lunes, 23 de enero de 2012

La declaración de Randolph Carter, cuento de HP Lovecraft


Les repito, caballeros, que su encuesta es inútil. Enciérrenme para siempre, si quieren; ejecútenme, si necesitan una víctima para propiciar la ilusión que ustedes llaman justicia; pero yo no puedo decir más de lo que ya he dicho. Todo lo que puedo recordar se lo he contado a ustedes con absoluta sinceridad. No he ocultado ni desfigurado nada, y si algo continúa siendo vago, se debe únicamente a la oscura nube que ha invadido mi cerebro... A esa nube, y a la confusa naturaleza de los horrores que cayeron sobre mí.
Vuelvo a decir que ignoro lo que ha sido de Harley Warren, aunque creo —casi espero— que ha encontrado la paz y el olvido definitivos, si es que existen en alguna parte. Es cierto que durante cinco años he sido su amigo más íntimo, y que compartí parcialmente sus terribles investigaciones en lo desconocido. No niego, aunque mi memoria no es todo lo precisa que sería de desear, que ese testigo suyo puede habernos visto juntos como él dice en el camino de Gainsville, andando hacia Big Cypress Swamp, a las once y media de aquella horrible noche. Y no tengo inconveniente en añadir que llevábamos linternas eléctricas, azadas y un rollo de alambre con diversos instrumentos; ya que esos objetos representaron un papel en la única escena que ha quedado grabada de un modo indeleble en mi trastornada memoria. Pero de lo que siguió, y del motivo de que me encontraran solo y aturdido a orillas del pantano a la mañana siguiente, insisto en que sólo sé lo que les he contado una y otra vez. Dicen ustedes que no hay nada en el pantano o cerca de él que pudiera constituir el marco de aquel espantoso episodio. Repito que no sé nada, aparte de lo que vi. Pudo ser una alucinación o una pesadilla —y espero fervientemente que lo fueran—, pero eso es todo lo que recuerdo de lo ocurrido en aquellas terribles horas, después de que nos alejamos de la vista de los hombres. Y el motivo de que Harley Warren no haya regresado sólo pueden explicarlo él, o su espectro... o algo desconocido que no puedo describir.
Como he dicho antes, las fantásticas investigaciones de Harley Warren no me eran desconocidas, y hasta cierto punto las compartía. De su gran colección de libros raros y extraños sobre temas prohibidos he leído todos los que están escritos en los idiomas que domino; muy pocos, comparados con los escritos en idiomas que no entiendo. La mayoría, creo, son obras en lengua arábiga; y el libro inspirado por el espíritu del mal —el libro que Warren se llevó en su bolsillo al otro mundo— que provocó los acontecimientos, estaba escrito en unos caracteres que nunca había visto. Warren no quiso decirme nunca lo que contenía aquel libro. En cuanto a la naturaleza de nuestras investigaciones..., ¿tengo que repetir que no gozo ya de una plena comprensión? Y encuentro misericordioso que sea así, ya que eran unas investigaciones terribles, que yo compartía más por renuente fascinación que por verdadera inclinación. Warren siempre me había dominado, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecí ante la expresión de su rostro la noche anterior al espantoso acontecimiento, mientras hablaba ininterrumpidamente de su teoría, de que ciertos cadáveres no se corrompen nunca sino que permanecen enteros en sus tumbas durante un millar de años. Pero ahora no le temo, ya que sospecho que ha conocido horrores más allá de mis posibilidades de comprensión. Ahora temo por él. Repito que no tenía la menor idea de nuestro objetivo de aquella noche. Desde luego, tenía mucho que ver con el libro que Warren llevaba —aquel libro antiguo en caracteres indescifrables que le había llegado de la India un mes antes—, pero juro que ignoraba lo que esperábamos descubrir. Su testigo dice que nos vio a las once y media en el camino de Gainsville, en dirección al pantano de Big Cypress. Probablemente es cierto, aunque yo no lo recuerdo claramente. En mi cerebro sólo quedó grabada una escena, y debió producirse mucho después de medianoche, ya que una pálida luna en cuarto menguante estaba muy alta en el cielo, velada por gasas semitransparentes. El lugar era un antiguo cementerio; tan antiguo, que temblé ante las múltiples evidencias de años inmemoriales. Se encontraba en una profunda y húmeda hondonada, cubierta de musgo y de maleza, y llena de un vago hedor que mi fantasía asoció absurdamente con piedras en descomposición. Por todas partes veíanse señales de descuido y decrepitud, y parecía acosarme la idea de que Warren y yo éramos los primeros seres vivientes que invadíamos un silencio letal de siglos. Por encima del borde de la hondonada la luna menguante atisbaba a través de los fétidos vapores que parecían brotar de ignotas catacumbas, y a sus débiles y oscilantes rayos pude distinguir una repulsiva formación de antiquísimos mausoleos, panteones y tumbas; todos en estado ruinoso, cubiertos de musgo y con manchas de humedad, y parcialmente ocultos por una lujuriante vegetación.
Mi primera impresión vívida de mi propia presencia en aquella terrible necrópolis se refiere al acto de detenerme con Warren ante una determinada tumba y de desprendernos de la carga que al parecer habíamos llevado. Observé entonces que yo había traído una linterna eléctrica y dos azadas, en tanto que mi compañero había cargado con una linterna similar y una instalación telefónica portátil. No pronunciamos una sola palabra, ya que ambos parecíamos conocer el lugar y la tarea que nos estaba encomendada; y sin demora empuñamos las azadas y empezamos a limpiar de hierba y de maleza la arcaica sepultura. Después de dejar al descubierto toda la superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para contemplar el fúnebre escenario; y Warren pareció efectuar unos cálculos mentales. Luego se acercó de nuevo al sepulcro y, utilizando su azada como una palanca, trató de levantar la losa más próxima a unas piedras ruinosas que en su día pudieron haber sido un monumento funerario. No lo consiguió, y me hizo una seña para que acudiera en su ayuda. Finalmente, nuestros esfuerzos combinados aflojaron la losa, la cual levantamos y apartamos a un lado.
Quedó al descubierto una negra abertura, por la que brotó un efluvio de gases miasmáticos tan nauseabundos que Warren y yo retrocedimos precipitadamente. Sin embargo, al cabo de unos instantes nos acercamos de nuevo a la fosa y encontramos las emanaciones menos insoportables. Nuestras linternas iluminaron un tramo de peldaños de piedra empapados en algún detestable licor de la entraña de la tierra, y bordeados de húmedas paredes con costras de salitre. Entonces, por primera vez que yo recuerde durante aquella noche, Warren me habló con su meliflua voz de tenor; una voz singularmente inalterada por nuestro pavoroso entorno.
—Lamento tener que pedirte que te quedes en la superficie —dijo—, pero sería un crimen permitir que alguien con unos nervios tan frágiles como los tuyos bajara ahí. No puedes imaginar, ni siquiera por lo que has leído y por lo que yo te he contado, las cosas que tendré que ver y hacer. Es una tarea infernal, Carter, y dudo que cualquier hombre que no tenga una sensibilidad revestida de acero pudiera llevarla a cabo y regresar vivo y cuerdo. No quiero ofenderte y el cielo sabe lo mucho que me alegraría llevarte conmigo; pero la responsabilidad es mía, y no puedo arrastrar a un manojo de nervios como tú a una muerte o una locura probables. Te repito que no puedes imaginar siquiera de qué se trata... Pero te prometo mantenerte informado por teléfono de cada uno de mis movimientos. Como puedes ver, he traído alambre suficiente para llegar al centro de la tierra y regresar.
Todavía puedo oír, en mi recuerdo, aquellas palabras pronunciadas fríamente; y puedo recordar también mis protestas. Parecía desesperadamente ansioso por acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mostró inflexible. En un momento determinado amenazó con abandonar la expedición si no me daba por vencido; una amenaza eficaz, dado que sólo él tenía la clave del asunto. Tras haber obtenido mi asentimiento, dado de muy mala gana, Warren cogió el rollo de alambre y ajustó los instrumentos. Finalmente, me entregó uno de los auriculares, estrechó mi mano, se cargó al hombro el rollo de alambre y desapareció en el interior de aquel indescriptible osario.
Fui a sentarme sobre una vieja y descolorida lápida, cerca de la negra abertura que se había tragado a mi amigo. Durante un par de minutos pude ver el resplandor de su linterna y oír el crujido del alambre mientras lo desenrollaba detrás de él; pero el resplandor desapareció bruscamente, como tapado por una revuelta de la escalera, y el sonido se apagó con la misma rapidez. Yo estaba solo, pero unido a las desconocidas profundidades por aquel mágico alambre cuyo verde revestimiento aislante brillaba bajo los pálidos rayos de la luna menguante.
Consultaba continuamente mi reloj a la luz de mi linterna, y estaba pendiente del auricular con febril ansiedad; pero durante más de un cuarto de hora no oí absolutamente nada. Luego percibí un leve chasquido, y llamé a mi amigo con voz tensa. A pesar de mis aprensiones, no estaba preparado para las palabras que me llegaron desde aquella pavorosa bóveda, con un acento de alarma que resultaba mucho más estremecedor por cuanto que procedía del imperturbable Harley Warren. Él, que se había separado de mí con tanta tranquilidad momentos antes, llamaba ahora desde abajo con un tembloroso susurro más impresionante que el más desaforado de los gritos:
—¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que estoy viendo!
No pude contestar. Me había quedado sin voz, y sólo pude esperar. Warren habló de nuevo:
—¡Carter, es terrible... monstruoso... increíble!
            Esta vez la voz no me falló, y vertí en el micrófono un chorro de excitadas preguntas. Aterrado, repetía sin cesar:
—Warren, ¿qué es? ¿Qué es?
De nuevo me llegó la voz de mi amigo, ronca de temor, ahora visiblemente teñida de desesperación:
—¡No puedo decírtelo, Carter! ¡Es demasiado monstruoso! No me atrevo a decírtelo... ningún hombre podría saberlo y continuar viviendo... ¡Dios mío! ¡Nunca había soñado en nada semejante!
Silencio de nuevo, interrumpido solamente por mis ocasionales y ahora estremecidas preguntas. Luego, la voz de Warren con un trémulo de desesperada consternación:
—¡Carter! ¡Por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate si puedes! ¡Aprisa! ¡Déjalo todo y márchate... es tu única oportunidad! ¡Haz lo que te digo y no me pidas explicaciones!
Le oí, pero sólo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. A mi alrededor había tumbas, oscuridad y sombras; debajo de mí, alguna amenaza más allá del alcance de la imaginación humana. Pero mi amigo estaba expuesto a un peligro mucho mayor que el mío, y a través de mi propio terror experimenté un vago resentimiento al pensar que me creía capaz de abandonarle en semejantes circunstancias. Se oyeron más chasquidos, y tras una breve pausa un lamentable grito de Warren:
—¡Dale esquinazo! ¡Por el amor de Dios, coloca de nuevo la losa y dale esquinazo, Carter!—. La jerga infantil de mi compañero, reveladora de que se encontraba bajo la influencia de una profunda emoción, actuó sobre mí como un poderoso revulsivo.
Formé y grité una decisión:
—¡Warren, resiste! ¡Voy a bajar!
Pero, ante aquel ofrecimiento, el tono de mi amigo se convirtió en un alarido de absoluta desesperación:
—¡No! ¡No pueden comprenderlo! Es demasiado tarde... y la culpa ha sido mía. Coloca de nuevo la losa y corre... es lo único que puedes hacer ahora por mí.
El tono cambió de nuevo, esta vez adquiriendo una mayor suavidad, como de resignación sin esperanza. Sin embargo, seguía siendo tenso debido a la ansiedad que Warren experimentaba por mi suerte.
—¡Date prisa! ¡Corre, antes de que sea demasiado tarde!
No traté de contradecirle; intenté sobreponerme a la extraña parálisis que se había apoderado de mí y cumplir mi promesa de acudir en su ayuda. Pero su siguiente susurro me sorprendió todavía inerte en las cadenas de un indescriptible horror.
—¡Carter, apresúrate! Todo es inútil... tienes que huir... es mejor uno que dos... la losa... Una pausa, más chasquidos, luego la débil voz de Warren:
—Todo va a terminar... no lo hagas más difícil... cubre esos malditos peldaños y ponte a salvo... no pierdas más tiempo... hasta nunca, Carter... no volveremos a vernos.
El susurro de Warren se hinchó hasta convertirse en un grito; un grito que paulatinamente se hinchó a su vez y se hizo un alarido que contenía todo el horror de los siglos...
—¡Malditos sean los seres infernales! ¡Hay legiones de ellos! ¡Dios mío! ¡Huye! ¡Huye! ¡HUYE!
Después, silencio. Ignoro durante cuantos interminables eones permanecí sentado, estupefacto; susurrando, murmurando, llamando, gritándole a aquel teléfono. Una y otra vez a través de aquellos eones susurré, murmuré, llamé y grité:
—¡Warren! ¡Warren! ¡Contesta! ¿Estás ahí?
Y entonces llegó hasta mí el horror culminante: el horror indecible, impensable, increíble. Ya he dicho que parecieron transcurrir eones después de que Warren lanzó su última desesperada advertencia, y que sólo mis propios gritos rompieron el pavoroso silencio. Pero al cabo de unos instantes se oyó un chasquido en el receptor y tensé el oído para escuchar. Grité de nuevo: «Warren, ¿estás ahí?», y en respuesta oí lo que envió la oscura nube sobre mi cerebro. No intentaré describir aquella voz, caballeros, puesto que las primeras palabras me arrancaron la conciencia y crearon un vacío mental que se extiende hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Qué podría decir? ¿Que la voz era hueca, profunda, gelatinosa, remota, sobrenatural, inhumana, incorpórea? Aquello fue el final de mi experiencia, y es el final de mi historia. Lo oí, y no sé nada más... La oí mientras permanecía petrificado en aquel cementerio desconocido en la hondonada, entre las lápidas carcomidas y las tumbas en ruinas, la exuberante vegetación y los vapores miasmáticos... La oí surgiendo de las abismáticas profundidades de aquel maldito sepulcro abierto, mientras contemplaba unas sombras amorfas y necrófagas danzando bajo una pálida luna menguante.
Y esto fue lo que dijo:
«¡Imbécil! ¡Warren está MUERTO!»

sábado, 21 de enero de 2012

La tristeza, cuento de Rosario Barros Peña


El profe me ha dado una nota para mi madre. La he leído. Dice que necesita hablar con ella porque yo estoy mal. Se la he puesto en la mesilla, debajo del tazón lleno de leche que le dejé por la mañana. He metido en el microondas la tortilla congelada que compré en el supermercado y me he comido la mitad. La otra mitad la puse en un plato en la mesilla, al lado del tazón de leche. Mi madre sigue igual, con los ojos rojos que miran sin ver y el pelo, que ya no brilla, desparramado sobre la almohada. Huele a sudor la habitación, pero cuando abrí la persiana ella me gritó. Dice que si no se ve el sol es como si no corriesen los días, pero eso no es cierto. Yo sé que los días corren porque la lavadora está llena de ropa sucia y en el lavavajillas no cabe nada más, pero sobre todo lo sé por la tristeza que está encima de los muebles. La tristeza es un polvo blanco que lo llena todo. Al principio es divertida. Se puede escribir sobre ella, “tonto el que lo lea”, pero, al día siguiente, las palabras no se ven porque hay más tristeza sobre ellas. El profesor dice que estoy mal porque en clase me distraigo y es que no puedo dejar de pensar que un día ese polvo blanco cubrirá del todo a mi madre y lo hará conmigo. Y cuando mi padre vuelva, la tristeza habrá borrado el “te quiero” que le escribo cada noche sobre la mesa del comedor.

martes, 17 de enero de 2012

El pequeño vampiro, Capítulo I de la novela de Angela Sommer—Bodenburg


La cosa en la ventana


Era sábado: el día en que sus padres salían de casa por la noche.
—¿Adónde van hoy? —quiso saber Antón por la tarde, cuando su madre se estaba poniendo los tubos en el baño.
—Ah —dijo la madre—, primero vamos a cenar y luego, quizás, a bailar.
—¿Cómo quizás? —preguntó Antón.
—No lo sabemos todavía —dijo la madre—. ¿Acaso es tan importante para ti?
—Nooo —gruñó Antón. Prefería no confesar que quería ver la película policiaca que empezaba a las once. Pero su madre ya había sospechado.
—Antón —dijo, volviéndose de tal manera que podía mirarle fijamente a los ojos—, no querrás, por casualidad, ver la televisión...
—Pero, mamá —exclamó Antón—, ¿cómo se te puede ocurrir eso?
Afortunadamente, su madre había vuelto a la tarea de rizarse el pelo, de modo que ya no podía ver cómo el rostro de Antón se ponía colorado.
—Quizá vayamos también al cine —dijo ella—. En todo caso, no volveremos antes de medianoche.
Se había hecho de noche y Antón estaba solo en casa. Estaba en pijama, sentado en la cama; se había subido el cobertor hasta la barbilla y leía La verdad sobre Frankenstein. La historia tenía lugar en una feria anual. Un hombre con un abrigo negro ondeante acababa de salir a escena para anunciar la aparición del monstruo. Entonces sonó el despertador. Molesto, Antón levantó la vista de su libro. ¡Oh! ¡Ya casi las once, quedaba el tiempo justo para encender la televisión!
Antón saltó de la cama y apretó el encendido en el control remoto. Entonces volvió a arrellanarse en su cobertor y esperó a que, lentamente, apareciera la imagen. Pero aún pasaban el programa deportivo. La habitación estaba bastante lóbrega y sombría. King—Kong, en el póster de la pared, hacía una mueca horrenda que iba bien con el estado de ánimo de Antón: se sentía salvaje y abandonado como el único superviviente de una catástrofe marítima, náufrago en una isla del sur habitada por caníbales. Y la cama era su madriguera, suave y cálida, y si quería podía esconderse en ella y no dejarse ver. Había un montón de víveres delante de la entrada de la cueva; sólo faltaba el agua de fuego. Antón pensó, anheloso, en la botella de jugo de manzana que había en el refrigerador, ¡pero hasta allí había un largo camino a través del oscuro pasillo! ¿Debería regresar nadando al barco, pasando al lado de los tiburones sedientos de sangre que sólo esperaban sus víctimas? ¡¡Brrr!! Pero ¿no morían los náufragos mucho más por la sed que por el hambre?
Por tanto, se puso en camino. ¡Odiaba el pasillo, con la lámpara eternamente rota que nadie reparaba! ¡Odiaba los abrigos que se balanceaban en el ropero y que parecían ahogados! Y ahora le daba miedo incluso la liebre disecada del cuarto de trabajo de su madre, a pesar de que otras veces a él le gustara tanto asustar con ella a otros niños.
Finalmente había llegado a la cocina. Sacó del refrigerador la botella de jugo de manzana y cortó una gruesa rebanada de queso. Mientras hacía esto, escuchaba para ver si había comenzado la película policiaca. Oyó una voz de mujer. Probablemente la locutora que anunciaba el comienzo de la película. Antón se sujetó la botella bajo el brazo y echó a correr.
Pero no llegó lejos, pues ya en el pasillo advirtió de repente que había algo que no iba bien. Permaneció parado y escuchó atentamente... y de repente supo lo que era: ¡ya no oía la voz de la televisión! Eso sólo podía significar una cosa: ¡alguien debía de haberse colado en su habitación y había apagado la televisión! Antón notó cómo el corazón le daba un salto y después le latía como loco. Y desde el estómago le subía hacia arriba un extraño hormigueo que se le quedaba en la garganta. Ante él surgieron imágenes horrorosas: ¡imágenes de hombres con medias en la cabeza, con cuchillos y pistolas, que se introducían de noche en casas abandonadas para saquearlas y que tiraban al suelo lo que se interponía en su camino! La ventana de la habitación estaba abierta, recordó Antón. El ladrón podía, pues, haber trepado desde el balcón de los vecinos.
De repente se oyó un ruido: la botella de jugo de manzana se le había caído de la mano y rodó por el pasillo justo hasta la puerta de la habitación. Antón contuvo la respiración y esperó..., pero no pasó nada. ¿Acaso lo del ladrón eran sólo figuraciones? Pero entonces ¿por qué ya no funcionaba la televisión?
Levantó la botella y abrió cautelosamente la puerta de su habitación. Llegó hasta su nariz un curioso olor enrarecido y a moho como el del sótano, y así como si se hubiera quemado algo. ¿Vendría de la televisión? Rápidamente retiró el enchufe. Probablemente se habían quemado los cables.
Entonces Antón oyó un extraño crujido que parecía venir de la ventana. Y de pronto creyó ver detrás de las cortinas una sombra que se perfilaba en la clara luz de la luna. Muy lentamente, temblándole las rodillas, se aproximó de puntillas. El extraño olor se hizo más fuerte; olía como si alguien hubiera quemado una caja de cerillas entera. También el crujido se hizo más fuerte. De repente Antón se quedó parado como si hubiera echado raíces...: en el alféizar, delante de los visillos que flotaban con la corriente de aire, estaba sentado algo y lo miraba fijamente. Tenía un aspecto tan horrible que Antón pensó que iba a caerse muerto. Dos ojos pequeños e inyectados en sangre relampagueaban frente a él desde un rostro blanco como la cal; una cabellera peluda le colgaba en largos mechones hasta una sucia y negra capa. La gigantesca boca, roja como la sangre, se abría y cerraba, y los dientes, que eran extraordinariamente blancos y afilados como puñales, chocaban con un rechinar atroz. A Antón se le erizó el pelo y se le detuvo la sangre en las venas. ¡La cosa de la ventana era peor que King—Kong, peor que Frankenstein y peor que Drácula! ¡Era lo más espantoso que Antón había visto jamás!
A la cosa parecía divertirle ver temblar a Antón con un miedo de muerte, pues ahora hizo con su gigantesca boca una mueca horrorosa con el que dejó completamente al descubierto sus colmillos, agudos como agujas y muy salientes.
—¡Un vampiro! —gritó Antón.
Y la cosa contestó con una voz que parecía salir de las más lóbregas profundidades de la tierra:
—¡Sí, señor, un vampiro! —Y de un salto había entrado ya en la habitación, colocándose delante de la puerta—. ¿Tienes miedo? —preguntó.
Antón no pudo articular ni un sonido.
—¡Pues estás bastante flojucho! No hay mucho que sacar, creo yo. —El vampiro lo examinó con una mirada salvaje—. ¿Y dónde están tus padres?
—En el ci..., cine —tartamudeó Antón.
—Ya, ya, Y tu padre, ¿está sano? ¿Buena sangre?
Al decir esto el vampiro se rió para sí y Antón vio brillar los colmillos a la luz de la luna.
—¡Como tú seguramente sabes, nosotros nos alimentamos de sangre!
—Yo tengo una sangre muy ma... mala —tartamudeó Antón—. Siempre tengo que tomar pa... pa... pastillas.
—¡Pobrecillo!
El vampiro dio un paso hacia Antón.
—¿Eso también es verdad?
—¡No me toques! —gritó Antón, intentando hacerse a un lado. Chocó precisamente con la bolsa de los ositos de goma que estaba delante de su cama y éstos rodaron por la alfombra. El vampiro soltó una estruendosa carcajada. Sonó como un trueno.
—Mira, ositos de goma —exclamó, apaciguándose—, ¡qué monada! —Cogió un osito de goma—. Antes yo también tenía siempre algunos —susurró—, de mi abuela.
Se metió el osito de goma en la boca y lo masticó de un lado a otro durante un rato. De repente lo escupió, lanzándolo en un arco elevado, y empezó a dar graznidos y a toser. Al mismo tiempo profería los más espantosos juramentos y maldiciones. Antón aprovechó la ocasión para ponerse a cubierto tras el escritorio. Pero el vampiro se había quedado tan débil por el ataque de tos que se hundió en la cama y no se movió durante minutos. Entonces sacó de debajo de la capa un gran pañuelo tinto en sangre y se limpió larga y detenidamente la nariz.
—Esto sólo puede pasarme a mí —sollozó—. Mamá me lo había advertido categóricamente.
—¿Por qué advertido? —preguntó curioso Antón. Detrás de su escritorio se sentía considerablemente mejor.
El vampiro le lanzó una mirada colérica.
—¡Porque uno, como vampiro que es, tiene un estómago sensible, tonto! Lo dulce es veneno para nosotros.
A Antón le dio verdadera pena.
—¿Puedes aguantar entonces el jugo de manzana? —quiso saber.
El vampiro dio un grito de espanto.
—¿Quieres envenenarme?— bramó.
—Perdóname, por favor —dijo apocado Antón—, sólo pensaba que...
—Está bien.
Al parecer, el vampiro no se lo había tomado a mal. «Realmente es un vampiro muy simpático —pensó Antón— a pesar de su aspecto tan horroroso.» De cualquier modo, él se había imaginado mucho más horribles a los vampiros.
—¿Eres ya viejo? —preguntó.
—Viejísimo.
—Pero si eres mucho más bajo que yo...
—¿Y qué? Es que morí precisamente cuando era niño.
—Ah, vaya.
Con eso no había contado Antón.
—¿Y ya estás..., quiero decir, también tienes una tumba?
El vampiro reprimió la risa.
—Y puedes visitarme cuando quieras. Pero sólo después de ponerse el sol. Durante el día dormimos.
—Lo sé —presumió Antón. Al fin podía mostrar que lo sabía todo sobre vampiros—. Cuando los vampiros se exponen al sol mueren. Por eso por las noches tienen que apresurarse para estar antes del amanecer de nuevo en la tumba.
—Un chico listo —dijo sarcástico el vampiro.
—¡Y cuando se sabe dónde yace alguno, se le debe atravesar el corazón con una estaca de madera! —prosiguió Antón.
Esto no hubiera debido decirlo, pues el vampiro prorrumpió en un bramido desgarrador y se abalanzó sobre Antón. Pero Antón fue más rápido. Con la velocidad del rayo se deslizó por debajo del escritorio y se apresuró hacia la puerta, seguido de cerca por el vampiro que bufaba de coraje. Poco antes de la puerta el vampiro lo había alcanzado.
«Ahora se acabó —pensó Antón—, ¡me va a morder!»
Todo su cuerpo temblaba. El vampiro estaba de pie ante él respirando con dificultad. Sus dientes hacían un atroz clic—clac y sus ojos relucían como carbones ardientes. Cogió a Antón y lo zarandeó.
—Si hablas otra vez de la estaca de madera —chilló—, puedes hacer tu testamento, ¿entendido?
—Sss... sí —tartamudeó Antón—. No... no quería molestarte en absoluto, de verdad que no.
—¡Siéntate! —ordenó con brusquedad el vampiro.
Antón obedeció y el vampiro empezó a andar de un lado a otro de la habitación.
—¿Y qué hago yo ahora contigo? —exclamó.
—Pues podríamos escuchar discos —propuso Antón.
—¡No! —gritó el vampiro.
—O jugar al «Endemoniado».
—¡No!
—¿O debo enseñarte mis postales?
—¡No, no y otra vez no!
—Entonces tampoco se me ocurre nada —dijo desconcertado Antón.
El vampiro se había quedado parado delante del póster de King—Kong. Se le escapó un grito salvaje.
—¡Este mono! —gruñó arrancando el cuadro de la pared y rompiéndolo en mil trocitos.
—Eso es una canallada —protestó Antón—, mi póster favorito...
—Bueno, ¿y qué? —siseó el vampiro.
Ahora había descubierto los libros de King—Kong en la estantería y hacía revolotear página por página, rasgadas por la mitad, hacia la cama.
—¡Mis libros —berreó Antón—, todos comprados con las propinas!
De pronto el vampiro se detuvo; una sonrisa de satisfacción apareció en su rostro.
—¡Drácula!... —leyó a media voz—. ¡Mi libro favorito!
Miró a Antón con ojos radiantes.
—¿Puedo tomar éste prestado?
—Por mí... Pero hay que devolverlo, entendido.
—Claro que sí.
Satisfecho, se metió el libro bajo la capa.
—Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Antón. ¿Y tú?
—Rüdiger.
—¿Rüdiger?
Antón estuvo a punto de desternillarse de risa, pero pudo reprimirse a tiempo. En definitiva, no quería volver a encolerizar al vampiro.
—Pues es un nombre bonito —dijo.
—¿Tú crees? —preguntó el vampiro.
—De verdad. Y muy apropiado.
El vampiro parecía muy halagado.
—Pues Antón también es un nombre bonito.
—No lo creo en absoluto —dijo Antón—, en el colegio siempre se ríen al oírlo. Pero mi padre se llama también Antón, ¿sabes?
—Ah, vaya.
—Y ya mi abuelo se llamaba Antón. ¡Como si eso me importara!
—Realmente, hasta ahora también yo había encontrado siempre Rüdiger bastante estúpido —dijo el vampiro—. Pero uno se acostumbra.
—Sí, se acostumbra uno —suspiró Antón.
—Dime, ¿estás a menudo así, solo, en casa? —preguntó el vampiro.
—Todos los sábados.
—¿Y no tienes ningún miedo?
—Sí.
—Yo también. Sobre todo en la oscuridad —declaró el vampiro—. Mi padre dice siempre: «Rüdiger, tú no eres un vampiro, ¡eres una gallina!».
Se miraron y se rieron.
—¿Tu padre también es vampiro? —preguntó Antón.
—¡Claro que sí! —dijo el vampiro—. ¿Qué pensabas?
—¿Y tu madre también?
—Naturalmente. Y mi hermana y mi hermano y mi abuela y mi abuelo y mi tía y mi tío...
—¡Cielos! ¿Toda tu familia?
—¡Toda mi familia! —dijo el vampiro lleno de orgullo.
—Mi familia es completamente normal —dijo tristemente Antón—. Mi padre trabaja en una oficina, mi madre es profesora, hermanos no tengo..., puedes imaginarte lo aburrida que es nuestra casa.
El vampiro lo miró compasivo y explicó:
—En nuestra casa siempre pasa algo.
—¿Qué? ¡Cuéntame! —¡Al fin oiría una auténtica historia de vampiros!
—Pues bien —dijo el vampiro—, fue el invierno pasado. ¿Te acuerdas aún de lo frío que fue...? Bien, nos despertamos; el maldito sol acaba de ponerse. Entonces yo tengo un hambre horrible y quiero levantar la tapa del ataúd, ¡pero no se puede! Golpeo contra ella con los puños, empujo con los pies..., ¡nada! Y oigo cómo mis parientes se esfuerzan exactamente igual que yo en las tumbas de alrededor. ¡E imagínate: durante dos noches seguidas no conseguimos abrir los ataúdes! Después empezó por fin a deshelar y pudimos hacer saltar las tapas con los mayores esfuerzos del mundo. ¡Casi nos morimos de hambre! Pero esto no es absolutamente nada en comparación con el asunto del guardián del cementerio. ¿Quieres oírlo también?
—¡Claro!
—Bien, ocurrió en un... —empezó el vampiro, pero se interrumpió de pronto—. ¿No oyes nada? —susurró.
—Sí —dijo Antón.
Un automóvil se aproximó y se paró. Sonaron las puertas del coche.
—¡Mis padres! —exclamó asustado Antón.
De un salto el vampiro estuvo en el alféizar.
—¿Y mi libro? —acertó a preguntarle Antón—. ¿Cuándo...?
Pero el vampiro ya había extendido su capa y flotaba en el aire: una oscura sombra ante el claro halo de la luna.
Rápidamente, Antón corrió los visillos y se deslizó bajo el cobertor. Oyó cómo abrían la puerta de la casa y su padre decía:
—Ya lo ves, Helga. Todo en calma.
Segundos después, Antón estaba ya durmiendo.

sábado, 7 de enero de 2012

El truco del sombrero, cuento de Etgar Keret



Al final de la función saco un conejo del sombrero. Siempre lo dejo para el final, porque a los niños les encantan los animales. A mí, por lo menos, me encantaban cuando era pequeño. Así se puede poner fin a la representación en su momento cumbre, que es cuando paseo al conejo por entre los niños y estos pueden acariciarlo y darle de comer. Antes, las cosas, realmente eran así; hoy en día a los niños les impresiona menos pero de todos modos dejo lo del conejo para el final. Ese es el truco que, por mucho, más me gusta, es decir, el que más me gustaba. Mantengo todo el rato los ojos fijos en el público, la mano entra en el sombrero y tantea en sus profundidades hasta que encuentra  las orejas de Kasam, mi conejo. Y entonces:
-¡Alabím alabám, Kasam va! – Y lo saco.
Siempre nos vuelve a sorprender, al público y a mí. Cada vez que mi mano roza esas orejas tan cómicas dentro del sombrero me siento como un mago. Y a pesar de que sé cómo funciona, de que hay un hueco oculto en la mesa y todo eso, lo vivo como si se tratara de verdadera magia.
También aquel sábado en L. deje el truco del sombrero para el último. Los niños del cumpleaños se mostraban especialmente apáticos. Algunos de ellos estaban sentados de espaldas a mí mirando una película de Schwarzenegger en la televisión por cable. El anfitrión de la fiesta incluso se encontraba en otra habitación jugando ante la pantalla un juego nuevo que le habían regalado. Mi público se reducía a unos cuantos niños. Era un día especialmente caluroso y yo, empapado como estaba bajo el traje, lo único que deseaba era terminar de una vez y marcharme a casa. Me salté tres números de malabarismo con cuerdas y pasé directamente a lo del sombrero. La mano desapareció en sus profundidades y clavé los ojos en los de una niña gorda y con lentes. El agradable contacto de las orejas de Kasam volvió a sorprenderme como siempre:
-¡Alabím alabám, Kasam va!
Un minuto más en el despecho del padre, y me largo con un cheque de trescientos shekels. Tiré de Kasam de las orejas y noté algo un poco diferente, más ligero. Y entonces, de repente, esa sensación de humedad en la muñeca y la niña gorda de los lentes que se pone a gritar. Mi mano derecha sostenía la cabeza de Kasam, con sus largas orejas y sus ojos de conejo muy abiertos. Sólo la cabeza, sin ningún cuerpo. La cabeza, y mucha, muchísima sangre. La gorda seguía gritando. Los niños sentados de espaldas a mí que miraban la tele se dieron vuelta y se pusieron a aplaudir. De la otra habitación vino el niño del videojuego. Al ver la cabeza decapitada dio un silbido de entusiasmo. Noté cómo la comida del mediodía me subía a la garganta. Vomité en mi sombrero de mago y el vomito desapareció. Los niños me rodearon enloquecido de felicidad.
La noche que siguió a la función no logré conciliar el sueño. Revisé todo el equipo cientos de veces. No conseguía encontrarle explicación alguna a lo que había sucedido. Tampoco pude encontrar el cuerpo de Kasam. Por la mañana me encaminé a la tienda de magia. Tampoco ahí supieron explicárselo. Compré un conejo. El dependiente intentó convencerme de que me llevara una tortuga.
-Lo de los conejos está pasado de moda -me  dijo-, ahora lo que se usa son las tortugas. Dígales que es una tortuga Ninja y se caerán de la silla.
A pesar de todo me quedé con el conejo. A él también le puse Kasam. En casa me esperaban cinco mensajes en el contestador automático. Todos eran ofertas de trabajo. Todas de niños que habían visto la función. En uno de ellos el niño incluso me proponía que le dejará luego en su casa la cabeza decapitada tal y como lo había hecho en la fiesta de él. Sólo entonces me di cuenta de que no me había llevado la cabeza de Kasam.
Mi siguiente función tenía que representarla el miércoles. Para el décimo cumpleaños de un niño de Ramat, Aviv Guimel. Estuve muy nervioso durante toda la función. En absoluto concentrado. El truco de las reinas me salió mal. No hacía más que pensar en el sombrero. Finalmente llegó el momento:
-¡Alabím alabám, Kasam va!
La mirada fija en el público, la mano dentro del sombrero. No conseguía encontrar las orejas, pero el cuerpo tenía exactamente el peso que debía. Estaba pelón, pero con el peso correcto. Y entonces volvió a producirse el griterío. Gritos mezclados con aplausos. No era un conejo lo que tenía en la mano, sino un bebé muerto.    
Ya no soy capaz de hacer ese truco. Hubo un tiempo en que me gustaba, pero hoy, sólo con pensar en él me tiemblan las manos. Sigo imaginándome las terribles cosas que voy a sacar y que me están esperando dentro. Ayer soñé que metía la mano y que la mandíbula de un monstruo me la atrapaba. Me cuesta entender que antes tuviera el valor de introducir la mano en ese lugar tan tenebroso. Que antes tuviera el valor de cerrar los ojos y dormirme.
He dejado por completo de hacer magia, pero la verdad es que no me importa. No gano dinero, me parece bien. A veces todavía me pongo el traje así, sin más, en casa, o examino el hueco secreto de la mesa del sombrero, y me basta. Aparte de eso no toco la magia y, por lo demás, no hago nada de nada. Me limito a quedarme tendido en la cama pensando en la cabeza del conejo y en el cadáver del bebé. Como si fueran una especie de pistas para un acertijo, como si alguien intentara decirme algo, quizá que no corren buenos tiempos para los conejos ni tampoco para los bebés. Que no corren tiempos nada buenos para los magos.

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