondo de la calle y corría
hacia ella. Lustig se reía.
-¿Ve usted, capitán, qué les ha ocurrido a los del cohete? No han podido evitarlo.
-Sí, sí. -El capitán cerró los ojos-. Cuando vuelva a mirar habrás desaparecido. -
Parpadeó-. Todavía estás aquí. Oh, Dios, ¡pero qué buen aspecto tienes, Ed!
-Vamos, nos espera el almuerzo. Ya he avisado a mamá.
Lustig dijo:  
-Señor, estaré en casa de mis abuelos si me necesita.
-¿Qué? Ah, muy bien, Lustig. Nos veremos más tarde.
Edward tomó de un brazo al capitán.  
-Ahí está la casa. ¿La recuerdas?  
-¡Claro que la recuerdo! Vamos. A ver quién llega primero al porche.  
Corrieron. Los árboles rugieron sobre la cabeza del capitán Black; el suelo rugió
bajo sus pies. Delante de él, en un asombroso sueño real, veía la figura dorada de
Edward Black y la vieja casa, que se precipitaba hacia ellos, con las puertas de
tela de alambre abiertas de par en pan  
-¡Te he ganado! -exclamó Edward.
-Soy un hombre viejo -jadeó el capitán- y tú eres joven todavía. Además siempre
me ganabas, me acuerdo muy bien.
En el umbral, mamá, sonrosada, rolliza y alegre. Detrás, papá, con canas
amarillas y la pipa en la mano.
-¡Mamá! ¡Papá! 
El capitán subió las escaleras corriendo como un niño.
Fue una hermosa y larga tarde de primavera. Después de una prolongada
sobremesa se sentaron en la sala y el capitán les habló del cohete, y ellos
asintieron y mamá no había cambiado nada y papá cortó con los dientes la punta
de un cigarro y lo encendió pensativamente como acostumbraba antes. A la noche
comieron un gran pavo y el tiempo fue pasando. Cuando los huesos quedaron tan
limpios como palillos de tambor, el capitán se echó hacia atrás en su silla y suspiró
satisfecho. La noche estaba en todos los árboles y coloreaba el cielo, y las
lámparas eran aureolas de luz rosada en la casa tranquila. De todas las otras
casas, a lo largo de la calle, venían sonidos de músicas, de pianos, y de puertas
que se cerraban.
Mamá puso un disco en el gramófono y bailó con el capitán John Black. Llevaba el
mismo perfume de aquel verano, cuando ella y papá murieron en el accidente de
tren. El capitán la sintió muy real entre los brazos, mientras bailaban con pasos
ligeros.
-No todos los días se vuelve a vivir -dijo ella.
-Me despertaré por la mañana -replicó el capitán-, y me encontraré en el cohete,
en el espacio, y todo esto habrá desaparecido.  
-No, no pienses eso -lloró ella dulcemente-. No dudes. Dios es bueno con
nosotros. Seamos felices.
-Perdón, mamá.  
El disco terminó con un siseo circular.
-Estás cansado, hijo mío -le dijo papá señalándolo con la pipa-. Tu antiguo
dormitorio te espera; con la cama de bronce y, todas tus cosas.  
-Pero tendría que llamar a mis hombres.
-¿Por qué?
-¿Por qué? Bueno, no lo sé. En realidad, creo que no hay ninguna razón. No,
ninguna. Estarán comiendo o en cama. Una buena noche de descanso no les hará
daño.
-Buenas noches, hijo. -Mamá le besó la mejilla-. Qué bueno es tenerte en casa.  
-Es bueno estar en casa.
El capitán dejó aquel país de humo de cigarros y perfume y libros y luz suave y
subió las escaleras charlando, charlando con Edward. Edward abrió una puerta, y
allí estaba la cama de bronce amarillo, y los viejos banderines de la universidad, y
un muy gastado abrigo de castor que el capitán acarició cariñosamente, en
silencio.
-No puedo más, de veras -murmuró-. Estoy entumecido y cansado. Hoy han
ocurrido demasiadas cosas. Me siento como si hubiera pasado cuarenta y ocho
horas bajo una lluvia torrencial, sin paraguas ni impermeable. Estoy empapado
hasta los huesos de emoción.  
Edward estiró con una mano las sábanas de nieve y ahuecó las almohadas.
Levantó un poco la ventana y el aroma nocturno del jazmín entró flotando en la
habitación. Había luna y sonidos de músicas y voces distantes.  
-De modo que esto es Marte -dijo el capitán, desnudándose.  
-Así es.
Edward se desvistió con movimientos perezosos y lentos, sacándose la camisa
por la cabeza y descubriendo unos hombros dorados y un cuello fuerte y
musculoso.  
Habían apagado las luces, y ahora estaban en cama, uno al lado del otro, como
¿hacía cuántos años? El aroma de jazmín que empujaba las cortinas de encaje
hacia el aire oscuro del dormitorio acunó y alimentó al capitán. Entre los árboles,
sobre el césped, alguien había dado cuerda a un gramófono portátil que ahora
susurraba una canción: Siempre.
Se acordó de Marilyn.  
-¿Está Marilyn aquí?  
Edward, estirado allí a la luz de la luna, esperó unos instantes y luego contestó:  
-Sí. No está en el pueblo, pero volverá por la mañana.  
El capitán cerró los ojos:  
-Tengo muchas ganas de verla.  
En la habitación rectangular y silenciosa, sólo se oía la respiración d los dos
hombres.  
-Buenas noches, Ed.
Una pausa.   
-Buenas noches, John.
El capitán permaneció tendido y en paz, abandonándose a sus propios
pensamientos. Por primera vez consiguió hacer a un lado las tensiones del día, y
ahora podía pensar lógicamente. Todo había sido emocionante: las bandas de
música, las caras familiares. Pero ahora...

«¿Cómo? -se preguntó-. ¿Cómo se hizo todo esto? ¿Y por qué? ¿Con qué
propósito? ¿Por la mera bondad de alguna intervención divina? ¿Entonces Dios se
preocupa realmente por sus criaturas? ¿Cómo y por qué y para qué?»
Consideró las distintas teorías que habían adelantado Hinkston y Lustig en el
primer calor de la tarde. Dejó que otras muchas teorías nuevas le bajaran a través
de la mente como perezosos guijarros que giraban echando alrededor unas luces
mortecinas. Mamá. Papá. Edward. Tierra. Marte. Marcianos.
«¿Quién había vivido aquí hacía mil años en Marte? ¿Marcianos? ¿0 había sido
siempre como ahora?»
Marcianos. El capitán repitió la palabra ociosamente, interiormente.
Casi se echó a reír en voz alta. De pronto se le había ocurrido la más ridícula de
las teorías. Se estremeció. Por supuesto, no tenía ningún sentido. Era muy
improbable. Estúpida. «Olvídala. Es ridícula.»
»Sin embargo -pensó-, supongamos... Supongamos que Marte esté habitado por
marcianos que vieron llegar nuestra nave y nos vieron dentro y nos odiaron.
Supongamos ahora, sólo como algo terrible, que quisieran destruir a esos
invasores indeseables, y del modo más inteligente, tomándonos desprevenidos.
Bien, ¿qué arma podrían usar los marcianos contra las armas atómicas de los
terrestres?
»La respuesta era interesante. Telepatía, hipnosis, memoria e imaginación.
»Supongamos que ninguna de estas casas sea real, que esta cama no sea real
sino un invento de mi propia imaginación, materializada por los poderes
telepáticos e hipnóticos de los marcianos -pensó el capitán John Black-.
Supongamos que estas casas tengan realmente otra forma, una forma marciana, y
que conociendo mis deseos y mis anhelos, estos marcianos hayan hecho que se
parezcan a mi viejo pueblo y mi vieja casa, para que yo no sospeche. ¿Qué mejor
modo de engañar a un hombre que utilizar a sus padres como cebo?
»Y este pueblo, tan antiguo, del año mil novecientos veintiséis, muy anterior al
nacimiento de mis hombres... Yo tenía seis años entonces, y había discos de
Harry Lauder, y cortinas de abalorios, y Hermoso Ohio, y cuadros de Maxfield
Parrish que colgaban todavía de las paredes, y arquitectura de principios de siglo.   
¿Y si los marcianos hubieran sacado este pueblo de los recuerdos de mi mente?
Dicen que los recuerdos de la niñez son los más claros. Y después de construir el
pueblo, sacándolo de mi mente, ¡lo poblaron con las gentes más queridas,
sacándolas de las mentes de los tripulantes!
»Y supongamos que esa pareja que duerme en la habitación contigua no sea mi
padre y mi madre, sino dos marcianos increíblemente hábiles y capaces de
mantenerme todo el tiempo en un sueño hipnótico.
»¿Y aquella banda de música? ¡Qué plan más sorprendente y admirable! Primero,
engañar a Lustig, después a Hinkston, y después reunir una muchedumbre; y
todos los hombres del cohete, como es natural, desobedecen las órdenes y
abandonan la nave al ver a madres, tías,. tíos y novias, muertos hace diez, veinte
años. ¿Qué más natural? ¿Qué más inocente? ¿Qué más sencillo? Un hombre no
hace muchas preguntas cuando su madre vuelve de pronto a la vida. Está
demasiado contento. Y aquí estamos todos esta noche, en distintas casas,
distintas camas, sin armas que nos protejan. Y el cohete vacío a la luz de la luna.
¿Y no sería espantoso Y terrible descubrir que todo esto es parte de un inteligente
plan de los marcianos para dividirnos y vencernos, y matarnos? En algún
momento de esta noche, quizá, mi hermano, que está en esta cama, cambiará de
forma, se fundirá y se transformará en otra cosa, en una cosa terrible, un
marciano. Sería tan fácil para él volverse en la cama y clavarme un cuchillo en el
corazón... Y en todas esas casas, a lo largo de la calle, una docena de otros
hermanos o padres fundiéndose de pronto y sacando cuchillos, se abalanzarán
sobre los confiados y dormidos terrestres.»
Le temblaban las manos bajo las mantas. Tenía el cuerpo helado. De pronto la
teoría no fue una teoría. De pronto tuvo mucho miedo.
Se incorporó en la cama y escuchó. Todo estaba en silencio. La música había
cesado. El viento había muerto. Su hermano dormía junto a él.  
Levantó con mucho cuidado las mantas y salió de la cama. Había dado unos
pocos pasos por el cuarto cuando oyó la voz de su hermano.
-¿Adónde vas?
-¿Qué?
La voz de su hermano sonó otra vez fríamente:
-He dicho que adónde piensas que vas.
-A beber un trago de agua.
 -Pero no tienes sed.
-Sí, sí, tengo sed.
-No, no tienes sed.
El capitán John Black echó a correr por el cuarto. Gritó, gritó dos veces.
Nunca llegó a la puerta.

 A la mañana siguiente, la banda de música tocó una marcha fúnebre. De todas
las casas de la calle salieron solemnes y reducidos cortejos nevando largos
cajones, y por la calle soleada, llorando, marcharon las abuelas, las madres, las
hermanas, los hermanos, los tíos y los padres, y caminaron hasta el cementerio,
donde había fosas nuevas recién abiertas y nuevas lápidas instaladas. Dieciséis
fosas en total, y dieciséis lápidas.
El alcalde pronunció un discurso breve y triste, con una cara que a veces parecía
la cara del alcalde y a veces alguna otra cosa.
El padre y la madre del capitán John Black estaban allí, con el hermano Edward,
llorando, y sus caras antes familiares, se fundieron y transformaron en alguna otra
cosa.
El abuelo y la abuela de Lustig estaban allí, sollozando, y sus caras brillantes, con
ese brillo que tienen las cosas en los días de calor, se derritieron como la cera.
Bajaron los ataúdes. Alguien habló de «la inesperada muerte durante la noche de
dieciséis hombres dignos ... ».
La tierra golpeó las tapas de los cajones.
La banda de música volvió de prisa al pueblo, con paso marcial, tocando Columbia,
 la perla del océano, y ya nadie trabajó ese día.
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