miércoles, 20 de abril de 2011

Espanto, un cuento de Anthony Horowitz



      
Gary Wilson estaba perdido. También estaba cansado, furioso, y tenía mucho calor. Mientras avanzaba lentamente a través de una parcela idéntica a la anterior e idéntica a la siguiente, maldijo el campo, a su abuela por vivir allí, y sobre todo a su madre por arrastrarlo de su cómoda casa en Londres para plantarlo en medio de esto. Ya la haría sufrir cuando regresaran. Pero no sabía dónde exactamente estaba la casa. ¿Cómo había conseguido perderse de semejante manera?
Se detuvo por décima vez para tratar de orientarse. Si tan sólo hubiera una loma, podría haber trepado para tratar de localizar la casita rosa de su abuela. Pero esto era Suffolk, la región más plana de Inglaterra, donde las carreteras rurales se ocultan perfectamente tras la hierba apenas crecida, y donde el horizonte está siempre mucho más lejos de donde debería estar.
       Gary tenía quince años, era alto, y tenía el gesto amargo y la mirada afilada de un perfecto gandul. No era musculoso, sino más bien flaco, pero tenía brazos largos, puños duros, y sabía cómo usarlos con provecho. Quizás eso era lo que lo tenía de tan mal humor ahora. A Gary le gustaba tener el control. Sabía cómo cuidarse. Si alguien lo hubiera visto, tropezando a cada paso en una parcela desierta en medio de la nada, se habría reído de él. Y él tendría que haberse desquitado.
Nadie se reía de Gary Wilson. Ni de su nombre, ni de su rendimiento académico (muy pobre), ni del acné que recientemente había invadido su cara. El último chico que se había atrevido a reírse de Gary era mucho más grande y pesado que él, pero eso no detuvo a Gary. Esperó al chico a la salida de la escuela y le dejó un ojo morado y un diente menos. Después de eso, nadie se atrevía a desafiarlo. Más bien los demás lo evitaban, lo cual complacía a Gary. Le gustaba lastimar a los demás, quitarles el dinero del almuerzo o arrancarles las hojas a sus libros y cuadernos. Pero asustarlos era igual de divertido. Le gustaba ver cómo lo evitaban. Le gustaba lo que veía reflejado en sus miradas. Tenían miedo. Y eso era lo que más le gustaba a Gary Wilson.
Cuando había atravesado la cuarta parte de la parcela, se le atoró un pie en un hoyo y salió volando con los brazos abiertos. Cayó de pie y no de bruces, pero una onda de dolor le recorrió la pierna al apoyar el tobillo torcido. Maldijo en silencio, usando las palabrotas que siempre hacían que su madre se meciera nerviosamente en su silla. Hacía mucho que ella se había dado por vencida y ya no trataba de corregir su lenguaje. Él era ahora tan alto como ella, y él sabía que, a su modo, ella también le tenía miedo. Algunas veces intentaba razonar con él, pero hacía tiempo que ya no surtía efecto.
Él era su único hijo. Su esposo, Edward Wilson, había trabajado en uno de los bancos locales hasta que un día, de repente, había caído muerto. Un ataque masivo al corazón, dijeron. Todavía tenía el sello en la mano cuando lo encontraron. Gary nunca se había llevado bien con su padre, y en realidad no lo había echado de menos, en especial cuando se dio cuenta de que de ahí en adelante él sería el hombre de la casa.
La casa en cuestión era una casita de dos pisos en una terraza en Notting Hill Gate. Los seguros de vida y la pequeña pensión del banco le permitieron a Jane Wilson conservarla. Pero, de cualquier modo, ella tuvo que regresar a trabajar para mantener a sus dos habitantes, y no hace falta preguntar cuál de ellos tenía más gastos.
         No podían permitirse vacaciones en el extranjero. Por mucho que Gary se quejara e insistiera, Jane Wilson no ganaba suficiente para viajar. Pero su madre vivía en una granja en Suffolk, y dos veces al año, en verano y en Navidad, Jane Wilson y Gary hacían el viaje de dos horas en tren de Londres a Pye Hall, a las afueras del pequeño pueblito de Earl Soham.
         Era un lugar precioso. Un solo sendero se extendía desde la carretera, pasaba por una fila de álamos y por una granja victoriana, y desaparecía tras un seto. Ahí parecía terminar, pero en realidad doblaba y continuaba hasta una diminuta casita chueca, pintada de color rosa tenue, en medio de un pastizal salpicado de margaritas.
         —¿No es hermoso? —dijo su madre cuando entraron por el sendero en el taxi que habían tomado en la estación.
          Un par de cuervos negros volaron por encima de ellos y fueron a parar a un terreno vecino.
           Gary resopló.
           —¡Pye Hall! —suspiró su madre—. ¡Fui tan feliz aquí! Pero ¿dónde estaba Pye Hall?
          Mientras cruzaba lo que ahora se daba cuenta era una enorme parcela, Gary se estremecía con cada paso que daba. También empezaba a sentir los primeros indicios de... algo. No estaba asustado. Estaba demasiado furioso para asustarse. Pero se preguntaba cuánto más tendría que caminar antes de saber dónde estaba. Y también cuánto más iba a  manotazo a una mosca que lo molestaba y siguió andando.
           Gary permitió que su madre lo convenciera de venir, a sabiendas de que si se quejaba lo suficiente ella se vería forzada a sobornarlo con un nuevo disco compacto para su discman (por lo menos). Y en efecto, el tramo entre Liverpool Street e Ipswich se lo pasó escuchando el último disco de humor para saludar a su abuela y darle un rápido beso en la mejilla al llegar.
           —¡Cómo has crecido! —exclamó la anciana.
           Gary se dejó caer en un destartalado sillón frente a la chimenea de la sala. Ella siempre decía lo mismo. Qué aburrido.
           La anciana volteó a ver a su hija.
           —Te ves mucho más flaca, Jane. Y estás cansada. ¡No tienes nada de color!
           —Mamá, estoy bien.
           —No, no estás bien. No te ves bien. Pero una semana en el campo te pondrá mejor en un dos por tres.
           ¡Una semana en el campo! Gary continuaba avanzando, un paso tras otro, soltando manotazos a la mosca que seguía dando vueltas alrededor de su cabeza, y añorando las calles de asfalto, las paradas de autobús, los semáforos y los Burger King. Por fin llegó al seto que dividía esta parcela de la siguiente, y empezó a abrirse paso, arrancando hojas con las manos. Demasiado tarde se fijó en las ortigas que estaban detrás del seto. Dio un aullido y se llevó la mano agarrotada a la boca. Una hilera de ampollas se levantó en la palma de su mano y la parte interior de los dedos.
            ¿Qué tiene de maravilloso el campo?
           Oh, sí, su abuela podía hablar sin parar de la calma, el aire fresco y de todas las estupideces que escupe la gente que ni siquiera reconocería un paso peatonal por sus rayas aunque estuviera a punto de cruzarlo. Gente que no sabía lo que era la vida. Flores, árboles, pajaritos y abejas. ¡Qué asco!
            —Todo es distinto en el campo —decía ella—; puedes flotar en el tiempo. No sientes que el tiempo pasa corriendo a tu lado. Puedes detenerte e imaginar cómo era la vida antes de que la gente la echara a perder con sus máquinas y su ruido. En el campo todavía se puede sentir la magia. El poder de la Madre Naturaleza. Está a tu alrededor, vivo, esperándote...
          Gary escuchaba a la anciana y se reía para sus adentros. Obviamente se estaba poniendo senil. No había magia en el campo, sólo días que parecían alargarse eternamente y noches sin nada que hacer. ¿La Madre Naturaleza? Ésa sí que era buena. Incluso si esa vieja había existido alguna vez —lo cual no era probable, tiempo hace que las ciudades acabaron con ella, que la enterraron bajo kilómetros y kilómetros de carreteras asfaltadas. Pasar a mil por hora en la M25 con el coche descapotado y escuchando Blur a todo volumen... Para Gary, eso sí sería magia de verdad.
          Después de unos días de flojear en la casa, Gary se dejó convencer por su abuela de salir a dar un paseo. La verdad es que estaba aburrido de las dos mujeres, y además, en el campo podría fumarse un par de cigarros que había comprado con dinero robado del bolso de su madre.
          —No te alejes de los senderos, Gary —le advirtió su madre.
          —Y no te olvides del código campestre —añadió su abuela.
          Gary recordaba muy bien el código campestre. Mientras se alejaba de Pye Hall iba arrancando flores y las aplastaba entre sus dedos. Cuando pasaba una reja, la dejaba abierta a propósito, y sonreía al pensar en los animales de las granjas que se escaparían hacia la carretera. Se tomó una Coca y lanzó la lata aplastada hacia una pradera llena de flores. Rompió a la mitad la rama de un manzano y la dejó colgando del árbol. Se fumó un cigarro y arrojó la colilla, aún encendida, al pasto crecido.
          Y se salió del sendero. Quizás esto último no había sido tan buena idea.
         Se perdió antes de siquiera darse cuenta. Estaba atravesando una parcela, aplastando la cosecha que acababa de germinar, cuando se percató de que la tierra estaba blanda y mojada. Su zapato rompía las plantas de maíz, o lo que fuera, y el agua le formaba un laguito alrededor, empapando sus calcetines. Gary hizo una mueca, se detuvo un momento y decidió regresar por donde había venido…
         …Sólo que el camino por donde llegó ya no estaba allí. Había dejado bastantes señales a su paso, después de todo. Pero de pronto la rama rota del manzano, la lata de Coca-Cola y las plantas aplastadas habían desaparecido. Tampoco quedaba ni rastro del sendero. De hecho, no había nada que Gary reconociera. Era muy extraño.
Hacía dos horas de eso.
Desde entonces, las cosas fueron de mal en peor. Gary pasó por un pequeño bosque (aunque estaba seguro de que no había ningún bosque cerca de Pye Hall) y sólo logró rasparse el hombro y la pierna en unas espinas. Un momento después tropezó con un árbol que le desgarró su saco favorito, una chaqueta a rayas blancas y negras que se había robado de una tienda en Notting Hill.
         Logró salir del bosque, pero ni siquiera eso había sido fácil. De pronto encontró un arroyo que bloqueaba su camino, y la única manera de cruzarlo era sobre un tronco atravesado. Casi lo había logrado, pero en el último momento, el tronco giró bajo sus pies y lo arrojó al agua. Se levantó echando buches y maldiciones. Diez minutos más tarde se detuvo a fumar un cigarro, pero el paquete entero estaba empapado, infumable.
         Y luego…
         Gritó cuando un insecto, que a él le pareció una mosca, pero que en realidad era una avispa, le picó en el cuello. Se jaló la camiseta de Bart Simpson, mojada y mugrosa, para ver el piquete. Por el rabillo del ojo alcanzaba a distinguir una bola hinchada y roja. Cambió el peso sobre su pierna lastimada y gimió al sentir una nueva oleada de dolor. ¿Dónde estaba Pye Hall? Todo esto era culpa de su madre. Y de su abuela. Fue ella la que le sugirió que saliera de paseo. Pues bien, lo iban a pagar muy caro. Quizá pensaran dos veces en la hermosura de su dichoso campo cuando vieran la casita consumirse en llamas.
Fue entonces que la vio. Las paredes rosas y las chimeneas inclinadas eran inconfundibles. Quién sabe cómo había encontrado el camino de regreso. Sólo tenía que atravesar otra parcela y estaría allí. Ahogando un sollozo, se echó a andar. Había una especie de sendero a un costado de la parcela, pero él no se iba a molestar con llegar hasta allí. Siguió caminando por el centro de la parcela, ¿que la acababan de sembrar? ¡Qué lástima!
          Esta parcela era más grande que la anterior, y el sol parecía calentar más que nunca. La tierra estaba blanda y sus pies se hundían al pasar. Parecía como si su tobillo estuviera en llamas, y a cada paso que daba, sus piernas parecían más y más pesadas. La avispa tampoco lo dejaba en paz. Zumbaba alrededor de su cabeza, dando vueltas y más vueltas, taladrándole el cerebro. Pero Gary estaba demasiado cansado como para tirarle otro manotazo. Sus brazos colgaban flácidos a sus costados, sus dedos rozaban sus pantalones de mezclilla. El olor del campo, rico y profuso, le llenaba la nariz y le daba náuseas. Había caminado durante diez minutos, quizá un poco más. Pero Pye Hall no estaba más cerca. Se veía borroso, brillante al final de su campo visual. Se preguntó si no estaría insolado. Estaba seguro de que cuando salió no hacía tanto calor.
         Cada paso se le dificultaba más. Era como si sus pies estuvieran echando raíces en el suelo. Miró a sus espaldas (con un quejido al rozar el cuello de su saco con el piquete de avispa) y vio con alivio que estaba justo en el centro de la parcela. Algo le escurrió por la cara y resbaló hacia su barbilla, no supo si era sudor o una lágrima.
No podía avanzar. Había un palo clavado unos pasos más adelante y Gary se aferró a él agradecido. Tenía que descansar un rato. El suelo estaba demasiado blando y húmedo como para sentarse, así que tendría que descansar de pie, recargado en el palo. Sólo unos minutos. Luego cruzaría el resto de la parcela.
Y luego…
Más tarde…


*


Cuando el sol se empezó a poner y aún no había señales de Gary, su abuela llamó a la policía. El oficial a cargo tomó una descripción del muchacho y comenzó una búsqueda que duraría cinco días. Pero no quedaba ni rastro de él. Se habló de viejas minas, de arena movediza... y de cosas peores. Pero nada comprobado. Era como si el campo lo hubiera devorado, dijo un policía.
Gary vio cuando la policía finalmente se alejó. Vio a su madre sacar su maleta y subirse al taxi que la llevaría de Pye Hall a la estación de Ipswich, donde tomaría el tren de regreso a Londres. Se alegró de ver que siquiera tenía la decencia de llorar su pérdida. Pero no pudo evitar sentir que se veía un tanto menos cansada y menos enferma que cuando llegaron.
Su madre no lo vio. Cuando se volvió en el taxi para despedirse de la abuela se dio cuenta de que esta vez no había cuervos. Pero luego vio por qué. Se asustaron con una figura parada en medio de la parcela, recargada en un palo. Por un momento pensó que reconocía la chaqueta rasgada, a rayas blancas y negras, y la camiseta mojada y sucia de Bart Simpson. Pero seguramente estaba confundida. Lo mejor era no mencionar nada.
El taxi aceleró, pasó de largo más allá de donde estaba el nuevo espantapájaros, y continuó hacia la fila de álamos, hacia la carretera.

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