sábado, 31 de diciembre de 2016

Colinas como elefantes blancos de Ernest Hemingway


      Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El norteamericano y la muchacha que iba con él tomaron asiento en una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
      —¿Qué tomamos? —preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.
      —Hace calor —dijo el hombre.
      —Tomemos cerveza.
      —Dos cervezas —dijo el hombre hacia la cortina.
      —¿Grandes? —preguntó una mujer desde el umbral.
      —Sí. Dos grandes.
      La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
      —Parecen elefantes blancos —dijo.
      —Nunca he visto uno —el hombre bebió su cerveza.
      —No, claro que no.
      —Nada de claro —dijo el hombre—. Bien podría haberlo visto.
      La muchacha miró la cortina de cuentas.
      —Tiene algo pintado —dijo—. ¿Qué dice?
      —Anís del Toro. Es una bebida.
      —¿Podríamos probarla?
      —Oiga —llamó el hombre a través de la cortina.
      La mujer salió del bar.
      —Cuatro reales.
      —Queremos dos de Anís del Toro.
      —¿Con agua?
      —¿Lo quieres con agua?
      —No sé —dijo la muchacha—. ¿Sabe bien con agua?
      —No sabe mal.
      —¿Los quieren con agua? —preguntó la mujer.
      —Sí, con agua.
      —Sabe a orozuz —dijo la muchacha y dejó el vaso.
      —Así pasa con todo.
      —Sí dijo la muchacha—. Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.
      —Oh, basta ya.
      —Tú empezaste —dijo la muchacha—. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
      —Bien, tratemos de pasar un buen rato.
      —De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?
      —Fue ocurrente.
      —Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?
      —Supongo.
      La muchacha contempló las colinas.
      —Son preciosas colinas —dijo—. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.
      —¿Tomamos otro trago?
      —De acuerdo.
      El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
      —La cerveza está buena y fresca —dijo el hombre.
      —Es preciosa —dijo la muchacha.
      —En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig —dijo el hombre—. En realidad no es una operación.
      La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
      —Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
      La muchacha no dijo nada.
      —Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
      —¿Y qué haremos después?
      —Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
      —¿Qué te hace pensarlo?
      —Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
      La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
      —Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
      —Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
      —Yo también —dijo la muchacha—. Y después todos fueron tan felices.
      —Bueno —dijo el hombre—, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.
      —¿Y tú de veras quieres?
      —Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
      —Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
      —Te quiero. Tú sabes que te quiero.
      —Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?
      —Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.
      —Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
      —No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
      —Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
      —¿Qué quieres decir?
      —Yo no me importo.
      —Bueno, pues a mí sí me importas.
      —Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
      —No quiero que lo hagas si te sientes así.
      La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.
      —Y podríamos tener todo esto —dijo—. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.
      —¿Qué dijiste?
      —Dije que podríamos tenerlo todo.
      —Podemos tenerlo todo.
      —No, no podemos.
      —Podemos tener todo el mundo.
      —No, no podemos.
      —Podemos ir adondequiera.
      —No, no podemos. Ya no es nuestro.
      —Es nuestro.
      —No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.
      —Pero no nos los han quitado.
      —Ya veremos tarde o temprano.
      —Vuelve a la sombra —dijo él—. No debes sentirte así.
      —No me siento de ningún modo —dijo la muchacha—. Nada más sé cosas.
      —No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
      —Ni que no sea por mi bien —dijo ella—. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
      —Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
      —Me doy cuenta —dijo la muchacha. ¿No podríamos callarnos un poco?
      Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.
      —Tienes que darte cuenta —dijo— que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
      —¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.
      —Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
      —Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
      —Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
      —¿Querrías hacer algo por mi?
      —Yo haría cualquier cosa por ti.
      —¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
      Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.
      —Pero no quiero que lo hagas —dijo—, no me importa en absoluto.
      —Voy a gritar —dijo la muchacha.
      La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.
      —El tren llega en cinco minutos —dijo.
      —¿Qué dijo? —preguntó la muchacha.
      —Que el tren llega en cinco minutos.
      La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
      —Iré llevando las maletas al otro lado de la estación —dijo el hombre. Ella le sonrió.
      —De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.
      Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.
      —¿Te sientes mejor? —preguntó él.
      —Me siento muy bien —dijo ella—. No me pasa nada. Me siento muy bien.

lunes, 26 de diciembre de 2016

El osito de peluche del profesor de Theodore Sturgeon.


—Duerme. —dijo el monstruo.

Habló con el oído, moviendo unos labios diminutos dentro de los pliegues de carne porque tenía la boca llena de sangre.

—Ahora no quiero dormir. Tengo un sueño —dijo Jeremy—. Cuando duermo se me van todos los sueños. O no son sueños de verdad. Ahora tengo un sueño de verdad.
—¿Qué sueñas ahora? —preguntó el monstruo.

—Sueño que soy un hombre mayor...

—De dos metros diez y muy gordo. —dijo el monstruo.

—Qué tonto eres –dijo Jeremy—. Yo mediré un metro sesenta y seis. Seré calvo y usaré gafas como pequeños ceniceros. Daré conferencias a los jóvenes sobre el destino humano y la metempsícosis de Platón.

—¿Qué es una metempsícosis? —preguntó el monstruo, hambriento.

Jeremy tenía cuatro años y podía permitirse el lujo de ser paciente.

—Una metempsícosis es algo que pasa cuando una persona se muda de una casa a otra.

—¿Como cuando nuestro padre vino a vivir aquí desde la calle Monroe?

—Algo parecido. Pero no me refiero a aquel tipo de casa, con tejas y cloacas y cosas por el estilo. Me refiero a este tipo de casa. —explicó, y se golpeó el pecho.

—Ah —dijo el monstruo, subiendo y agazapándose sobre la garganta de Jeremy, con más aspecto de osito de peluche que nunca—. ¿Ahora? —pidió.

No era muy pesado.

—Ahora no —dijo Jeremy, enfurruñado—. Me dará sueño. Quiero mirar un poco más la escena del sueño. Hay una chica que no escucha mi conferencia. Piensa en su cabello.

—¿Y qué pasa con su cabello? —preguntó el monstruo.

—Es castaño —dijo Jeremy—. Y tiene brillo. Le gustaría tener rizos de oro.

—¿Por qué?

—A alguien llamado Bert le gustan los rizos de oro.

—Entonces qué esperas. Hazle rizos de oro.

—¡No puedo! ¿Qué dirían los demás jóvenes?

—Eso ¿tiene alguna importancia?

—No, tal vez. ¿Podría hacerle rizos de oro?

—¿Quién es ella? —quiso saber el monstruo.

—Es una chica que nacerá aquí dentro de unos veinte años. —dijo Jeremy.

El monstruo se le acomodó mejor en el cuello.

—Si va a nacer aquí, claro que le puedes cambiar el cabello. Hazlo de una vez y duérmete.

Jeremy rió de alegría.

—¿Qué pasó? –preguntó el monstruo.

—Lo cambié —dijo Jeremy—. La chica que estaba detrás de ella chilló como un ratón con una pata atrapada. Después pegó un salto. Es una sala de conferencias grande, con pasillos laterales muy empinados. Resbaló en un escalón.

El niño se echó a reír de felicidad.

—¿Qué pasa ahora?

—Se rompió la crisma. Está muerta.

El monstruo soltó una risita.

—Es un sueño muy divertido. Ahora cámbiale otra vez el cabello a la chica, y pónselo como antes. ¿Aparte de ti alguien vio el cambio?

—Nadie más lo vio —dijo Jeremy—. ¡Mira! Ya cambió. Ni siquiera se enteró de que por un instante tuvo rizos de oro.

—Muy bien. ¿Con eso acaba el sueño?

—Supongo que sí —dijo Jeremy con pesar—. De todos modos acaba la conferencia. Todos los jóvenes rodean a la chica del cuello roto. Todos los jóvenes tienen sudor debajo de la nariz. Todas las chicas tratan de meterse el puño en la boca. Puedes seguir con lo tuyo.

El monstruo hizo un ruido de felicidad y apretó con fuerza la boca contra el cuello de Jeremy.

Jeremy cerró los ojos.

Se abrió la puerta.

—Jeremy, querido —dijo su madre. Tenía cara blanda, cansada, y ojos sonrientes—. Oí que te reías.

Jeremy abrió despacio los ojos. Sus pestañas eran tan largas que cuando le levantaban parecían generar una diminuta ola de viento, como ventiladores diminutos. Sonrió, y tres de sus dientes asomaron y sonrieron también.

—Mamá, le conté una historia a Osito, y le gustó. —dijo medio dormido.

—Muy bien, querido —murmuró su madre, acercándose y acomodándole la manta alrededor de la barbilla.

Jeremy sacó una mano y apretó el monstruo contra el cuello.

—¿Osito duerme? —preguntó su madre con voz suave.

—No —dijo Jeremy—. Está muerto de hambre.

—¿Por qué?

—Cuando yo como se me va el hambre. Osito es diferente.

La madre lo miró con tanto amor que no pudo... no pudo pensar.

—Eres un niño extraño —susurró—, y tienes las mejillas más rosadas del mundo.

—Sí, claro. —dijo el niño.

–¡Qué risa más divertida! –dijo la madre, palideciendo.

—No fui yo. Fue Osito. Le resultas rara.

Mamá se quedó encima de la cuna, mirándolo. Era como si lo mirara el entrecejo y los ojos miraran un poco más allá. Finalmente la mujer se humedeció los labios y le palmeó la cabeza.

—Buenas noches, bebé.

—Buenas noches, mamá.

El niño cerró los ojos. Mamá salió de la habitación de puntillas. El monstruo no dejó de hacer lo que estaba haciendo.

Era la hora de la siesta del día siguiente, y por centésima vez la madre lo había besado y había dicho:

—¡Eres tan bueno para la siesta, Jeremy!

Claro que lo era. Cuando llegaba la hora de la siesta, como cuando llegaba la hora de dormir, siempre se iba directamente a la cama. Mamá, por supuesto, no sabía por qué. Quizá tampoco lo supiese Jeremy. Osito lo sabía.

Jeremy abrió el arcón de los juguetes y sacó a Osito.

—Apuesto a que tienes hambre. —dijo.

—Sí. Date prisa.

Jeremy trepó a la cuna y abrazó con fuerza el osito de peluche.

—Sigo pensando en aquella chica —dijo.

—¿Qué chica?

—Aquella a la que le cambié el color del cabello.

—Quizá porque fue la primera vez que cambiaste a una persona.

—¡No fue la primera vez! ¿Qué me dices del hombre que cayó en el agujero del metro?

—Moviste aquel sombrero. El que se le cayó. Se lo moviste debajo de los pies para que pisara el borde con un pie y enredara el otro en la copa y se cayera.

—Bueno, ¿y la niña que arrojé al pasar el camión?

—No la tocaste —dijo el monstruo con ecuanimidad—. Andaba en patines sobre ruedas. Rompiste algo en una rueda para que dejase de girar. Así que se cayó delante del camión.

Jeremy se quedó pensando.

—¿Por qué no toqué nunca a nadie?

—No lo sé —dijo Osito—. Supongo que estará relacionado con que hayas nacido en esta casa.

—Supongo que sí. —dijo Jeremy sin convicción.

—Tengo hambre. —dijo el monstruo, instalándose en el estómago de Jeremy mientras el niño se acostaba boca arriba.

—Bueno, está bien —dijo Jeremy—. ¿La siguiente conferencia?

—Sí —dijo Osito, impaciente—. Ahora sueña intensamente. Con las cosas que dices en las conferencias. Eso es lo que quiero. Olvídate de la gente que está allí. La gente que está allí no importa. Tampoco importa tu conferencia. Importa lo que dices.

La extraña sangre empezó a correr mientras Jeremy se relajaba. Miró el techo, encontró la delgada grieta que siempre miraba mientras soñaba de verdad y empezó a hablar.

—Allí estoy. Allí está la sala, sí, y la... sí, todo está allí, otra vez. Está la chica. La que tiene cabello castaño y brillante. El asiento que hay detrás está vacío. Esto debe de ser después que la otra chica se rompió el pescuezo.

—No importa —dijo el monstruo, impaciente—. ¿Qué dices tú?

—Yo...

Jeremy se quedó en silencio. Finalmente Osito lo presionó.

—Oh. Es sobre el desafortunado acontecimiento de ayer, pero como ocurre con el espectáculo, los estudios deben seguir.

—Pues sigue. —jadeó el monstruo.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Jeremy con impaciencia—. Empezamos. Llegamos ahora a los gimnosofistas, cuya escuela ascética no ha tenido parangón en cuanto a extremismo. Esos extraños aristócratas creían que la ropa e incluso la comida perjudicaban la pureza de pensamiento. Los griegos también los llamaban Hylobioi, término que nuestros estudiantes más eruditos reconocerán como análogo del sánscrito Vana–Prasthas. Es evidente que tuvieron una profunda influencia sobre Diógenes Laercio, el fundador elíseo del escepticismo puro...

Y siguió con su discurso. Tenía a Osito agazapado contra el cuerpo, haciendo pequeños movimientos masticatorios con las suaves orejas; y a veces, estimuladas por algún valioso dato esotérico, las orejas se babeaban.

Después de casi una hora, la suave voz de Jeremy se fue apagando y finalmente calló. Osito, irritado, se movió un poco.

—¿Qué pasa?

—Esa chica —dijo Jeremy—. Sigo mirando esa chica mientras hablo.

—Bueno, deja de hacerlo. No he terminado.

—No queda nada que decir, Osito. Miro y miro a esa chica hasta que ya no puedo seguir con la charla. Ahora estoy diciendo lo de las páginas del libro y dando la tarea. La clase ha terminado.

La boca de Osito casi estaba llena de sangre. Suspiró por las orejas.

—No fue mucho. Pero si es todo, qué le vamos a hacer. Si quieres, ahora puedes dormir.

—Quiero mirar un rato.

El monstruo infló las mejillas. Dentro no tenía mucha presión.

—Adelante.

Se apartó del cuerpo de Jeremy y se acurrucó formando un enfurruñado ovillo. La extraña sangre se movía sin parar por el cerebro de Jeremy. Con ojos abiertos y fijos miró cómo sería, un delgado y calvo profesor de filosofía. Estaba sentado en la sala, mirando cómo los estudiantes subían tropezando por los empinados pasillos, pensando en la extraña compulsión que lo llevaba a mirar a aquella chica, la señorita... la señorita... ¿la señorita qué?

—Ah.

—¡Señorita Patchell!

Miró, asombrado de lo que acababa de hacer. Por cierto que no había querido llamarla. Se apretó las manos con fuerza, recuperando la seca rigidez que en él era lo que más se acercaba a la dignidad.

La chica bajó despacio por los escalones, mirando asombrada con aquellos ojos separados. Llevaba unos libros bajo el brazo y le brillaba el pelo.

—¿Sí, profesor?

—Sé... —se interrumpió y se aclaró la voz—. Sé que hoy es la última clase, y que sin duda se irá a encontrar con alguien. No la retendré mucho tiempo... y si lo hago —agregó, asombrándose de nuevo—, podrá ver a Bert mañana.

—¿Bert? ¡Oh! —en la cara de la chica apareció un agradable rubor—. No sabía que usted supiese... ¿Cómo pudo enterarse?

Él se encogió de hombros.

—Señorita Patchell —dijo—, espero que disculpe usted las divagaciones de un viejo, quiero decir de un hombre maduro. Hay algo que le concierne y que...

—¿Sí?

En los ojos de la chica había cautela, y una pizca de miedo. Echó una ojeada hacia atrás, a la sala ahora vacía.

Golpeó bruscamente la mesa.

—No permitiré que esto siga un minuto más sin enterarme. Señorita Patchell, usted empieza a temerme, y se equivoca.

—Creo que debo... —dijo ella con timidez, y empezó a retroceder.

—¡Siéntese! —rugió él.

Era la primera vez en toda su vida que rugía a alguien, y la impresión de la chica no fue mayor que la suya. Ella se hundió en el asiento de la fila delantera, y pareció mucho más pequeña de lo que era, menos los ojos, que eran mucho más grandes.

El profesor movió la cabeza con irritación. Se levantó, bajó del estrado, caminó hacia ella y se sentó en el asiento de al lado.

—Ahora calle y preste atención —en los labios del profesor se movió la sombra de una sonrisa—. La verdad es que no sé lo que voy a decir. Escuche y sea paciente. No hay nada más importante.

El profesor se quedó un rato pensando, siguiendo mentalmente unas vagas imágenes. Oía o era consciente del acelerado ritmo, ahora un poco más tranquilo, de aquel corazón asustado.

—Señorita Patchell –dijo con voz suave, volviéndose hacia ella—. En ningún momento consulté sus antecedentes. Hasta... digamos... ayer, usted era un rostro cualquiera dentro de la clase, otra fuente de pruebas para corregir. No he consultado el archivo de la secretaria en busca de información. Y, por lo que sé casi con certeza, ésta es la primera vez que hablo con usted.

—Es cierto, señor. —dijo la chica con suavidad.

—Muy bien —el profesor se humedeció los labios—. Usted tiene veintitrés años. La casa donde nació tenía dos pisos y era bastante vieja, con una ventana emplomada en saliente en la curva de las escaleras. El pequeño dormitorio, o habitación de los niños, estaba exactamente sobre la cocina. Cuando la casa estaba en silencio se oía allí debajo el ruido de los platos. La dirección era calle Bucyrus número 191.

—¡Pero... sí! ¿Cómo lo sabía?

El profesor se llevó las manos a la cabeza.

—No lo sé. No lo sé. Yo también viví en esa casa de niño. No sé por qué sé que también usted vivió allí. Hay cosas que... —se dio un golpe con los nudillos en la cabeza—. Pensé que usted podría ayudarme.

La chica lo miró. Era un hombre pequeño, brillante, cansado, que envejecía rápidamente. Le apoyó una mano en el brazo.

—Ojalá pueda —dijo en tono afectuoso—. Ojalá pueda.

—Gracias, niña.

—Quizá si me contara algo más...

—Quizá. Algunas cosas son... feas. Todo está lejos, envuelto en una nebulosa, y apenas lo recuerdo. Sin embargo...

—Continúe, por favor.

—Recuerdo –dijo el profesor, y su voz era casi un susurro— cosas que ocurrieron hace mucho tiempo, y cosas recientes que recuerdo... dos veces. Un recuerdo es claro y nítido, y el otro es viejo y borroso. Y de la misma manera borrosa recuerdo lo que sucede ahora mismo... ¡y lo que sucederá!

—No entiendo.

—Aquella chica. La señorita Symes. Murió aquí ayer.

—Estaba sentada detrás. —dijo la señorita Patchell.

—¡Lo sé! Sabía lo que le iba a pasar. Lo sabía vagamente, como si fuera un recuerdo antiguo. A eso me refiero. No sé qué podría haber hecho para evitarlo. Supongo que nada. Pero en el fondo tengo la sensación de que fue culpa mía, que resbaló y cayó por culpa de algo que hice yo.

—¡Oh, no!

El profesor tocó el brazo de la chica con muda gratitud por la comprensión que notaba en el tono de su voz, e hizo una mueca triste.

—No fue la primera vez —dijo—. Ocurrió muchas, muchas veces. De niño, de joven, estuve plagado de accidentes. Llevaba una vida tranquila. No era muy fuerte, y siempre me interesaron más los libros que el béisbol. Pero fui testigo de más de una docena de muertes violentas e inútiles: accidentes de tránsito, ahogados, caídas y uno o dos... —le tembló la voz—. ...que no mencionaré. Y hubo innumerables accidentes menores: huesos rotos, mutilaciones, puñaladas... y cada vez, de alguna manera, yo tenía la culpa, como en el caso de ayer... y yo... yo...

—No –susurró la muchacha—. No, por favor. Usted no estaba ni siquiera cerca cuando cayó Elaine Symes.

—¡No estaba cerca de ninguna de las víctimas! Eso no importaba. Jamás me liberé del peso de la culpa. Señorita Patchell...

—Catherine.

—Catherine. ¡Muchas gracias! Hay personas a las que los actuarios de seguros llaman «propensas a los accidentes». La mayoría sufren accidentes por propia negligencia, o por alguna anomalía psíquica que los lleva a desafiar el mundo, o a exigir atención haciéndose daño. Pero algunos lo único que hacen es estar presentes cuando ocurre un accidente, sin verse involucrados: son catalizadores de la muerte, si me permite una frase tan ampulosa. Aparentemente yo pertenezco a ese grupo.

—Entonces... ¿por qué siente culpa?

—Fue... —de repente se interrumpió y la miró. La muchacha tenía una cara dulce, y ojos llenos de compasión. El profesor se encogió de hombros—. Ya he dicho muchas cosas —admitió—. Que agregue otra ya no parecerá más fantástico, y no me perjudicará más.

—Nada que me cuente a mí lo perjudicará. —dijo la muchacha con un destello de firmeza.

El profesor le dio esta vez las gracias con una sonrisa, se serenó y dijo:

—Esos horrores, las mutilaciones, las muertes, hace mucho tiempo resultaban divertidas. En esa época habré sido niño, bebé. Entonces algo me enseñó que había que fomentar y disfrutar la agonía y la muerte de los demás. Recuerdo... casi recuerdo cuando se acabó todo eso. Había un... un juguete... un...

Jeremy parpadeó. Había estado mirando tanto tiempo la grieta en el techo que le dolían los ojos.

—¿Qué haces? —preguntó el monstruo.

—Tengo un sueño verdadero —dijo Jeremy—. Soy mayor y estoy sentado en la enorme sala de conferencias, hablando con la chica del cabello castaño que brilla. Se llama Catherine.

—¿De qué estás hablando?

—Ah, de todos los sueños divertidos. Sólo...

—¿Y bien?

—No son tan divertidos.

El monstruo se le abalanzó sobre el pecho.

—Es hora de dormir. Y quiero que...

—No —dijo Jeremy. Se llevó una mano a la garganta—. Basta por ahora. Espera a que vea un poco más este sueño.

—¿Qué quieres ver?

—Ah, no lo sé. Hay algo...

—Divirtámonos un poco —dijo el monstruo—. Ésa es la chica que puedes cambiar, ¿verdad?

—Sí.

—Pues adelante. Dale una trompa de elefante. Haz que le crezca la barba. Tápale las ventanas de la nariz. Adelante. Puedes hacer cualquier cosa.

Jeremy esbozó una sonrisa.

—No quiero.

—Vamos, hazlo. Verás qué divertido...

—Un juguete —dijo el profesor— más que un juguete. Creo que hablaba. ¡Ojalá pudiera recordar con mayor claridad!

—No se esfuerce tanto. Ya le vendrá a la memoria —dijo la muchacha. Siguiendo un impulso, lo agarró de la mano—. Cuénteme.

—Era una cosa —dijo el profesor, con voz entrecortada—, una cosa... blanda y no muy grande. No recuerdo...

—¿Era lisa?

—No. Peluda... velluda. ¡Velluda! Empiezo a recordar. Espere... Una cosa parecida a un osito de peluche. Hablaba. Y ¡sí, claro! ¡Claro que estaba viva!

—Entonces era un animal doméstico. No un juguete.

—Ah, no —dijo el profesor, estremeciéndose—. No hay duda de que era un juguete. Al menos eso era lo que pensaba mi madre. Me hacía... tener sueños verdaderos.

—¿Como Peter Ibbetson, dice usted?

—No, no. No ese tipo de sueños —el profesor se echó hacia atrás y puso los ojos en blanco—. Solía verme como sería más adelante, cuando fuese una persona mayor. Y antes. Ah. Ah, creo que fue entonces... ¡Sí! Debe de haber sido entonces cuando empecé a ver todos esos terribles accidentes. ¡Sí! ¡Sí, fue entonces!

—Tranquilícese —dijo Catherine—. Cuéntemelo con calma.

El profesor se relajó.

—Osito. El demonio, el monstruo. Sé lo que hacía ese demonio. No sé cómo, me hacía ver cómo sería yo de grande. Me hacía repetir lo que había aprendido. Y se alimentaba... ¡de los conocimientos! De veras; se alimentaba de los conocimientos. Tenía una extraña afinidad conmigo, con algo mío. Absorbía los conocimientos que yo transmitía. Y... transformaba los conocimientos en sangre de la misma manera que una planta transforma la luz del sol y el agua en celulosa.

—No entiendo. —dijo la muchacha.

—¿No? ¿Por qué habría de entenderlo? ¿Por qué habría de entenderlo yo? Pero sé qué hacía eso. Me hacía... ¡la bestia me hacía soltar todas aquellas charlas cuando yo tenía cuatro años! Las palabras, el sentido, llegaban de la persona que soy ahora a la persona que era entonces. Y yo daba todo eso al monstruo, que devoraba ese conocimiento y lo sazonaba con cosas que me hacía hacer en los sueños verdaderos. Hacía, entre otras cosas absurdas, que yo obligara a un hombre a tropezar en un sombrero y caer en una excavación subterránea. Y cuando era adolescente estaba al borde de la excavación para ser testigo del accidente. ¡Y así sucedió con todos los demás! Antes de que sucediesen, recordaba a medias todas las cosas horribles que presencié. No hubo manera de impedirlas. ¿Qué voy a hacer?

Había lágrimas en los ojos de la muchacha.

—¿Y yo? —susurró, más quizá para distraerlo de aquella desesperación que por cualquier otro motivo.

—Usted. Hay algo que tiene que ver con usted, si puedo recordarlo. Algo relacionado con lo que le sucedió a... a aquel juguete, aquella bestia. Usted estaba en el mismo ambiente que yo y aquel demonio. De alguna manera, ante él usted es vulnerable y... Catherine, creo que se le hizo algo a usted que...

Se interrumpió en la mitad de la frase. Abrió los ojos, aterrado. La chica seguía sentada a su lado, ayudándolo, compadeciéndolo, y su expresión no había cambiado. Pero sí todo lo demás.

La cara se le encogió y se le arrugó. Los ojos se le alargaron. Le crecieron las orejas hasta que fueron orejas de burro, orejas de conejo, largas y peludas patas de araña. Los dientes se le agrandaron transformándose en colmillos. Los brazos se le secaron, volviéndose pajitas articuladas, y el cuerpo le engordó.

Olía a carne podrida.

De los lustrados zapatos abiertos brotaban unas zarpas mugrientas. Había unas llagas muy vivas. Había... otras cosas. Y todo el tiempo, aquello le sostenía la mano y lo miraba con pena y simpatía.

El profesor...

Jeremy se levantó y arrojó el monstruo lo más lejos que pudo.

—¡No me parece divertido! —gritó—. ¡No es, no es, no es divertido!

El monstruo se levantó y lo miró con aquella expresión blanda, insulsa, de osito de peluche.

—No grites —dijo—. Ahora aplastémosla toda, dejémosla como un jabón húmedo. Y con avispas en el estómago. Y podemos ponerla...





lunes, 19 de diciembre de 2016

¿Dónde vas? ¿Dónde estuviste? de Joyce Carol Oates.

Para Bob Dylan

Se llamaba Connie. Tenía quince años y la costumbre rápida, risueña y nerviosa de estirar el cuello para mirarse en un espejo al pasar, o de investigar las caras de los demás para asegurarse de que la suya estaba bien. Su madre, que se daba cuenta de todo y lo sabía todo y que no tenía muchas razones para seguir mirando su propia cara, siempre la regañaba por eso. “Deja de pavear. ¿Quién te crees que eres? ¿Te crees tan bonita?”, le decía. Connie arqueaba las cejas frente a esa queja conocida y la miraba como si fuera invisible, la mirada perdida en una visión oscura de sí misma tal cual era en ese momento: sabía que era bonita y no había más que hablar. Su madre lo había sido también en algún momento, si podías creerle a esas fotos viejas del álbum, pero ahora su atractivo se había ido y por eso siempre se ensañaba con Connie.
“¿Por qué no puedes mantener tu cuarto limpio como tu hermana? ¿Con qué te peinaste? ¿Qué es eso que huele tan mal? ¿Espray de cabello? No veo a tu hermana usando esa basura.”
Su hermana June tenía veinticuatro años y todavía vivía en casa. Era una de las secretarias en la escuela secundaria de Connie, y como si eso no fuera suficiente —tenerla en el mismo edificio—, June era tan poco atractiva y gorda y predecible que Connie tenía que oír el sinfín de elogios que le dedicaban su madre y sus tías. June hizo esto, y aquello, y June ahorró dinero y ayudó a limpiar la casa y cocinó y Connie no hizo nada; claro, con esa mente llena de sueños baratos que tiene. Su padre estaba en el trabajo todo el día hasta tarde, y cuando llegaba a casa quería cenar y leer el periódico en la mesa y después irse derecho a la cama. No se molestaba mucho en hablar con ellas; pero alrededor de su cabeza inclinada sobre el periódico su madre la seguía asediando hasta que Connie deseaba que se muriera y morirse ella misma y que todo se terminara de una buena vez. “Me dan ganas de vomitar a veces”, se quejaba con sus amigos. Tenía una voz aguda, divertida, sin pausas para respirar, que hacía que todo lo que decía sonara un poco forzado, sin importar si era sincero o no.
Al menos una cosa estaba bien: June salía mucho con sus amigas, chicas tan poco atractivas y gordas como ella, con lo que al menos su madre no le ponía peros cuando Connie quería hacer lo mismo. El padre de su mejor amiga las llevaba en el coche las tres millas hasta el pueblo, y las dejaba en un centro comercial para que pudieran recorrer las tiendas o ir al cine, y cuando volvía a recogerlas a las once de la noche nunca se preocupaba en preguntar qué habían hecho.
Deben haber sido una visión conocida, paseando por el centro comercial en sus pantalones cortos y zapatillas chatas de bailarina chocando contra la acera, sus pulseras de colgantes tintineando en sus muñecas delgadas; inclinándose una sobre el oído de la otra para susurrar y reírse en secreto cuando pasaba alguien que les divertía o interesaba. Connie tenía el pelo largo y rubio oscuro que atraía las miradas de todos, parte recogido en un gran bucle sobre su cabeza, el resto cayendo sobre su espalda. Llevaba una blusa de jersey sin botones que se veía de una manera en casa y de otra totalmente distinta afuera. Todo acerca de Connie tenía dos caras, una para su casa y otra para cualquier otro lugar que no lo fuera: su manera de caminar, a veces infantil, como rebotando, a veces bastante lánguida como para que alguien pensara que estaba escuchando música en su cabeza; su boca, pálida y en una mueca un poco sarcástica la mayor parte del tiempo, y que se volvía brillante y rosada durante estas salidas nocturnas; su risa, cínica y cansina en casa —Ja, ja, muy gracioso— pero aguda y nerviosa en cualquier otro lugar, como el tintineo de los dijes de su pulsera.
A veces iban de compras o al cine, pero otras veces cruzaban la carretera, esquivando rápidamente los coches de la calle transitada, a un restaurante drive-in donde iban los chicos más grandes. El restaurante tenía la forma de una enorme botella, aunque más chato y ancho que una botella real, y sobre el tapón giraba la figura de un niño sonriente sosteniendo una hamburguesa en alto. Una noche de verano cruzaron, quedándose sin aliento por su propia audacia, y enseguida alguien se asomó por la ventanilla de un coche y las invitó a subir, pero era solo un muchacho de la escuela que no les gustaba. Les hizo sentir bien poder ignorarlo. Siguieron a través del laberinto de coches en movimiento y estacionados hasta el restaurante muy iluminado y lleno de moscas, sus rostros satisfechos y expectantes, como si entraran en un edificio sagrado irguiéndose frente a la noche para darles el refugio y la bendición que anhelaban. Se sentaron al mostrador, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, sus pequeños hombros rígidos de la emoción, y escucharon la música que hacía que todo estuviera bien: la música siempre en el fondo, como en misa; algo en lo que se podía confiar.
Un chico llamado Eddie entró para hablar con ellas. Se sentó en el taburete mirando hacia atrás, girando bruscamente en un semicírculo para luego detenerse y girar en sentido contrario, una y otra vez; y al rato le preguntó a Connie si quería algo de comer. Ella le respondió que sí y entonces le tocó el brazo a su amiga al salir —su amiga levantó el rostro en una mirada valiente y curiosa— y Connie le dijo que se encontraría con ella a las once, del otro lado del camino. “Odio dejarla así sola”, dijo Connie con seriedad, pero él le aseguró que no iba a estar sola por mucho tiempo. Con lo que fueron hasta su coche y, en el camino, Connie no pudo evitar que sus ojos vagaran sobre los parabrisas y los rostros a su alrededor, el suyo propio brillando con una alegría que no tenía nada que ver ni con Eddie ni con ese lugar; quizá fuera la música. Encogió los hombros y contuvo el aliento por el puro placer de estar viva, y justo en ese momento vio al pasar una cara a pocos metros. Era un muchacho de pelo negro enmarañado, en un viejo convertible dorado. La miró fijo y sus labios se abrieron en una sonrisa. Connie le devolvió la mirada, los ojos entrecerrados de desdén, y se dio la vuelta; pero no pudo evitar mirar hacia atrás y ahí estaba todavía, mirándola. Él le apunto con un dedo, riéndose, y dijo: “Te voy a conseguir, nena”, y Connie se volvió a girar, sin que Eddie se diera cuenta de nada.
Pasó tres horas con él, primero en el restaurante comiendo hamburguesas y bebiendo Coca-Cola en vasos descartables siempre húmedos, y luego en un callejón a más o menos una milla de distancia; y cuando él la dejó a las once menos cinco solamente el cine seguía abierto en todo el centro comercial. Su amiga estaba ahí, hablando con un chico. Cuando Connie se acercó, las dos chicas se sonrieron y Connie dijo: “¿Qué tal la película?” y la chica dijo: “Tú deberías saberlo”. Se marcharon con el padre de su amiga, con sueño y alegres, y Connie no pudo evitar mirar hacia atrás, hacia el centro comercial a oscuras con su gran estacionamiento vacío y los carteles, descoloridos y fantasmales ahora, y hacia el restaurante drive-in donde los coches seguían dando vueltas sin parar. No podía escuchar la música a esa distancia.
A la mañana siguiente June le preguntó qué tal había estado la película y Connie dijo: “Más o menos”.
Connie y esa chica y de vez en cuando otra chica salían varias veces a la semana, y el resto del tiempo se lo pasaba en casa —eran las vacaciones de verano— siempre molestando a su madre y pensando, soñando con los chicos que había conocido. Pero todos esos chicos se disolvían en un solo rostro que no era siquiera un rostro sino una idea, una sensación, mezclada con el pulso urgente de la música y el aire húmedo de la noche de julio. Cada tanto, su madre volvía a arrastrarla a la realidad del día, buscándole cosas para hacer o preguntándole de repente: “¿Qué es eso que oí de la chica de Pettinger?”.
Y Connie decía nerviosamente, “Oh, ella. Esa tonta”. Siempre marcaba una línea gruesa y clara entre ella y esas otras chicas, y su madre era lo suficientemente tonta y amable para creérselo. Connie pensaba que su madre era tan tonta que quizá fuera cruel engañarla tanto. Se movía por la casa arrastrando los pies en unas pantuflas viejas, quejándose por teléfono de una hermana al hablar con la otra, hasta que la otra llamaba y las dos se quejaban de una tercera. Si se mencionaba el nombre de June el tono de la madre era de aprobación, y si se mencionaba el nombre de Connie era de desaprobación. Esto no quería decir que no le gustaba Connie, y en realidad Connie pensaba que su madre la prefería a June solo porque era más bonita, pero las dos persistían en un juego de exasperación, una sensación de tironeo y lucha por algo de poco valor para cualquiera de las dos. A veces, mientras tomaban café, eran casi amigas, pero algo surgía —una molestia que era como una mosca zumbando de repente alrededor de sus cabezas— y sus gestos se endurecían de desprecio.
Un domingo Connie se levantó a las once —ninguno en la familia iba a la iglesia— y se lavó el pelo para que se secara todo el día al sol. Sus padres y su hermana iban a una barbacoa en casa de una tía y Connie se negó, diciendo que no estaba interesada y poniendo los ojos en blanco para que su madre entendiera exactamente lo que pensaba de eso. “Quédate sola en casa entonces”, le respondió su madre de manera brusca. Connie se sentó en la parte trasera de la casa en una silla playera y vio cómo se alejaban en el coche, su padre silencioso y calvo, la espalda torcida para poder sacar el coche en marcha atrás, su madre con una mirada todavía enojada y para nada suavizada aun a través del parabrisas, y en el asiento trasero la pobre June, vestida de domingo como si no supiera lo que era una barbacoa, con todos esos niños gritones corriendo de aquí para allá y moscas por todas partes. Connie se sentó con los ojos cerrados de cara al sol, soñando, aturdida por el calor que la envolvía como una especie de amor, las caricias del amor; y su mente se deslizó hacia pensamientos del muchacho de la noche anterior y lo agradable que había sido, qué dulce que era siempre, no de la manera que alguien como June podría suponer pero dulce igual, suave, como en las películas y como lo prometían las canciones; y al abrir los ojos apenas sabía dónde estaba, en el patio trasero que más allá se perdía en malezas y la fila de árboles como si fuera una cerca y por detrás el cielo azul y perfectamente inmóvil. La casa plana con sus techos de asbesto, que ya tenía tres años, la sobresaltó: parecía pequeña. Sacudió la cabeza como para despertarse.
Hacía demasiado calor. Entró en la casa y encendió la radio para ahogar el silencio. Se sentó al borde de la cama, descalza, y escuchó durante una hora y media un programa llamado Popurrí Dominical XYZ, disco tras disco, cantando esas canciones duras, rápidas y chillonas, intercaladas con los gritos de Bobby King: “¡Y ahora, para todas las chicas de Napoleon's-Son y Charley quiero que escuchen con mucha atención la próxima canción!”.
Y Connie misma se puso a escuchar con más atención, bañada en el resplandor de una alegría apagada que parecía surgir misteriosamente de la música misma y flotar lánguidamente en la pequeña habitación sin aire, y que Connie inhalaba y exhalaba con cada suave elevación y caída de su pecho.
Algo más tarde oyó el ruido de un coche subiendo hasta la casa. Se incorporó de repente, sobresaltada, porque no podía ser que su padre estuviera de vuelta tan pronto. La grava siguió crujiendo todo el tiempo desde la carretera —el camino de entrada a la casa era largo— y Connie corrió a la ventana. Era un coche que no conocía. Era un cacharro descapotable, pintado de un dorado brillante que captaba la luz del sol de una manera opaca. El corazón comenzó a latirle con fuerza y sus dedos se movieron rápidos hacia el pelo, revisándolo, mientras susurraba, “Dios mío. Dios mío”, preguntándose qué tan mal se veía. El coche se detuvo junto a la puerta lateral y la bocina sonó en cuatro bocinazos cortos, como si se tratara de una señal que Connie fuera a reconocer.
Entró a la cocina y se acercó lentamente hasta la puerta, colgándose de la puerta mosquitera entreabierta, los dedos de los pies descalzos enroscándose bajo el borde del escalón. Había dos chicos en el coche y ahora sí reconoció al que conducía: tenía el pelo negro enmarañado y loco como si fuera una peluca y le sonreía.
—No llego tarde, ¿no? —dijo.
—¿Quién demonios te crees que eres? —dijo Connie.
—Te dije que iba a salir, ¿no?
—Ni siquiera te conozco.
Connie habló de una manera hosca, cuidándose de no mostrar ningún interés ni placer, mientras que él hablaba en un tono rápido, monótono y vivo. Connie miró por detrás de él al otro chico, tomándose su tiempo. Tenía el pelo castaño, con un mechón que le caía sobre la frente. Sus patillas le daban un aspecto feroz y avergonzado, pero hasta el momento ni se había molestado en mirarla. Ambos llevaban gafas de sol. Las del conductor eran metálicas con cristales espejados, reflejándolo todo en miniatura.
—¿Quieres venir a dar un paseo? —dijo él.
Connie le sonrió de manera sarcástica y dejó caer su cabello suelto sobre un hombro.
—¿No te gusta mi coche? Pintura nueva —dijo—. Ey.
—¿Qué?
—Eres simpática.
Ella fingió estar ocupada con algo, espantando a las moscas de la puerta.
—¿No me crees, o qué? —dijo él.
—Mira, ni siquiera sé quién eres —dijo Connie con asco.
—Oye, Ellie tiene una radio, ¿ves? La mía se rompió. —Levantó el brazo de su amigo, mostrándole la pequeña radio a transistores que sostenía el muchacho, y ahora Connie comenzó a escuchar la música. Era el mismo programa que estaba sonando en el interior de la casa.
—¿Bobby King? —preguntó ella.
—Lo escucho todo el tiempo. Me parece genial.
—Es bastante genial —dijo Connie a regañadientes.
—Mira, ese tipo es genial. Sabe dónde está la acción.
Connie se sonrojó un poco, porque las gafas le impedían ver lo que el chico estaba mirando. No podía decidir si le gustaba o si solo era un idiota, y por eso se demoraba en la puerta y no salía de una vez ni volvía a entrar. Entonces le dijo:
—¿Qué es todo eso pintado en tu coche?
—¿No lo puedes leer?
Abrió la puerta con mucho cuidado, como si tuviera miedo de que fuera a caerse. Se bajó del coche con el mismo cuidado, plantando los pies firmemente sobre el suelo, el mundo pequeño y metálico reflejado de sus gafas deteniéndose como una gelatina que va cuajando, y en el medio de todo ese reflejo la blusa verde brillante de Connie.
—Para empezar, este es mi nombre —dijo. “Arnold Friend” estaba escrito en letras negras alquitranadas en el costado del coche, junto a un dibujo de un rostro redondo y sonriente que a Connie le hizo pensar en una calabaza, aunque con gafas de sol—. Quiero presentarme. Soy Arnold Friend y ese es mi verdadero nombre y voy a ser tu amigo, nena, y dentro del coche está Ellie Oscar. Es un poco tímido —Ellie levantó la radio de transistores hasta el hombro y la balanceó ahí—. Ahora, estos números pintados son un código secreto, cariño —explicó Arnold Friend.
Leyó los números 33, 19, 17, alzando las cejas al mirarla como preguntándole qué pensaba de eso, pero ella no pensaba nada. El guardabarros trasero izquierdo había sido abollado y tenía escrito, sobre el color dorado reluciente: “hecho por una mujer loca”. Connie tuvo que reírse de eso. A Arnold Friend le gustó su risa y la miró.
—Del otro lado hay mucho más, ¿quieres venir aquí y verlo?
—No.
—¿Por qué no?
—¿Por qué habría de hacerlo?
—¿No quieres ver lo que hay escrito en el coche? ¿No quieres ir de paseo?
—No lo sé.
—¿Por qué no?
—Tengo cosas que hacer.
—¿Cómo qué?
—Cosas.
Él se rio como si ella hubiera dicho algo gracioso. Se dio una palmada en el muslo. Estaba parado de una manera extraña, apoyándose contra el coche como para mantener el equilibrio. No era alto, solo un par de centímetros más alto que lo que ella sería parada a su lado. A Connie le gustaba la forma en que vestía, la misma en la que todos ellos se vestían: unos vaqueros apretados metidos dentro de botas negras gastadas, un cinturón que marcaba su cintura y mostraba lo flaco que era y una remera blanca un poco sucia y que mostraba los músculos, pequeños y duros, en sus brazos y hombros. Daba la impresión de hacer trabajo pesado, levantando y cargando cosas. Hasta su cuello parecía musculoso. Y su cara era familiar, de cierto modo: la mandíbula, el mentón y las mejillas ligeramente oscurecidas por el par de días sin afeitarse, y la nariz larga y aguileña, oliendo el aire como si todo esto fuera una broma y ella fuera un caramelo que iba a engullirse.
—Connie, no me estás diciendo la verdad. Hoy es el día que reservaste para dar una vuelta conmigo y tú lo sabes —dijo, sin parar de reírse. El modo en que se enderezó y se recuperó rápidamente de su ataque de risa mostró que había sido falso.
—¿Cómo sabes mi nombre? —dijo ella, con suspicacia.
—Es Connie.
—Quizás, quizás no.
—Conozco a mi Connie —dijo, sacudiendo su dedo índice. Ahora Connie lo recordaba mejor, de allá, del restaurante, y sus mejillas se enrojecieron al recordar cómo había contenido el aliento al pasar junto a él. Y la recordaba.
—Ellie y yo vinimos aquí solo por ti —dijo—. Ellie se puede sentar atrás. ¿Qué te parece?
—¿Dónde?
—¿Dónde qué?
—¿Adónde vamos?
La miró. Se quitó las gafas de sol y ella vio lo pálida que era su piel alrededor de los ojos, como agujeros no llenos de sombra, sino de luz. Sus ojos eran como astillas de vidrio captando la luz de una manera amable. Él sonrió. Era como si la idea de ir de paseo a algún lugar, cualquier lugar, fuera una idea nueva para él.
—Solo a dar un paseo, Connie, cariño.
—Nunca dije que mi nombre fuera Connie —dijo ella.
—Pero yo lo sé. Sé tu nombre y sé todo sobre ti, muchas cosas —dijo Arnold Friend. Todavía no se había movido, sino que se mantuvo inmóvil apoyado contra el costado de su coche—. Me llamaste la atención, una chica tan bonita, y me tomé el trabajo de averiguar todo acerca de ti; por ejemplo, sé que tus padres y tu hermana se han ido a alguna parte y sé dónde están y cuánto tiempo van a estar fuera, y sé con quién estuviste anoche, y que el nombre de tu mejor amiga es Betty. ¿Cierto?
Hablaba con una voz simple y melodiosa, como recitando la letra de una canción. Su sonrisa le aseguraba a Connie que todo estaba bien. En el coche Ellie subió el volumen de la radio, sin molestarse en mirarlos.
—Ellie se puede sentar en el asiento de atrás —dijo Arnold Friend. Señaló a su amigo con un movimiento de la barbilla, como si Ellie no contara y Connie no debiera preocuparse por él.
—¿Cómo averiguaste todo eso? —dijo Connie.
—Mira: Betty Schultz y Tony Fitch y Jimmy Pettinger y Nancy Pettinger —dijo, como cantando—. Raymond Stanley y Bob Hutter...
—¿Los conoces a todos?
—Conozco a todo el mundo.
—Mira, estás bromeando. No eres de por aquí.
—Sí que lo soy.
—Entonces… ¿cómo es que nunca te vi antes?
—Claro que me viste antes —dijo. Bajó la mirada hacia sus botas, con un aire un poco ofendido—. Es que no te acuerdas.
—Creo que me acordaría de ti —dijo Connie.
—¿Ah, sí? —En ese momento levantó la vista, radiante. Estaba contento. Empezó a marcar el compás de la música de la radio de Ellie, golpeando levemente un puño sobre el otro. Connie apartó la mirada de la sonrisa en su rostro hacia el coche, pintado de un color tan brillante que casi le dolían los ojos al mirarlo. Miró ese nombre, “Arnold Friend”. Y en el guardabarros delantero vio una expresión que le era familiar: “súbanse a los platillos voladores”. Era una expresión que los chicos habían usado el año anterior, pero este año ya no. Miró esas palabras por un momento, como si significaran algo para ella que todavía no entendía.
—¿En qué estás pensando? ¿Eh? —le increpó Arnold Friend—. No estarás preocupada de que se te arruine el peinado con el viento en el coche, ¿no?
—No.
—¿Piensas que quizás no conduzca bien?
—¿Y yo qué sé?
—Eres una chica difícil de manejar. ¿Por qué? —le dijo—. ¿No sabes que soy tu amigo? ¿No viste que hice mi seña cuando pasaste caminando?
—¿Qué seña?
—Mi seña —y dibujó una cruz en el aire, inclinándose hacia ella. Estaban a unos tres metros de distancia. Una vez que su mano volvió a caer a su lado, la cruz seguía todavía en el aire, casi visible. Connie dejó que la puerta mosquitera se cerrara y se quedó completamente inmóvil del lado de adentro, escuchando la música de su radio. Le echó una mirada a Arnold Friend. Él se quedó parado ahí, en una pose casual rígida, fingiendo estar relajado, su mano descansando contra el picaporte de la puerta, como si eso le permitiera sostenerse en pie y no tuviera intención de moverse nunca más. Connie reconocía la mayoría de lo que llevaba puesto, los jeans ajustados que mostraban sus muslos y las nalgas y las botas de cuero grasiento y la camisa apretada, y hasta esa sonrisa amable y entradora, esa sonrisa soñolienta, como despertando de un sueño feliz, esa que todos los chicos usaban para transmitir lo que no querían poner en palabras. Reconocía todo eso, así como también la forma melodiosa de hablar, un poco burlona, bromeando, pero a la vez seria y un poco melancólica, y reconocía la forma en que golpeaba un puño sobre el otro en homenaje a la música perpetua detrás de él. Pero todas estas cosas no encajaban.
De repente, Connie le dijo:
—Oye, ¿cuántos años tienes?
Su sonrisa se desvaneció. Ella pudo ver entonces que no era un chico, sino mucho mayor: treinta, quizás más. Con esto su corazón empezó a latir mucho más rápido.
—Qué tontería me preguntas. ¿No ves que soy de tu edad?
—Al diablo si lo eres.
—Tal vez un par de años más. Tengo dieciocho.
—¿Dieciocho? —dijo ella, en tono dudoso.
Él se sonrió para tranquilizarla y unas arrugas aparecieron en las comisuras de su boca. Sus dientes eran grandes y blancos. Sonrió una sonrisa tan ancha que sus ojos se convirtieron en rendijas y Connie vio lo gruesas que eran sus pestañas, gruesas y negras como pintadas con alquitrán. Entonces, de repente, él pareció avergonzarse y miró por encima de su hombro hacia Ellie.
—Él, él sí que es loco —dijo—. ¿No es gracioso? Es un loquito, un verdadero personaje—. Ellie seguía escuchando su música. Sus gafas de sol no ofrecían nada de lo que pudiera estar pensando. Llevaba una camisa de un naranja vivo desabrochada hasta la mitad para mostrar el pecho, un pecho pálido y azulado y nada musculoso como el de Arnold Friend. Llevaba el cuello de la camisa dado vuelta hacia arriba, bordes por encima de la barbilla, como si lo estuvieran protegiendo. Apretaba la radio de transistores contra la oreja y seguía sentado ahí, bajo el sol, en una especie de sopor.
—Es un poco raro —dijo Connie.
—Oye, ¡dice que eres un poco raro! ¡Un poco raro! —le gritó Arnold Friend. Golpeó el coche para llamar la atención de Ellie. Ellie se dio vuelta por primera vez y Connie se sorprendió al ver que tampoco era un chico: tenía un rostro agradable, lampiño, con las mejillas ligeramente ruborizadas, como si las venas estuvieran demasiado cerca de la superficie; el rostro de un bebé de cuarenta años. Al ver esto, Connie sintió una oleada de vértigo y lo miró como si esperara algo que cambie la conmoción del momento, para que todo volviera a estar bien. Los labios de Ellie seguían formando palabras, murmurando la letra que sonaba en su oído.
—Quizá sería mejor que se fueran —dijo Connie, débilmente.
—¿Qué? ¿Por qué? —gritó Arnold Friend—. Vinimos hasta aquí para llevarte de paseo. Es domingo. —Ahora su voz era la voz del hombre de la radio. Era la misma voz, pensó Connie—. ¿No sabes que es domingo todo el día? Y, mi amor, no importa con quién estabas anoche, ¡hoy estás con Arnold Friend y que no se te olvide! Quizá sea mejor que salgas aquí —dijo, y esto último lo dijo con una voz diferente. Era una voz un poco menos expresiva, como si el calor finalmente le estuviera colmando los nervios.
—No. Tengo cosas que hacer.
—Ey.
—Mejor se van.
—No nos vamos hasta que vengas con nosotros.
—Ni loca voy a...
—Connie, no me hagas perder el tiempo. Quiero decir, quiero decir, no juegues conmigo —dijo, sacudiendo la cabeza. Se rio con incredulidad. Apoyó las gafas sobre la cabeza, con cuidado, como si en verdad usara una peluca, y acomodó las patillas detrás de sus orejas. Connie lo miró fijamente, otra oleada de vértigo y miedo surgiendo en su interior, y por un momento ni siquiera lo vio claro, solo una mancha frente a ella, parado ahí contra el coche dorado; y pensó que sí, seguro, había subido hasta la casa con su coche esos últimos metros, pero había salido de la nada antes de eso y no pertenecía a ninguna parte y todo acerca de él y hasta de esa música que le resultaba tan familiar era solo en parte real.
—Si mi padre llega y te ve...
—No va a venir. Está en una barbacoa.
—¿Cómo lo sabes?
—En lo de la tía Tillie. Ahora mismo están, hmmm... están bebiendo. Sentados —dijo vagamente, entrecerrando los ojos como si pudiera ver hasta allá lejos en el pueblo, hasta el patio trasero de la tía Tillie. Entonces su visión pareció aclararse y asintió enérgicamente—. Ajá. Todos sentados. Ahí está tu hermana, la del vestido azul, ¿no? Y de tacones altos, la pobre perra triste, ¡nada comparada contigo, cariño! Y tu madre está ayudando a una mujer gorda con las mazorcas de maíz, limpiándolas, desgranándolas.
—¿Qué mujer gorda?, exclamó Connie.
—¿Y yo qué sé qué mujer gorda? ¡No conozco a cada maldita gorda del mundo! —Arnold Friend se rio.
—Oh, es la señora Hornsby... ¿Quién la invitó? —dijo Connie. Se sentía un poco mareada. Su respiración se aceleró.
—Es demasiado gorda. No me gustan gordas. Me gustan como tú, cariño —le dijo con una sonrisa cansina. Se miraron por un momento a través de la puerta mosquitera. Entonces, él le dijo en voz baja—: Ahora, vas a hacer lo que te digo: vas a salir por esa puerta. Te vas a sentar junto a mí en el asiento delantero y Ellie se va a pasar atrás; al diablo con Ellie, ¿no? No eres su cita. Eres la mía. Soy tu amante, nena.
—¿Qué? Estás loco...
—Sí, soy tu amante. Aún no sabes lo que es eso, pero ya vas a entender —dijo—. Eso también lo sé. Lo sé todo sobre ti. Pero mira: es una cosa muy bonita y no podrías pedir a nadie mejor que yo, o más educado. Siempre cumplo mi palabra. Deja que te cuente, siempre soy muy bueno al principio, la primera vez. Te voy a abrazar tan fuerte que no se te va a ocurrir que te tienes que escapar ni fingir nada, porque vas a saber que no puedes. Y voy a entrar en ti, ahí donde todo es secreto, y te vas a rendir a mí y vas a amarme.
—Cállate. ¡Estás loco! —dijo Connie. Retrocedió unos pasos, alejándose de la puerta. Se tapó los oídos con las manos como si hubiera oído algo terrible, algo que no estaba dirigido a ella. “La gente no habla así, estás loco”, murmuró. El corazón casi le desbordaba el pecho y cada latido le hacía brotar sudor por todas partes. Miró hacia afuera y vio a Arnold Friend hacer una pausa y luego dar un paso hacia el porche, tambaleándose. Estuvo a punto de caer. Pero, como un borracho sagaz, se las arregló para recuperar el equilibrio. Se tambaleó en sus botas altas y se aferró a uno de los postes del porche.
—¿Cielo? —dijo—. ¿Me sigues escuchando?
—¡Lárgate de aquí!
—Sé buena, cariño. Mira.
—Voy a llamar a la policía...
Él se tambaleó de nuevo y por el costado de su boca echó una maldición como un escupitajo veloz, algo que no tuvo intención de que ella escuchara. Pero incluso ese “¡Mierda!” sonó forzado. Entonces empezó a sonreírse de nuevo. Ella vio esa sonrisa avanzar, torpe, como sonriendo dentro de una máscara. Su rostro entero era una máscara, pensó descabelladamente, curtido hasta llegar a la garganta blanca, como si se hubiera cubierto de maquillaje en la cara pero se hubiera olvidado de seguirlo hasta el cuello.
—¿Cielo? Mira, esta es la situación. Siempre digo la verdad y te prometo esto: no voy a entrar a la casa a perseguirte.
—¡Más te vale! Voy a llamar a la policía si tú... si no...
—Cariño —siguió él, hablando a la misma vez que ella—, cariño, no voy a entrar allí, pero tú vas a salir aquí. ¿Sabes por qué?
Connie jadeaba, sin aliento. La cocina parecía un lugar que nunca había visto antes, un cuarto al que había escapado pero que no le servía ahora, que no iba a ayudarla. La ventana de la cocina nunca había tenido cortinas, aun después de tres años, y había platos en el fregadero que habían dejado para que ella lavara, probablemente, y si deslizabas la mano sobre la mesa, probablemente te encontraras con algo pegajoso.
—¿Me escuchas, mi amor? ¡Oye!
—Voy a llamar a la policía...
—En cuanto toques ese teléfono ya no tengo que cumplir mi promesa y voy a poder entrar. Y no te va a gustar.
Connie se abalanzó hacia adelante y trató de trabar la puerta. Los dedos le temblaban.
—¿Por qué la vas a trabar? —dijo Arnold Friend suavemente, hablándole directamente a la cara—. No es más que una puerta mosquitera. No es nada. —Una de sus botas apuntaba en un ángulo raro, como si su pie no estuviera dentro de ella. Apuntaba hacia la izquierda, torcida a la altura del tobillo—. Quiero decir... cualquiera puede atravesar una puerta mosquitera, y hasta vidrio y madera y hierro o cualquier otra cosa si lo necesita, cualquiera; y especialmente Arnold Friend. Si el lugar estallara en llamas, cariño, vendrías corriendo a mis brazos, a mis brazos donde te sentirías a salvo y en casa, como si supieras que soy tu amante y dejaras de perder el tiempo. No me molesta una linda chica tímida, pero no me gusta perder el tiempo. —Parte de esas palabras fueron pronunciadas con un leve acento rítmico, y Connie las reconoció de algún modo: el eco de una canción del año anterior, acerca de una chica que corría a los brazos de su novio y volvía a casa otra vez.
Connie estaba descalza sobre el piso de linóleo, mirándolo fijamente.
—¿Qué quieres? —susurró.
—A ti —dijo él.
—¿Qué?
—Te vi esa noche y pensé ella es la única para mí, sí señor. Ya no necesito buscar más.
—Pero mi padre está volviendo. Está volviendo a buscarme. Tenía que lavarme el pelo antes de ir... —Habló con una voz seca, rápida, levantando el tono apenas para que él escuchara.
—No, tu papá no está viniendo y sí, ya sé que tenías que lavarte el cabello y te lo lavaste para mí. Suave y brillante y todo para mí. Te lo agradezco, mi amor —le respondió él, con una media reverencia burlona, pero otra vez estuvo a punto de perder el equilibrio. Se tuvo que inclinar y ajustarse las botas. Evidentemente los pies no le llegaban hasta las puntas; las había rellenado con algo para parecer más alto. Connie lo miró y miró más allá de él, hacia Ellie en el coche, quien parecía estar mirando a lo lejos, a la derecha de Connie, a la nada. Y entonces Ellie dijo, extrayendo las palabras del aire, una tras otra, como si las descubriera:
—¿Quieres que arranque la línea de teléfono?
—Cierra la boca y mantenla cerrada —dijo Arnold Friend, el rostro rojo por haberse agachado o tal vez de la vergüenza de que Connie hubiera visto sus botas—. Esto no es asunto tuyo.
—¿Qué... qué estás haciendo? ¿Qué es lo que quieres? —dijo Connie—. Si llamo a la policía te van a atrapar, van a arrestarte.
—La promesa era que no iba a entrar a menos que toques ese teléfono, y voy a cumplir esa promesa —le respondió. Volvió a su posición erguida y trató de echar los hombros hacia atrás. Sonaba como el héroe de una película, diciendo algo importante. Pero habló en voz muy alta y fue como si estuviera hablando con alguien parado detrás de Connie.
—No planeé entrar en una casa en la que no pertenezco, sino que tú vengas a mí, como debes. ¿No sabes quién soy?
—Estás loco —susurró ella. Se apartó de la puerta, pero no quiso escapar a otra parte de la casa, como si temiera que hacerlo fuera darle permiso a entrar por la puerta.
—Que es lo que... estás loco... tú...
—¿Eh? ¿Qué dices, cariño?
Los ojos de Connie corrían de aquí para allá, cubriendo distintas partes de la cocina. No podía recordar qué era esa habitación.
—Te digo lo que va a pasar, cariño: sales y nos vamos en el coche, y damos un lindo paseo. Pero si no sales, entonces vamos a esperar a que tu gente vuelva a casa y entonces va a ser peor para todos.
—¿Quieres que arranque la línea? —repitió Ellie. Apartó la radio de su oreja e hizo una mueca, como si el aire fuera demasiado para él sin el refugio de la radio.
—Te dije que te calles, Ellie —dijo Arnold Friend—. Si eres sordo, consíguete un audífono, ¿entiendes? Compórtate. Esta chiquita no es ningún problema y va a ser buena conmigo, así que Ellie, métete en lo tuyo que esta no es tu cita, ¿entiendes? No te me pegues, no acapares, no abrumes, no te vuelvas un perro de caza, no me sigas —dijo con una voz rápida y sin sentido, como repitiendo de memoria todas las expresiones que había aprendido sin estar seguro de cuál estaba aún de moda, y luego apresurándose a crear otras nuevas, inventándolas con los ojos cerrados—. No te me metas bajo mi cerca, no te metas en mi madriguera, no huelas mi pegamento, no chupes mi paleta, ¡guárdate tus malditos dedos grasientos para ti mismo! Se puso la mano sobre los ojos para hacer sombra y miró a Connie, que estaba apoyada contra la mesa de la cocina.
—No le hagas caso, nena, es un idiota. Un tonto. ¿Entiendes? Soy el chico para ti, y como ya te dije, tú sales de la casa, todo bien, como una dama y me das la mano y nadie sale herido, ya ves, quiero decir, tu papito calvo y tu mami y tu hermana la de los tacones altos. Porque, escúchame bien: ¿para qué meterlos en esto?
—Déjame en paz —susurró Connie.
—Oye, ¿conoces a esa vieja que vive a un trecho de aquí, tú sabes, la que tiene pollos y esas cosas. ¿La conoces?
—¡Está muerta!
—¿Muerta? ¿Qué? ¿La conoces? —dijo Arnold Friend.
—Está muerta...
—¿No te cae bien?
—Está muerta... ella... ella ya no está más por aquí...
—Pero no te cae bien, quiero decir, ¿tienes algo en contra de ella? ¿Algún rencor o algo así? —su tono de voz bajó, como si se diera cuenta de una grosería. Se tocó las gafas que descansaban sobre su cabeza, como asegurándose de que estuvieran todavía allí—. Vamos, sé una buena chica.
—¿Qué vas a hacer?
—Solo un par de cosas, o quizás tres —dijo Arnold Friend—. Pero te prometo que no va a durar mucho y que al final te voy a gustar como te llega a gustar la gente que te es cercana. Es cierto. Se acabó todo para ti aquí, así que sal de una vez. No quieres que tu gente tenga problemas, ¿no?
Connie se dio la vuelta y chocó contra una silla o contra algo, lastimándose la pierna, pero igual corrió al cuarto de atrás y cogió el teléfono. Algo rugió en su oído, un rugido pequeño, y estaba tan enferma de miedo que no podía hacer otra cosa más que escuchar ese rugido: el teléfono se sentía húmedo y frío y muy pesado en sus manos, y sus dedos buscaron a tientas el dial pero eran demasiado débiles para tocarlo. Comenzó a gritar en el teléfono, contra el rugido. Gritó, gritó pidiendo por su madre, y sintió que su aliento se sacudía violentamente dentro de sus pulmones hacia adelante y hacia atrás, como si fuera un instrumento con el que Arnold Friend la estuviera apuñalando una y otra vez sin ternura. Un aullido de dolor y pena se erigió dentro y alrededor de ella, encerrándola en su interior así como estaba encerrada en esta casa.
Luego de un rato pudo volver a oír. Estaba sentada en el suelo, la espalda húmeda contra la pared.
Arnold Friend le decía desde la puerta: “Así me gusta, como una buena chica. Cuelga el teléfono”.
Ella pateó el teléfono, alejándolo de sí.
—No, mi amor: levántalo. Y cuélgalo bien.
Ella lo recogió y colgó el receptor. El tono de llamada se detuvo.
—Así me gusta. Ahora, ven aquí.
Ella se sentía hueca, el espacio que antes ocupaba el miedo ahora era solo un espacio vacío. Todo ese gritar la había hecho explotar. Se sentó, una pierna acalambrada debajo del cuerpo, y en el fondo de su cerebro vio algo así como un punto de luz que seguía brillando y no la dejaba descansar. Pensó, no voy a ver a mi madre otra vez. Pensó, ya no voy a dormir en mi cama otra vez. Su blusa verde vivo estaba toda mojada.
Arnold Friend dijo, con voz a la vez amable y fuerte, como la de un actor en escena.
—El lugar de donde vienes ya no existe más, y el lugar al que pensabas ir está cancelado. Este lugar donde estás ahora, la casa de papá, no es más que una caja de cartón que puedo derribar en cualquier momento. Tú lo sabes, y siempre lo supiste. ¿Me entiendes?
Ella pensó, “tengo que pensar. Tengo que saber qué hacer”.
—Vamos a ir a un campo bonito, ahí fuera de la ciudad donde huele tan bien y hay sol —dijo Arnold Friend—. Te voy a tener en mis brazos bien cerca para que no pienses que necesitas tratar de escaparte y te voy a mostrar lo que es el amor, lo que hace el amor. ¡Al diablo con esta casa! Parece sólida, nomás —dijo. Arrastró una uña sobre la puerta mosquitera y Connie no tembló con el ruido como lo hubiera hecho el día anterior—. Ahora, ponte la mano sobre el corazón, cariño. ¿Lo sientes? Se siente muy sólido también, pero tú y yo sabemos que no es así. Sé buena conmigo, dulce como puedes ser porque ¿qué más hay para una chica como tú, más que ser dulce y bonita y ceder... y escaparnos antes de que tu gente vuelva?
Ella sintió su corazón latiendo con fuerza. Su mano parecía contenerlo. Por primera vez en su vida pensó que ese corazón no era de ella, que no le pertenecía, que era solo una cosa latiendo, viva dentro de ese cuerpo que tampoco era suyo.
—No quieres que salgan lastimados —siguió diciendo Arnold Friend—. Ahora, levántate, cariño. Levántate solita.
Ella se puso de pie.
—Ahora, vuélvete hacia aquí. Así, bien. Ven hacia mí. Ellie, guarda eso, ¿no te lo dije antes? Imbécil. Imbécil asqueroso y miserable —dijo Arnold Friend. Sus palabras no contenían ira, sino que eran solo parte de un conjuro. El conjuro era amable—. Ahora ve, cruza la cocina hasta mí, cariño, y déjame ver una sonrisa, vamos, prueba de sonreír, eres una chica valiente, una chica muy dulce y ahora ellos siguen comiendo maíz y perros calientes asados al fuego hasta reventar, y no saben nada de ti y nunca supieron nada; porque cariño, eres mejor que todos ellos, ninguno de ellos hubiera hecho lo mismo por ti.
Connie sintió el linóleo bajo sus pies; estaba frío. Se quitó el pelo de los ojos, echándolo hacia atrás. Arnold Friend soltó el poste, titubeante, y abrió sus brazos para recibirla, sus codos apuntando el uno al otro y sus muñecas colgando sin vida, como para demostrar que se trataba de un abrazo avergonzado y un poco burlón, que no quería que se sintiera abrumada.
Ella apoyó su mano contra la puerta mosquitera. Se vio a sí misma abriendo lentamente la puerta como si estuviera de nuevo a salvo en la puerta opuesta, observando a este cuerpo y a esta cabeza de pelo largo yendo hacia la luz del sol donde Arnold Friend le esperaba.
—Mi dulce niña de los ojos azules —dijo él, en un suspiro medio cantado que nada tenía que ver con sus ojos café pero que fue absorbido de todos modos por las vastas extensiones de tierra iluminada por el sol que se extendían detrás de él y a su alrededor: toda esa tierra que Connie jamás había visto y que no reconocía, salvo por el hecho de saber que estaba yendo hacia ella.


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...