El estanco de Martin
Martinich está situado en un edificio que hace esquina. Es natural que los
estancos tengan predilección por las esquinas a juzgar por el de Martin, porque
su negocio va viento en popa. El escaparate es de modestas proporciones, pero
está bien dispuesto. Unos pequeños espejos dan vida a la mercancía que allí se
exhibe. En la zona más baja, en los valles que se abren entre las montañas de
terciopelo azul, se acomoda una variedad de cajas de cigarrillos cuyos nombres
vienen arropados por ese elegante dialecto internacional que también se utiliza
para dar nombre a los hoteles; más arriba, los puros en hilera sonríen en sus
cajas livianas.
En sus buenos
tiempos, Martin era un rico terrateniente. En mis recuerdos de infancia aparece
siempre rodeado del aura con que conducía su impresionante tractor; por el
contrario, mi memoria me dice que su hijo Petya y yo, lejos de sus hazañas,
sucumbíamos simultáneamente a Meyn Ried y a la escarlatina, por lo que tras
quince años repletos de todo tipo de acontecimientos, me gustaba pasarme por el
estanco en aquella esquina llena de vida donde Martin vendía su mercancía.
Desde el año pasado,
sin embargo, compartimos algo más que recuerdos comunes. Martin tiene un
secreto y a mí me ha hecho partícipe de su secreto.
—¿Todo va bien? —le
pregunto en un susurro, y él, mirando por encima del hombro, me contesta con el
mismo cuidado.
—Sí, gracias a Dios,
todo está tranquilo.
Se trata de un
secreto bastante excepcional. Recuerdo que me iba a París y que la víspera me
había quedado en casa de Martin hasta tarde. El alma de un hombre puede
compararse a unos grandes almacenes y sus ojos a dos escaparates gemelos. A
juzgar por los ojos de Martin, estaban de moda los tonos pardos, cálidos. A
juzgar por esos ojos, la mercancía que guardaba en su alma era de excelente
calidad. Y qué barba tan tupida, con aquel destello blanco que hablaba de Rusia
en el gris robusto de alguna cana. Y sus hombros, su estatura, su porte... En
tiempos solían decir que podía rajar un pañuelo con su espada —una de las
hazañas de Ricardo Corazón de León. Ahora, cualquiera de los que como él habían
emigrado diría con un punto de envidia: «¡Ahí tienes a un hombre que no ha
bajado la cabeza!».
Su esposa era una
amable mujer ya entrada en años y un tanto hinchada, con un lunar junto a su
fosa nasal izquierda. De sus sufrimientos en los tiempos revolucionarios había
conservado un tic en el rostro: inopinada y furtivamente alzaba sus ojos al
cielo en una ráfaga fugaz. Petya tenía el mismo físico imponente que su padre.
A mí me gustaba su dulzura taciturna, así como su humor repentino. Tenía un
rostro grande, fláccido (del que su padre solía decir: «Vaya jeta la tuya,
harían falta tres días al menos para circunnavegar su perímetro») y el pelo
rojizo, permanentemente despeinado. Petya era propietario de un cine minúsculo,
en una zona de la ciudad poco poblada, que le proporcionaba unos modestos
ingresos. Y con él se acababa la familia.
Yo pasé aquel día,
víspera de mi viaje, sentado junto al mostrador observando a Martin y a sus
clientes, primero se inclinaba ligeramente, apoyándose en dos dedos, sobre el
mostrador, y luego iba hasta las estanterías con un gesto elegante, cogía una
de las cajas y mientras la abría con un chasquido del pulgar, preguntaba: «Einen
Rauchen?». Recuerdo aquel día por una razón especial: Petya llegó
inopinadamente, desgreñado y lívido de rabia. La sobrina de Martin había
decidido volver a Moscú con su madre y Petya venía de entrevistarse con los
representantes diplomáticos. Mientras que un diplomático le estaba informando
de los pormenores, otro, que evidentemente comulgaba con la política del
gobierno, susurraba en palabras apenas perceptibles: «Mucho cuidado, esto está
lleno de esa Basura del Ejército Blanco».
—Me hubiera gustado
hacer picadillo a aquel tipo —dijo Petya, haciendo ademán de dar un puñetazo—
pero, desgraciadamente, no puedo olvidarme de mi tía que está en Moscú.
—Ya tienes algún que
otro pecado en tu conciencia ——dijo Martin con voz cavernosa no exenta de buen
humor. Aludía a un incidente de lo más divertido. No hace mucho tiempo, en el
día de su santo, Petya fue a la librería soviética, cuya presencia mancilla una
de las calles más encantadoras de Berlín. En ese lugar no sólo venden libros
sino también distintas baratijas y curiosidades manuales. Petya eligió un
martillo adornado con amapolas y con el blasón de los martillos bolcheviques.
El empleado le preguntó si quería algo más. Petya dijo: «Sí, ya lo creo»,
indicando con el gesto un pequeño busto de escayola del Señor Ulyanov. Pagó
quince marcos por el busto y el martillo, para después sin mediar palabra, allí
mismo junto al mostrador, hacer añicos el busto con el martillo, con una fuerza
tal que el Señor Ulyanov se desintegró.
A mí me gustaba
aquella historia, como me gustaban, por ejemplo, los dichos queridos, estúpidos
e inolvidables de la infancia que calientan las entretelas del corazón. Las
palabras de Martin me llevaron a mirar a Petya mientras dejaba escapar una
carcajada. Pero Petya se encogió de hombros taciturno y frunció el ceño. Martin
revolvió en el cajón y le ofreció el cigarrillo más caro de la tienda. Pero ni
siquiera eso disipó la tristeza de Petya.
Volví a Berlín seis
meses más tarde. Un domingo por la mañana sentí la necesidad de ver a Martin.
Entre semana se podía entrar a su casa a través de la tienda, ya que su piso
—tres habitaciones y una cocina— estaba justamente detrás. Pero, evidentemente,
un domingo por la mañana, la tienda estaba cerrada, y el escaparate tenía
echada la reja protectora. Contemplé fugazmente a través de la reja las cajas
rojas y doradas, los puros morenos, la humilde inscripción que se leía en un
rincón, «Aquí se habla ruso», observé que el escaparate presentaba, de alguna
forma, un aspecto más alegre, y crucé a través del patio hasta la casa de
Martin. Cosa extraña, el propio Martin me pareció más alegre, más desenvuelto,
más radiante que antes. Y Petya estaba totalmente irreconocible: sus rizos
grasientos y desgreñados estaban peinados hacia atrás, y una amplia sonrisa, un
punto tímida, se demoraba insistente en sus labios; mantenía una especie de
silencio satisfecho y un cierto aire de divertida preocupación, como si llevara
consigo una carga preciosa, dulcificaba todos sus movimientos. Sólo la madre
seguía tan pálida como siempre, y el mismo tic, tan conmovedor, encendía su
rostro como un débil relámpago de verano. Nos sentamos en el salón donde todo
estaba recogido y yo, al pensar en las otras dos habitaciones, la de Petya y la
de sus padres, igualmente limpias y acogedoras, tuve una sensación de lo más
reconfortante. Tomé un té con limón, atendí a la meliflua conversación de
Martin sin lograr evitar la impresión de que algo nuevo había hecho irrupción
en aquella casa, algún pálpito misterioso y alegre, como ocurre, por ejemplo,
en un hogar donde hay una joven a punto de ser madre. En un par de ocasiones
Martin le lanzó una mirada preocupada a su hijo y éste reaccionó levantándose
al punto y abandonando la habitación; al volver, le hacía una seña discreta a su
padre, como si quisiera decir que todo iba a las mil maravillas.
También había algo
nuevo, y a mi juicio, enigmático, en la conversación del viejo. Hablábamos de
París y de los franceses y, de repente, preguntó: «Dime, amigo, ¿cuál es la
cárcel más grande de París?». Le contesté que no lo sabía y empecé a hablarle
de una revista francesa que sacaba mujeres pintadas de azul.
—¡Y eso te asombra!
—me interrumpió Martin—. Dicen, por ejemplo, que las mujeres rascan la pintura
de las paredes de la cárcel y la utilizan para empolvarse la cara, el cuello o
lo que sea —y para confirmar sus palabras, trajo de su dormitorio un grueso
volumen escrito por un criminalista alemán y localizó un capítulo acerca de la
rutina de la vida en la cárcel. Traté de cambiar de tema, pero, fuera el tema
que fuese, Martin lo reconducía mediante extraños rodeos y artificiales
circunloquios, de forma tal que, sin darnos cuenta, nos veíamos discutiendo de
nuevo los méritos de la prisión perpetua frente a la pena capital, o los
ingeniosos métodos que los criminales han inventado para lograr escaparse al
mundo libre.
Yo estaba
desconcertado. Petya, a quien le gustaban los artilugios mecánicos, se
entretenía manipulando con un cortaplumas los muelles de su reloj sin parar de
reírse entre dientes. Su madre cosía y de cuando en cuando me acercaba una
tostada o la mermelada para que comiera. Martin, con los cinco dedos de la mano
en su desaliñada barba, se me había quedado mirando pensativo y de repente
cambió de expresión como si se hubiera liberado de una carga. Dio una palmada
en la mesa y se volvió a su hijo. «Ya no aguanto más, Petya, le tengo que
contar todo o reviento.» Petya asintió en silencio. La mujer de Martin se
levantó para ir a la cocina. «Eres un chisgarabís, todo lo cuentas», dijo
moviendo la cabeza indulgentemente. Martin me puso la mano en el hombro, y me
dio tal sacudida que, si yo hubiera sido un manzano en un jardín, las manzanas
habrían empezado a caer literalmente por mi cuerpo, y luego se me quedó mirando
fijo a los ojos. «Te lo advierto —dijo—. Te voy a contar un secreto tan
increíble, tan secreto... que no sé qué hacer. Para que lo entiendas, ¡ni una
palabra a nadie! ¿Comprendes?».
E, inclinándose
hasta casi tocarme, bañándome en el aroma de tabaco y en su propio olor acre de
viejo, Martin me contó una historia verdaderamente extraordinaria.
—Sucedió —empezó
Martin— poco tiempo después de que te fueras. Entró un cliente. Obviamente, no
se había percatado del cartel del escaparate, porque se dirigió a mí en alemán.
Y permíteme que subraye esto: si hubiera observado el cartel no habría entrado
en la modesta tienda de un emigrante. Inmediatamente me di cuenta de que era
ruso por su pronunciación. La cara, además, era la de un ruso. Como es natural
me lancé a hablar en ruso, le pregunté qué tipo de tabaco quería, de qué
precio. Me respondió con una mirada de sorpresa molesta: «¿Qué le lleva a
pensar que soy ruso?». Le di una contestación amabilísima, según recuerdo, y me
puse a contar sus cigarrillos. En ese momento entró Petya. Cuando vio a mi
cliente dijo con la más absoluta calma: «Qué encuentro más agradable». Y
entonces mi Petya se acercó hasta él y le dio un puñetazo en la cara. El otro
se quedó helado. Como muy bien me explicó Petya más tarde, lo que ocurrió no
fue únicamente un puñetazo de esos en que la víctima se derrumba en el suelo,
sino un golpe muy especial: parece que Petya le había propinado un golpe de
efecto retardado, y el hombre perdió el conocimiento sin llegar a caerse. Y
parecía que se hubiera quedado dormido de pie. Y entonces, muy despacio empezó
a tambalearse y a caerse despacio, de espaldas, como si fuera una torre. Y
Petya se puso entonces detrás y lo recogió por las axilas en su caída. Todo fue
bastante inesperado. Petya dijo: «Échame una mano, papá». Yo le pregunté si
sabía lo que estaba haciendo. Petya se limitaba a repetir: «Échame una mano».
Conozco muy bien a mi Petya. Con él no sirven los rodeos y también sé que tiene
los pies en el suelo, que medita sus actos, y que no deja inconsciente a la gente
por una nimiedad. Arrastramos al inconsciente fuera de la tienda y a través del
pasillo hasta el cuarto de Petya. Y justo al llegar allí, oí un timbre. Alguien
acababa de entrar en la tienda. Tuvimos suerte, desde luego, de que no hubiera
ocurrido un minuto antes. Volví a la tienda, despaché la venta, y a
continuación, afortunadamente, llegó mi mujer con la compra e inmediatamente la
dejé en el mostrador al cuidado de la tienda, mientras que yo, sin mediar
palabra, fui a todo gas hasta la habitación de Petya. Aquel hombre estaba
tendido en el suelo con los ojos cerrados, mientras que Petya, sentado a su
mesa, examinaba pensativamente algunos objetos, como una gran purera de piel,
media docena de postales obscenas, un billetero, un pasaporte, y un revólver viejo
pero aparentemente en buen uso. Y me lo explicó todo al instante: como te
habrás imaginado, esos objetos procedían de los bolsillos de aquel hombre, y el
hombre no era otro sino el diplomático —recordarás la historia de Petya— que
hizo aquel comentario acerca de la Basura Blanca, ¡sí, sí, el mismo! Y, a
juzgar por alguno de los documentos que llevaba, era de la policía política, si
no me equivoco. «Bien hecho —le dije a Petya—, le has partido la cara a un
tipo. No entro en que lo mereciese o no, pero, por favor, explícame qué es lo
que piensas hacer ahora. Evidentemente, no has pensado para nada en tu tía de
Moscú». «Sí que lo he hecho —dijo Petya—. Tenemos que pensar algo».
Y lo hicimos.
Primero le atamos con una gruesa cuerda y le metimos una toalla en la boca.
Mientras estábamos ocupados con él, volvió en sí y abrió un ojo. Al examinarlo
de cerca, déjame decirte, aquel tipo resultó ser no sólo estúpido sino también
repulsivo, con una especie de sarna en la frente y en el bigote, y una nariz
bulbosa. Lo dejamos tumbado en el suelo y Petya y yo nos instalamos a su lado
cómodamente y comenzamos nuestra propia encuesta judicial. Discutimos durante
un buen rato. Nos preocupaba no tanto el insulto en sí —no era más que una
nadería, desde luego—, sino su profesión, por llamarlo de alguna manera, y
todas las actividades que había llevado a cabo en Rusia. Al acusado se le
concedió la última palabra. Cuando liberamos su boca quitándole la toalla, dio
una especie de gemido, tuvo unas náuseas, pero no dijo nada salvo: «Ya verán,
esperen y verán...». Volvimos a liarle la toalla, y la sesión continuó. Al
principio los votos estaban divididos. Petya pedía la pena de muerte. Yo
pensaba que merecía la muerte, pero propuse conmutar la pena por la de prisión
perpetua. Petya lo meditó y accedió. Yo añadí que, aunque ciertamente había
cometido una serie de crímenes, no teníamos medio de probarlos; que su
profesión en sí misma constituía un crimen; que nuestro deber se limitaba a
asegurar que de ahora en adelante fuera inofensivo, nada más. Y ahora escucha
el resto.
Tenemos un baño al
final del pasillo. Un cuarto pequeño y oscuro, muy oscuro, con una bañera de
hierro esmaltado. El agua se pone en huelga con cierta frecuencia. De vez en
cuando aparece una cucaracha. El cuarto es tan oscuro porque la ventana es muy
estrecha y está colocada justo debajo del techo, y además, precisamente
enfrente de la ventana, a unos tres pies más o menos, hay un sólido muro de
ladrillo. Y fue precisamente en aquel agujero donde decidimos meter al
prisionero. Fue idea de Petya, sí, sí, de Petya, hay que dar al César lo que es
del César. En primer lugar, como es natural, había que preparar la celda.
Empezamos arrastrando al prisionero hasta el pasillo para tenerlo vigilado
mientras trabajábamos. Y, en ese momento, mi mujer, que acababa de cerrar la
tienda porque ya era de noche y se dirigía a la cocina, nos vio. Se quedó
estupefacta, indignada incluso, pero luego entendió nuestras razones. Buena
chica. Petya empezó por desmembrar una mesa muy sólida que teníamos en la
cocina, le rompió las patas y la tabla resultante la clavó en la ventana del
baño, tapando el vano por completo. Luego desatornilló los grifos, quitó el
calentador cilíndrico de agua, y colocó un colchón en el suelo del baño. Ni que
decir tiene que al día siguiente añadimos toda suerte de mejoras: cambiamos la
cerradura, instalamos un cerrojo de seguridad, reforzamos la tabla de la madera
con metal, y todo ello, desde luego, sin hacer demasiado ruido. Como sabes, no
tenemos vecinos, pero, con todo, era menester actuar con prudencia. El
resultado fue una auténtica celda de cárcel, y allí metimos al tipo de la
policía política. Desatamos la cuerda, le quitamos la toalla, le advertimos de
que si empezaba a gritar, volveríamos a atarle y a amordazarle, y por mucho
tiempo; y entonces, satisfechos de que hubiera entendido para quién era el
colchón que estaba colocado en la bañera, cerramos la puerta con llave, y, por
turnos, hicimos guardia toda la noche.
Ese momento marcó el
principio de una nueva vida para nosotros. Yo ya no era simplemente Martin
Martinich, sino Martin Martinich, director de prisiones. Al principio, el preso
estaba tan extrañado de lo que había ocurrido que su comportamiento era sumiso.
Pronto, sin embargo, volvió a su estado normal, y cuando le llevábamos la
comida, se entregaba a un huracán de palabras soeces. No puedo repetir las
obscenidades de ese hombre; me limitaré a decir que puso a mi pobre difunta
madre en las más increíbles situaciones. Yo estaba decidido a dejarle bien
clara la naturaleza de su estatus legal. Le expliqué que permanecería en
prisión hasta el final de sus días; que si yo moría primero, lo dejaría en
herencia a Petya; y que, a su vez, mi hijo, lo transmitiría, como parte de su
patrimonio, a mi futuro nieto y así en adelante, convirtiéndolo en una especie
de tradición familiar. Una joya de familia. Mencioné de pasada que, en la
improbable eventualidad de que tuviéramos que mudarnos a otro piso distinto en
Berlín, él sería atado, colocado en un baúl especial, y transportado con
nosotros y nuestra mudanza con toda naturalidad. Y seguí explicándole que sólo
conseguiría la amnistía si se daba una única condición. A saber, que sería
liberado el día que explotara la burbuja bolchevique. Finalmente le prometí que
le alimentaríamos bien, mucho mejor que cuando, en mis tiempos, me vi encerrado
por la Cheka, y que, como privilegio especial, recibiría libros. Y, en verdad,
que éste es el día en que todavía estamos esperando que se queje de la comida.
Es verdad que, al principio, Petya sugirió que le diéramos cucarachas secas,
pero, por mucho que buscamos, ese pez soviético era inexistente en Berlín. Nos
vimos obligados a servirle comida burguesa. A las ocho en punto de la mañana
Petya y yo entramos y dejamos junto a su bañera un plato de sopa caliente con
carne y una hogaza de pan gris. Al mismo tiempo retiramos el orinal, un aparato
de lo más inteligente que adquirimos sólo para él. A las tres recibe una taza
de té, a las siete más sopa. El sistema alimenticio está copiado del que
utilizan en las mejores cárceles europeas.
Los libros
constituyeron más problema. Tuvimos conciliábulo familiar y para empezar
seleccionamos tres títulos, Prince Serebryanïy, las Fábulas de
Krilov y La vuelta al mundo en ochenta días. Nos anunció que no estaba
dispuesto a leer semejantes panfletos del «Ejército Blanco», pero le dejamos
los libros, y todo nos hace pensar que los ha leído con placer.
Tenía un humor
cambiante. Los primeros días estuvo bastante tranquilo. Era evidente que estaba
preparando algo. Quizá pensó que la policía iba a empezar a buscarle.
Comprobamos los periódicos, pero no decían ni una sola palabra del desaparecido
agente de la Cheka. Con toda probabilidad, los otros diplomáticos habían
decidido que el hombre había desertado, sencillamente, y habían preferido
enterrar el asunto. A este período de contemplación corresponde un intento de
escapada o, al menos, de comunicarse con el mundo exterior. Se esforzaba por
caminar en la celda, probablemente se encaramó a la ventana tratando de abrir
las lajas de madera, asimismo probó a hacerse oír con todo tipo de golpes, pero
le amenazamos y los golpes cesaron. Y en una ocasión, en que Petya estaba solo
con él, le atacó. Petya lo agarró con un dulce abrazo de oso y lo volvió a
sentar en la bañera. Después de este suceso pasó por otra fase, se volvió muy
dócil, incluso llegó a contar algún chiste alguna vez, y finalmente, intentó
comprarnos. Cuando vio que esto tampoco funcionaba, empezó a quejarse, y luego
volvió de nuevo a despotricar con todo tipo de juramentos peores que los
anteriores. En estos momentos atraviesa una fase de sumisión taciturna, que, me
temo, no presagia nada bueno.
Lo sacamos a pasear
por el pasillo todos los días, y dos veces por semana le dejamos tomar el aire
junto a una ventana abierta; como es natural, tomamos todas las precauciones
necesarias para impedir que se ponga a gritar. Los sábados toma un baño.
Nosotros nos tenemos que lavar en la cocina. Los domingos le doy unas pequeñas
charlas y le dejo fumar tres cigarrillos, en mi presencia, desde luego. ¿Y
sobre qué versan estas charlas? Hay de todo. Sobre Pushkin, por ejemplo, o
sobre la antigua Grecia. Sólo está prohibido un tema: la política. Está privado
de todo aquello que suene a política. Como si la política no existiera sobre la
faz de la tierra. ¿Y sabes una cosa? Desde que tengo en prisión a un agente
soviético, desde que he hecho un acto de servicio a la Madre Patria, soy,
sencillamente, un hombre diferente. Libre, desenvuelto y feliz. Y los negocios
han mejorado, así que tampoco tengo demasiados problemas para mantenerlo. Me
cuesta veinte marcos al mes, contando la factura de la electricidad: ese
agujero está completamente a oscuras, así que desde las ocho de la mañana a las
ocho de la tarde tiene una bombilla de pocos vatios encendida.
Y me preguntarás,
¿de dónde sale un individuo así, cuál es su entorno? Bueno, cómo te diría yo...
Tiene veinte años, es un campesino, con toda probabilidad ni siquiera acabó sus
años de escuela, es lo que se denomina un «comunista honesto», sólo ha
estudiado, por así decir, el catecismo político, ese que convierte a los
tarugos en alcornoques, como decimos tú y yo, eso es todo lo que sé. Si quieres
te lo enseño, pero acuérdate, ¡ni una palabra!
Martin salió al
pasillo. Petya y yo le seguimos. El viejo en su chaqueta cómoda de estar por
casa parecía un funcionario de prisiones de verdad. Sacó las llaves y había un
cierto aire profesional en su modo de insertarlas en la cerradura. La cerradura
crujió dos veces, y Martin abrió la puerta de un golpe. Lejos de ser un agujero
oscuro y mal iluminado, era un baño espacioso, espléndido, del tipo que se
encuentra en las cómodas pensiones alemanas. La luz eléctrica, brillante pero,
sin embargo, agradable, lucía tras una pantalla alegre y llena de adornos. Un
espejo brillaba a la izquierda. En la mesilla junto a la bañera había unos
cuantos libros, una naranja pelada en un plato lustroso, y una botella de
cerveza sin abrir. En la bañera blanca, en un colchón cubierto con una sábana limpia,
con una gran almohada detrás de la cabeza, se tumbaba un tipo bien alimentado,
con los ojos bien vivos, una barba bastante larga, con una bata (un regalo del
amo) y en zapatillas cómodas y suaves.
—Bueno, ¿qué me
dices ahora?—me preguntó Martin.
La escena me pareció
cómica y no supe qué contestar.
—Ahí es donde solía
estar la ventana —me indicó Martin con el dedo.
Efectivamente, la
ventana estaba condenada y perfectamente tapiada con maderas.
El prisionero
bostezó y se volvió hacia la pared. Nosotros salimos. Martin acarició la
cerradura con una sonrisa.
—Pocas
probabilidades tiene de escaparse —dijo, y añadió a continuación—: Tengo
curiosidad por saber, sin embargo, cuántos años va a tener que pasar ahí
encerrado...
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