viernes, 19 de abril de 2013

Axolotl, cuento de Julio Cortázar



Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

domingo, 14 de abril de 2013

Se habla ruso, cuento de Vladimir Nabokov





El estanco de Martin Martinich está situado en un edificio que hace esquina. Es natural que los estancos tengan predilección por las esquinas a juzgar por el de Martin, porque su negocio va viento en popa. El escaparate es de modestas proporciones, pero está bien dispuesto. Unos pequeños espejos dan vida a la mercancía que allí se exhibe. En la zona más baja, en los valles que se abren entre las montañas de terciopelo azul, se acomoda una variedad de cajas de cigarrillos cuyos nombres vienen arropados por ese elegante dialecto internacional que también se utiliza para dar nombre a los hoteles; más arriba, los puros en hilera sonríen en sus cajas livianas.
En sus buenos tiempos, Martin era un rico terrateniente. En mis recuerdos de infancia aparece siempre rodeado del aura con que conducía su impresionante tractor; por el contrario, mi memoria me dice que su hijo Petya y yo, lejos de sus hazañas, sucumbíamos simultáneamente a Meyn Ried y a la escarlatina, por lo que tras quince años repletos de todo tipo de acontecimientos, me gustaba pasarme por el estanco en aquella esquina llena de vida donde Martin vendía su mercancía.
Desde el año pasado, sin embargo, compartimos algo más que recuerdos comunes. Martin tiene un secreto y a mí me ha hecho partícipe de su secreto.
—¿Todo va bien? —le pregunto en un susurro, y él, mirando por encima del hombro, me contesta con el mismo cuidado.
—Sí, gracias a Dios, todo está tranquilo.
Se trata de un secreto bastante excepcional. Recuerdo que me iba a París y que la víspera me había quedado en casa de Martin hasta tarde. El alma de un hombre puede compararse a unos grandes almacenes y sus ojos a dos escaparates gemelos. A juzgar por los ojos de Martin, estaban de moda los tonos pardos, cálidos. A juzgar por esos ojos, la mercancía que guardaba en su alma era de excelente calidad. Y qué barba tan tupida, con aquel destello blanco que hablaba de Rusia en el gris robusto de alguna cana. Y sus hombros, su estatura, su porte... En tiempos solían decir que podía rajar un pañuelo con su espada —una de las hazañas de Ricardo Corazón de León. Ahora, cualquiera de los que como él habían emigrado diría con un punto de envidia: «¡Ahí tienes a un hombre que no ha bajado la cabeza!».
Su esposa era una amable mujer ya entrada en años y un tanto hinchada, con un lunar junto a su fosa nasal izquierda. De sus sufrimientos en los tiempos revolucionarios había conservado un tic en el rostro: inopinada y furtivamente alzaba sus ojos al cielo en una ráfaga fugaz. Petya tenía el mismo físico imponente que su padre. A mí me gustaba su dulzura taciturna, así como su humor repentino. Tenía un rostro grande, fláccido (del que su padre solía decir: «Vaya jeta la tuya, harían falta tres días al menos para circunnavegar su perímetro») y el pelo rojizo, permanentemente despeinado. Petya era propietario de un cine minúsculo, en una zona de la ciudad poco poblada, que le proporcionaba unos modestos ingresos. Y con él se acababa la familia.
Yo pasé aquel día, víspera de mi viaje, sentado junto al mostrador observando a Martin y a sus clientes, primero se inclinaba ligeramente, apoyándose en dos dedos, sobre el mostrador, y luego iba hasta las estanterías con un gesto elegante, cogía una de las cajas y mientras la abría con un chasquido del pulgar, preguntaba: «Einen Rauchen?». Recuerdo aquel día por una razón especial: Petya llegó inopinadamente, desgreñado y lívido de rabia. La sobrina de Martin había decidido volver a Moscú con su madre y Petya venía de entrevistarse con los representantes diplomáticos. Mientras que un diplomático le estaba informando de los pormenores, otro, que evidentemente comulgaba con la política del gobierno, susurraba en palabras apenas perceptibles: «Mucho cuidado, esto está lleno de esa Basura del Ejército Blanco».
—Me hubiera gustado hacer picadillo a aquel tipo —dijo Petya, haciendo ademán de dar un puñetazo— pero, desgraciadamente, no puedo olvidarme de mi tía que está en Moscú.
—Ya tienes algún que otro pecado en tu conciencia ——dijo Martin con voz cavernosa no exenta de buen humor. Aludía a un incidente de lo más divertido. No hace mucho tiempo, en el día de su santo, Petya fue a la librería soviética, cuya presencia mancilla una de las calles más encantadoras de Berlín. En ese lugar no sólo venden libros sino también distintas baratijas y curiosidades manuales. Petya eligió un martillo adornado con amapolas y con el blasón de los martillos bolcheviques. El empleado le preguntó si quería algo más. Petya dijo: «Sí, ya lo creo», indicando con el gesto un pequeño busto de escayola del Señor Ulyanov. Pagó quince marcos por el busto y el martillo, para después sin mediar palabra, allí mismo junto al mostrador, hacer añicos el busto con el martillo, con una fuerza tal que el Señor Ulyanov se desintegró.
A mí me gustaba aquella historia, como me gustaban, por ejemplo, los dichos queridos, estúpidos e inolvidables de la infancia que calientan las entretelas del corazón. Las palabras de Martin me llevaron a mirar a Petya mientras dejaba escapar una carcajada. Pero Petya se encogió de hombros taciturno y frunció el ceño. Martin revolvió en el cajón y le ofreció el cigarrillo más caro de la tienda. Pero ni siquiera eso disipó la tristeza de Petya.
Volví a Berlín seis meses más tarde. Un domingo por la mañana sentí la necesidad de ver a Martin. Entre semana se podía entrar a su casa a través de la tienda, ya que su piso —tres habitaciones y una cocina— estaba justamente detrás. Pero, evidentemente, un domingo por la mañana, la tienda estaba cerrada, y el escaparate tenía echada la reja protectora. Contemplé fugazmente a través de la reja las cajas rojas y doradas, los puros morenos, la humilde inscripción que se leía en un rincón, «Aquí se habla ruso», observé que el escaparate presentaba, de alguna forma, un aspecto más alegre, y crucé a través del patio hasta la casa de Martin. Cosa extraña, el propio Martin me pareció más alegre, más desenvuelto, más radiante que antes. Y Petya estaba totalmente irreconocible: sus rizos grasientos y desgreñados estaban peinados hacia atrás, y una amplia sonrisa, un punto tímida, se demoraba insistente en sus labios; mantenía una especie de silencio satisfecho y un cierto aire de divertida preocupación, como si llevara consigo una carga preciosa, dulcificaba todos sus movimientos. Sólo la madre seguía tan pálida como siempre, y el mismo tic, tan conmovedor, encendía su rostro como un débil relámpago de verano. Nos sentamos en el salón donde todo estaba recogido y yo, al pensar en las otras dos habitaciones, la de Petya y la de sus padres, igualmente limpias y acogedoras, tuve una sensación de lo más reconfortante. Tomé un té con limón, atendí a la meliflua conversación de Martin sin lograr evitar la impresión de que algo nuevo había hecho irrupción en aquella casa, algún pálpito misterioso y alegre, como ocurre, por ejemplo, en un hogar donde hay una joven a punto de ser madre. En un par de ocasiones Martin le lanzó una mirada preocupada a su hijo y éste reaccionó levantándose al punto y abandonando la habitación; al volver, le hacía una seña discreta a su padre, como si quisiera decir que todo iba a las mil maravillas.
También había algo nuevo, y a mi juicio, enigmático, en la conversación del viejo. Hablábamos de París y de los franceses y, de repente, preguntó: «Dime, amigo, ¿cuál es la cárcel más grande de París?». Le contesté que no lo sabía y empecé a hablarle de una revista francesa que sacaba mujeres pintadas de azul.
—¡Y eso te asombra! —me interrumpió Martin—. Dicen, por ejemplo, que las mujeres rascan la pintura de las paredes de la cárcel y la utilizan para empolvarse la cara, el cuello o lo que sea —y para confirmar sus palabras, trajo de su dormitorio un grueso volumen escrito por un criminalista alemán y localizó un capítulo acerca de la rutina de la vida en la cárcel. Traté de cambiar de tema, pero, fuera el tema que fuese, Martin lo reconducía mediante extraños rodeos y artificiales circunloquios, de forma tal que, sin darnos cuenta, nos veíamos discutiendo de nuevo los méritos de la prisión perpetua frente a la pena capital, o los ingeniosos métodos que los criminales han inventado para lograr escaparse al mundo libre.
Yo estaba desconcertado. Petya, a quien le gustaban los artilugios mecánicos, se entretenía manipulando con un cortaplumas los muelles de su reloj sin parar de reírse entre dientes. Su madre cosía y de cuando en cuando me acercaba una tostada o la mermelada para que comiera. Martin, con los cinco dedos de la mano en su desaliñada barba, se me había quedado mirando pensativo y de repente cambió de expresión como si se hubiera liberado de una carga. Dio una palmada en la mesa y se volvió a su hijo. «Ya no aguanto más, Petya, le tengo que contar todo o reviento.» Petya asintió en silencio. La mujer de Martin se levantó para ir a la cocina. «Eres un chisgarabís, todo lo cuentas», dijo moviendo la cabeza indulgentemente. Martin me puso la mano en el hombro, y me dio tal sacudida que, si yo hubiera sido un manzano en un jardín, las manzanas habrían empezado a caer literalmente por mi cuerpo, y luego se me quedó mirando fijo a los ojos. «Te lo advierto —dijo—. Te voy a contar un secreto tan increíble, tan secreto... que no sé qué hacer. Para que lo entiendas, ¡ni una palabra a nadie! ¿Comprendes?».
E, inclinándose hasta casi tocarme, bañándome en el aroma de tabaco y en su propio olor acre de viejo, Martin me contó una historia verdaderamente extraordinaria.
—Sucedió —empezó Martin— poco tiempo después de que te fueras. Entró un cliente. Obviamente, no se había percatado del cartel del escaparate, porque se dirigió a mí en alemán. Y permíteme que subraye esto: si hubiera observado el cartel no habría entrado en la modesta tienda de un emigrante. Inmediatamente me di cuenta de que era ruso por su pronunciación. La cara, además, era la de un ruso. Como es natural me lancé a hablar en ruso, le pregunté qué tipo de tabaco quería, de qué precio. Me respondió con una mirada de sorpresa molesta: «¿Qué le lleva a pensar que soy ruso?». Le di una contestación amabilísima, según recuerdo, y me puse a contar sus cigarrillos. En ese momento entró Petya. Cuando vio a mi cliente dijo con la más absoluta calma: «Qué encuentro más agradable». Y entonces mi Petya se acercó hasta él y le dio un puñetazo en la cara. El otro se quedó helado. Como muy bien me explicó Petya más tarde, lo que ocurrió no fue únicamente un puñetazo de esos en que la víctima se derrumba en el suelo, sino un golpe muy especial: parece que Petya le había propinado un golpe de efecto retardado, y el hombre perdió el conocimiento sin llegar a caerse. Y parecía que se hubiera quedado dormido de pie. Y entonces, muy despacio empezó a tambalearse y a caerse despacio, de espaldas, como si fuera una torre. Y Petya se puso entonces detrás y lo recogió por las axilas en su caída. Todo fue bastante inesperado. Petya dijo: «Échame una mano, papá». Yo le pregunté si sabía lo que estaba haciendo. Petya se limitaba a repetir: «Échame una mano». Conozco muy bien a mi Petya. Con él no sirven los rodeos y también sé que tiene los pies en el suelo, que medita sus actos, y que no deja inconsciente a la gente por una nimiedad. Arrastramos al inconsciente fuera de la tienda y a través del pasillo hasta el cuarto de Petya. Y justo al llegar allí, oí un timbre. Alguien acababa de entrar en la tienda. Tuvimos suerte, desde luego, de que no hubiera ocurrido un minuto antes. Volví a la tienda, despaché la venta, y a continuación, afortunadamente, llegó mi mujer con la compra e inmediatamente la dejé en el mostrador al cuidado de la tienda, mientras que yo, sin mediar palabra, fui a todo gas hasta la habitación de Petya. Aquel hombre estaba tendido en el suelo con los ojos cerrados, mientras que Petya, sentado a su mesa, examinaba pensativamente algunos objetos, como una gran purera de piel, media docena de postales obscenas, un billetero, un pasaporte, y un revólver viejo pero aparentemente en buen uso. Y me lo explicó todo al instante: como te habrás imaginado, esos objetos procedían de los bolsillos de aquel hombre, y el hombre no era otro sino el diplomático —recordarás la historia de Petya— que hizo aquel comentario acerca de la Basura Blanca, ¡sí, sí, el mismo! Y, a juzgar por alguno de los documentos que llevaba, era de la policía política, si no me equivoco. «Bien hecho —le dije a Petya—, le has partido la cara a un tipo. No entro en que lo mereciese o no, pero, por favor, explícame qué es lo que piensas hacer ahora. Evidentemente, no has pensado para nada en tu tía de Moscú». «Sí que lo he hecho —dijo Petya—. Tenemos que pensar algo».
Y lo hicimos. Primero le atamos con una gruesa cuerda y le metimos una toalla en la boca. Mientras estábamos ocupados con él, volvió en sí y abrió un ojo. Al examinarlo de cerca, déjame decirte, aquel tipo resultó ser no sólo estúpido sino también repulsivo, con una especie de sarna en la frente y en el bigote, y una nariz bulbosa. Lo dejamos tumbado en el suelo y Petya y yo nos instalamos a su lado cómodamente y comenzamos nuestra propia encuesta judicial. Discutimos durante un buen rato. Nos preocupaba no tanto el insulto en sí —no era más que una nadería, desde luego—, sino su profesión, por llamarlo de alguna manera, y todas las actividades que había llevado a cabo en Rusia. Al acusado se le concedió la última palabra. Cuando liberamos su boca quitándole la toalla, dio una especie de gemido, tuvo unas náuseas, pero no dijo nada salvo: «Ya verán, esperen y verán...». Volvimos a liarle la toalla, y la sesión continuó. Al principio los votos estaban divididos. Petya pedía la pena de muerte. Yo pensaba que merecía la muerte, pero propuse conmutar la pena por la de prisión perpetua. Petya lo meditó y accedió. Yo añadí que, aunque ciertamente había cometido una serie de crímenes, no teníamos medio de probarlos; que su profesión en sí misma constituía un crimen; que nuestro deber se limitaba a asegurar que de ahora en adelante fuera inofensivo, nada más. Y ahora escucha el resto.    
Tenemos un baño al final del pasillo. Un cuarto pequeño y oscuro, muy oscuro, con una bañera de hierro esmaltado. El agua se pone en huelga con cierta frecuencia. De vez en cuando aparece una cucaracha. El cuarto es tan oscuro porque la ventana es muy estrecha y está colocada justo debajo del techo, y además, precisamente enfrente de la ventana, a unos tres pies más o menos, hay un sólido muro de ladrillo. Y fue precisamente en aquel agujero donde decidimos meter al prisionero. Fue idea de Petya, sí, sí, de Petya, hay que dar al César lo que es del César. En primer lugar, como es natural, había que preparar la celda. Empezamos arrastrando al prisionero hasta el pasillo para tenerlo vigilado mientras trabajábamos. Y, en ese momento, mi mujer, que acababa de cerrar la tienda porque ya era de noche y se dirigía a la cocina, nos vio. Se quedó estupefacta, indignada incluso, pero luego entendió nuestras razones. Buena chica. Petya empezó por desmembrar una mesa muy sólida que teníamos en la cocina, le rompió las patas y la tabla resultante la clavó en la ventana del baño, tapando el vano por completo. Luego desatornilló los grifos, quitó el calentador cilíndrico de agua, y colocó un colchón en el suelo del baño. Ni que decir tiene que al día siguiente añadimos toda suerte de mejoras: cambiamos la cerradura, instalamos un cerrojo de seguridad, reforzamos la tabla de la madera con metal, y todo ello, desde luego, sin hacer demasiado ruido. Como sabes, no tenemos vecinos, pero, con todo, era menester actuar con prudencia. El resultado fue una auténtica celda de cárcel, y allí metimos al tipo de la policía política. Desatamos la cuerda, le quitamos la toalla, le advertimos de que si empezaba a gritar, volveríamos a atarle y a amordazarle, y por mucho tiempo; y entonces, satisfechos de que hubiera entendido para quién era el colchón que estaba colocado en la bañera, cerramos la puerta con llave, y, por turnos, hicimos guardia toda la noche.
Ese momento marcó el principio de una nueva vida para nosotros. Yo ya no era simplemente Martin Martinich, sino Martin Martinich, director de prisiones. Al principio, el preso estaba tan extrañado de lo que había ocurrido que su comportamiento era sumiso. Pronto, sin embargo, volvió a su estado normal, y cuando le llevábamos la comida, se entregaba a un huracán de palabras soeces. No puedo repetir las obscenidades de ese hombre; me limitaré a decir que puso a mi pobre difunta madre en las más increíbles situaciones. Yo estaba decidido a dejarle bien clara la naturaleza de su estatus legal. Le expliqué que permanecería en prisión hasta el final de sus días; que si yo moría primero, lo dejaría en herencia a Petya; y que, a su vez, mi hijo, lo transmitiría, como parte de su patrimonio, a mi futuro nieto y así en adelante, convirtiéndolo en una especie de tradición familiar. Una joya de familia. Mencioné de pasada que, en la improbable eventualidad de que tuviéramos que mudarnos a otro piso distinto en Berlín, él sería atado, colocado en un baúl especial, y transportado con nosotros y nuestra mudanza con toda naturalidad. Y seguí explicándole que sólo conseguiría la amnistía si se daba una única condición. A saber, que sería liberado el día que explotara la burbuja bolchevique. Finalmente le prometí que le alimentaríamos bien, mucho mejor que cuando, en mis tiempos, me vi encerrado por la Cheka, y que, como privilegio especial, recibiría libros. Y, en verdad, que éste es el día en que todavía estamos esperando que se queje de la comida. Es verdad que, al principio, Petya sugirió que le diéramos cucarachas secas, pero, por mucho que buscamos, ese pez soviético era inexistente en Berlín. Nos vimos obligados a servirle comida burguesa. A las ocho en punto de la mañana Petya y yo entramos y dejamos junto a su bañera un plato de sopa caliente con carne y una hogaza de pan gris. Al mismo tiempo retiramos el orinal, un aparato de lo más inteligente que adquirimos sólo para él. A las tres recibe una taza de té, a las siete más sopa. El sistema alimenticio está copiado del que utilizan en las mejores cárceles europeas.
Los libros constituyeron más problema. Tuvimos conciliábulo familiar y para empezar seleccionamos tres títulos, Prince Serebryanïy, las Fábulas de Krilov y La vuelta al mundo en ochenta días. Nos anunció que no estaba dispuesto a leer semejantes panfletos del «Ejército Blanco», pero le dejamos los libros, y todo nos hace pensar que los ha leído con placer.
Tenía un humor cambiante. Los primeros días estuvo bastante tranquilo. Era evidente que estaba preparando algo. Quizá pensó que la policía iba a empezar a buscarle. Comprobamos los periódicos, pero no decían ni una sola palabra del desaparecido agente de la Cheka. Con toda probabilidad, los otros diplomáticos habían decidido que el hombre había desertado, sencillamente, y habían preferido enterrar el asunto. A este período de contemplación corresponde un intento de escapada o, al menos, de comunicarse con el mundo exterior. Se esforzaba por caminar en la celda, probablemente se encaramó a la ventana tratando de abrir las lajas de madera, asimismo probó a hacerse oír con todo tipo de golpes, pero le amenazamos y los golpes cesaron. Y en una ocasión, en que Petya estaba solo con él, le atacó. Petya lo agarró con un dulce abrazo de oso y lo volvió a sentar en la bañera. Después de este suceso pasó por otra fase, se volvió muy dócil, incluso llegó a contar algún chiste alguna vez, y finalmente, intentó comprarnos. Cuando vio que esto tampoco funcionaba, empezó a quejarse, y luego volvió de nuevo a despotricar con todo tipo de juramentos peores que los anteriores. En estos momentos atraviesa una fase de sumisión taciturna, que, me temo, no presagia nada bueno.
Lo sacamos a pasear por el pasillo todos los días, y dos veces por semana le dejamos tomar el aire junto a una ventana abierta; como es natural, tomamos todas las precauciones necesarias para impedir que se ponga a gritar. Los sábados toma un baño. Nosotros nos tenemos que lavar en la cocina. Los domingos le doy unas pequeñas charlas y le dejo fumar tres cigarrillos, en mi presencia, desde luego. ¿Y sobre qué versan estas charlas? Hay de todo. Sobre Pushkin, por ejemplo, o sobre la antigua Grecia. Sólo está prohibido un tema: la política. Está privado de todo aquello que suene a política. Como si la política no existiera sobre la faz de la tierra. ¿Y sabes una cosa? Desde que tengo en prisión a un agente soviético, desde que he hecho un acto de servicio a la Madre Patria, soy, sencillamente, un hombre diferente. Libre, desenvuelto y feliz. Y los negocios han mejorado, así que tampoco tengo demasiados problemas para mantenerlo. Me cuesta veinte marcos al mes, contando la factura de la electricidad: ese agujero está completamente a oscuras, así que desde las ocho de la mañana a las ocho de la tarde tiene una bombilla de pocos vatios encendida.
Y me preguntarás, ¿de dónde sale un individuo así, cuál es su entorno? Bueno, cómo te diría yo... Tiene veinte años, es un campesino, con toda probabilidad ni siquiera acabó sus años de escuela, es lo que se denomina un «comunista honesto», sólo ha estudiado, por así decir, el catecismo político, ese que convierte a los tarugos en alcornoques, como decimos tú y yo, eso es todo lo que sé. Si quieres te lo enseño, pero acuérdate, ¡ni una palabra!

Martin salió al pasillo. Petya y yo le seguimos. El viejo en su chaqueta cómoda de estar por casa parecía un funcionario de prisiones de verdad. Sacó las llaves y había un cierto aire profesional en su modo de insertarlas en la cerradura. La cerradura crujió dos veces, y Martin abrió la puerta de un golpe. Lejos de ser un agujero oscuro y mal iluminado, era un baño espacioso, espléndido, del tipo que se encuentra en las cómodas pensiones alemanas. La luz eléctrica, brillante pero, sin embargo, agradable, lucía tras una pantalla alegre y llena de adornos. Un espejo brillaba a la izquierda. En la mesilla junto a la bañera había unos cuantos libros, una naranja pelada en un plato lustroso, y una botella de cerveza sin abrir. En la bañera blanca, en un colchón cubierto con una sábana limpia, con una gran almohada detrás de la cabeza, se tumbaba un tipo bien alimentado, con los ojos bien vivos, una barba bastante larga, con una bata (un regalo del amo) y en zapatillas cómodas y suaves.
—Bueno, ¿qué me dices ahora?—me preguntó Martin.
La escena me pareció cómica y no supe qué contestar.
—Ahí es donde solía estar la ventana —me indicó Martin con el dedo.
Efectivamente, la ventana estaba condenada y perfectamente tapiada con maderas.
El prisionero bostezó y se volvió hacia la pared. Nosotros salimos. Martin acarició la cerradura con una sonrisa.
—Pocas probabilidades tiene de escaparse —dijo, y añadió a continuación—: Tengo curiosidad por saber, sin embargo, cuántos años va a tener que pasar ahí encerrado...

domingo, 7 de abril de 2013

Arrepiéntete, Arlequín, cuento de Harlan Ellison


Nunca falta quien pregunta: «¿De qué se trata?» Para los que siempre necesitan preguntar, para aquellos a quienes siempre hay que decir las cosas con todas las letras, y que necesitan saber «dónde posan los pies», va esto: La mayoría de los hombres sirve al estado, no como hombres principalmente, sino como máquinas: con sus cuerpos. Son el ejército en pie, las milicias, los celadores, los policías, las fuerzas de la ley. En muchos casos, no hay ningún ejercicio libre del juicio, o del sentido moral; estos hombres se ponen al mismo nivel que la madera, la tierra y las piedras; acaso tal vez puedan fabricarse hombres de madera que sirvan a los mismos fines. No inspiran más respeto que un títere o que un trozo de tierra. Su valor es igual al de los perros o los caballos. Sin embarco, se les suele considerar buenos ciudadanos. Otros —en su mayoría legisladores, políticos, juristas, ministros y funcionarios— sirven al estado principalmente con su mente; y, dado que muy rara vez hacen distinciones morales, son tan proclives a servir al diablo, sin quererlo, como a Dios. Muy pocos, como los héroes, los patriotas, los mártires, los reformistas en el sentido más elevado, y los «hombres», sirven al estado también con sus conciencias, y así, necesariamente, se le oponen casi constantemente; por lo general, el estado suele tratarlos como a enemigos.

Henry David Thoreau. Desobediencia civil.

Allí está la raíz de todo. Ahora comencemos por el medio, y luego sepamos el principio; el final se encargará de sí mismo.

Pero debido a que el mundo era precisamente así, precisamente como dejaron que llegase a ser, durante meses sus actividades no atrajeron la atención de Los que Mantienen la Maquinaria Funcionando Normalmente, de los que engrasaban con el mejor lubricante los resortes y muelles de la cultura. Sólo cuando fue evidente que, de algún modo, vaya a saberse cómo, se había convertido en una celebridad, en una notoriedad, acaso en un héroe («sujeto a quien la Oficialidad inevitablemente persigue») para «un segmento emocionalmente perturbado de la población», sólo entonces fueron a ver al señor Tic-Tac y a su maquinaria legal. Pero, por ser el mundo como era y porque no tenían forma de predecir que él llegaría a existir —posiblemente un rebrote de alguna enfermedad erradicada largo tiempo atrás que ahora volvía a surgir en un sistema donde la inmunidad había quedado en el olvido—, posiblemente por eso se le había dejado adquirir demasiada realidad. Ya tenía forma y sustancia.
Había adquirido una personalidad, algo que habían erradicado del sistema muchas décadas atrás. Pero allí estaba, con su personalidad insoslayable y definida. En ciertos círculos —de la clase media— se lo consideraba una vulgar ostentación. Un anarquista de mal gusto. Una vergüenza. En otros, sólo había risillas: los estratos donde el pensamiento se reducía a la forma y el ritual, a lo apropiado y conveniente. Pero más abajo, ah, más abajo, donde la gente pedía santos y pecadores, pan y circo, héroes y villanos, se lo consideraba un Bolívar, un Napoleón, un Robín Hood, un Dick Bong (As de Ases), un Jesús, un Jomo Kenyatta.
Y arriba —donde cada temblor y vibración amenaza con arrancar a los ricos, poderosos y nobles de sus mástiles, se lo veía como a un peligro, como a un hereje, un rebelde o una desgracia. Se lo conocía en el fondo, en el centro, pero las reacciones importantes se producían mucho más arriba, y por debajo. En la cúspide y en el extremo inferior.
De modo que buscaron la carpeta con su expediente, su tarjeta de tiempo y su cardioplaca, y llevaron todo al despacho del señor Tic-Tac.
El señor Tic-Tac: muy por encima del metro ochenta, adusto, un hombre suave y satisfecho cuando las cosas sucedían a su tiempo. El señor Tic-Tac.
Aun en los cubículos de la jerarquía, donde el temor se generaba pero pocas veces se sufría, lo llamaban el señor Tic-Tac. Pero nadie se lo decía ante la máscara.
Uno no llama a un hombre con un mote aborrecido cuando, detrás de su máscara, ese hombre es capaz de revocar los minutos, las horas, los días y las noches, los años de su vida. En su presencia, había que llamarlo Maestro Custodio del Tiempo. Así era más seguro.
—Aquí dice qué es —observó el señor Tic-Tac con genuina suavidad—, pero no quién es. Esta tarjeta de tiempo que tengo en la mano izquierda contiene un nombre, pero es el nombre de lo que es, no de quién es. La cardioplaca que sostengo en la derecha también contiene un nombre, pero sólo de lo que es, no de quién es. Para poder efectuar la debida revocación, necesito saber quién es éste que es.
Y dijo a sus funcionarios, a los fisgones, a los delatores, a los soplones, a los espías, a los mirones:
—¿Quién es este Arlequín?
Ya no hablaba con voz tan suave. Parecía el tictac de un reloj. Sin embargo, nunca le habían oído decir un discurso tan largo de un tirón. Ni los funcionarios, ni los fisgones, ni los delatores, ni los soplones, ni los espías. Los mirones no, porque casi nunca andaban por ahí y no sabían nada. Pero incluso ellos salieron disparados a averiguarlo.
¿Quién era el Arlequín?

En lo alto, sobre el tercer nivel de la ciudad, se acurrucó sobre la plataforma vibrante, de marco de aluminio, de la aeronave (¡Bah! ¡Aeronave, las cosas que hay que oír! ¡Es un aeropatín que parece una coctelera! ¡Barato y mal acabado!), y observó el minucioso diseño Mondrian de los edificios.
Cerca de allí, oyó el metronómico izquierda-derecha-izquierda del turno de las 14:47 que ingresaba en la planta de rulemanes Tim-kin, todos ataviados con zapatillas de suela de goma. Precisamente un minuto después, oyó el derecha-izquierda-derecha, algo más suave, del turno de las 5:00 que terminaba la jornada.
Una sonrisa traviesa surcó sus rasgos bronceados y por un instante se le vieron los hoyuelos. Luego, mientras se rascaba la cabellera tupida y castaña, se encogió de hombros bajo el disfraz de bufón, como si se preparara para lo que vendría. Empujó el mando hacia delante y se inclinó hacia el viento cuando la aeronave perdió altura. Casi rozó una acera, y con toda deliberación lo hizo descender un metro para arrugar las borlas de las peripuestas damas, y tras meterse los pulgares en las inmensas orejas, asomó la lengua, miró hacia arriba y se burló de ellas sin ningún rubor. Se divirtió un poco. Una transeúnte perdió el equilibrio y cayó, lanzando paquetes a diestra y siniestra; otra se mojó la ropa, una tercera se desmayó y cayó de lado: la cinta peatonal se detuvo automáticamente cuando intervinieron los socorristas para resucitarla. Se divirtió otro poco.
Luego giró sobre sí y se alejó montado en una ráfaga errante. ¡Hasta luego! Rodeó la cornisa del Edificio de Estudios sobre la Traslación del Tiempo, y vio que el turno de empleados partía para abordar la cinta peatonal. Con desplazamientos experimentados y absoluta conservación del movimiento, se introducían de lado en la banda lenta y (en una coreografía que recordaba una película de Busby Berkeley de la antediluviana década del 1930) avanzaban a través de las cintas con paso de avestruz hasta que quedaban alineados sobre la cinta expreso.
Una vez más, expectante, dejó asomar la sonrisa de duende. En el lado izquierdo, al fondo» le faltaba una muela. Perdió altura, se abalanzó sobre ellos y barrió el aire sobre sus cabezas. Luego, apretujándose dentro de la aeronave, soltó las hebillas que aseguraban los extremos de los sacos de factura casera para que la carga no cayese antes de tiempo. A medida que las hebillas fueron abriéndose, mientras la aeronave pasaba sobre los obreros de la fábrica, ciento cincuenta mil dólares en pastillas de goma cayeron formando una cascada sobre la cinta expreso.
¡Pastillas de goma! Miles de millones de caramelos púrpura, amarillos, verdes, con sabor a uva, fresa y menta, redondas, suaves, azucaradas por fuera, tiernas y carnosas por dentro, dulces y sabrosas. Saltando, sacudiéndose, rebotando, tintineando, repiqueteando, cayeron sobre las cabezas, los hombros, los cascos y las corazas de los obreros de la planta Timkin, ensordecedoras, saltarinas y resbaladizas sobre las cintas peatonales y bajo los pies, colmando el cielo con todos los tonos de la felicidad, la infancia y las vacaciones, cayendo copiosamente como una lluvia impenetrable, como una catarata sólida, como un torrente de color y dulzura que derramaba el firmamento para irrumpir en un universo de cordura y orden metronómico con la novedad medio lunática de lo inverosímil. ¡Pastillas de goma!
Los obreros del turno gritaron y rieron mientras los apedreaba el insólito granizo. Rompieron filas mientras las golosinas lograban abrirse paso por entre el mecanismo de las cintas. Se oyó un arañazo horripilante, como si millones de uñas rasparan un millón de pizarras. Después, algo que pareció una tos y un escupitajo. De pronto, las cintas se detuvieron y la gente salió disparada para aquí y para allá en un revuelo de piernas y brazos, mientras todo el mundo reía a mandíbula batiente y se arrojaba pastillitas de colorines a la boca. Era una fiesta, una dicha, una absoluta locura, un regalo. Pero...
El turno se retrasó siete minutos.
La gente regresó al hogar siete minutos más tarde.
El programa maestro llevaba un desfase de siete minutos. Durante siete minutos, las estimaciones de producción se retrasaron por culpa de las cintas peatonales detenidas.
Él empujó la primera ficha de dominó de la hilera y, una tras otra, fueron cayendo las demás, chic, chic, chic.
El Sistema se alteró por valor de siete minutos. Era una cuestión ínfima, apenas digna de mención, pero en una sociedad en que la única fuerza motriz era el orden, la unidad, la igualdad, la rapidez, la precisión de reloj, la atención al reloj, la veneración a los dioses que regían el paso del tiempo, fue un desastre de consideración.
Así pues, le ordenaron que se presentara ante el señor Tic-Tac. La noticia fue transmitida por todos los canales de la red de comunicación. Se le ordenó que estuviese allí a las 7:00 en punto. Ellos esperaron y esperaron, pero él sólo se presentó a las diez y media, hora en que se limitó a cantar una tonada sobre la luna en un sitio del que nadie había oído hablar, llamado Vermont, y volvió a desaparecer. Pero lo habían estado esperando desde las siete, y eso causó auténticos estragos en su programa. De modo que la pregunta siguió sin respuesta: ¿Quién era el Arlequín?
Pero lo que nadie preguntó (más importante aún que lo otro) fue: ¿cómo hemos llegado a esta situación, en que un bufón irresponsable y jocoso, de jerga y jerigonza, es capaz de perturbar toda nuestra vida económica y cultural con ciento cincuenta mil dólares de pastillas de goma...?
¡Pastillas de goma, por el amor de Dios! ¡Pero si es una locura! ¿Dónde habrá conseguido el dinero para comprar ciento cincuenta mil dólares en pastillas de goma? (Sabían que debía de haberle costado eso, pues un equipo de Analistas de Situación abandonaron cualquier otra tarea y corrieron a las cintas peatonales para recoger y contar los dulces, y para obtener evidencias, lo cual perturbó su propio programa y puso patas arriba toda su sección al menos durante una jornada de trabajo.) ¡Pastillas de goma! ¿Pastillas de... goma? ¡Un segundo —segundo del que hubo que dar cuenta—! Hace cien años que no se fabrican pastillas de goma. ¿Dónde las habrá conseguido?
Ésa es otra pregunta interesante. Aunque, con toda seguridad, la respuesta nunca os satisfará por completo. Pero, al fin y al cabo, ¿cuántas respuestas lo logran?


Ya conocéis el medio. Aquí va el comienzo. Todo empezó así:


UN DIETARIO. DÍA POR DÍA, UNO POR PÁGINA. 9:00: ABRIR LA CORRESPONDENCIA. 9.45: CITA CON LA COMISIÓN DE PLANEAMIENTO. 10:30: ANALIZAR CON J.L. LOS DIAGRAMAS DE PROGRESO EN LA INSTALACIÓN. 11:45: ORAR PARA QUE LLUEVA. 12:00: ALMUERZO. ETCÉTERA, ETCÉTERA.


«Lo siento, señorita Grant, pero la hora para las entrevistas se fijó a las 14:30, y ya son casi las cinco. Lamento que se haya retrasado, pero así son las reglas. Tendrá que esperar hasta el próximo año para poder presentar la solicitud de ingreso en este colegio.» Etcétera, etcétera.


El tren local de las 10:10 tiene paradas en Cresthaven, Galesville, Tonawanda Junction, Selby y Farnhurst, pero no en Indiana City, Lucasville y Colton, salvo los domingos. El expreso de las 10:35 para en Galesville, Selby e Indiana City, salvo los domingos y feriados, días en los cuales para en... Etcétera, etcétera.


«No pude esperarte, Fred. Tenía que estar en casa de Pierre Cartain a las 15:00, y tú dijiste que nos encontraríamos bajo el reloj de la terminal a las 14:45. Como no estabas allí, me fui. Siempre llegas tarde, Fred. Si hubieras estado a la hora convenida, habríamos podido arreglar el asunto juntos, pero como no llegaste a tiempo, pues... tuve que hacer el encargo sólo a mi nombre...» Etcétera, etcétera.


«Queridos Sr. y Sra. Atterley: Con referencia a la constante impuntualidad de su hijo Gerold, nos vemos en la obligación de expulsarlo de la escuela a menos que pueda instaurarse algún método más riguroso para asegurar que llegue a sus clases a la hora debida. Dado que es un estudiante ejemplar y que sus notas son altas, su constante alteración de los programas y horarios nos impide mantenerlo en un sistema donde los demás niños parecen capaces de llegar a donde deben con puntualidad, y etcétera, etcétera.»

NO PODRÁ VOTAR SI NO SE PRESENTA A LAS 8:45.

«¡No me importa que el guión sea bueno! ¡Lo necesito el jueves!»

HORARIO DE SALIDA: 14:00.

«Ha llegado usted tarde. El empleo está ya ocupado. Lo siento.»

SE HAN DESCONTADO DE SU SUELDO VEINTE MINUTOS DE TIEMPO PERDIDO.

«¡Dios mío! ¡Qué tarde se ha hecho, tengo que salir pitando!» Etcétera. Etcétera. Etcétera. Etcétera cétera cétera tera tera tic tac tic tac tic tac hasta que llega el día en que el tiempo ya no está a nuestro servicio, sino que nosotros comenzamos a servir al tiempo, a ser esclavos de los horarios, pastores del paso del sol por el firmamento, sujetos a una vida tejida en torno de restricciones porque el sistema no funciona si no respetamos los programas como corresponde.
Hasta que llegar tarde pasa a ser más que un pequeño inconveniente. Se convierte en un pecado. Luego, en un delito. Más tarde en un crimen que se castiga así:
«EL 15 DE JULIO DE 2389 A LAS 0:00:00, el Departamento del Maestro Custodio del Tiempo requerirá que todos los ciudadanos entreguen sus tarjetas de tiempo y cardioplacas para su procesamiento. Según el Estatuto 555-7-SGH-999, que reglamenta la revocación de tiempo per capita, todas las cardioplacas se ajustarán a cada titular, y...»
En realidad crearon un método para cercenar la extensión de vida de las personas. Si uno se retrasaba diez minutos, perdía diez minutos de vida. Una hora de retraso merecía idéntico lapso de revocación. Si alguien persistía en su impuntualidad, podía encontrarse con que, un domingo a la noche, llegaba una notificación del Maestro Custodio del Tiempo en la que se le informaba que su tiempo había concluido, y que sería «desactivado» el lunes a las doce del mediodía, y que tuviera a bien dejar en orden sus asuntos, caballero, dama o bisexual.
Así se mantenía en funcionamiento el Sistema: mediante ese sencillo trámite científico (que se apoyaba en procesos tecnológicos celosamente guardados por el Departamento del Maestro Custodio del Tiempo). Con ello bastaba. Después de todo, era un procedimiento patriótico. Había que cumplir los horarios. ¡Después de todo, estábamos en guerra!
Pero ¿acaso no se está siempre en guerra?
—¡Qué desagradable! —exclamó el Arlequín cuando la Bella Alice le mostró la lámina de «Se Busca»—. Desagradable» y muy poco probable. Después de todo, no estamos en la época del Lejano Oeste. ¿Una pancarta de «Se Busca»?
—No sé si te he dicho que hablas con demasiada inflexión —observó la Bella Alice.
—Lo siento —respondió el Arlequín, humilde.
—No tienes por qué lamentarte. Te pasas el día diciendo «Lo siento». Ay, Everett, cargas con una culpa tan impresionante... Es una verdadera pena...
—Lo siento —repitió, y luego frunció los labios. Los hoyuelos asomaron fugazmente. No había querido decirlo—. Debo volver a salir. Tengo algo que hacer.
La Bella Alice descargó el cuenco de café sobre el mostrador. —¡Por amor de Dios, Everett! ¿No puedes quedarte en casa una sola noche? ¿Siempre tienes que pasearte con ese espantoso traje de bufón, corriendo como un extraviado y ofuscando a la gente?
—Tengo que... —Se detuvo y se acomodó el sombrero de payaso sobre la cabellera castaña con un tintineo de cascabeles.
Se levantó, enjuagó el cuenco de café bajo el grifo rociador y lo puso un momento en el secador—. Tengo que irme.
La mujer no respondió. El fax ronroneaba. Fue hasta él, extrajo una hoja, la leyó y se la arrojó a través del mostrador. —Se trata de ti. Como siempre. Eres ridículo.
La leyó deprisa. Decía que el señor Tic-Tac trataba de localizarlo. No dejó que la noticia lo preocupara. Saldría una vez más, para llegar tarde nuevamente. Al llegar a la puerta buscó alguna línea de salida y se volvió hacia atrás con petulancia.
—¡Para que te enteres, tú también hablas con inflexión! La Bella Alice alzó los ojos hacia el techo. —Eres ridículo.
El Arlequín partió y quiso cerrar de un portazo, pero la puerta se cerró por sus propios medios, suave y lentamente.
Se oyó un débil toc-toc. La Bella Alice se levantó con un exasperado suspiro y abrió la puerta. No se había ido.
—Regresaré a las diez y media, ¿está bien? Ella asomó su rostro desolado.
—¿Por qué me dices estas cosas? ¿Por qué? Sabes que llegarás tarde. ¡Lo sabes mejor que yo! Siempre te retrasas; ¿qué necesidad tienes de decirme estas tonterías? —Cerró la puerta.
Al otro lado, el Arlequín asintió. «Tiene razón. Siempre tiene razón. Llegaré tarde. Siempre llego tarde. ¿Qué necesidad tengo de decirle estas tonterías?»
Se encogió de hombros y partió, para llegar tarde una vez más.

Disparó los cohetes lanzahumos y dibujó en el firmamento: «Exactamente a las 8:00 acudiré a la 115a Convención Anual de la Asociación Médica Internacional. Espero que podáis acompañarme.»
Las palabras ardieron en el cielo, y, desde luego, las autoridades se presentaron para esperarlo. Supusieron, naturalmente, que llegaría tarde. Llegó veinte minutos temprano, mientras sujetaban las redes que debían atraparlo. Les habló por un altavoz estruendoso que los sobresaltó y los sacó de quicio. Tanto, que sus propias redes pegajosas se cerraron sobre ellos y los dejaron pendiendo por encima del anfiteatro, entre pataleos y aullidos. El Arlequín empezó a reír y a reír, y se disculpó profusamente. Los médicos, reunidos en cónclave solemne, estallaron en carcajadas, y aceptaron las disculpas del Arlequín con exageradas inclinaciones de cabeza y reverencias. Todos se divirtieron a más no poder y pensaron que el Arlequín era un payaso de calzón y faralá. Todos, claro está, menos las autoridades, que habían sido enviadas por orden del señor Tic-Tac, y que quedaron colgando como carga a la estiba sobre el suelo del anfiteatro, del modo más inapropiado.
(En otra parte de la misma ciudad donde el Arlequín efectuaba sus «actividades», sucedía algo totalmente ajeno a lo que aquí nos concierne, pero que, sin embargo, ilustra el poder y la coerción del señor Tic-Tac. Un hombre llamado Marshall Delahanty recibía su aviso de desactivación del departamento del señor Tic-Tac. Su esposa tomó la nota de manos del empleado de traje gris que había ido a entregarla, con la tradicional «expresión de condolencia» estampada horrorosamente en el rostro. La mujer supo de qué se trataba aun antes de abrirla. Era una esquela que, en esos días, todos reconocían de inmediato.  Contuvo el aliento y la sostuvo lejos de su cuerpo como si se tratara de un portaobjetos impregnado de botulismo; oró por que no fuese para ella. «Que sea para Marsh —pensó, con brutalidad y realismo—, o para alguno de los niños, pero no para mí. Dios santo, por favor, que no sea para mí.» Entonces la abrió, y era para Marsh. La mujer sintió alivio y espanto al mismo tiempo. La
bala había dado al soldado de atrás. —Marshall —gritó—. ¡Marshall! ¡Te desactivarán, Marshall! ¡Ay Dios-mío, Marshall, qué haremos-Marshall-qué-haremos-Dios-mío...! Y esa noche, en su casa, sólo se oyó el ruido del papel hecho trizas, y el ruido del miedo, y por las chimeneas sólo subió el olor a desesperación: no había nada, absolutamente nada que pudieran hacer.
Pero Marshall Delahanty trató de escapar. Y al día siguiente, bien temprano, cuando llegó el momento de la desactivación, estaba en lo más profundo del bosque canadiense, a trescientos veinte kilómetros de allí. El departamento del señor Tic-Tac desactivó su cardioplaca, y Marshall Delahanty se hincó doblado en dos, mientras corría. El corazón se le detuvo y la sangre se secó durante el trayecto al cerebro. Se murió. Eso fue todo. Sobre el mapa que había en el departamento del Maestro Custodio del Tiempo, se extinguió una lucecita, mientras la notificación entraba en proceso para ser reproducida por facsímil. El nombre de Georgette Delahanty fue sumado a las listas de los beneficiarios con el socorro asistencial hasta que pudiera volver a casarse. Con esto termina la digresión, y todo lo que había que aclarar, pero no os riáis, pues es lo que le sucedería al Arlequín si alguna vez el señor Tic-Tac descubría su nombre verdadero. No tiene nada de gracioso.)

El nivel comercial de la ciudad brillaba, abigarrado con los colores que la gente usaba los jueves para ir de compras: mujeres con túnicas amarillo canario, y hombres con traje seudotirolés, de cuero y color jade, que les sentaban muy ajustados, salvo por los pantalones bombachos.
Cuando el Arlequín apareció en la cúpula aún en construcción del nuevo Centro de Compras Eficientes con el altavoz sobre los labios sonrientes, todos los señalaron, boquiabiertos. Pero él los amonestó:
—¿Por qué dejan que los manden como a esclavos? ¿Por qué dejan que los hagan correr y apresurar como hormigas? ¡Tómense su tiempo! ¡Entreténganse por ahí un rato! ¡Disfruten del sol, de la brisa, dejen que la vida los conduzca a su propio ritmo! No sean esclavos del tiempo, es una forma diabólica de morir lentamente, poco a poco. ¡Fuera el señor Tic-Tac!
¿Quién será ese lunático?, se preguntaron casi todos los clientes. ¿Quién será ese loc... ay, Dios, debo darme mucha prisa, o llegaré tarde...

Los obreros que trabajaban en la cúpula del Centro Comercial recibieron un aviso del Maestro Custodio del Tiempo. En él se les decía que el peligroso criminal conocido como «Arlequín» se encontraba en lo alto de la torrecilla, y que debían prestar su ayuda con suma urgencia para capturarlo. Los obreros se negaron: perderían tiempo previsto para el programa de la construcción. Pero el señor Tic-Tac se las arregló para mover los hilos gubernamentales precisos: se les ordenó que dejaran el trabajo y que atraparan a ese loco que había en la torre, a través de un altavoz. Así pues, unos doce hombres robustos comenzaron a trepar por los andamios, con las placas antigravedad, hacia el Arlequín.
Después del desorden desastroso (durante el cual no hubo víctimas graves, gracias a la consideración del Arlequín por la seguridad personal), los obreros trataron de organizarse y apresarlo, pero fue demasiado tarde. Se había esfumado. Con todo, logró atraer a una multitud nada desdeñable, y el ciclo de compras previsto se demoró durante horas y horas. Así, las demandas de compras del sistema se vieron retrasadas y hubo que tomar medidas para acelerar el ciclo durante el resto de la jornada. Pero como el primer ciclo se retrasó y luego se adelantó, se vendieron demasiadas válvulas de flotador y no suficientes cojinetes, lo cual provocó un fallo en las estimaciones, lo cual, a su vez, hizo necesario enviar cajas y más cajas de Smash-0 perecedero a tiendas que por lo general sólo necesitaban una cada tres o cuatro horas. Los envíos se trastocaron, en los transbordos se confundieron los destinos, y, por fin, hasta la industria de los aeropatines sufrió las consecuencias.
—No vuelvan hasta que no lo hayan capturado —dijo el señor Tic-Tac con voz muy serena, muy sincera, extremadamente peligrosa.
Usaron perros. Usaron sondas. Usaron entrecruzamientos de cardioplacas. Usaron señuelos. Usaron el soborno. Usaron la delación. Usaron la intimidación. Usaron tormentos. Usaron torturas. Usaron servicios de bribones y de policías. Usaron pesquisas. Usaron celadas. Usaron incentivos. Usaron huellas dactilares. Usaron el sistema Bertillon. Usaron astucias, culpas y traiciones. Usaron a Raoul Mitgong, pero no les sirvió de gran cosa. Usaron la ciencia aplicada. Usaron técnicas de criminología.
Y, qué demonios, al final lo atraparon.
Al fin de cuentas, su nombre era Everett C. Marm, y no era gran cosa: sólo un hombre sin sentido del tiempo.
—Arrepiéntete, Arlequín! —dijo el señor Tic-Tac.
—¡Vete a la porra! —replicó el Arlequín, desdeñoso.
—Tus retrasos suman un total de sesenta y tres años, cinco meses, tres semanas, dos días, doce horas, cuarenta y un minutos, cincuenta y nueve segundos punto cero tres seis uno uno uno micro-segundos. Has empleado todo lo que tenías, y más aún. Voy a desactivarte.
—Vete a asustar a otro. Prefiero morir antes que vivir en un mundo opaco con un hombre del saco como tú.
—Es mi trabajo.
—Te sale hasta por las orejas. Eres un tirano. No tienes derecho a mandar a las personas como si fueran esclavos y a matarlas cuando llegan tarde.
—No puedes adaptarte. No encajas en el sistema.
—Suéltame, y verás cómo te encajo el puño contra los dientes.
—Eres un inconformista.
—Eso antes no era ningún delito...
—Pues ahora lo es. Vive en el mundo que te rodea.
—Lo odio. Es un mundo atroz.
—No todos comparten tu opinión. A casi todo el mundo le gusta el orden.
—A mí, no. Y a casi toda la gente que conozco, tampoco.
—No es cierto. ¿Cómo crees que te capturamos?
—No me interesa saberlo.
—Una chica llamada Bella Alice nos dijo dónde te encontrabas.
—Mentira.
—Es cierto. Tú la sacas de quicio. Quiere formar parte de la sociedad, quiere sentirse satisfecha. Voy a desactivarte.
—Pues entonces hazlo, y déjate de discusiones.
—No voy a desactivarte.
—¡Eres un imbécil!
—¡Arrepiéntete, Arlequín! —dijo el señor Tic-Tac.
—¡Vete a la porra!
Lo enviaron a Coventry. Y en Coventry lo programaron. Fue como lo que le hacían a Winston Smith en MIL NOVECIENTOS OCHENTA Y CUATRO, que era un libro del que ellos nada sabían, sólo que las técnicas eran cosa muy antigua. Eso hicieron con Everett C. Marm. Así, un día, mucho tiempo después, el Arlequín apareció en la red de comunicación con aspecto de duende, hoyuelos y ojos brillantes. No parecía que le hubieran lavado el cerebro. Dijo que había estado equivocado, que era algo bueno —muy bueno—integrarse al sistema, ser puntual y no andar perdiendo tiempo por ahí. Todos lo miraron en las pantallas públicas que cubrían toda una manzana, de esquina a esquina, y se dijeron «ya ves, después de todo, no era ningún loco. Si así funciona el sistema, pues que siga haciéndolo. De nada sirve luchar contra la burocracia municipal, o, en este caso, contra el señor Tic-Tac». De modo que Everett C. Marm fue destruido, lo cual fue una verdadera lástima, por lo que Thoreau dijo antes, pero nadie puede hacer una tortilla sin romper los huevos, y en toda revolución mueren unos cuantos que no lo merecen; así va la cosa; a veces sucede, y uno se conforma sólo con poder imponer un pequeño cambio. O, para decirlo más explícitamente:
—Ejem, perdóneme, señor..., hum..., no sé cómo..., eh..., decírselo, pero ha llegado tres minutos tarde. El horario se nos ha..., digamos..., desequilibrado.
Sonrió con aire avergonzado.
—¡Ridículo! —murmuró el señor Tic-Tac por detrás de la máscara—. Haga revisar su reloj.
Y se marchó a su oficina, de lo más mrmee, mrmee, mrmee...
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