Nunca falta quien pregunta: «¿De qué se trata?»
Para los que siempre necesitan preguntar, para aquellos a quienes siempre hay
que decir las cosas con todas las letras, y que necesitan saber «dónde posan
los pies», va esto: La mayoría de los hombres sirve al estado, no como hombres
principalmente, sino como máquinas: con sus cuerpos. Son el ejército en pie,
las milicias, los celadores, los policías, las fuerzas de la ley. En muchos
casos, no hay ningún ejercicio libre del juicio, o del sentido moral; estos
hombres se ponen al mismo nivel que la madera, la tierra y las piedras; acaso
tal vez puedan fabricarse hombres de madera que sirvan a los mismos fines. No inspiran
más respeto que un títere o que un trozo de tierra. Su valor es igual al de los
perros o los caballos. Sin embarco, se les suele considerar buenos ciudadanos.
Otros —en su mayoría legisladores, políticos, juristas, ministros y
funcionarios— sirven al estado principalmente con su mente; y, dado que muy
rara vez hacen distinciones morales, son tan proclives a servir al diablo, sin quererlo,
como a Dios. Muy pocos, como los héroes, los patriotas, los mártires, los
reformistas en el sentido más elevado, y los «hombres», sirven al estado
también con sus conciencias, y así, necesariamente, se le oponen casi
constantemente; por lo general, el estado suele tratarlos como a enemigos.
Henry David Thoreau. Desobediencia civil.
Allí está la raíz de todo. Ahora comencemos por
el medio, y luego sepamos el principio; el final se encargará de sí mismo.
Pero debido a que el mundo era precisamente así, precisamente
como dejaron que llegase a ser, durante meses sus actividades no atrajeron la
atención de Los que Mantienen la Maquinaria Funcionando Normalmente, de los que
engrasaban con el mejor lubricante los resortes y muelles de la cultura. Sólo cuando
fue evidente que, de algún modo, vaya a saberse cómo, se había convertido en
una celebridad, en una notoriedad, acaso en un héroe («sujeto a quien la
Oficialidad inevitablemente persigue») para «un segmento emocionalmente
perturbado de la población», sólo entonces fueron a ver al señor Tic-Tac y a su
maquinaria legal. Pero, por ser el mundo como era y porque no tenían forma de
predecir que él llegaría a existir —posiblemente un rebrote de alguna
enfermedad erradicada largo tiempo atrás que ahora volvía a surgir en un
sistema donde la inmunidad había quedado en el olvido—, posiblemente por eso se
le había dejado adquirir demasiada realidad. Ya tenía forma y sustancia.
Había adquirido una personalidad, algo que habían
erradicado del sistema muchas décadas atrás. Pero allí estaba, con su personalidad
insoslayable y definida. En ciertos círculos —de la clase media— se lo
consideraba una vulgar ostentación. Un anarquista de mal gusto. Una vergüenza.
En otros, sólo había risillas: los estratos donde el pensamiento se reducía a
la forma y el ritual, a lo apropiado y conveniente. Pero más abajo, ah, más abajo,
donde la gente pedía santos y pecadores, pan y circo, héroes y villanos, se lo
consideraba un Bolívar, un Napoleón, un Robín Hood, un Dick Bong (As de Ases),
un Jesús, un Jomo Kenyatta.
Y arriba —donde cada temblor y vibración amenaza
con arrancar a los ricos, poderosos y nobles de sus mástiles, se lo veía como a
un peligro, como a un hereje, un rebelde o una desgracia. Se lo conocía en el
fondo, en el centro, pero las reacciones importantes se producían mucho más
arriba, y por debajo. En la cúspide y en el extremo inferior.
De modo que buscaron la carpeta con su
expediente, su tarjeta de tiempo y su cardioplaca, y llevaron todo al despacho
del señor Tic-Tac.
El señor Tic-Tac: muy por encima del metro
ochenta, adusto, un hombre suave y satisfecho cuando las cosas sucedían a su tiempo.
El señor Tic-Tac.
Aun en los cubículos de la jerarquía, donde el
temor se generaba pero pocas veces se sufría, lo llamaban el señor Tic-Tac. Pero
nadie se lo decía ante la máscara.
Uno no llama a un hombre con un mote aborrecido
cuando, detrás de su máscara, ese hombre es capaz de revocar los minutos, las
horas, los días y las noches, los años de su vida. En su presencia, había que
llamarlo Maestro Custodio del Tiempo. Así era más seguro.
—Aquí dice qué es —observó el señor Tic-Tac con
genuina suavidad—, pero no quién es. Esta tarjeta de tiempo que tengo en la
mano izquierda contiene un nombre, pero es el nombre de lo que es, no de quién
es. La cardioplaca que sostengo en la derecha también contiene un nombre, pero
sólo de lo que es, no de quién es. Para poder efectuar la debida revocación,
necesito saber quién es éste que es.
Y dijo a sus funcionarios, a los fisgones, a los
delatores, a los soplones, a los espías, a los mirones:
—¿Quién es este Arlequín?
Ya no hablaba con voz tan suave. Parecía el
tictac de un reloj. Sin embargo, nunca le habían oído decir un discurso tan
largo de un tirón. Ni los funcionarios, ni los fisgones, ni los delatores, ni los
soplones, ni los espías. Los mirones no, porque casi nunca andaban por ahí y no
sabían nada. Pero incluso ellos salieron disparados a averiguarlo.
¿Quién era el Arlequín?
En lo alto, sobre el tercer nivel de la ciudad,
se acurrucó sobre la plataforma vibrante, de marco de aluminio, de la aeronave (¡Bah!
¡Aeronave, las cosas que hay que oír! ¡Es un aeropatín que parece una
coctelera! ¡Barato y mal acabado!), y observó el minucioso diseño Mondrian de
los edificios.
Cerca de allí, oyó el metronómico
izquierda-derecha-izquierda del turno de las 14:47 que ingresaba en la planta
de rulemanes Tim-kin, todos ataviados con zapatillas de suela de goma. Precisamente
un minuto después, oyó el derecha-izquierda-derecha, algo más suave, del turno
de las 5:00 que terminaba la jornada.
Una sonrisa traviesa surcó sus rasgos bronceados
y por un instante se le vieron los hoyuelos. Luego, mientras se rascaba la cabellera
tupida y castaña, se encogió de hombros bajo el disfraz de bufón, como si se
preparara para lo que vendría. Empujó el mando hacia delante y se inclinó hacia
el viento cuando la aeronave perdió altura. Casi rozó una acera, y con toda deliberación
lo hizo descender un metro para arrugar las borlas de las peripuestas damas, y
tras meterse los pulgares en las inmensas orejas, asomó la lengua, miró hacia
arriba y se burló de ellas sin ningún rubor. Se divirtió un poco. Una
transeúnte perdió el equilibrio y cayó, lanzando paquetes a diestra y
siniestra; otra se mojó la ropa, una tercera se desmayó y cayó de lado: la
cinta peatonal se detuvo automáticamente cuando intervinieron los socorristas
para resucitarla. Se divirtió otro poco.
Luego giró sobre sí y se alejó montado en una
ráfaga errante. ¡Hasta luego! Rodeó la cornisa del Edificio de Estudios sobre
la Traslación del Tiempo, y vio que el turno de empleados partía para abordar
la cinta peatonal. Con desplazamientos experimentados y absoluta conservación
del movimiento, se introducían de lado en la banda lenta y (en una coreografía
que recordaba una película de Busby Berkeley de la antediluviana década del
1930) avanzaban a través de las cintas con paso de avestruz hasta que quedaban
alineados sobre la cinta expreso.
Una vez más, expectante, dejó asomar la sonrisa
de duende. En el lado izquierdo, al fondo» le faltaba una muela. Perdió altura,
se abalanzó sobre ellos y barrió el aire sobre sus cabezas. Luego, apretujándose
dentro de la aeronave, soltó las hebillas que aseguraban los extremos de los
sacos de factura casera para que la carga no cayese antes de tiempo. A medida
que las hebillas fueron abriéndose, mientras la aeronave pasaba sobre los
obreros de la fábrica, ciento cincuenta mil dólares en pastillas de goma cayeron
formando una cascada sobre la cinta expreso.
¡Pastillas de goma! Miles de millones de
caramelos púrpura, amarillos, verdes, con sabor a uva, fresa y menta, redondas,
suaves, azucaradas por fuera, tiernas y carnosas por dentro, dulces y sabrosas.
Saltando, sacudiéndose, rebotando, tintineando, repiqueteando, cayeron sobre
las cabezas, los hombros, los cascos y las corazas de los obreros de la planta Timkin,
ensordecedoras, saltarinas y resbaladizas sobre las cintas peatonales y bajo
los pies, colmando el cielo con todos los tonos de la felicidad, la infancia y
las vacaciones, cayendo copiosamente como una lluvia impenetrable, como una
catarata sólida, como un torrente de color y dulzura que derramaba el firmamento
para irrumpir en un universo de cordura y orden metronómico con la novedad
medio lunática de lo inverosímil. ¡Pastillas de goma!
Los obreros del turno gritaron y rieron mientras
los apedreaba el insólito granizo. Rompieron filas mientras las golosinas
lograban abrirse paso por entre el mecanismo de las cintas. Se oyó un arañazo
horripilante, como si millones de uñas rasparan un millón de pizarras. Después,
algo que pareció una tos y un escupitajo. De pronto, las cintas se detuvieron y
la gente salió disparada para aquí y para allá en un revuelo de piernas y
brazos, mientras todo el mundo reía a mandíbula batiente y se arrojaba
pastillitas de colorines a la boca. Era una fiesta, una dicha, una absoluta
locura, un regalo. Pero...
El turno se retrasó siete minutos.
La gente regresó al hogar siete minutos más
tarde.
El programa maestro llevaba un desfase de siete
minutos. Durante siete minutos, las estimaciones de producción se retrasaron
por culpa de las cintas peatonales detenidas.
Él empujó la primera ficha de dominó de la hilera
y, una tras otra, fueron cayendo las demás, chic, chic, chic.
El Sistema se alteró por valor de siete minutos.
Era una cuestión ínfima, apenas digna de mención, pero en una sociedad en que
la única fuerza motriz era el orden, la unidad, la igualdad, la rapidez, la
precisión de reloj, la atención al reloj, la veneración a los dioses que regían
el paso del tiempo, fue un desastre de consideración.
Así pues, le ordenaron que se presentara ante el
señor Tic-Tac. La noticia fue transmitida por todos los canales de la red de comunicación.
Se le ordenó que estuviese allí a las 7:00 en punto. Ellos esperaron y
esperaron, pero él sólo se presentó a las diez y media, hora en que se limitó a
cantar una tonada sobre la luna en un sitio del que nadie había oído hablar,
llamado Vermont, y volvió a desaparecer. Pero lo habían estado esperando desde
las siete, y eso causó auténticos estragos en su programa. De modo que la pregunta
siguió sin respuesta: ¿Quién era el Arlequín?
Pero lo que nadie preguntó (más importante aún
que lo otro) fue: ¿cómo hemos llegado a esta situación, en que un bufón irresponsable
y jocoso, de jerga y jerigonza, es capaz de perturbar toda nuestra vida
económica y cultural con ciento cincuenta mil dólares de pastillas de goma...?
¡Pastillas de goma, por el amor de Dios! ¡Pero si
es una locura! ¿Dónde habrá conseguido el dinero para comprar ciento cincuenta
mil dólares en pastillas de goma? (Sabían que debía de haberle costado eso,
pues un equipo de Analistas de Situación abandonaron cualquier otra tarea y
corrieron a las cintas peatonales para recoger y contar los dulces, y para
obtener evidencias, lo cual perturbó su propio programa y puso patas arriba
toda su sección al menos durante una jornada de trabajo.) ¡Pastillas de goma!
¿Pastillas de... goma? ¡Un segundo —segundo del que hubo que dar cuenta—! Hace
cien años que no se fabrican pastillas de goma. ¿Dónde las habrá conseguido?
Ésa es otra pregunta interesante. Aunque, con
toda seguridad, la respuesta nunca os satisfará por completo. Pero, al fin y al
cabo, ¿cuántas respuestas lo logran?
Ya conocéis el medio. Aquí va el comienzo. Todo
empezó así:
UN DIETARIO. DÍA POR DÍA, UNO POR PÁGINA. 9:00:
ABRIR LA CORRESPONDENCIA. 9.45: CITA CON LA COMISIÓN DE PLANEAMIENTO. 10:30:
ANALIZAR CON J.L. LOS DIAGRAMAS DE PROGRESO EN LA INSTALACIÓN. 11:45: ORAR PARA
QUE LLUEVA. 12:00: ALMUERZO. ETCÉTERA, ETCÉTERA.
«Lo siento, señorita Grant, pero la hora para las entrevistas se fijó
a las 14:30, y ya son casi las cinco. Lamento que se haya retrasado, pero así
son las reglas. Tendrá que esperar hasta el próximo año para poder presentar la
solicitud de ingreso en este colegio.» Etcétera, etcétera.
El tren local de las 10:10 tiene paradas en
Cresthaven, Galesville, Tonawanda Junction, Selby y Farnhurst, pero no en Indiana
City, Lucasville y Colton, salvo los domingos. El expreso de las 10:35 para en
Galesville, Selby e Indiana City, salvo los domingos y feriados, días en los
cuales para en... Etcétera, etcétera.
«No
pude esperarte, Fred. Tenía que estar en casa de Pierre Cartain a las 15:00, y
tú dijiste que nos encontraríamos bajo el reloj de la terminal a las 14:45.
Como no estabas allí, me fui. Siempre llegas tarde, Fred. Si hubieras estado a
la hora convenida, habríamos podido arreglar el asunto juntos, pero como no
llegaste a tiempo, pues... tuve que hacer el encargo sólo a mi nombre...»
Etcétera, etcétera.
«Queridos Sr. y Sra. Atterley: Con referencia a
la constante impuntualidad de su hijo Gerold, nos vemos en la obligación de expulsarlo
de la escuela a menos que pueda instaurarse algún método más riguroso para
asegurar que llegue a sus clases a la hora debida. Dado que es un estudiante
ejemplar y que sus notas son altas, su constante alteración de los programas y
horarios nos impide mantenerlo en un sistema donde los demás niños parecen capaces
de llegar a donde deben con puntualidad, y etcétera, etcétera.»
NO PODRÁ VOTAR SI NO SE PRESENTA A LAS 8:45.
«¡No me importa que el guión sea bueno! ¡Lo
necesito el jueves!»
HORARIO DE SALIDA: 14:00.
«Ha llegado usted tarde. El empleo está ya
ocupado. Lo siento.»
SE HAN DESCONTADO DE SU SUELDO VEINTE MINUTOS DE
TIEMPO PERDIDO.
«¡Dios mío! ¡Qué tarde se ha hecho, tengo que
salir pitando!» Etcétera. Etcétera. Etcétera. Etcétera cétera cétera tera tera
tic tac tic tac tic tac hasta que llega el día en que el tiempo ya no está a
nuestro servicio, sino que nosotros comenzamos a servir al tiempo, a ser
esclavos de los horarios, pastores del paso del sol por el firmamento, sujetos
a una vida tejida en torno de restricciones porque el sistema no funciona si no
respetamos los programas como corresponde.
Hasta que llegar tarde pasa a ser más que un
pequeño inconveniente. Se convierte en un pecado. Luego, en un delito. Más
tarde en un crimen que se castiga así:
«EL 15 DE JULIO DE 2389 A LAS 0:00:00, el
Departamento del Maestro Custodio del Tiempo requerirá que todos los ciudadanos
entreguen sus tarjetas de tiempo y cardioplacas para su procesamiento. Según el
Estatuto 555-7-SGH-999, que reglamenta la revocación de tiempo per capita,
todas las cardioplacas se ajustarán a cada titular, y...»
En realidad crearon un método para cercenar la
extensión de vida de las personas. Si uno se retrasaba diez minutos, perdía diez
minutos de vida. Una hora de retraso merecía idéntico lapso de revocación. Si
alguien persistía en su impuntualidad, podía encontrarse con que, un domingo a
la noche, llegaba una notificación del Maestro Custodio del Tiempo en la que se
le informaba que su tiempo había concluido, y que sería «desactivado» el lunes
a las doce del mediodía, y que tuviera a bien dejar en orden sus asuntos,
caballero, dama o bisexual.
Así se mantenía en funcionamiento el Sistema:
mediante ese sencillo trámite científico (que se apoyaba en procesos tecnológicos
celosamente guardados por el Departamento del Maestro Custodio del Tiempo). Con
ello bastaba. Después de todo, era un procedimiento patriótico. Había que
cumplir los horarios. ¡Después de todo, estábamos en guerra!
Pero ¿acaso no se está siempre en guerra?
—¡Qué desagradable! —exclamó el Arlequín cuando la
Bella Alice le mostró la lámina de «Se Busca»—. Desagradable» y muy poco
probable. Después de todo, no estamos en la época del Lejano Oeste. ¿Una
pancarta de «Se Busca»?
—No sé si te he dicho que hablas con demasiada
inflexión —observó la Bella Alice.
—Lo siento —respondió el Arlequín, humilde.
—No tienes por qué lamentarte. Te pasas el día
diciendo «Lo siento». Ay, Everett, cargas con una culpa tan impresionante... Es
una verdadera pena...
—Lo siento —repitió, y luego frunció los labios.
Los hoyuelos asomaron fugazmente. No había querido decirlo—. Debo volver a salir.
Tengo algo que hacer.
La Bella Alice descargó el cuenco de café sobre
el mostrador. —¡Por amor de Dios, Everett! ¿No puedes quedarte en casa una sola
noche? ¿Siempre tienes que pasearte con ese espantoso traje de bufón, corriendo
como un extraviado y ofuscando a la gente?
—Tengo que... —Se detuvo y se acomodó el sombrero
de payaso sobre la cabellera castaña con un tintineo de cascabeles.
Se levantó, enjuagó el cuenco de café bajo el
grifo rociador y lo puso un momento en el secador—. Tengo que irme.
La mujer no respondió. El fax ronroneaba. Fue
hasta él, extrajo una hoja, la leyó y se la arrojó a través del mostrador. —Se
trata de ti. Como siempre. Eres ridículo.
La leyó deprisa. Decía que el señor Tic-Tac
trataba de localizarlo. No dejó que la noticia lo preocupara. Saldría una vez más,
para llegar tarde nuevamente. Al llegar a la puerta buscó alguna línea de
salida y se volvió hacia atrás con petulancia.
—¡Para que te enteres, tú también hablas con
inflexión! La Bella Alice alzó los ojos hacia el techo. —Eres ridículo.
El Arlequín partió y quiso cerrar de un portazo,
pero la puerta se cerró por sus propios medios, suave y lentamente.
Se oyó un débil toc-toc. La Bella Alice se
levantó con un exasperado suspiro y abrió la puerta. No se había ido.
—Regresaré a las diez y media, ¿está bien? Ella
asomó su rostro desolado.
—¿Por qué me dices estas cosas? ¿Por qué? Sabes
que llegarás tarde. ¡Lo sabes mejor que yo! Siempre te retrasas; ¿qué necesidad
tienes de decirme estas tonterías? —Cerró la puerta.
Al otro lado, el Arlequín asintió. «Tiene razón.
Siempre tiene razón. Llegaré tarde. Siempre llego tarde. ¿Qué necesidad tengo de
decirle estas tonterías?»
Se encogió de hombros y partió, para llegar tarde
una vez más.
Disparó los cohetes lanzahumos y dibujó en el
firmamento: «Exactamente a las 8:00 acudiré a la 115a Convención Anual de la
Asociación Médica Internacional. Espero que podáis acompañarme.»
Las palabras ardieron en el cielo, y, desde
luego, las autoridades se presentaron para esperarlo. Supusieron, naturalmente,
que llegaría tarde. Llegó veinte minutos temprano, mientras sujetaban las redes
que debían atraparlo. Les habló por un altavoz estruendoso que los sobresaltó y
los sacó de quicio. Tanto, que sus propias redes pegajosas se cerraron sobre
ellos y los dejaron pendiendo por encima del anfiteatro, entre pataleos y aullidos.
El Arlequín empezó a reír y a reír, y se disculpó profusamente. Los médicos,
reunidos en cónclave solemne, estallaron en carcajadas, y aceptaron las
disculpas del Arlequín con exageradas inclinaciones de cabeza y reverencias.
Todos se divirtieron a más no poder y pensaron que el Arlequín era un payaso de
calzón y faralá. Todos, claro está, menos las autoridades, que habían sido
enviadas por orden del señor Tic-Tac, y que quedaron colgando como carga a la
estiba sobre el suelo del anfiteatro, del modo más inapropiado.
(En otra parte de la misma ciudad donde el
Arlequín efectuaba sus «actividades», sucedía algo totalmente ajeno a lo que
aquí nos concierne, pero que, sin embargo, ilustra el poder y la coerción del
señor Tic-Tac. Un hombre llamado Marshall Delahanty recibía su aviso de
desactivación del departamento del señor Tic-Tac. Su esposa tomó la nota de
manos del empleado de traje gris que había ido a entregarla, con la tradicional
«expresión de condolencia» estampada horrorosamente en el rostro. La mujer supo
de qué se trataba aun antes de abrirla. Era una esquela que, en esos días,
todos reconocían de inmediato. Contuvo
el aliento y la sostuvo lejos de su cuerpo como si se tratara de un
portaobjetos impregnado de botulismo; oró por que no fuese para ella. «Que sea
para Marsh —pensó, con brutalidad y realismo—, o para alguno de los niños, pero
no para mí. Dios santo, por favor, que no sea para mí.» Entonces la abrió, y
era para Marsh. La mujer sintió alivio y espanto al mismo tiempo. La
bala había dado al soldado de atrás. —Marshall
—gritó—. ¡Marshall! ¡Te desactivarán, Marshall! ¡Ay Dios-mío, Marshall, qué
haremos-Marshall-qué-haremos-Dios-mío...! Y esa noche, en su casa, sólo se oyó
el ruido del papel hecho trizas, y el ruido del miedo, y por las chimeneas sólo
subió el olor a desesperación: no había nada, absolutamente nada que pudieran
hacer.
Pero Marshall Delahanty trató de escapar. Y al
día siguiente, bien temprano, cuando llegó el momento de la desactivación, estaba
en lo más profundo del bosque canadiense, a trescientos veinte kilómetros de
allí. El departamento del señor Tic-Tac desactivó su cardioplaca, y Marshall
Delahanty se hincó doblado en dos, mientras corría. El corazón se le detuvo y
la sangre se secó durante el trayecto al cerebro. Se murió. Eso fue todo. Sobre
el mapa que había en el departamento del Maestro Custodio del Tiempo, se
extinguió una lucecita, mientras la notificación entraba en proceso para ser
reproducida por facsímil. El nombre de Georgette Delahanty fue sumado a las
listas de los beneficiarios con el socorro asistencial hasta que pudiera volver
a casarse. Con esto termina la digresión, y todo lo que había que aclarar, pero
no os riáis, pues es lo que le sucedería al Arlequín si alguna vez el señor Tic-Tac
descubría su nombre verdadero. No tiene nada de gracioso.)
El nivel comercial de la ciudad brillaba,
abigarrado con los colores que la gente usaba los jueves para ir de compras:
mujeres con túnicas amarillo canario, y hombres con traje seudotirolés, de cuero
y color jade, que les sentaban muy ajustados, salvo por los pantalones
bombachos.
Cuando el Arlequín apareció en la cúpula aún en
construcción del nuevo Centro de Compras Eficientes con el altavoz sobre los labios
sonrientes, todos los señalaron, boquiabiertos. Pero él los amonestó:
—¿Por qué dejan que los manden como a esclavos?
¿Por qué dejan que los hagan correr y apresurar como hormigas? ¡Tómense su tiempo!
¡Entreténganse por ahí un rato! ¡Disfruten del sol, de la brisa, dejen que la
vida los conduzca a su propio ritmo! No sean esclavos del tiempo, es una forma
diabólica de morir lentamente, poco a poco. ¡Fuera el señor Tic-Tac!
¿Quién será ese lunático?, se preguntaron casi
todos los clientes. ¿Quién será ese loc... ay, Dios, debo darme mucha prisa, o
llegaré tarde...
Los obreros que trabajaban en la cúpula del
Centro Comercial recibieron un aviso del Maestro Custodio del Tiempo. En él se
les decía que el peligroso criminal conocido como «Arlequín» se encontraba en
lo alto de la torrecilla, y que debían prestar su ayuda con suma urgencia para
capturarlo. Los obreros se negaron: perderían tiempo previsto para el programa
de la construcción. Pero el señor Tic-Tac se las arregló para mover los hilos
gubernamentales precisos: se les ordenó que dejaran el trabajo y que atraparan
a ese loco que había en la torre, a través de un altavoz. Así pues, unos doce
hombres robustos comenzaron a trepar por los andamios, con las placas
antigravedad, hacia el Arlequín.
Después del desorden desastroso (durante el cual
no hubo víctimas graves, gracias a la consideración del Arlequín por la seguridad
personal), los obreros trataron de organizarse y apresarlo, pero fue demasiado
tarde. Se había esfumado. Con todo, logró atraer a una multitud nada
desdeñable, y el ciclo de compras previsto se demoró durante horas y horas.
Así, las demandas de compras del sistema se vieron retrasadas y hubo que tomar
medidas para acelerar el ciclo durante el resto de la jornada. Pero como el
primer ciclo se retrasó y luego se adelantó, se vendieron demasiadas válvulas
de flotador y no suficientes cojinetes, lo cual provocó un fallo en las
estimaciones, lo cual, a su vez, hizo necesario enviar cajas y más cajas de
Smash-0 perecedero a tiendas que por lo general sólo necesitaban una cada tres
o cuatro horas. Los envíos se trastocaron, en los transbordos se confundieron
los destinos, y, por fin, hasta la industria de los aeropatines sufrió las
consecuencias.
—No vuelvan hasta que no lo hayan capturado —dijo
el señor Tic-Tac con voz muy serena, muy sincera, extremadamente peligrosa.
Usaron perros. Usaron sondas. Usaron entrecruzamientos
de cardioplacas. Usaron señuelos. Usaron el soborno. Usaron la delación. Usaron
la intimidación. Usaron tormentos. Usaron torturas. Usaron servicios de
bribones y de policías. Usaron pesquisas. Usaron celadas. Usaron incentivos. Usaron
huellas dactilares. Usaron el sistema Bertillon. Usaron astucias, culpas y
traiciones. Usaron a Raoul Mitgong, pero no les sirvió de gran cosa. Usaron la
ciencia aplicada. Usaron técnicas de criminología.
Y, qué demonios, al final lo atraparon.
Al fin de cuentas, su nombre era Everett C. Marm,
y no era gran cosa: sólo un hombre sin sentido del tiempo.
—Arrepiéntete, Arlequín! —dijo el señor Tic-Tac.
—¡Vete a la porra! —replicó el Arlequín,
desdeñoso.
—Tus retrasos suman un total de sesenta y tres
años, cinco meses, tres semanas, dos días, doce horas, cuarenta y un minutos,
cincuenta y nueve segundos punto cero tres seis uno uno uno micro-segundos. Has
empleado todo lo que tenías, y más aún. Voy a desactivarte.
—Vete a asustar a otro. Prefiero morir antes que
vivir en un mundo opaco con un hombre del saco como tú.
—Es mi trabajo.
—Te sale hasta por las orejas. Eres un tirano. No
tienes derecho a mandar a las personas como si fueran esclavos y a matarlas
cuando llegan tarde.
—No puedes adaptarte. No encajas en el sistema.
—Suéltame, y verás cómo te encajo el puño contra
los dientes.
—Eres un inconformista.
—Eso antes no era ningún delito...
—Pues ahora lo es. Vive en el mundo que te rodea.
—Lo odio. Es un mundo atroz.
—No todos comparten tu opinión. A casi todo el
mundo le gusta el orden.
—A mí, no. Y a casi toda la gente que conozco,
tampoco.
—No es cierto. ¿Cómo crees que te capturamos?
—No me interesa saberlo.
—Una chica llamada Bella Alice nos dijo dónde te
encontrabas.
—Mentira.
—Es cierto. Tú la sacas de quicio. Quiere formar
parte de la sociedad, quiere sentirse satisfecha. Voy a desactivarte.
—Pues entonces hazlo, y déjate de discusiones.
—No voy a desactivarte.
—¡Eres un imbécil!
—¡Arrepiéntete, Arlequín! —dijo el señor Tic-Tac.
—¡Vete a la porra!
Lo enviaron a Coventry. Y en Coventry lo
programaron. Fue como lo que le hacían a Winston Smith en MIL NOVECIENTOS OCHENTA
Y CUATRO, que era un libro del que ellos nada sabían, sólo que las técnicas
eran cosa muy antigua. Eso hicieron con Everett C. Marm. Así, un día, mucho
tiempo después, el Arlequín apareció en la red de comunicación con aspecto de
duende, hoyuelos y ojos brillantes. No parecía que le hubieran lavado el
cerebro. Dijo que había estado equivocado, que era algo bueno —muy
bueno—integrarse al sistema, ser puntual y no andar perdiendo tiempo por ahí.
Todos lo miraron en las pantallas públicas que cubrían toda una manzana, de
esquina a esquina, y se dijeron «ya ves, después de todo, no era ningún loco.
Si así funciona el sistema, pues que siga haciéndolo. De nada sirve luchar
contra la burocracia municipal, o, en este caso, contra el señor Tic-Tac». De modo
que Everett C. Marm fue destruido, lo cual fue una verdadera lástima, por lo
que Thoreau dijo antes, pero nadie puede hacer una tortilla sin romper los
huevos, y en toda revolución mueren unos cuantos que no lo merecen; así va la cosa;
a veces sucede, y uno se conforma sólo con poder imponer un pequeño cambio. O,
para decirlo más explícitamente:
—Ejem, perdóneme, señor..., hum..., no sé
cómo..., eh..., decírselo, pero ha llegado tres minutos tarde. El horario se
nos ha..., digamos..., desequilibrado.
Sonrió con aire avergonzado.
—¡Ridículo! —murmuró el señor Tic-Tac por detrás
de la máscara—. Haga revisar su reloj.
Y se marchó a su oficina, de lo más mrmee, mrmee,
mrmee...
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