domingo, 26 de junio de 2016

En la peluquería de Kjell Askildsen


Hace muchos años que dejé de ir al peluquero; el más cercano se encuentra a cinco manzanas de aquí, lo que me resultaba bastante lejos incluso antes de romperse la barandilla de la escalera. El poco pelo que me crece puedo cortármelo yo mismo, y eso hago, quiero poder mirarme en el espejo sin deprimirme demasiado, también me corto siempre los pelos largos de la nariz.
Pero en una ocasión, hace menos de un año, y por razones en las que no quiero entrar aquí, me sentía aún más solo que de costumbre, y se me ocurrió la idea de ir a cortarme el pelo, aunque no lo tenía nada largo. La verdad es que intenté convencerme de no ir, está demasiado lejos, me dije, tus piernas ya no valen para eso, te va a costar al menos tres cuartos de hora ir, y otro tanto volver. Pero de nada sirvió. ¿Y qué?, me contesté, tengo tiempo de sobra, es lo único que me sobra.
De modo que me vestí y salí a la calle. No había exagerado, tardé mucho; jamás he oído hablar de nadie que ande tan despacio como yo, es una lata, habría preferido ser sordomudo. Porque ¿qué hay que merezca ser escuchado?, y ¿por qué hablar?, ¿quién escucha? y ¿hay algo más que decir? Sí, hay más que decir, pero ¿quién escucha?
Por fin llegué. Abrí la puerta y entré. Ay, el mundo cambia. En la peluquería todo está cambiado. Sólo el peluquero era el mismo. Lo saludé, pero no me reconoció. Me llevé una decepción, aunque, por supuesto, hice como si nada. No había ningún sitio libre. A tres personas las estaban afeitando o cortando el pelo, otras cuatro esperaban, y no quedaba ningún asiento libre. Estaba muy cansado, pero nadie se levantó, los que estaban esperando eran demasiado jóvenes, no sabían lo que es la vejez. De manera que me volví hacia la ventana y me puse a mirar la calle, haciendo como si fuera eso lo que quería, porque nadie debía sentir lástima por mí. Acepto la cortesía, pero la compasión pueden guardársela para los animales. A menudo, demasiado a menudo, bien es verdad que ya hace tiempo, aunque el mundo no se ha vuelto más humano, ¿no?, solía fijarme en que algunos jóvenes pasaban indiferentes por encima de personas desplomadas en la acera, mientras que cuando veían a un gato o un perro herido, sus corazones desbordaban compasión. “Pobre perrito”, decían o “Gatito, pobrecito, ¿está herido?” ¡Ay, sí, hay muchos amantes de los animales!

Por suerte, no tuve que estar de pie más de cinco minutos, y fue un alivio poder sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en otros tiempos, el mundo, tanto el lejano como el cercano, se llevaba hasta el interior de la peluquería. Ahora reinaba el silencio, me había dado el paseo en vano, no había ya ningún mundo del que se deseara hablar. Así que al cabo de un rato me levanté y me marché. No tenía ningún sentido seguir allí. Mi pelo estaba lo suficientemente corto. Y así me ahorré unas coronas, seguro que me habría costado bastante. Y eché a andar los muchos miles de pasitos hasta casa. Ay, el mundo cambia, pensé. Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse.

viernes, 24 de junio de 2016

La fuente de la juventud. Cuento popular japonés.

Había una vez un viejo carbonero que vivía con su esposa, que era también viejísima. El viejo se llamaba Yoshiba y su esposa Fumi. Los dos vivían en la isla sagrada de Mija Jivora, donde nadie tenía derecho a morir. Cuando una persona enfermaba la mandaban a la isla vecina, y si por casualidad moría alguien sin síntomas, enviaban el cadáver a toda prisa a la otra ribera.
La isla, la más pequeña del Japón, es también la más hermosa. Está cubierta de pinos y sauces, y en el centro se alza un hermoso y solemne templo, cuya puerta parece que se adentra en el mar. El mar es azul y transparente, y el aire es nítido y diáfano.
Los dos ancianos eran admirados por el resto de la aldea, debido a su resignación y persistencia a la hora de aceptar y superar los avatares de la vida, y al amor mutuo que se habían profesado durante más de cincuenta años.
El suyo, como tantos otros en Japón, había sido un matrimonio concertado por sus padres. Fumi no había visto nunca a Yoshiba antes de la boda, y éste sólo la había entrevisto un par de veces a través de las cortinas, y se había quedado admirado por su rostro ovalado, la gentileza de su figura y la dulzura de su mirada. Desde el día del casamiento, la admiración y adoración fue mutua. Ambos disfrutaron de la alegría de su enlace que se multiplicó con creces con tres hermosos y fuertes hijos, pero ambos también se vieron sacudidos por la tristeza de perder a sus tres hijos, una noche de tormenta en el mar.
Aunque disimulaban ante sus vecinos, cuando estaban solos lloraban abrazados y secaban sus lágrimas en las mangas de sus kimonos. En el lugar central de la casa, construyeron un altar en memoria de los hijos y cada noche llevaban ofrendas y rezaban ante él. Pero últimamente una nueva preocupación había devuelto la congoja a sus corazones. Ambos eran mayores y sabían que ya no les quedaba mucho tiempo. Yoshiba se había convertido en las manos de su esposa y Fumi en sus ojos y sus pies, y no sabían cómo podrían superar la muerte de uno de ellos. ¡Oh, si tuviésemos una larga vida por delante!
Una tarde, Yoshiba sintió la necesidad de volver a ver el lugar donde había trabajado durante más de cincuenta años. Pero al llegar al claro del bosque, y observar los árboles, tan conocidos, se dio cuenta de que había algo nuevo. Tantos años trabajando allí, y nunca se había fijado en que debajo del árbol mayor había un manantial de agua clara y cristalina, que al caer parecía cantar, y su crujido, como el de hojas de papel arrugadas, se mezclaba con el murmullo de las hojas al ser movidas por el susurro de la brisa al atardecer. Yoshiba sintió una terrible sed y se acercó a la fuente. Cogió un poco de agua y bebió. Al rozar sus labios, sintió la necesidad de beber más, pero al ir a cogerla observó su reflejo en el agua y vio que habían desaparecido las arrugas de su rostro, su pelo era otra vez una hermosa y negra cabellera, y su cuerpo parecía más vigoroso y fortalecido. El agua tenía un poder misterioso que lo había hecho rejuvenecer.
Entonces sintió la necesidad de ir corriendo a decírselo a su esposa. Cuando Fumi lo vio llegar no reconoció a aquel mozo que de pronto se acercaba a la casa, pero al estar junto a él observó sus ojos y lo reconoció. Cayó desmayada al recordar sus años de juventud, pero Yoshiba la levantó y le contó lo que había ocurrido en el bosque. Decidió que ella fuese por la mañana, porque ya era de noche y no deseaba que se perdiera.
A la mañana siguiente Fumi se fue al bosque. Yoshiba calculó dos horas, porque aunque a la ida tardaría más por su edad y la falta de fuerza, a la vuelta llegaría enseguida porque habría recuperado su juventud. Pero pasaron dos horas, y tres, y cuatro, y hasta cinco, por lo que Yoshiba empezó a preocuparse y decidió ir él mismo al bosque a buscar a su esposa. Cuando llegó al claro, vio la fuente, pero no encontró a nadie. Entre el murmullo de las hojas y el crujido del agua oyó un leve sonido, como el que hace cualquier cría de animal cuando está solo. Se acercó a unas zarzas, las apartó, y encontró una pequeña criatura que le tendía los brazos. Al cogerla, reconoció la mirada. Era Fumi, que en su ansia de juventud había bebido demasiada agua, llegando así hasta su primera infancia.
Yoshiba la ató a su espalda y se dirigió hacia casa. A partir de entonces, tendría que ser el padre de la que había sido la compañera de su vida.

lunes, 20 de junio de 2016

El paisajista. Cuento anónimo chino.


Un pintor de mucho talento fue enviado por el emperador a una provincia lejana y desconocida, recién conquistada, con la misión de traer imágenes pintadas. El deseo del emperador era conocer así aquellos lugares remotos.
El pintor viajó mucho, visitó y observó detenidamente todos los parajes de los nuevos territorios, pero regresó a la capital sin una sola imagen, sin ni siquiera un boceto.
El emperador se sorprendió por ello y se enojó mucho.
Entonces el pintor pidió que le habilitaran un gran lienzo de pared del palacio. Sobre aquella pared representó todo el país que acababa de recorrer. Cuando el trabajo estuvo terminado, el emperador fue a visitar el gran fresco. El pintor, varilla en mano, le explicó todos los rincones de la lejana provincia: los poblados, las montañas, los ríos, los bosques…
Cuando la descripción finalizó, el pintor se acercó a un estrecho sendero que salía del primer plano del fresco y parecía perderse en el espacio. Los ayudantes tuvieron la sensación de que el cuerpo del pintor se adentraba en el sendero, que avanzaba poco a poco en el paisaje, que se hacía más pequeño y se iba perdiendo a lo lejos. Pronto una curva del sendero lo ocultó a sus ojos. Y al instante desapareció todo el paisaje y quedó el inmenso muro desnudo.

viernes, 10 de junio de 2016

El colombre de Dino Buzzati

Cuando Stefano Roi cumplió los doce años, pidió como regalo a su padre, capitán de barco y patrón de un bonito velero, que lo llevase consigo a bordo.
-Cuando sea mayor -dijo-, quiero navegar por los mares como tú. Y mandaré barcos todavía más bonitos y grandes que el tuyo.
-Dios te bendiga, hijo mío -respondió su padre. Y como justamente aquel día su carguero debía partir, se llevó al chico consigo.
Era un espléndido día de sol; el mar estaba tranquilo. Stefano, que nunca había subido al barco, paseaba feliz por cubierta admirando las complicadas maniobras del aparejo. Y preguntaba esto y lo otro a los marineros, que, sonriendo, se lo explicaban todo. Cuando fue a parar a la toldilla, el chico, picado por la curiosidad, se detuvo a observar una cosa que salía intermitentemente a la superficie a una distancia de unos doscientos o trescientos metros, allí donde estaba la estela de la nave.
Aunque el carguero volara ya, empujado por un magnífico viento de popa, aquella cosa mantenía siempre la misma distancia. Y, aunque él no comprendía su naturaleza, tenía algo indefinible que lo atraía intensamente.
Al dejar de ver a Stefano por allí, su padre, después de haberlo llamado a grandes voces en vano, abandonó el puente y fue a buscarlo.
-Stefano, ¿qué haces ahí plantado? -le preguntó al verlo finalmente en la popa, de pie, absorto en las olas.
-Ven a ver, papá.
El padre acudió y miró también en la dirección que le indicaba el muchacho, pero no alcanzó a ver nada.
-Es una cosa oscura que asoma cada tanto de la estela -dijo-, y que nos sigue.
-A pesar de mis cuarenta años -dijo su padre-, creo tener todavía buena vista. Pero no veo nada en absoluto.
Como su hijo insistiera, fue en busca del catalejo y exploró la superficie del mar allí donde estaba la estela. Stefano lo vio ponerse pálido.
-¿Qué es? ¿Por qué pones esa cara?
-Ojalá no te hubiera escuchado -exclamó el capitán-. Ahora temo por ti. Eso que has visto asomar de las aguas y que nos sigue no es una cosa. Es un colombre. Es el pez que los marineros temen más que ningún otro en todos los mares del mundo. Es un escualo terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que quizá nunca nadie sabrá, escoge a su víctima y, una vez que lo ha hecho, la sigue años y años, la vida entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede verlo si no es la propia víctima y las personas de su misma sangre.
-¿Y no es una leyenda?
-No. Yo nunca lo había visto. Pero como lo he oído describir tantas veces, en seguida lo he reconocido. Ese hocico de bisonte, esa boca que se abre y se cierra sin cesar, esos dientes espantosos… Stefano, no hay duda, desgraciadamente el colombre te ha elegido y mientras andes por el mar no te dará tregua. Escucha: vamos a volver ahora mismo a tierra, tú desembarcarás y nunca más te separarás de la orilla por ningún motivo. Tienes que prometérmelo. El trabajo del mar no es para ti, hijo mío. Tienes que resignarte. Por otra parte, en tierra también podrás hacer fortuna.
Dicho esto, hizo invertir el rumbo inmediatamente, volvió a puerto y, con el pretexto de una inesperada indisposición, desembarcó a su hijo. Luego volvió a partir sin él.
Profundamente agitado, el muchacho permaneció en la orilla hasta que la última punta de la arboladura se sumergió detrás del horizonte. Más allá del muelle que cerraba el puerto, el mar quedó completamente desierto. Pero, aguzando la vista, Stefano alcanzó a distinguir un puntito negro que aparecía intermitentemente sobre las aguas: era «su» colombre, que iba lentamente de aquí para allá, empeñado en esperarlo.
*
Desde entonces se emplearon todos los recursos posibles para alejar al muchacho del deseo del mar. Su padre lo mandó a estudiar a una ciudad del interior distante centenares de kilómetros. Y durante algún tiempo, distraído por su nuevo ambiente, Stefano dejó de pensar en el monstruo marino. Sin embargo, cuando en las vacaciones de verano volvió a casa, lo primero que hizo en cuanto dispuso de un minuto libre fue apresurarse a ir a la punta del muelle para hacer una especie de comprobación aunque en el fondo lo considerase superfluo. Aun admitiendo que toda la historia que le contara su padre fuera verdadera, después de tanto tiempo el colombre sin duda habría renunciado a su asedio.
Pero Stefano se quedó allí parado, con el corazón desbocado. A unos doscientos o trescientos metros del muelle, en mar abierto, el siniestro pez iba arriba y abajo con lentitud, sacando de cuando en cuando el hocico del agua y volviéndolo hacia tierra, como si mirase ansiosamente si Stefano Roi aparecía por fin.
De esta suerte, la idea de aquella criatura enemiga que lo esperaba noche y día se convirtió para Stefano en una secreta obsesión. E incluso en la lejana ciudad le ocurría despertarse en plena noche víctima de la inquietud. Estaba a salvo, sí, centenares de kilómetros lo separaban del colombre. Sin embargo, sabía que más allá de las montañas, más allá de los bosques, más allá de las llanuras, el escualo lo aguardaba. Y que, aunque se trasladara al continente más remoto, el colombre se apostaría en el espejo del mar más cercano con la inexorable obstinación de los instrumentos del destino.
Stefano, que era un muchacho serio y diligente, continuó sus estudios con provecho y apenas fue un hombre encontró un empleo digno y bien remunerado en un almacén de la ciudad. Mientras tanto, su padre murió víctima de una enfermedad. Su viuda vendió su magnífico velero y el hijo se halló en posesión de una discreta fortuna. El trabajo, las amistades, las distracciones, los primeros amores: ahora Stefano se había hecho ya su vida, pero, a pesar de todo, el pensamiento del colombre lo perseguía como un espejismo a la vez funesto y fascinante; y, con el paso de los días, en vez de desvanecerse, parecía hacerse más insistente.
Grandes son las satisfacciones de la vida laboriosa, holgada y tranquila, pero aún mayor es la atracción del abismo. Apenas había cumplido Stefano veintidós años cuando, tras despedirse de sus amigos y abandonar su empleo, volvió a su ciudad natal y comunicó a su madre su firme intención de seguir el oficio paterno. La mujer, a quien Stefano jamás había hecho mención del misterioso escualo, acogió con júbilo su decisión. En el fondo de su corazón, que su hijo hubiera abandonado el mar por la ciudad siempre le había parecido una puñalada a las tradiciones de la familia.
Y Stefano comenzó a navegar, dando prueba de dotes marineras, de resistencia a las fatigas, de ánimo intrépido. Navegaba, navegaba y en la estela de su carguero, de día y de noche, con bonanza y con tempestad, se afanaba el colombre. Él sabía que aquella era su maldición y su condena, pero quizá por eso mismo no tenía fuerzas para apartarse de ella. Y a bordo nadie veía el monstruo excepto él.
-¿No ven nada por allí? -preguntaba de cuando en cuando a sus compañeros señalando la estela.
-No, no vemos nada. ¿Por qué?
-No sé. Me parecía…
-¿No habrás visto por casualidad un colombre? -decían ellos entre risas al tiempo que tocaban madera.
-¿De qué se ríen? ¿Por qué tocaban madera?
-Porque el colombre no perdona. Y si se pusiera a seguir a esta nave, eso querría decir que uno de nosotros estaba perdido.
Pero Stefano no cedía. La constante amenaza que iba en pos de él parecía más bien multiplicar su voluntad, su pasión por el mar, su arrojo en los momentos de fatiga y peligro.
Una vez se sintió dueño del oficio, con el pequeño caudal que le había dejado su padre adquirió junto con un socio un pequeño vapor de carga, luego se hizo su único propietario y, gracias a una serie de travesías afortunadas, pudo a continuación comprar un verdadero buque mercante y apuntar a metas cada vez más ambiciosas. Pero los éxitos, los millones, no conseguían apartar de su ánimo aquel continuo tormento; y nunca, por otra parte, se le pasó por la cabeza vender y retirarse a tierra para emprender negocios distintos.
Navegar, navegar, ese era su único afán. Apenas ponía pie en cualquier puerto después de largas travesías, en seguida lo espoleaba la impaciencia por partir. Sabía que allá lo esperaba el colombre y que el colombre era sinónimo de perdición. Era inútil. Un impulso indomable lo arrastraba de un océano a otro sin descanso.
*
Hasta que de pronto un día Stefano reparó en que se había hecho viejo, viejísimo; y ninguno de los que lo rodeaban sabía explicarse por qué, siendo rico como era, no dejaba por fin la azarosa vida del mar. Viejo, y amargamente infeliz, porque toda su existencia se había gastado en aquella especie de loca fuga a través de los mares para escapar de su enemigo. Pero para él siempre había sido más fuerte que la dicha de una vida holgada y tranquila la tentación del abismo.
Y una tarde, mientras su magnífica nave se hallaba fondeada frente al puerto donde había nacido, se sintió próximo a morir. Entonces llamó a su segundo oficial, en quien tenía mucha confianza, y le instó a que no se opusiera a lo que pensaba hacer. El otro se lo prometió por su honor.
Una vez seguro de esto, Stefano reveló al segundo oficial, que lo escuchaba turbado, la historia del colombre que durante casi cincuenta años lo había seguido sin cesar inútilmente.
-Me ha seguido de un confín a otro del mundo -dijo- con una fidelidad que ni el amigo más noble habría podido mostrar. Ahora me voy a morir. También él, ahora, estará terriblemente viejo y cansado. No puedo traicionarlo.
Dicho esto, se despidió, hizo arriar un bote y, después de hacer que le dieran un arpón, partió.
-Ahora voy a su encuentro -anunció-. Es justo que no lo defraude. Pero lucharé con las fuerzas que me quedan.
Con débiles golpes de remo se alejó del barco. Oficiales y marineros lo vieron desaparecer a lo lejos, sobre el plácido mar, envuelto en las sombras de la noche. En el cielo, como una hoz, lucía la luna.
No tuvo que esforzarse mucho. Súbitamente, el horrible hocico del colombre emergió al lado de la barca.
-Aquí me tienes por fin -dijo Stefano-. ¡Ahora es cosa nuestra!
Y, reuniendo sus últimas energías, levantó el arpón para lanzarlo.
-Ah -se quejó con voz suplicante el colombre-, qué largo camino hasta encontrarte. También yo estoy destrozado por la fatiga. Cuánto me has hecho nadar. Y tú huías, huías. Y nunca has comprendido nada.
-¿Por qué? -dijo Stefano picado en su orgullo.
-Porque no te he seguido por todo el mundo para devorarte, como tú pensabas. El único encargo que me dio el rey del mar fue entregarte esto.
Y el escualo sacó la lengua, tendiendo al viejo capitán una esfera fosforescente.
Stefano la cogió entre los dedos y miró. Era una perla de tamaño desmesurado. Reconoció en ella la famosa Perla del Mar que procura a quien la posee fortuna, poder, amor y paz de espíritu. Pero ahora era ya demasiado tarde.
-Ay de mí -dijo meneando tristemente la cabeza-. Qué horrible malentendido. Lo único que he conseguido es desperdiciar mi existencia; y he arruinado la tuya.
-Adiós, hombre infeliz -respondió el colombre. Y se sumergió en las aguas negras para siempre.
Dos meses más tarde, empujado por la resaca, un bote arribó a una áspera escollera. Fue avistado por algunos pescadores que, movidos por la curiosidad, se acercaron. En el bote, todavía sentado, había un blanco esqueleto; y, entre sus dedos descarnados, sujetaba un pequeño guijarro redondo.
El colombre es un pez de grandes dimensiones, espantoso a la vista, sumamente raro. Dependiendo de los mares y de los pueblos que habitan las orillas, recibe también el nombre de kolomber, kahloubrha, kalonga, kalu-balu, chalung-gra. Curiosamente, los naturalistas desconocen su existencia. Hay quien sostiene que no existe.

viernes, 3 de junio de 2016

El primer día . . . . . de Juan Sternberg


El primer día, Dios se creó a sí mismo. Ha de haber un comienzo para todo.
Luego creó el vacío. Encontró que le había quedado muy grande, y se sintió impresionado.
El tercer día imaginó las galaxias, los planetas y los soles. No se sintió excesivamente satisfecho, sin saber exactamente por qué.
El cuarto día hizo un poco de jardinería: decoró algunos planetas elegidos con un verdadero sentido artístico, y se sintió feliz al probarse a sí mismo que era un dios con gusto, destilando a través del universo una sutil perfección.
El quinto día, sin embargo, para relajarse de los esfuerzos de la víspera, decidió divertirse un poco: imaginó un mundo que no era más que una flagrante falta de gusto, lo atiborró con horribles colores, y lo pobló de una gran cantidad de repugnantes monstruos. Luego llamó a aquel mundo la Tierra.

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