viernes, 26 de agosto de 2011

Propiedades de un sillón, de Julio Cortázar


En casa del Jacinto hay un sillón para morirse.
Cuando la gente se pone vieja, un día la invitan a sentarse en el sillón, que es un sillón como todos pero con una estrellita plateada en el centro del respaldo. La persona invitada suspira, mueve un poco las manos como si quisiera alejar la invitación y después va a sentarse en el sillón y se muere.
Los chicos, siempre traviesos, se divierten en engañar a las visitas en ausencia de la madre, y las invitan a sentarse en el sillón. Como las visitas están enteradas, pero saben que de eso no se debe hablar, miran a los chicos con gran confusión y se excusan con palabras que nunca se emplean cuando se habla con los chicos, cosa que a éstos los regocija extraordinariamente. Al final las visitas se valen de cualquier pretexto para no sentarse, pero más tarde la madre se da cuenta de lo sucedido y a la hora de acostarse hay palizas terribles. No por eso escarmientan, de cuando en cuando consiguen engañar a alguna visita cándida y la hacen sentarse en el sillón. En esos casos los padres disimulan, pues temen que los vecinos lleguen a enterarse de las propiedades del sillón y vengan a pedirlo prestado para hacer sentar a una u otra persona de su familia o amistad. Entre tanto los chicos van creciendo y llega un día en que sin saber por qué dejan de interesarse por el sillón y las visitas. Más bien evitan entrar en la sala, hacen un rodeo por el patio, y los padres, que ya están muy viejos, cierran con llave la puerta de la sala y miran atentamente a sus hijos como queriendo leer-su-pensamiento. Los hijos desvían la mirada y dicen que ya es hora de comer o de acostarse. Por las mañanas el padre se levanta el primero y va siempre a mirar si la puerta de la sala sigue cerrada con llave, o si alguno de los hijos no ha abierto la puerta para que se vea el sillón desde el comedor, porque la estrellita de plata brilla hasta en la oscuridad y se la ve perfectamente desde cualquier parte del comedor.

martes, 23 de agosto de 2011

Un asesinato, de Anton Chejov



Es de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece años, mece en la cuna al nene y le canturrea:
«Duerme, niño bonito, que viene el coco...»
Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.
La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.
El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar; pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.
Varka tiene un sueño terrible. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran, y, por más que intenta evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios, y se siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler.
«Duerme, niño bonito...», balbucea.
Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse, gime quejumbrosa. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, los amos le pegarían.
La lamparilla verde está a punto de apagarse. El círculo verde del techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido nacen vagos ensueños.
La muchacha ve en ellos correr por el cielo nubes negras que lloran a gritos, como niños de teta. Pero el viento no tarda en barrerlas, y Varka ve un ancho camino, lleno de lodo, por el que transitan, en fila interminable, coches, gentes con talegos a la espalda y sombras. A uno y otro lado del camino, envueltos en la niebla, hay bosques. De pronto, las sombras y los caminantes de los talegos se tienden en el lodo.
-¿Para qué hacen eso? -les pregunta Varka.
-¡Para dormir! -contestan-. Queremos dormir.
Y se duermen como lirones.
Cuervos y urracas, posados en los alambres del telégrafo, ponen gran empeño en despertarlos.
«Duerme, niño bonito...», canturrea entre sueños Varka.
Momentos después sueña hallarse en casa de su padre. La casa es angosta y oscura. Su padre, Efim Stepanov, fallecido hace tiempo, se revuelca por el suelo. Ella no lo ve, pero oye sus gemidos de dolor. Sufre tanto -atacado de no se sabe qué dolencia-, que no puede hablar. Jadea y rechina los dientes.
-Bu-bu-bu-bu...
La madre de Varka corre a la casa señorial a decir que su marido está muriéndose. Pero ¿por qué tarda tanto en volver? Hace largo rato que se ha ido y debía haber vuelto ya.
Varka sueña que sigue oyendo quejarse y rechinar los dientes a su padre, acostada en la estufa.
Mas he aquí que se acerca gente a la casa. Se oye trotar de caballos. Los señores han enviado al joven médico a ver al moribundo. Entra. No se le ve en la oscuridad, pero se le oye toser y abrir la puerta.
-¡Enciendan luz! -dice.
-¡Bu-bu-bu! -responde Efim, rechinando los dientes.
La madre de Varka va y viene por el cuarto buscando cerillas. Unos momentos de silencio. El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.
-¡Espere un instante, señor doctor! -dice la madre.
Sale corriendo y vuelve a poco con un cabo de vela.
Las mejillas del moribundo están rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extrañamente agudas en el doctor, en las paredes.
-¿Qué es eso, muchacho? -le pregunta el médico, inclinándose sobre él-. ¿Hace mucho que estás enfermo?
¡Me ha llegado la hora, excelencia! -contesta, con mucho trabajo, Efim-. No me hago ilusiones...
-¡Vamos, no digas tonterías! Verás cómo te curas...
-Gracias, excelencia; pero bien sé yo que no hay remedio... Cuando la muerte dice aquí estoy, es inútil luchar contra ella...
El médico reconoce detenidamente al enfermo y declara:
-Yo no puedo hacer nada. Hay que llevarlo al hospital para que lo operen. Pero sin pérdida de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te daré cuatro letras para el doctor y te recibirá. ¡Pero en seguida, en seguida!
-Señor doctor, ¿y cómo va a ir? -dice la madre-. No tenemos caballo.
-No importa; hablaré a los señores y les dejarán uno.
El médico se va, la vela se apaga y de nuevo se oye el rechinar de dientes del moribundo.
-Bu-bu-bu-bu...
Media hora después se detiene un coche ante la casa; lo envían los señores para llevar a Efim al hospital. A los pocos momentos el coche se aleja, conduciendo al enfermo.
Pasa, al cabo, la noche y sale el sol. La mañana es hermosa, clara. Varka se queda sola en casa; su madre se ha ido al hospital a ver cómo sigue el marido.
Se oye llorar a un niño. Se oye también una canción:
«Duerme niño bonito...»
A Varka le parece su propia voz la voz que canta.
Su madre no tarda en volver. Se persigna y dice:
habérsele operado hace mucho tiempo.
Varka sale de la casa y se dirige al bosque. Pero siente de pronto un tremendo manotazo en la nuca. Se despierta y ve con horror a su amo, que le grita:
-¡Mala pécora! ¡El nene llorando y tú durmiendo!
Le da un tirón de orejas; ella sacude la cabeza, como para ahuyentar el sueño irresistible, y empieza de nuevo a balancear la cuna, canturreando con voz ahogada.
El círculo verde del techo y las sombras siguen produciendo un efecto letal sobre Varka, que, cuando su amo se va, torna a dormirse. Y empieza otra vez a soñar.
De nuevo ve el camino enlodado. Infinidad de gente, cargada con talegos, yace dormida en tierra. Varka quiere acostarse también; pero su madre, que camina a su lado, no la deja; ambas se dirigen a la ciudad en busca de trabajo.
-¡Una limosnita, por el amor de Dios! -implora la madre a los caminantes-. ¡Compasión, buenos cristianos!
-¡Dame el niño! -grita de pronto una voz que le es muy conocida a Varka-. ¡Otra vez dormida, mala pécora!
Varka se levanta bruscamente, mira en torno suyo y se da cuenta de la realidad: no hay camino, ni caminantes, ni su madre está junto a ella; sólo ve a su ama, que ha venido a darle teta al niño.
Mientras el niño mama, Varka, de pie, espera que acabe. El aire empieza a azulear tras los cristales; el círculo verde del techo y las sombras van palideciendo. La noche le cede su puesto a la mañana.
-¡Toma al niño! -ordena a los pocos minutos el ama, abotonándose la camisa-. Siempre está llorando. ¡No sé qué le pasa!
Varka coge al niño, lo acuesta en la cuna y empieza otra vez a mecerlo. El círculo verde y las sombras, menos perceptibles a cada instante, no ejercen ya influjo sobre su cerebro. Pero, sin embargo, tiene sueño; su necesidad de dormir es imperiosa, irresistible. Apoya la cabeza en el borde de la cuna y balancea el cuerpo al par que el mueble, para despabilarse; pero los ojos se le cierran y siente en la frente un peso plúmbeo.
-¡Varka, enciende la estufa! -grita el ama, al otro lado de la puerta.
Es de día. Hay que comenzar el trabajo.
Varka deja la cuna y corre por leña a la porchada. Se anima un poco; es más fácil resistir el sueño andando que sentado.
Lleva leña y enciende la estufa. La niebla que envolvía su cerebro se va disipando.
-¡Varka, prepara el samovar! -grita el ama.
Varka empieza a encender astillas, mas su ama la interrumpe con una nueva orden:
-¡Varka, límpiale los chanclos al amo!
Varka, mientras limpia los chanclos, sentada en el suelo, piensa que sería delicioso meter la cabeza en uno de aquellos zapatones para dormir un rato. De pronto, el chanclo que estaba limpiando crece, se infla, llena toda la estancia. Varka suelta el cepillo y empieza a dormirse; pero hace un nuevo esfuerzo, sacude la cabeza y abre los ojos cuanto puede, en evitación de que los chismes que hay a su alrededor sigan moviéndose y creciendo.
-¡Varka, ve a lavar la escalera! -ordena el ama, a voces-. ¡Está tan cochina, que cuando sube un parroquiano me avergüenzo!
Varka lava la escalera, barre las habitaciones, enciende después otra estufa, va varias veces a la tienda. Son tantos sus quehaceres, que no tiene un momento libre.
Lo que más trabajo le cuesta es estar de pie, inmóvil, ante la mesa de la cocina, mondando papas. Su cabeza se inclina, sin que ella lo pueda evitar, hacia la mesa; las papas toman formas fantásticas; su mano no puede sostener el cuchillo. Sin embargo, es preciso no dejarse vencer por el sueño: está allí el ama, gorda, malévola, chillona. Hay momentos en que le acomete a la pobre muchacha una violenta tentación de tenderse en el suelo y dormir, dormir, dormir...
Transcurre así el día. Llega la noche.
Varka, mirando las tinieblas enlutar las ventanas, se aprieta las sienes, que se siente como de madera, y sonríe de un modo estúpido, completamente inmotivado. Las tinieblas halagan sus ojos y hacen renacer en su alma la esperanza de poder dormir.
Hay aquella noche una visita.
-¡Varka, enciende el samovar! -grita el ama.
El samovar es muy pequeño, y para que todos puedan tomar té hay que encenderlo cinco veces.
Luego Varka, en pie, espera órdenes, fijos los ojos en los visitantes.
-¡Varka, ve por vodka! Varka, ¿dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia un arenque!
Por fin la visita se va. Se apagan las luces. Se acuestan los amos.
-¡Varka, abraza al niño! -es la última orden que oye.
Canta el grillo en la estufa. El círculo verde del techo y las sombras vuelven a agitarse ante los ojos medio cerrados de Varka y a envolverle el cerebro en una niebla.
«Duerme, niño bonito...» canturrea la pobre muchacha con voz soñolienta.
El niño grita como un condenado. Está a dos dedos de encanarse.
Varka, medio dormida, sueña con el ancho camino enlodado, con los caminantes del talego, con su madre, con su padre moribundo. No puede darse cuenta de lo que pasa en torno suyo. Sólo sabe que algo la paraliza, pesa sobre ella, le impide vivir. Abre los ojos, tratando de inquirir qué fuerza, qué potencia es ésa, y no saca nada en limpio. Sin alientos ya, mira el círculo verde, las sombras... En este momento oye gritar al niño y se dice: «Ese es el enemigo que me impide vivir.»
El enemigo es el niño.
Varka se echa a reír. ¿Cómo no se le ha ocurrido hasta ahora una idea tan sencilla?
Completamente absorbida por tal idea se levanta, y, sonriendo, da algunos pasos por la estancia. La llena de alegría el pensar que va a librarse al punto del niño enemigo. Lo matará y podrá dormir lo que quiera.
Riéndose, guiñando los ojos con malicia, se acerca con tácitos pasos a la cuna y se inclina sobre el niño.
Le atenaza con ambas manos el cuello. El niño se pone azul, y a los pocos instantes muere.
Varka entonces, alegre, dichosa, se tiende en el suelo y se queda al punto dormida con un sueño profundo.

jueves, 18 de agosto de 2011

There are more things, de Jorge Luis Borges



 A la memoria de Howard P. Lovecraft

A punto de rendir el último examen en la Universidad de Texas, en Austin, supe que mi tío Edwin Arnett había muerto de un aneurisma, en el confín remoto del Continente. Sentí lo que sentimos cuando alguien muere: la congoja, ya inútil, de que nada nos hubiera costado haber sido más buenos. El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos. La materia que yo cursaba era filosofía; recordé que mi tío, sin invocar un solo nombre propio, me había revelado sus hermosas perplejidades, allá en la Casa Colorada, cerca de Lomas. Una de las naranjas del postre fue su instrumento para iniciarme en el idealismo de Berkeley; el tablero de ajedrez le bastó para las paradojas eleáticas. Años después me prestaría los tratados de Hinton, que quiere demostrar la realidad de una cuarta dimensión del espacio, que el lector puede intuir mediante complicados ejercicios con cubos de colores. No olvidaré los prismas y pirámides que erigimos en el piso del escritorio.
Mi tío era ingeniero. Antes de jubilarse de su cargo en el Ferrocarril decidió establecerse en Turdera, que le ofrecía las ventajas de una soledad casi agreste y de la cercanía de Buenos Aires. Nada más previsible que el arquitecto fuera su íntimo amigo Alexander Muir. Este hombre rígido profesaba la rígida doctrina de Knox; mi tío, a la manera de casi todos los señores de su época, era librepensador, o, mejor dicho, agnóstico, pero le interesaba la teología, como le interesaban los falaces cubos de Hinton o las bien concertadas pesadillas del joven Wells. Le gustaban los perros; tenía un gran ovejero al que le había puesto el apodo de Samuel Johnson en memoria de Lichfield, su lejano pueblo natal.
La Casa Colorada estaba en un alto, cercada hacia el poniente por terrenos anegadizos. Del otro lado de la verja, las araucarias no mitigaban su aire de pesadez. En lugar de azoteas había tejados de pizarra a dos aguas y una torre cuadrada con un reloj, que parecían oprimir las paredes y las parcas ventanas. De chico, yo aceptaba esas fealdades como se aceptan esas cosas incompatibles que sólo por razón de coexistir llevan el nombre de universo.
Regresé a la patria en 1921. Para evitar litigios habían rematado la casa; la adquirió un forastero, Max Preetorius, que abonó el doble de la suma ofrecida por el mejor postor. Firmada la escritura, llegó al atardecer con dos asistentes y tiraron a un vaciadero, no lejos del Camino de las Tropas, todos los muebles, todos los libros y todos los enseres de la casa. (Recordé con tristeza los diagramas de los volúmenes de Hinton y la gran esfera terráquea.) Al otro día, fue a conversar con Muir y le propuso ciertas refacciones, que éste rechazó con indignación. Ulteriormente, una empresa de la Capital se encargó de la obra. Los carpinteros de la localidad se negaron a amueblar de nuevo la casa; un tal Mariani, de Glew, aceptó al fin las condiciones que le impuso Preetorius. Durante una quincena, tuvo que trabajar de noche, a puertas cerradas. Fue asimismo de noche que se instaló en la Casa Colorada el nuevo habitante. Las ventanas ya no se abrieron, pero en la oscuridad se divisaban grietas de luz. El lechero dio una mañana con el ovejero muerto en la acera, decapitado y mutilado. En el invierno talaron las araucarias. Nadie volvió a ver a Preetorius, que, según parece, no tardó en dejar el país.
Tales noticias, como es de suponer, me inquietaron. Sé que mi rasgo más notorio es la curiosidad que me condujo alguna vez a la unión con una mujer del todo ajena a mí, sólo para saber quién era y cómo era, a practicar (sin resultado apreciable) el uso del láudano, a explorar los números transfinitos y a emprender la atroz aventura que voy a referir. Fatalmente decidí indagar el asunto.
Mi primer trámite fue ver a Alexander Muir. Lo recordaba erguido y moreno, de una flacura que no excluía la fuerza; ahora lo habían encorvado los años y la renegrida barba era gris. Me recibió en su casa de Temperley, que previsiblemente se parecía a la de mi tío, ya que las dos correspondían a las sólidas normas del buen poeta y mal constructor William Morris.
El diálogo fue parco; no en vano el símbolo de Escocia es el cardo. Intuí, no obstante, que el cargado té de Ceylán y la equitativa fuente de scones (que mi huésped partía y enmantecaba como si yo aún fuera un niño) eran, de hecho, un frugal festín calvinista, dedicado al sobrino de su amigo. Sus controversias teológicas con mi tío habían sido un largo ajedrez, que exigía de cada jugador la colaboración del contrario.
Pasaba el tiempo y yo no me acercaba a mi tema. Hubo un silencio incómodo y Muir habló.
–Muchacho (Young man) –dijo–, usted no se ha costeado hasta aquí para que hablemos de Edwin o de los Estados Unidos, país que poco me interesa. Lo que le quita el sueño es la venta de la Casa Colorada y ese curioso comprador. A mí, también. Francamente, la historia me desagrada, pero le diré lo que pueda. No será mucho.
Al rato, prosiguió sin premura:
–Antes que Edwin muriera, el intendente me citó en su despacho. Estaba con el cura párroco. Me propusieron que trazara los planos para una capilla católica. Remunerarían bien mi trabajo. Les contesté en el acto que no. Soy un servidor del Señor y no puedo cometer la abominación de erigir altares para ídolos.
Aquí se detuvo.
–¿Eso es todo? –me atreví a preguntar.
–No. El judezno ese de Preetorius quería que yo destruyera mi obra y que en su lugar pergeñara una cosa monstruosa. La abominación tiene muchas formas.
Pronunció estas palabras con gravedad y se puso de pie.
Al doblar la esquina se me acercó Daniel Iberra. Nos conocíamos como la gente se conoce en los pueblos. Me propuso que volviéramos caminando. Nunca me interesaron los malevos y preví una sórdida retahíla de cuentos de almacén más o menos apócrifos y brutales, pero me resigné y acepté. Era casi de noche. Al divisar desde unas cuadras la Casa Colorada en el alto, Iberra se desvió. Le pregunté por qué. Su respuesta no fue la que yo esperaba.
–Soy el brazo derecho de don Felipe. Nadie me ha dicho flojo. Te acordarás de aquel mozo Urgoiti que se costeó a buscarme de Merlo y de cómo le fue. Mirá. Noches pasadas, yo venía de una farra. A unas cien varas de la quinta, vi algo. El tubiano se me espantó y si no me le afirmo y lo hago tomar por el callejón, tal vez no cuento el cuento. Lo que vi no era para menos.
Muy enojado, agregó una mala palabra.
Aquella noche no dormí. Hacia el alba soñé con un grabado a la manera de Piranesi, que no había visto nunca o que había visto y olvidado, y que representaba el laberinto. Era un anfiteatro de piedra, cercado de cipreses y más alto que las copas de los cipreses. No había ni puertas ni ventanas, pero sí una hilera infinita de hendijas verticales y angostas. Con un vidrio de aumento yo trataba de ver el minotauro. Al fin lo percibí. Era el monstruo de un monstruo; tenía menos de toro que de bisonte y, tendido en la tierra el cuerpo humano, parecía dormir y soñar. ¿Soñar con qué o con quién?
Esa tarde pasé frente a la Casa. El portón de la verja estaba cerrado y unos barrotes retorcidos. Lo que antes fue jardín era maleza. A la derecha había una zanja de escasa hondura y los bordes estaban pisoteados.
Una jugada me quedaba, que fui demorando durante días, no sólo por sentirla del todo vana, sino porque me arrastraría a la inevitable, a la última.
Sin mayores esperanzas fui a Glew. Mariani, el carpintero, era un italiano obeso y rosado, ya entrado en años, de lo más vulgar y cordial. Me bastó verlo para descartar las estratagemas que había urdido la víspera. Le entregué mi tarjeta, que deletreó pomposamente en voz alta, con algún tropezón reverencial al llegar a doctor. Le dije que me interesaba el moblaje fabricado por él para la propiedad que fue de mi tío, en Turdera. El hombre habló y habló. No trataré de transcribir sus muchas y gesticuladas palabras, pero me declaró que su lema era satisfacer todas las exigencias del cliente, por estrafalarias que fueran, y que él había ejecutado su trabajo al pie de la letra. Tras de hurgar en varios cajones, me mostró unos papeles que no entendí, firmados por el elusivo Preetorius. (Sin duda me tomó por un abogado.) Al despedirnos, me confió que por todo el oro del mundo no volvería a poner los pies en Turdera y menos en la casa. Agregó que el cliente es sagrado, pero que en su humilde opinión, el señor Preetorius estaba loco. Luego se calló, arrepentido. Nada más pude sonsacarle.
Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa es prever algo y otra que ocurra.
Repetidas veces me dije que no hay otro enigma que el tiempo, esa infinita urdimbre del ayer, del hoy, del porvenir, del siempre y del nunca. Esas profundas reflexiones resultaron inútiles; tras de consagrar la tarde al estudio de Schopenhauer o de Royce, yo rondaba, noche tras noche, por los caminos de tierra que cercan la Casa Colorada. Algunas veces divisé arriba una luz muy blanca; otras creí oír un gemido. Así hasta el diecinueve de enero.
Fue uno de esos días de Buenos Aires en el que el hombre se siente no sólo maltratado y ultrajado por el verano, sino hasta envilecido. Serían las once de la noche cuando se desplomó la tormenta. Primero el viento sur y después el agua a raudales. Erré buscando un árbol. A la brusca luz de un relámpago me hallé a unos pasos de la verja. No sé si con temor o con esperanza probé el portón. Inesperadamente, cedió. Avancé empujado por la tormenta. El cielo y la tierra me conminaban. También la puerta de la casa estaba a medio abrir. Una racha de lluvia me azotó la cara y entré.
Adentro habían levantado las baldosas y pisé pasto desgreñado. Un olor dulce y nauseabundo penetraba la casa. A izquierda o a derecha, no sé muy bien, tropecé con una rampa de piedra. Apresuradamente subí. Casi sin proponérmelo hice girar la llave de la luz.
El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared medianera, una sola gran pieza desmantelada, con uno que otro mueble. No trataré de describirlos, porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré. Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un vehículo? El salvaje no puede percibir la Biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos.
Ninguna de las formas insensatas que esa noche me deparó correspondía a la figura humana o a un uso concebible. Sentí repulsión y terror. En uno de los ángulos descubrí una escalera vertical, que daba al otro piso. Entre los anchos tramos de hierro, que no pasarían de diez, había huecos irregulares. Esa escalera, que postulaba manos y pies, era comprensible y de algún modo me alivió. Apagué la luz y aguardé un tiempo en la oscuridad. No oí el menor sonido, pero la presencia de las cosas incomprensibles me perturbaba. Al fin me decidí.
Ya arriba mi temerosa mano hizo girar por segunda vez la llave de la luz. La pesadilla que prefiguraba el piso inferior se agitaba y florecía en el último. Había muchos objetos o unos pocos objetos entretejidos. Recupero ahora una suerte de larga mesa operatoria, muy alta, en forma de U, con hoyos circulares en los extremos. Pensé que podía ser el lecho del habitante, cuya monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la de un animal o un dios, por su sombra. De alguna página de Lucano, leída hace años y olvidada, vino a mi boca la palabra anfisbena, que sugería, pero que no agotaba por cierto lo que verían luego mis ojos. Asimismo recuerdo una V de espejos que se perdía en la tiniebla superior.
¿Cómo sería el habitante? ¿Qué podía buscar en este planeta, no menos atroz para él que él para nosotros? ¿Desde qué secretas regiones de la astronomía o del tiempo, desde qué antiguo y ahora incalculable crepúsculo, habría alcanzado este arrabal sudamericano y esta precisa noche?
Me sentí un intruso en el caos. Afuera había cesado la lluvia. Miré el reloj y vi con asombro que eran casi las dos. Dejé la luz prendida y acometí cautelosamente el descenso. Bajar por donde había subido no era imposible. Bajar antes que el habitante volviera. Conjeturé que no había cerrado las dos puertas porque no sabía hacerlo.
Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía por la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos.

jueves, 11 de agosto de 2011

Ángeles de las Marquesinas, de Rubem Fonseca



Paiva seguía despertándose temprano, como lo había hecho durante los treinta años que trabajó sin parar. Podría seguir trabajando algún tiempo más, pero ya había ganado dinero suficiente y pretendía viajar con su mujer, Leila, para conocer el mundo mientras aún tenía salud y vitalidad. Un mes después de su jubilación compraron los boletos de avión. Pero la mujer murió de un mal repentino antes del viaje, dejando a Paiva solitario y sin planes para el futuro.
Paiva leía el periódico por la mañana y después salía, ya que no podía quedarse en casa sin hacer nada. Además, la nueva sirvienta lo molestaba constantemente preguntándole si podía tirar objetos viejos, inútiles que se habían dio acumulando durante años; hacía ruidos irritantes al arreglar la casa y cuando Paiva entraba en la cocina –lo cual evitaba hacer-, la encontraba acompañando con voz desentonada una canción popular trasmitida por la radio, que dejaba prendida todo el día. Ya tampoco soportaba mirar hacia el mar, aquella masa de agua aburrida, aquel horizonte inmutable que se descubría desde la terraza de su apartamento. Muchas veces salía de casa sin saber a dónde ir, se sentaba en la banca de la banca de la plaza Nossa Señora da Paz y observaba a los feligreses de la iglesia de enfrente, que se retiraban en grupo de la misa. No lo haría, no se volvería un mocho ahora de viejo. No había tenido hijos con Leila y había descubierto demasiado tarde que no tenía amigos, sólo colegas de trabajo que no quería ver después de haberse jubilado. No extrañaba la convivencia, sentía falta de alguna ocupación, ansiaba hacer alguna cosa, tal vez usar el dinero que tenía para ayudar a los demás. Conocía la historia de tipos que se jubilaban y se quedaban felices en su casa, leyendo libros y viendo videos, o que ocupaban su tiempo llevando a los sietecitos a comprar un helado o a pasear en Disneyworld, pero no le gustaba leer ni ver películas, nunca se había acostumbrado a eso. Otros entraban en asociaciones filantrópicas, se dedicaban a trabajos humanitarios. Lo habían invitado a colaborar con una asociación que mantenía un asilo de ancianos. , pero la visita al asilo lo había deprimido mucho. Se necesitaba ser joven para trabajar con viejos. También estaba aquellos jubilados que no soportaban la inactividad y se morían tristes y enfermos. Pero él no estaba enfermo, tan sólo triste, y su salud era muy buena.
Siempre que, para salir de casa, iba a deambular por las calles. Paiva se encontraba gente sin sentido tirada en la banqueta. Durante muchos años había ido de la casa al trabajo en un automóvil con chofer; con seguridad aquel cuadro ya existía desde antes, pero él simplemente no lo había notado. Ahora sabía, gracias al sufrimiento que la muerte de su mujer le ocasionó, que el egoísmo le había impedido ver el infortunio de otros, Era como si el destino, que siempre lo había protegido, le señalara ahora un nuevo camino, convocándolo a ayudar a aquellos desgraciados a quienes la suerte había abandonado de forma tan cruel. Algunos debían estar enfermos, otros drogados, otros no tenían donde dormir y dormían, seguramente con hambre, sin importarles los transeúntes; uno pierde con facilidad la vergüenza cuando se ve privado de todo. No había nadie tan abandonado como un pobre diablo sucio y cubierto de andrajos, tirado sin sentido en la acera.
En cierta ocasión, caminando por las calles al anochecer, vio a un hombre acostado en el suelo, bajo la marquesina de una sucursal bancaria. Los desamparados parecían preferir como refugio nocturno las marquesinas de las sucursales bancarias, tal vez porque, por alguna razón, los gerentes de los bancos se sentían incómodos si los expulsaban. Los transeúntes fingían por lo general no darse cuenta de un adulto o de un niño en aquella situación, pero esa noche dos personas, un hombre y una mujer, estaban diligentemente inclinados sobre el cuerpo abandonado, como si intentaran reanimarlo. Paiva notó que lo que pretendían era levantarlo del suelo, lo cual hicieron con habilidad, llevándolo en brazos hacia una pequeña ambulancia. Después de mirar la ambulancia, Paiva permaneció un tiempo en el lugar, pensativo. Haber presenciado aquel gesto de caridad lo había animado, alo, aunque modesto, se estaba haciendo, alguien se preocupaba por aquellos infelices.
Al día siguiente Paiva salió y anduvo por las calles mucho tiempo, buscando a las personas de la ambulancia; quería ofrecerse para colaborar en el trabajo que realizaban. No podría ayudar cargando a esos infelices abandonados por la suerte, no tenía ni disposición ni habilidad para ello, como los anegados que había visto aquella noche, pero podía, además de dar dinero, ser útil en alguna actividad administrativa. Debía haber lugar para alguien experimentado como él, en aquel grupo de voluntarios que él llamaba Ángeles de las Marquesinas, ya que había sido bajo una marquesina que tuvo lugar el gesto de solidaridad del que había sido testigo. Y todas las noches salía de su casa en peregrinación. Halló a varias personas tiradas en las calle y permaneció impotente al lado de algunas, deseando que los Ángeles de las Marquesinas aparecieran.


                Finalmente, una noche, cuando ya regresaba desanimado a casa, Paiva vio a la pareja de caritativos levantando del suelo un cuerpo tirado en la banqueta, y se acercó. He seguido su trabajo y me gustaría colaborar, dijo.
                No obtuvo respuesta, como si los Ángeles de las Marquesinas absortos en su trabajo, no lo hubieran escuchado. De la ambulancia saltó un hombre canoso, que ayudó a la pareja a meter al infeliz inconsciente en una especie de camilla, dentro del vehículo. Entonces la mujer, con lentes de persona muy miope, cabello recogido en un chongo y apariencia de maestra jubilada, le preguntó que qué era lo que Paiva quería.
                Él le repitió que le gustaría ayudarlos en aquel trabajo.
                ¿Cómo?, preguntó la mujer.
                Como a ustedes les parezca mejor, dijo Paiva. Dispongo de tiempo y todavía tengo bastante energía. Iba a agregar que poseía recursos financieros, pero pensó que era mejor dejarlo para después. Por favor, me gustaría tener un teléfono y su dirección para visitarlos.
                Usted nos da su teléfono y nosotros nos comunicamos, dijo el hombre canoso que parecía el líder del grupo. Anote el teléfono del señor, doña Dulce.
                ¿Pertenecen a alguna entidad de servicio social ligada al gobierno?
                No, no, contestó doña Dulce, apuntando el teléfono de Paiva, somos una organización particular, queremos evitar que estas personas mueran abandonadas en las calles. 
                Pero no nos gusta la publicidad, dijo el hombre canoso, la mano derecha no debe saber lo que hace la izquierda.
                Así es como se debe ser caritativo, dijo doña Dulce.

                Durante una semana Paiva esperó ansioso a que lo llamaran sin salir de casa. Tal vez perdieron mi teléfono, pensó. O andan tan ocupados que ni siquiera han tenido tiempo para hablarme. Consultó el directorio telefónico, pero ninguna de las organizaciones de beneficencia que encontró era la que buscaba. Lamentó no haberse fijado más en la ambulancia; debía tener una identificación que podría haberlo ayudado ahora. Tal vez era conveniente buscarlos por las calles. Sabía que los Ángeles de las Marquesinas hacían su trabajo de asistencia por las noches. Así que Paiva volvió a recorrer las calles todas las noches, esperando, junto a los cuerpos tirados, que ellos aparecieran. Una noche, en medio de otra de sus caminatas, Paiva vio de lejos la ambulancia parada con dos ruedas sobre la banqueta. Corrió y allí estaban los Ángeles de las Marquesinas inclinados sobre el cuerpo inerte de un muchacho.
                No me han hablado, los busqué en el directorio telefónico, no sabía cómo encontrarlos…
                Los Ángeles parecieron sorprenderse con la presencia de Paiva.
                Doña Dulce, dijo Paiva, casi puse un anuncio en el periódico para encontrarlos. Doña Dulce sonrió.
                Vivo solo, mi esposa murió, o tengo parientes, estoy completamente libre para colaborar con ustedes. Serían como una nueva familia para mí.
                Doña Dulce sonrió otra vez, arreglándose los cabellos pues se le había soltado el chongo.
                El hombre canoso salió de la camioneta y preguntó, ¿la señora perdió su dirección, doña Dulce?
                La mujer se quedó un rato callada, como si no supiera qué decir. Sí, contestó finalmente.
                Déjeme apuntarla otra vez. El hombre escribió el nombre y el teléfono de Paiva en un block. No nos gusta la publicidad, dijo, como si se disculpara.
                Lo sé, la mano derecha no debe saber lo que hace la izquierda, dijo Paiva.
                Ésa es nuestra filosofía, dijo el hombre, no se preocupe, yo mismo me voy a encargar en persona de entrar en contacto con usted.
¿Prometido?
                Quédese en casa esperando, dentro de poco lo llamaré. Entre más gente nos ayude, mejor para nosotros. Mi nombre es José, dijo, tendiéndole la mano en un saludo.

                Al día siguiente, Paiva recibió la llamada que tanto esperaba. Satisfecho, reconoció la voz de doña Dulce diciendo que había sido aceptado para trabajar en el grupo. Necesitaban personas como él para colaborar, y tenían prisa. ¿Podría encontrarse con ellos esa noche en el mismo lugar? ¿Bajo la misma marquesina?, preguntó Paiva, y doña Dulce confirmó, sí, bajo la marquesina a la misma hora. No hay mejor lugar para encontrar a los Ángeles de las Marquesinas, dijo Paiva. Pero la voz del otro lado no reaccionó a su comentario.
                Paiva llegó temprano, apenas había caído la noche sobre la ciudad, y esperó a la ambulancia. En ella sólo venía José.
                No sabe qué feliz estoy con su decisión, dijo Paiva, acercándose a la ambulancia y verificando que no tenía en ningún lado letras o números que la identificaran.
                Entre, por favor, dijo José al volante. Paiva abrió la puerta y se sentó a su lado. Voy a llevarlo a nuestra sede para que conozca mejor nuestro trabajo, dijo José, Muchas gracias, dijo Paiva, no sé cómo agradecerles lo que están haciendo por mí, mi vida estaba muy vacía.
                José, que manejaba de prisa, pero debía ser así que se manejaban las ambulancias, en un momento dado sacó del bolsillo unos cigarrillos y le preguntó si le molestaba el humo, Paiva le contestó que no, que podía fumar. A excepción de este breve intercambio de palabras, el viaje transcurrió en silencio. Finalmente llegaron a su destino, los portones se abrieron, la ambulancia entró y paró en un patio donde, además de algunos coches, había una motocicleta con amplias las laterales. Cerca de ella, un motociclista con chamarra, guantes y casco negros, el visor bajado ocultando el rostro, andaba impaciente de un lado a otro.
                El director no debe tardar. Mientras tanto, le vamos a enseñar nuestras instalaciones, dijo José, tan pronto bajaron de la ambulancia. Vamos a empezar por la enfermería.
                Paiva caminó por el pasillo, ahora acompañado también por dos enfermeros. Cuando llegaron a la pequeña enfermería se quedó impresionado con la limpieza del lugar, de la misma manera que había admirado antes la inmaculada blancura del uniforme de los enfermeros. Desde la muerte de su mujer, erala primera vez que se sentía plenamente feliz. En ese momento, los dos enfermeros lo sujetaron y lo colocaron amarrado en una camilla. Sorprendido, asustado, Paiva ni siquiera alcanzó a reaccionar. Le pusieron una inyección en el brazo. ¿Qué…? Logró decir, pero no terminó la frase.
                Le quitaron toda la ropa y lo llevaron en la camilla a un baño. Allí le lavaron todo el cuerpo y lo esterilizaron. A continuación, Paiva fue llevado en un quirófano donde lo estaban esperando dos hombres con bata, guantes y mascarillas. Lo colocaron en la mesa de cirugía y enseguida lo anestesiaron. Un enfermero llevó de inmediato al laboratorio de al lado la sangre que le sacaron del brazo.
                ¿Qué es lo que se puede aprovechar de éste?, preguntó uno de los enmascarados, la voz ahogada por la tela que le cubría la boca. De seguro las córneas, contestó el otro, después comprobamos si el hígado y los pulmones están en buenas condiciones; uno nunca sabe.
                Quitaron las córneas y las pusieron en un recipiente. Enseguida destazaron el cuerpo de Paiva. Tenemos que trabajar rápido, dijo uno de los enmascarados, el motociclista espera para llevar los pedidos.

domingo, 7 de agosto de 2011

La vida real, cuento de Donald Ray Pollock



Mi padre me enseñó a hacer daño a la gente una noche de agosto en el autocine Torch cuando yo tenía siete años. Era lo único que se le dio bien alguna vez. Fue hace muchos años, cuando la experiencia de ver películas al aire libre todavía era de lo más popular en el sur de Ohio. Ponían Godzilla, junto con una película chafa de platillos voladores que demostraba que los moldes de pays podían conquistar el mundo.
Aquella noche hacía un calor que se caían los pájaros, y para cuando empezó la película en la enorme pantalla de madera multilaminada, el viejo ya estaba de un humor de perros. No paraba de despotricar contra el calor y de secarse el sudor de la frente con una bolsa de papel marrón. Hacía dos meses que no llovía en el condado de Ross. Todas las mañanas mi madre sintonizaba la KB98 en la radio de la cocina y escuchaba cómo la señorita Sally Flowers le pedía a Dios que hubiera tormenta. Luego salía y se quedaba mirando aquel cielo blanco y vacío que pendía como una sábana sobre la hondonada. A veces todavía la recuerdo allí de pie, en medio de aquella hierba reseca y marrón, estirando el cuello con la esperanza de ver aunque fuera una triste nube oscura.
—Eh, Vernon, mira esto —dijo mi madre aquella noche.
Desde que nos habíamos estacionado, había estado intentando demostrarle al viejo que era capaz de meterse un hot dog en la boca sin estropearse el reluciente pintalabios. Hay que tener en cuenta que mi madre llevaba todo el verano sin salir de Knockemstiff. El mero hecho de ver un par de luces rojas ya la tenía toda alborotada. Pero cada vez que se atragantaba con la salchicha, a mi viejo se le retorcían un poco más aquellos músculos como sogas que tenía en el pescuezo, y daba la impresión de que la cabeza le iba a salir disparada en cualquier momento. Mi hermana mayor, Jeannette, había sido lista y se había pasado todo el día fingiéndose enferma, y así era como los había convencido para que la dejaran quedarse en casa de una vecina. De manera que allí estaba yo, atrapado a solas en el asiento trasero, mordiéndome la piel de los dedos y confiando en que mamá no enfadara demasiado al viejo antes de que Godzilla destrozara Tokio a pisotones.
Pero la verdad es que ya era demasiado tarde. Mamá se había olvidado de llevar la taza especial del viejo, de modo que por lo que a él respectaba todo era una puta mierda. Ni siquiera Popeye le arrancó una risita, así que mucho menos se iba a emocionar porque su mujer hiciera trucos con una salchicha Oscar Mayer arrugada. Además, mi viejo odiaba las películas.
«Son un montón de mentiras de mierda —decía siempre que alguien mencionaba que había visto la última película de John Wayne o de Robert Mitchum—. ¿Qué fregados tiene de malo la vida real?» Para empezar, si había aceptado ir al autocine era sólo por el escándalo que le había montado mi madre la noche antes, cuando apareció en casa con un coche nuevo, un Impala de 1965.
Era el tercer coche que se compraba en lo que iba de año. Nos alimentábamos a base de sopa de alubias y pan frito, pero íbamos en coche por Knockemstiff como ricos. Aquella misma mañana había oído a mi madre tomar el teléfono y ponerse a hablar mucho con su hermana, la que vivía en el pueblo.
—Está loco, el cabrón, Margie —le dijo—. El mes pasado no pudimos ni pagar la factura de la luz.
Yo estaba sentado delante de la tele muerta, mirando cómo le goteaba sangre aguada por sus pálidas pantorrillas. Se las había intentado afeitar con la navaja del viejo, pero tenía las piernas como barras de mantequilla. Una mosca negra no paraba de zumbar alrededor de sus tobillos huesudos y de esquivar sus palmadas enfadadas.
—Lo digo en serio, Margie —dijo por el auricular negro—, si no fuera por los chamacos me largaría de este hoyo de mala muerte sin pensarlo.
Nada más empezar Godzilla, mi viejo sacó el cenicero del salpicadero y lo llenó de whisky de su botella.
—Por el amor de Dios, Vernon —dijo mi madre. Se había quedado con el hot dog en alto, a punto de metérselo otra vez en la boca.
—Eh, ya te he dicho que no pienso beber de la botella. Empiezas con esa mierda y acabas como un pinche borracho de la calle.
Dio un trago del cenicero, tuvo una arcada y escupió una colilla empapada por la ventanilla. Después de dar un par de sorbos más del cenicero, el viejo abrió la puerta de golpe y sacó sus flacas piernas. Se le escapó un chorro de vómito que le empapó de Old Grand-Dad los bajos de los pantalones azules de trabajo. La camioneta que teníamos al lado arrancó y se colocó en otro sitio de la hilera de coches. El viejo se pasó un par de minutos con la cabeza colgando entre las piernas, pero al fin se incorporó y se limpió la barbilla con el dorso de la mano.
—Bobby —me dijo—, como tu pobre padre se coma uno más de esos buñuelos de papa grasientos de tu madre, lo van a tener que enterrar.
Con lo que comía mi viejo no sobreviviría ni una rata, pero cada vez que vomitaba el whisky le echaba la culpa a la comida que le hacía mamá. Ésta se rindió, envolvió el hot dog en una servilleta y me lo devolvió.
—Vernon, acuérdate de que nos tienes que llevar en coche a casa —lo avisó.
—Carajo —dijo él, encendiendo un cigarrillo—, pero si este coche se conduce solo.
Luego vació el cenicero y se acabó lo que le quedaba de bebida. Estuvo unos minutos mirando la pantalla y se fue hundiendo lentamente en la tapicería acolchada como si fuera un sol poniente. Mi madre estiró el brazo y bajó un poco el volumen del altavoz que colgaba de la ventanilla. Nuestra única esperanza era que el viejo se quedara dormido antes de que la noche entera se fuera al diablo. Pero en cuanto Raymond Burr aterrizó en el aeropuerto de Tokio, se incorporó de golpe en su asiento y se volvió para fulminarme con su mirada inyectada en sangre.
—Me cago en la puta, mocoso. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no te muerdas las uñas? Haces más ruido que un puto ratón royendo un saco de maíz.
—Déjalo en paz, Vernon —intervino mi madre—. Además, no se las muerde.
—Joder, ¿y qué diferencia hay? —dijo, rascándose la barba del cuello—. Vete a saber dónde ha metido esas zarpas de puñetero.
Yo me saqué los dedos de la boca y me senté encima de las manos. Era la única forma que tenía de mantenerlas apartadas cuando estaba con mi padre. El viejo llevaba todo el verano amenazándome con rebozarme de mierda de pollo hasta los codos para quitarme el hábito. Ahora se echó más whisky en el cenicero y se lo tragó con un escalofrío. Justo cuando estaba desplazándome sigilosamente por el asiento para sentarme detrás de mi madre, la luz del techo se encendió.
—Venga, Bobby —dijo—. Tenemos que echar una meada.
—Pero si acaba de empezar la película, Vernon —protestó mamá—. Lleva todo el verano esperando para verla.
—Eh, ya sabes cómo es —dijo el viejo lo bastante alto como para que lo oyera la gente de la hilera de al lado—. Cuando vea ese rollo del Godzilla, no quiero que se mee en los asientos nuevos.
Se deslizó fuera del coche, se apoyó en el poste metálico de los altavoces y se fajó la camiseta en los anchos pantalones. Yo salí a regañadientes y seguí a mi viejo mientras él cruzaba el solar de grava haciendo eses. Unas adolescentes con mini shorts pasaron pavoneándose a nuestro lado, con las piernas iluminadas por la luz resplandeciente de la pantalla. Cuando se detuvo a mirarlas, choqué contra sus piernas y me caí a sus pies.
—Me cago en la puta, mocoso —me dijo, levantándome de un tirón del brazo como si yo fuera una muñeca de trapo—.
A ver si miras por dónde vas. Cada día te pareces más a tu puñetera madre.
El edificio de bloques de hormigón que había en medio del solar del autocine estaba abarrotado de gente. El proyector, que traqueteaba con estruendo, estaba en la parte de delante, el tenderete de refrescos en el medio y los retretes en la parte de atrás. El olor a meados y a palomitas flotaba en el aire caluroso y estancado como si fuera insecticida. En los lavabos había una hilera de hombres y muchachos con los penes colgando a lo largo de una bandeja de metal verde. Todos estaban mirando al frente, con la vista clavada en una pared pintada de color barro.
Otros esperaban en fila tras ellos sobre el suelo mojado y pegajoso, meciéndose sobre las puntas de sus zapatos y esperando su turno con impaciencia. Un gordo con peto y un sombrero de paja raído salió de un cubículo de madera dando tumbos y masticando un chocolate Zero, y el viejo aprovechó para empujarme adentro y cerrar de un portazo detrás de mí.
Yo tiré de la cadena y me quedé un rato allí conteniendo la respiración, fingiendo que meaba. Del exterior me llegaban fragmentos de diálogo de la película, y yo trataba de imaginarme las partes que me estaba perdiendo cuando el viejo empezó a aporrear la puerta endeble.
—Chingado, mocoso, ¿por qué tardas tanto? —gritó—. ¿Te la estás jalando o qué? —Volvió a aporrear la puerta y oí que alguien se reía. Luego dijo—: Te lo juro, estos putos mocosos te vuelven loco.
Me subí el cierre y salí del cubículo. El viejo le estaba dando un cigarro a un tipo gordo con el pelo negro y grasiento repeinado con serrín. Una mancha color púrpura con forma de porción de tarta le cubría los faldones de su sucia camisa.
—Te lo juro por Dios, Cappy —le estaba diciendo mi padre al hombre—, este mocoso le tiene miedo a su puñetera sombra.
Un puto gusano tiene más pelotas que él.
—No, si yo te entiendo —dijo Cappy. Le arrancó el filtro al cigarrillo de un mordisco y lo escupió en el suelo de cemento—.
Mi hermana tiene uno igual. El pobre desgraciado no es capaz ni de poner la mosca en el anzuelo.
—Bobby tendría que haber salido niña —soltó el viejo—.
Chingado, cuando yo tenía su edad, ya estaba cortando leña para la cocina.
Cappy se sacó un cerillo de madera del bolsillo de la camisa, encendió el cigarrillo y dijo con un encogimiento de hombros:
—Bueno, aquéllos eran otros tiempos, Vern. —Luego se metió el cerillo por la oreja y se hurgó la cabeza entera.
—Lo sé, lo sé —continuó el viejo—, pero aún así, uno se pregunta a dónde fregados va este país.
De pronto un hombre con lentes de montura negra se salió de su sitio en la fila de los urinarios y le dio unos golpecitos en el hombro a mi padre. Era el cabrón más grande que había visto en mi vida; tenía un cabezón enorme que prácticamente tocaba el techo y unos brazos del tamaño de postes. Detrás de él había un muchacho de mi altura, vestido con un chor de colores vivos y una camiseta con una foto descolorida de Davy Crockett en la pechera. Llevaba el pelo al rape recién engominado y la barbilla manchada de gaseosa de naranja. Cada vez que respiraba, emergía de su boca un globo de chicle Bazooka que parecía una flor redonda de color rosa. Tenía pinta de ser feliz y yo lo odié al instante.
—Cuidado con las palabrotas —advirtió el hombre. Su vozarrón retumbó por la sala y todo el mundo se volvió para mirarnos.
Mi viejo se giró de golpe y se dio con la nariz en el pecho del hombretón. Salió rebotado hacia atrás y levantó la vista hacia el gigante que se erguía por encima de él.
—Chingado —dijo.
La cara sudorosa del hombre se empezó a poner roja.
—¿Es que no me has entendido? —le dijo a mi padre—.
Te he pedido que no sueltes palabrotas. No quiero que mi hijo oiga ese vocabulario. —Y luego dijo muy despacio, como si estuviera hablando con un retrasado—: No... te lo voy... a pedir... otra vez.
—No me lo has pedido ni una puta vez —le soltó mi padre.
Mi viejo tenía el cuerpo duro como una roca, pero en aquella época estaba hecho un fideo, y nunca sabía callarse a tiempo.
Se quedó mirando a la multitud que se empezaba a congregar, después se volvió hacia Cappy y le guiñó un ojo.
—Ah, ¿te parece gracioso? —dijo el hombre. Cerró las manos para formar unos puños del tamaño de pelotas de softball y dio un paso hacia mi padre. Alguien al fondo de la sala dijo:
—Dale una paliza.
Mi padre retrocedió dos pasos, dejó caer el cigarrillo y levantó las palmas de las manos.
—Quieto parado, colega. Carajo, no iba con mala intención. Luego bajó la vista y se quedó mirando los zapatos negros del grandulón durante unos segundos. Yo vi que se estaba mordiendo el interior de las mejillas. No paraba de abrir y cerrar las manos como si fueran las pinzas de una langosta—. Eh —dijo por fin—, esta noche no queremos problemas por aquí.
El grandulón echó un vistazo a la gente. Estaban todos esperando a ver qué hacía a continuación. Se le empezaron a resbalar las gafas por la ancha nariz y se las volvió a subir. Respiró hondo, tragó saliva aparatosamente y le clavó un dedazo a mi padre en el pecho huesudo.
—Escucha, lo digo en serio —dijo, escupiendo gotitas de saliva—. Aquí vienen muchas familias. No me importa que seas un maldito borracho. ¿Me entiendes? Yo miré furtivamente al hijo del tipo y él me sacó la lengua.
—Sí, lo entiendo —oí que mi padre decía en voz baja.
Una sonrisa petulante se dibujó en la cara de aquel cabronazo de gigante. Hinchó el pecho como si fuera un pavo real y se le tensaron los botones de la camisa blanca y limpia. Echó una mirada a la panda de hombres que confiaban en ver una pelea, soltó un profundo suspiro y encogió sus anchos hombros.
—Me temo que esto es todo, muchachos —dijo sin dirigirse a nadie en particular.
A continuación, con la mano apoyada suavemente sobre la cabeza de su hijo, empezó a darse la vuelta.
Yo miré nerviosamente cómo la multitud, decepcionada, negaba con la cabeza y comenzaba a alejarse. Recuerdo haber deseado poder largarme a hurtadillas con ellos. Supuse que mi viejo me iba a culpar a mí de lo mal que había ido aquello.
Pero en el mismo momento en que el rugido de Godzilla, chirriante como el gozne de una puerta, arrancaba ecos de los lavabos, mi padre se abalanzó hacia el grandulón y le arreó un puñetazo en toda la sien. La gente nunca me cree, pero una vez vi a mi viejo tumbar a un caballo con aquella misma mano. Un crujido espantoso reverberó por la sala de cemento.
El hombre se tambaleó y de pronto a su cuerpo se le escapó todo el aire, como si se estuviera tirando un pedo. Agitó las manos frenéticamente en el aire, igual que si intentara agarrar una cuerda de salvamento, y por fin se desplomó en el suelo con un ruido sordo.
La sala se quedó un momento en silencio, pero en cuanto el hijo del tipo se puso a chillar, mi padre estalló. Rodeó al hombre, atizándole patadas en las costillas con sus botas de trabajo, y le pisoteó la mano izquierda hasta que la alianza de oro le cortó la carne y se le vio el hueso del dedo. Se puso de rodillas, le quitó las gafas, se las partió por la mitad y le pegó en la cara con tanta fuerza que un diente le atravesó la mejilla carnosa.
Por fin Cappy y otros tres hombres agarraron a mi padre por detrás y se lo llevaron a rastras. Tenía los puños cubiertos de sangre reluciente. De la barbilla le colgaba un fino hilo de espuma blanca. Oí que alguien gritaba que llamaran a la policía.
Sin soltar a mi padre, Cappy dijo:
—Joder, Vern, ese hombre está malherido.
Justo cuando yo estaba levantando la vista del cuerpo tirado en el suelo para mirar a los ojos desquiciados de mi padre, el hijo del tipo se volvió y me arreó en toda la oreja. Yo me cubrí la cabeza con los brazos y me agaché mientras el chico se ponía a darme de golpes.
—¡Maldito seas! —oí que mi padre gritaba con voz ronca—.
¡Cómo no des la cara, te doy una tunda!
Los hot dogs que me había comido me subieron por la garganta y me los volví a tragar. Yo no quería pelear, pero el chico no era nada comparado con mi viejo. Justo cuando me levanté para mirarlo me pegó un puñetazo en la boca. Me eché hacia atrás y di un manotazo a ciegas. De alguna manera conseguí acertarle en la cara. Oí que mi padre volvía a gritar y seguí dando porrazos. Al cabo de tres o cuatro puñetazos el mocoso bajó las manos y se echó a lloriquear, atragantándose con el chicle. Dirigí una mirada a mi viejo y él me gritó:
—¡Rómpele el hocico!
Yo volví a pegar al chico, y de la nariz le salió un chorro de sangre de color rojo brillante.
Zafándose de los hombres que lo sujetaban, mi padre me cogió del brazo y me sacó por la puerta. Cruzó corriendo el estacionamiento, llevándome a rastras y buscando el coche en la oscuridad. De pronto se detuvo y se arrodilló ante mí. Estaba intentando respirar.
—Lo has hecho bien, Bobby —dijo, secándose el sudor de los ojos. Me agarró de los hombros y me los estrujó—. Lo has hecho muy bien.
Cuando encontramos el coche, mi padre me empujó al asiento trasero y levantó el altavoz de la ventanilla. Lo dejó caer al suelo con un estruendo, se abalanzó hacia el interior y puso la llave en el contacto. Mi madre se despertó de golpe.
—¿Ya se ha acabado? —preguntó con voz soñolienta.
Por el sistema de megafonía se oyó una voz crepitante suplicando que, si había algún médico o enfermera, se presentara de inmediato en el tenderete de refrescos.
—Dios, ¿qué ha pasado? —dijo mamá, irguiéndose en el asiento y frotándose la cara.       
—Un gordo hijo de puta ha intentado decirnos cómo tenemos que hablar, eso es lo que ha pasado —respondió el viejo—.
Pero les hemos dado una buena, ¿eh, Bobby? Arrancó el motor. Los dos levantamos la vista hacia la pantalla justo cuando Godzilla estaba mordiendo una torre de alta tensión—.
Uta madre, mocoso, ese bicho tiene unos dientes así de largos —se rió mi viejo, extendiendo los dos brazos. Luego se inclinó y le dijo a mi madre en voz baja—: Esta vez van a avisar a las autoridades. Estiró el brazo y puso el Chevy en marcha.
Pisando a fondo el acelerador, el viejo bajó el coche del montículo donde habíamos aparcado y salió coleando por entre los demás vehículos. La grava suelta los salpicó. Un viejo y una mujer se chocaron mientras intentaban apartarse de nuestro camino. Empezaron a sonar bocinas y a encenderse faros.
Nos largamos a toda prisa por la salida y llegamos patinando a la carretera, donde pusimos rumbo al oeste en dirección a casa. Una ambulancia pasó a toda velocidad a nuestro lado, con la sirena aullando. Yo miré atrás, hacia el cine, en el preciso momento en que la pantalla parpadeaba y se apagaba.
—Agnes, tendrías que haberlo visto —dijo mi viejo, aporreando el volante con la mano ensangrentada—. Le ha arreado una buena tunda a ese mocoso. —Agarró la botella de debajo del asiento, la destapó y dio un trago largo—. ¡Ésta es la mejor noche de mi puta vida! —gritó por la ventanilla.
—¿Has metido a Bobby en una pelea?
—Pues claro, faltaría más, joder —replicó mi viejo.
Mi madre se inclinó por encima del asiento delantero, me palpó la cabeza con las manos y echó un vistazo a mi cara en la oscuridad.
—Bobby, ¿estás herido? —me preguntó.
—Tengo sangre.
—Dios mío, Vernon —dijo ella—. ¿Qué has hecho esta vez, cabrón de mierda?
Alcé la mirada justo cuando él le arreaba un golpe con el antebrazo. La cabeza de mi madre rebotó contra la ventanilla.
—¡Hijo de puta! —gritó ella, cubriéndose la cabeza con las manos.
—No lo trates como a un bebé. Y tampoco me llames «cabrón».
Yo pegué un salto y me senté detrás de mi padre mientras volvíamos a casa a toda velocidad. Cada vez que se cruzaba con un coche, daba otro trago de la botella. El viento entraba a ráfagas por su ventanilla abierta y me secaba el sudor. El Impala daba la impresión de estar flotando por encima de la carretera. «Lo has hecho bien», me repetía a mí mismo una y otra vez. Fue la única maldita cosa que me dijo el viejo en toda mi vida que no traté de olvidar.  Más tarde me despertó el ruido de una tormenta que se avecinaba. Yo estaba tumbado en la cama, todavía vestido.
A través de la ventana vi relámpagos por encima de las Mitchell Flats. Un inmenso retumbar de truenos avanzaba por la hondonada, seguido de cerca por un aullido agudo y espantoso; pensé en Godzilla y en la película que me había perdido.
Solamente cuando los truenos se alejaron me di cuenta de que aquel aullido era el ruido que hacía mi viejo al vomitar en el cuarto de baño.
Se abrió la puerta de mi dormitorio y mi madre entró con una vela encendida en las manos.
—¿Bobby? —dijo.
Yo fingí que estaba dormido. Ella se inclinó sobre mí y me acarició la mejilla dolorida con su suave mano. Luego levantó el brazo y me cerró la ventana. A la luz de la vela, le eché un vistazo furtivo al moretón que se le extendía por la cara como una mancha de mermelada de uva.
Salió de puntillas de la habitación, dejando la puerta entreabierta, y se alejó por el pasillo.
—Ten —oí que le decía a mi padre—, ¿verdad que alivia?
—Creo que me lo he roto —dijo éste—. El cabrón ese tenía la cabeza dura como una piedra.
—No deberías beber, Vernon.
—¿Está dormido?
—Está agotado.
—Me apuesto un sueldo a que le ha roto la nariz a ese mocoso, por cómo sangraba —dijo mi padre.
—Tendríamos que irnos a la cama.
—No me lo podía creer, Agnes. Ese pinchi mocoso era el doble de grande que Bobby, lo juro por Dios.
—No es más que un niño, Vernon.
Pasaron despacio por delante de mi puerta, apoyados el uno en el otro, y entraron en su dormitorio. Oí que mi madre decía «Ni hablar», pero al cabo de unos minutos la cama comenzó a chirriar como una sierra oxidada. Fuera, la tormenta por fin se desató y unos goterones enormes empezaron a aporrear el tejado de hojalata de la casa. Oí que mi madre gemía y que mi padre llamaba a Dios. Un relámpago trazó un arco en el cielo negro y unas sombras largas se pusieron a danzar por las paredes de yeso desnudo de mi habitación. Me tapé la cabeza con la fina sábana y me metí los dedos en la boca.
Un sabor dulce y salado me hizo escocer el labio partido y se esparció por mi lengua. Era la sangre del otro chico, que yo todavía tenía en las manos.
Mientras la cama de mis padres aporreaba con fuerza el suelo de la habitación contigua, yo me lamí la sangre de los nudillos. Los grumos secos se me disolvieron en la boca y convirtieron mi saliva en sirope. Aun después de tragarme toda aquella sangre, me seguí lamiendo las manos. Quería más. Ya siempre querría más.



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