Leon Kaufman ya no era un
recién llegado a la ciudad. El Palacio de los Placeres, como la había llamado
siempre, en sus días de inocencia. Pero eso fue cuando vivía en Atlanta, y
Nueva York todavía era una especie de tierra prometida, donde era posible
cualquier cosa, todo.
Ahora había pasado tres meses
y medio en la ciudad de sus sueños, y el Palacio de los Placeres le parecía
menos placentero.
¿Sólo había transcurrido
realmente una estación desde que se bajó en la parada de autobuses de Port
Authority y miró por la calle 42 en dirección a la intersección de Broadway? Un
tiempo muy corto para perder tantas ilusiones acumuladas.
Ahora se sentía avergonzado
sólo de pensar en su ingenuidad. Se le ponía mala cara al recordar cómo se
había parado y había declarado en voz alta: «Nueva York, te quiero».
¿Amor? Jamás.
Había sido un enamoramiento
como mucho.
Y ahora, después de sólo tres
meses de vida con el objeto de su adoración, de pasar los días y noches en su
presencia, éste había perdido su aureola de perfección.
Nueva York tan sólo era una
ciudad.
La había visto despertarse por
la mañana como una mujerzuela y sacarse hombres asesinados de entre los dientes
y suicidios de la maraña de su pelo. La había visto a altas horas de la noche,
con sus sucios callejones cortejando sin pudor a la depravación. La había
observado en las tardes abrasadoras, perezosa y fea, indiferente a las
atrocidades que se cometían cada hora en sus ahogados pasadizos.
No era ningún Palacio de los
Placeres.
Alimentaba la muerte, no el
placer.
Siempre que se encontraba con
alguien, éste huía violentamente; eran cosas de la vida. Casi resultaba
elegante haber conocido a alguien que hubiera muerto de forma violenta. Era una
prueba de que se vivía en esa ciudad.
Pero Kaufman había querido a
Nueva York desde lejos durante casi veinte años. Había planeado su aventura
amorosa a lo largo de casi toda su vida de adulto. No le era fácil, por lo
tanto, sacarse la pasión de encima, como si nunca la hubiera sentido. Aún había
ocasiones, muy temprano, antes de que empezaran a sonar las sirenas de la
policía, o al atardecer, en que Manhattan era un milagro.
Por esos momentos, y en nombre
de sus sueños, aún le concedía el favor de la duda, aunque se comportara peor
que una dama. Ella no hacía sencilla esa indulgencia. En los pocos meses que
Kaufman había pasado en Nueva York, sus calles se habían inundado con la sangre
vertida.
En realidad, no tanto las
propias calles como los túneles bajo esas calles.
«Matanza en el metro» era la
expresión de moda del mes. Sólo en la semana anterior se había informado de
tres asesinatos. Los cuerpos se descubrieron en uno de los vagones de metro de la Avenida de las Américas,
acuchillados y con las entrañas vaciadas en parte, como si se hubiera
interrumpido en plena labor a un eficiente empleado de un matadero. Los
asesinatos eran tan absolutamente profesionales que la policía interrogaba a
cualquier hombre que hubiera estado relacionado con el gremio de los
carniceros. Eran vigiladas las plantas de empaquetado de carne en el puerto, y
registrados los mataderos en busca de pistas. Se prometió un rápido arresto,
aunque no se realizó ninguno.
Este reciente trío de
cadáveres no iba a ser el único que se descubriera en ese estado; el mismo día
en que llegó Kaufman había aparecido una noticia en The Times que era la comidilla de todas las secretarias morbosas en
la oficina.
La historia contaba que un
visitante alemán, perdido en la red de metros entrada la noche, se había
encontrado un cuerpo en un vagón. La víctima era una mujer de treinta años, muy
atractiva, de Brooklyn. La habían despojado por completo. De cada jirón de
ropa, de todo artículo de joyería. Hasta de los pendientes de sus orejas.
Más extraño que el hecho de
que la desnudaran era la manera ordenada y sistemática en que habían doblado la
ropa y la habían colocado, en bolsas de plástico separadas, sobre el asiento
que estaba detrás del cadáver.
No era obra de ningún navajero
irracional. Se trataba de un cerebro muy organizado: un lunático con un gran
sentido de limpieza.
Había más: más extraño aún que
el cadáver hubiera sido desnudado cuidadosamente, era el ultraje que se había
cometido con él. Los informes pretendían –aunque el Departamento de Policía no
lo confirmó–, que lo habían afeitado minuciosamente. Le habían quitado todos
los pelos: de la cabeza, de las ingles, de los sobacos; todos cortados y
quemados sobre la carne. Le habían arrancado incluso las cejas y las pestañas.
Por último, habían colgado por
los pies ese montón de carne absolutamente desnudo de uno de los asideros del
techo del vehículo y habían colocado un cubo negro de plástico, forrado con una
bolsa, también de plástico negro, para recoger la sangre que goteaba lentamente
de sus heridas.
En ese estado, desnudo,
afeitado, colgado y prácticamente desangrado, se había encontrado el cuerpo de
Loretta Dyer.
Era repugnante, meticuloso y
profundamente desconcertante.
No había habido violación, ni
indicio alguno de tortura. Se había despachado rápida y eficazmente a la mujer
como si fuera un trozo de carne. Y el carnicero aún andaba suelto.
Los Padres de la Ciudad , en su sabiduría,
declararon una suspensión completa de los informes de la prensa sobre la
matanza. Se dijo que el hombre que había encontrado el cuerpo había sido objeto
de detención preventiva en Nueva Jersey, fuera de la vista de los curiosos
periodistas. Pero la ocultación fracasó. Un policía codicioso había revelado
los detalles sobresalientes a un reportero de The Times. Todo el mundo conocía ahora en Nueva York la horrible
historia de las matanzas. Era un tema de conversación en todas las cafeterías y
bares; y, por supuesto, en el metro.
Pero Loretta Dyer fue sólo la
primera.
Se habían encontrado otros
tres cuerpos en circunstancias idénticas, aunque esta vez el trabajo había
quedado claramente interrumpido. No se habían afeitado todos los cuerpos, ni
les habían cortado las yugulares para desangrarlos. Había otra diferencia más
significativa en el descubrimiento: no fue un turista quien los descubrió por
la noche; lo decía un informe de The New
York Times.
Kaufman examinó el informe que
cubría la primera página del periódico. No tenía ningún interés morboso por el
asunto, a diferencia de su compañero de mostrador en la cafetería. Sólo sentía
una ligera repugnancia, que le hizo apartar su plato de huevos demasiado cocidos.
Era simplemente una prueba más de la decadencia de la ciudad. No podía
divertirse con su enfermedad.
Con todo, como ser humano no
conseguía ignorar por completo los detalles sangrientos de la página que tenía
enfrente. El artículo no era sensacionalista, pero la sencilla claridad del
estilo hacía más espantoso el tema. Tampoco pudo evitar el imaginarse qué
hombre habría detrás de esas atrocidades. ¿Era un sicótico suelto, o eran
varios, y cada uno de ellos aspiraba a imitar el asesinato original? Tal vez ése
sólo fuera el principio del horror. A lo mejor le seguirían más asesinatos,
hasta que por fin el asesino, confiado o exhausto, cometiera una imprudencia y
fuera apresado. Hasta entonces la ciudad, la adorada ciudad de Kaufman, viviría
en un estado intermedio entre la histeria y el éxtasis.
Al lado de su codo, un hombre
con barba le tiró el café.
–¡Mierda! –dijo.
Kaufman se movió sobre su
taburete para esquivar el goteo de café que caía de la barra.
–¡Mierda! –volvió a decir el
hombre.
–No pasa nada –dijo Kaufman.
Miró al hombre con una
expresión ligeramente desdeñosa. El torpe bastardo estaba intentando achicar el
café con una servilleta que se quedaba hecha pegotes.
Kaufman se encontró pensando
si ese zoquete, con sus mejillas coloradas y su barba descuidada, sería capaz
de asesinar. ¿Había algún indicio en esa cara sobrealimentada, alguna pista en
la forma de su cabeza o en el movimiento de sus pequeños ojos que revelara su
auténtica naturaleza?
El hombre habló.
–¿Quiere otro?
Kaufman sacudió la cabeza.
–Café. Normal. Solo –le dijo
el zoquete a la chica de detrás del mostrador. Ésta levantó la mirada de la
parrilla cuya grasa fría limpiaba.
–¿Huh?
–Café. ¿Estás sorda?
El hombre sonrió a Kaufman.
–Sorda –dijo.
Éste se dio cuenta de que le
faltaban tres dientes en la mandíbula inferior.
–Tiene mala pinta, ¿eh? –dijo.
¿A qué se refería? ¿Al café?
¿A la ausencia de dientes?
–Tres personas así.
Acuchilladas.
Kaufman asintió.
–Te hace pensar –dijo.
–Claro.
–Quiero decir, ¿es un
encubrimiento, no? Saben quién lo hizo.
«Esta conversación es
ridícula», pensó Kaufman. Se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo: la
cara de la barba ya no estaba a la vista. Por lo menos eso era un progreso.
–Bastardos –dijo–. Jodidos
bastardos, todos ellos. Le apostaría cualquier cosa a que es un encubrimiento.
–¿De qué?
–Tienen las jodidas pruebas:
simplemente nos están manteniendo en la jodida ignorancia. Hay algo en todo
esto que no es humano.
Kaufman comprendió. El zoquete
estaba haciendo alarde de una teoría de conspiración. Las había oído con
frecuencia: una panacea.
–Mire, hacen experimentos
genéticos y se les van de las manos. Podrían estar criando jodidos monstruos
por lo poco que sabemos. Hay algo en todo esto que no nos contarán.
Encubrimiento, como le digo. Me jugaría cualquier cosa.
A Kaufman le pareció atractiva
la seguridad del hombre. Monstruos al acecho. Seis cabezas: una docena de ojos.
¿Y por qué no?
Él sabía por qué no. Porque
eso disculpaba a su ciudad: la sacaba del apuro. Y creía de corazón que los
monstruos que se iban a encontrar en los túneles eran perfectamente humanos.
El hombre de la barba tiró el
dinero sobre el mostrador y se levantó, deslizando su gordo trasero del
manchado taburete de plástico.
–Probablemente un jodido
policía –dijo, como conjetura de despedida–. Intentó hacerse el jodido héroe y,
en vez de eso, se convirtió en un jodido monstruo. –Sonrió grotescamente–. Me
apostaría cualquier cosa –añadió, y salió fuera torpemente sin decir nada más.
Kaufman espiró despacio por la
nariz, sintiendo que se aplacaba la tensión de su cuerpo.
Odiaba estas confrontaciones:
le hacían sentirse mudo e inútil. Cuando se paraba a pensar en ello, odiaba a
este tipo de hombres: el bruto testarudo que Nueva York criaba tan bien.
Iban a ser las seis cuando se
despertó Mahogany. La lluvia matinal se había convertido con el ocaso en una
ligera llovizna. El aire era todo lo limpio que se podía esperar de Manhattan.
Se estiró en la cama, tiró la manta sucia y se levantó para ir al trabajo.
En el cuarto de baño la lluvia
caía sobre la caja del acondicionador de aire, llenando el piso de un rítmico
sonido de palmadas. Enchufó la televisión para que cubriera el ruido, sin
interés por lo que pudiera ofrecer.
Se acercó a la ventana. La
calle, seis pisos por debajo, estaba atestada de tráfico y de gente.
Después de un duro día de
trabajo, Nueva York regresaba a casa: a jugar, a hacer el amor. La gente salía
en tropel de las oficinas y se metía en sus coches. Algunos estaban irritables
después de un día de trabajo agotador en una oficina mal ventilada; otros,
mansos como corderos, erraban por las avenidas en dirección a casa, acompañados
por una incesante corriente de cuerpos. Otros, por último, entraban apretujados
al metro, ciegos a las pintadas de las paredes, sordos al parloteo de sus
propias voces y al frío estruendo de los túneles.
A Mahogany le gustaba pensar
en eso. Él no era, después de todo, uno del montón. Podía asomarse a la ventana
y mirar a un millar de cabezas por debajo suyo, sabiendo que era un hombre
escogido.
Tenía tareas que cumplir, por
supuesto, como la gente de la calle. Pero su trabajo no era como la faena
absurda de éstos, se parecía más a una obligación sagrada.
También necesitaba vivir,
dormir y defecar, como ellos. Pero no era la necesidad pecuniaria lo que le
motivaba, sino las exigencias de la historia.
Estaba dentro de una
tradición, que se remontaba más allá de América. Era un cazador nocturno: como
Jack el Destripador, Gilles de Rais, una encarnación viviente de la muerte, un
espectro con cara humana. Atormentaba los sueños y provocaba terrores.
La gente que estaba por debajo
de él no podía conocer su cara; ni se habría molestado en mirarlo dos veces.
Pero él los capturaba y calibraba con la mirada, seleccionando sólo a los más
maduros del desfile, escogiendo sólo a los sanos y jóvenes para que sucumbieran
bajo su cuchillo santificado.
A veces Mahogany deseaba
revelar su identidad al mundo, pero tenía responsabilidades y éstas pesaban
mucho sobre él. No podía esperar la fama. La suya era una vida secreta, y sólo
por orgullo deseaba reconocimiento.
Después de todo, pensaba,
¿saluda la vaca al carnicero cuando late arrodillada ante él?
En resumidas cuentas, estaba
contento. Formar parte de la gran tradición era suficiente, y siempre debería
serlo.
Recientemente, sin embargo, se
habían producido descubrimientos. No eran culpa suya, naturalmente. Nadie podía
achacárselo. Pero fue una mala temporada. La vida no era tan fácil como lo
había sido hacía diez años. Era bastante viejo, por supuesto, y eso hacía más agotador
el trabajo; las obligaciones cada vez pesaban más sobre sus hombros. Era un
hombre escogido, y ése era un privilegio con el que resultaba difícil vivir.
De vez en cuando se preguntaba
si no sería hora de pensar en entrenar a un hombre más joven para esos
menesteres. Tendría que consultarlo con los padres, pero tarde o temprano
habría que encontrar a un sustituto; le parecía que era un desperdicio criminal
de su experiencia no tomar un aprendiz a su cargo.
¡Podía legar tantas alegrías!
Los trucos de su extraordinario oficio. La mejor forma de acechar, de cortar,
de desnudar, de sangrar. Cómo encontrar la mejor carne requerida. El modo más
simple de disponer los restos. ¡Tantos detalles, tanta experiencia acumulada!
Mahogany entró en el cuarto de
baño y abrió el grifo de la ducha. Al meterse en ella se miró el cuerpo. La
pequeña barriga, los pelos de su pecho hundido que encanecían, las cicatrices y
granos que salpicaban su pálida piel. Se estaba haciendo viejo. Sin embargo,
esa noche, como todas las demás, tenía un trabajo que hacer...
Kaufman se precipitó en la
oficina con su bocadillo, ajustando el dobladillo del cuello y quitándose del
pelo el agua de la lluvia. El reloj que había encima del ascensor marcaba las
siete y dieciséis. Trabajaría sólo hasta las diez.
El ascensor lo llevó hasta el
piso decimosegundo, a las oficinas de Pappas. Cruzó descontento el laberinto de
despachos vacíos y máquinas encapuchadas hacia su pequeño territorio, que
todavía estaba iluminado. Las mujeres que limpiaban las oficinas estaban
charlando en el pasillo: por lo demás, el local estaba desierto.
Se sacó el abrigo, sacudió la
lluvia lo mejor que pudo y lo colgó.
Luego se sentó frente a los
montones de pedidos con los que había estado lidiando casi tres días y se puso a
trabajar. Sólo le haría falta una noche más de dedicación, estaba seguro, para
hacer la parte más complicada, y le resultaba más fácil concentrarse sin el
tableteo incesante de mecanógrafas y máquinas de escribir por todos lados.
Desenvolvió el jamón en pan
integral con mayonesa adicional y se dispuso a pasar la tarde.
Ya eran las nueve.
Mahogany estaba vestido para
la salida nocturna. Llevaba su sobrio traje habitual con la corbata marrón bien
anudada, los gemelos de plata (regalo de su primera esposa) puestos en las
mangas de su camisa inmaculadamente planchada, el pelo, fino, reluciente de
brillantina, las uñas cortadas y limadas y la cara lavada con colonia.
Su bolsa estaba a punto. Las
toallas, los instrumentos y su delantal de mallas.
Comprobó qué aspecto tenía
ante el espejo. Pensó que aún podía pasar por un hombre de cuarenta y cinco
años, cincuenta como máximo.
Al inspeccionarse la cara se
acordó de su deber. Ante todo debía tener cuidado. Habría ojos observándole a
cada paso del camino, espiando su actuación nocturna y juzgándola. Tenía que
salir como un inocente, sin despertar sospechas.
Si sólo supieran..., pensó. La
gente que andaba, corría y saltaba a su espalda en la calle: que chocaban con
él sin pedirle perdón: que se cruzaban con su mirada despreciándolo: que se
sonreían ante esa masa que parecía incómoda dentro de un traje que le quedaba
mal. Si ellos supieran lo que hacía, quién era y qué llevaba.
Cuidado, se dijo, y apagó la
luz. El piso estaba a oscuras. Fue a la puerta y la abrió, acostumbrado a andar
entre tinieblas: era feliz en ellas.
Los nubarrones habían
desaparecido por completo. Mahogany se dirigió por Amsterdam hacia el metro de
la calle 145. Esta noche volvería a coger la Avenida de las Américas, su línea favorita, y a
menudo la más productiva.
Bajó las escaleras del metro
con el billete en la mano. Cruzó las puertas automáticas. El olor de los
túneles ya estaba en sus fosas nasales. No era el olor de los túneles
profundos, por supuesto; ése tenía un aroma exclusivo. Pero hasta en el aire
viciado de esta línea poco profunda se respiraba tranquilidad. La respiración
regurgitada de un millón de viajeros circulaba por ese laberinto, mezclándose
con el de criaturas mucho mayores; cosas con voces pastosas como la arcilla,
cuyos apetitos eran abominables. Cuánto le gustaba. El aroma, la oscuridad, el
estruendo.
Se quedó de pie en el andén y
escrutó críticamente a sus compañeros de viaje. Estuvo contemplando uno o dos
cuerpos, pero tenían tanta escoria encima que pocos merecían ser perseguidos.
Los estropeados físicamente, los obesos, los enfermos, los cansados. Cuerpos
destrozados por los abusos y la indiferencia. Como profesional le ponía
enfermo, aunque comprendía la debilidad que echaba a perder lo mejor de los
hombres.
Se demoró en la estación más
de una hora, paseando entre los andenes mientras los trenes iban y venían, iban
y venían, y la gente con ellos. Había tan poca calidad por todas partes que era
desalentador. Parecía que cada día tuviera que esperar más y más para encontrar
carne digna de uso.
Ya eran casi las diez y media
y no había visto a una sola criatura que fuera ideal para el sacrificio.
No importa, se dijo; todavía
quedaba tiempo. Muy pronto saldría la riada del teatro. Siempre proporcionaba
uno o dos cuerpos robustos. La intelectualidad bien alimentada, sosteniendo los
resguardos de sus billetes y opinando sobre los entretenimientos del arte; sí,
habría algo ahí.
De lo contrario, y había
noches en que parecía que no encontraría nunca nada apropiado, tendría que ir
al centro y arrinconar a una pareja de amantes noctámbulos, o encontrar a un
par de atletas recién salidos de un gimnasio. Siempre garantizaban un buen
material, aunque con especímenes tan sanos se corría el riesgo de encontrar
resistencia.
Recordó haber capturado hacía
un año o más a un par de machos negros, puede que con cuarenta años de
diferencia, a lo mejor padre e hijo. Se habían resistido con navajas y él tuvo
que permanecer seis meses hospitalizado. Había sido un encontronazo muy duro,
que le hizo dudar de sus habilidades. Peor aún, le hizo pensar qué habrían
hecho sus amos con él de haber sufrido una herida fatal. ¿Lo habrían mandado a
su familia en Nueva Jersey y le habrían dado un decente entierro cristiano? ¿O
hubieran tirado su cadáver a las tinieblas, para su propio uso?
El titular del New York Post abandonado en el asiento
de enfrente le llamó la atención: «Toda la policía movilizada para capturar al
asesino». No pudo reprimir una sonrisa. Sus ideas de fracaso, debilidad y
muerte se evaporaron. Después de todo, él era ese hombre, ese asesino, y esa
noche la idea de que lo atraparan era ridícula. Al fin y al cabo, ¿no estaba su
profesión sancionada por las máximas autoridades posibles? Ningún policía podía
apresarlo, ningún tribunal juzgarlo. Las mismas fuerzas de la ley y el orden
que armaban tanto alboroto con su persecución servían a sus amos igual que él;
estuvo por desear que algún policía insignificante lo capturara y lo llevara en
triunfo ante el juez, sólo para ver qué cara ponían cuando les llegara la voz
desde la oscuridad de que Mahogany era un hombre protegido por encima de todas
las leyes de los códigos.
Eran las diez y media pasadas.
El desfile de los espectadores de teatro había empezado, pero de momento no
había nada prometedor. De todas formas le habría gustado dejar pasar al gentío:
seguir simplemente hasta el final de la línea a una o dos piezas escogidas.
Esperaba el momento oportuno, como cualquier cazador prudente.
Kaufman aún no había acabado
hacia las once, una hora después de cuando se había prometido irse. Pero la
exasperación y el aburrimiento estaban haciendo más difícil el trabajo, y las
páginas de números que tenía delante empezaron a volverse borrosas. A las once
y diez tiró su pluma y admitió la derrota. Se frotó los ojos –irritados– con
las palmas de las manos hasta que la cabeza se le llenó de colores.
–¡Joder! –dijo.
Nunca decía tacos en público.
Pero de cuando en cuando decirse joder a sí mismo era un gran consuelo. Salió
de la oficina con el abrigo empapado sobre el brazo y se dirigió al ascensor.
Sus miembros parecían drogados y apenas podía mantener abiertos los ojos.
Fuera hacía más frío de lo que
había previsto, y el aire lo sacó un poco de su letargo. Anduvo en dirección a
la parada de metro de la calle 34. Cogería un expreso hacia Far Rochaway.
Estaría en casa en una hora.
Ni Kaufman ni Mahogany lo
sabían, pero en la estación de la calle 96, la policía había arrestado al que
tomaron por el Asesino del Metro, acorralándolo en uno de los trenes de la
parte alta de la ciudad. Un hombre pequeño, de origen europeo, armado con un
martillo y una sierra, había arrinconado a una joven en el segundo vagón y la
había amenazado con partirla por la mitad en nombre de Jehová.
Parecía dudoso que fuera capaz
de cumplir su amenaza. Tal como fueron las cosas, no tuvo ocasión. Mientras el
resto de los pasajeros (incluyendo a dos marines) observaban, la presunta
víctima asestó una patada al hombre en los testículos. Se le cayó el martillo.
Ella lo recogió y le rompió con él la mandíbula inferior y el pómulo derecho
antes de que se interpusieran los marines.
Cuando el tren paró en la 96,
la policía estaba preparada para arrestar al Carnicero del Metro. Se
precipitaron al vagón en tropel, chillando como hadas y asustados como demonios.
El Carnicero yacía en un rincón del vagón con la cara hecha pedazos. Lo sacaron
de ahí, triunfantes. La mujer, después del interrogatorio, se fue a casa con
los marines.
Iba a resultar una distracción
útil, aunque Mahogany no lo pudo saber en su momento. A la policía le costó la
mayor parte de la noche determinar la identidad del prisionero, especialmente
porque con la mandíbula destrozada sólo podía babear. A las tres y media un tal
capitán Davis, que se incorporaba al trabajo, identificó al hombre como un
vendedor de flores jubilado del Bronx llamado Hank Vasarely. Hank, según
parecía, era arrestado con regularidad por conducta intimidatoria y ademanes
deshonestos, todo en nombre de Jehová. Las apariencias engañaban: era
probablemente tan peligroso como el conejito de Pascua. Éste no era el Asesino
del Metro. No obstante, cuando los policías lo descubrieron, Mahogany ya había
acabado con su tarea desde hacía tiempo.
Eran las once y cuarto cuando
Kaufman subió al expreso en dirección a Mott Avenue. Compartió el vagón con dos
viajeros más. Uno era una mujer negra de mediana edad con un abrigo púrpura, el
otro, un adolescente pálido, lleno de acné, que observaba con mirada extraviada
la pintada del techo: «Besa mi blanco culo».
Kaufman iba en el primer vagón.
Tenía treinta y cinco minutos de viaje por delante. Dejó que sus ojos se
cerraran, tranquilizado por el bamboleo rítmico del tren. Era un viaje tedioso
y estaba cansado. No vio apagarse, parpadeando, las luces del segundo vagón.
Tampoco vio la cara de Mahogany, mirando por la puerta entre los vagones,
buscando más carne.
En la calle 14 la mujer negra
salió. No entró nadie.
Kaufman abrió un momento los
ojos, reconociendo el andén vacío de la 14, y luego los volvió a cerrar. Las
puertas se cerraron con un silbido. Estaba vagando entre la conciencia y el
sueño y sentía un revoloteo de sueños nacientes en la cabeza. Era una sensación
agradable. El tren se puso otra vez en marcha, traqueteando por entre los
túneles.
Quizá percibió a medias que
detrás de su cabeza adormilada habían abierto las puertas que separaban el
segundo vagón del primero. Quizá sintió la ráfaga súbita de aire del túnel y se
dio cuenta de que el ruido de las ruedas fue más fuerte durante un rato. Pero
decidió ignorarlo.
Quizás oyó la pelea en que
Mahogany sometió al joven de mirada extraviada. Pero el ruido era demasiado
lejano y la perspectiva de sueño demasiado tentadora. Siguió adormecido.
Por alguna razón soñó con la
cocina de su madre. Estaba cortando rábanos y sonriendo con dulzura al cortarlos.
Él aún era pequeño y le miraba la cara radiante mientras trabajaba. Cortar.
Cortar. Cortar.
De pronto abrió los ojos. Su
madre se desvaneció. El vagón estaba vacío y el joven se había ido.
¿Cuánto tiempo había
dormitado? No se acordó de que el tren paraba en la calle 4, oeste. Se levantó
con la cabeza somnolienta y estuvo a punto de caerse cuando el tren se agitó
violentamente. Parecía que iba a una velocidad considerable. Tal vez el
conductor quería llegar a casa, arroparse en la cama con su mujer. Iba a todo
gas; en realidad era sumamente aterrador.
La ventana entre los dos
vagones tenía una cortina bajada que antes no lo estaba, según creía recordar.
Una ligera inquietud se apoderó de la mente despierta de Kaufman. ¿Y si hubiera
dormido mucho rato y el vigilante no lo hubiera visto en el vagón? A lo mejor
habían pasado Far Rockaway y el tren se dirigía a toda prisa a donde quiera que
los llevaran de noche.
–¡Joder! –dijo en voz alta.
¿Debería ir a la cabina y
preguntarle al conductor? Era una pregunta completamente estúpida: ¿dónde
estoy? A esas horas de la noche, ¿podía esperar algo más que una sarta de
insultos a modo de respuesta?
Entonces el tren empezó a
aminorar la marcha.
Una estación. Sí, una
estación. El tren salió del túnel a la sucia luz de la parada de la calle 4,
oeste. No se había pasado ninguna de largo.
Entonces ¿dónde se había
metido el chico?
O había hecho caso omiso del
aviso que había en la pared del vagón, que prohibía el cambio de vagones
durante el trayecto, o se había ido delante, a la cabina del conductor.
Probablemente estaría todavía entre sus piernas, pensó Kaufman, con los labios
abarquillados. Había precedentes. Éste era el Palacio de los Placeres, después
de todo, y todo el mundo tenía derecho a un poco de placer en la oscuridad.
Se encogió de hombros. ¿Qué le
importaba dónde se hubiera metido el chico?
Las puertas se cerraron. No
había subido nadie al tren. Cambió de vía después de la estación, las luces
parpadearon al utilizar el tren más corriente para recuperar un poco de
velocidad.
Kaufman notó que le volvían
las ganas de dormir, pero el miedo súbito de haberse perdido había inyectado
adrenalina en su sistema y sus miembros hormigueaban de tensión nerviosa.
Sus sentidos también se habían
agudizado.
Incluso por encima del
estrépito y del estruendo de las ruedas sobre las vías oía un ruido de
desgarrones de ropa procedente del vagón contiguo. ¿Alguien se estaría rasgando
la camisa?
Se levantó, agarrándose a una
de las correas para conservar el equilibrio.
La ventana entre un vagón y
otro estaba tapada del todo por la cortina, pero se quedó mirándola, ceñudo,
como si pudiera descubrir de repente la visión de rayos X. El vagón avanzaba
tambaleándose. Era como volver a viajar de verdad.
Otro ruido de desgarrones.
¿Sería una violación?
Con un vago interés de mirón
se acercó por el oscilante vagón hacia la puerta intermedia, esperando que la
cortina tuviera alguna grieta. Sus ojos aún estaban fijos en la ventana, y no
se dio cuenta de las salpicaduras de sangre que estaba pisando.
Hasta que...
... su talón resbaló. Miró
hacia abajo. Su estómago vio la sangre casi antes que su cerebro, y el jamón
con pan integral se le atascó a mitad de camino de la garganta. Sangre. Tragó
varias bocanadas de aire viciado y apartó la vista; miró de nuevo a la ventana.
Su cabeza no dejaba de
repetir: sangre. No podía pensar en otra cosa.
Ahora no había más que un par
de metros entre él y la puerta. Tenía sangre en el zapato y había un pequeño
reguero hasta el vagón de al lado, pero a pesar de todo tenía que mirar.
Tenía que hacerlo.
Dio dos pasos más en dirección
a la puerta y escudriñó la cortina buscando un rasguño: una hebra descosida
sería suficiente. Había un pequeño agujero. Pegó el ojo a él.
Su cerebro se negaba a admitir
lo que sus ojos estaban viendo al otro lado de la puerta. Rechazaba el
espectáculo por absurdo, como si fuera una ensoñación. Su razón decía que no
podía ser real, pero su instinto le decía que sí lo era. El cuerpo se le quedó
rígido de terror. Sus ojos no podían dejar de mirar sin pestañear lo que había
detrás de la cortina. Se quedó en la puerta mientras el tren seguía
traqueteando; entretanto la sangre se le iba de las extremidades y su cerebro
se mareaba por falta de oxígeno. Se le encendieron manchas brillantes en la vista,
emborronando la atrocidad.
Luego se desmayó.
Estaba inconsciente cuando el
tren llegó a Jay Street. Permaneció sordo al aviso del conductor de que todos
los que fueran más allá de esa parada tenían que cambiar de tren. Si lo hubiera
oído se habría preguntado qué quería decir. Ningún tren vomitaba todos sus
pasajeros en Jay Street; la línea seguía hasta Mott Avenue, pasando por el
hipódromo del Acueducto, después del aeropuerto JFK. Habría ido a preguntar qué
clase de tren era ése. Sólo que ya lo sabía. La verdad colgaba del vagón de al
lado. Sonreía satisfecha desde detrás de un delantal de mallas ensangrentado.
Éste era el tren de la carne
de medianoche.
En un desmayo absoluto no se
controla el tiempo. Pudieron pasar segundos u horas antes de que los ojos de
Kaufman volvieron a abrirse, parpadeando, y su espíritu recapacitó sobre esta
nueva situación.
Estaba tumbado bajo uno de los
asientos, recostado a lo largo de la vibrante pared del vagón, a salvo de
miradas. El destino debía estar de su parte hasta ahora, pensó: de alguna
manera el tambaleo del vagón debía haber desplazado su cuerpo inconsciente.
Pensó en el horror del segundo
vagón y volvió a tragarse el vómito. Estaba solo. Donde quiera que estuviera el
vigilante (tal vez asesinado), no tenía forma de pedir ayuda. ¿Y el conductor?
¿Estaba muerto junto a los mandos? ¿Estaría el tren precipitándose ahora mismo
por un túnel desconocido, un túnel sin una sola estación que permitiera
identificarlo, hacia su destrucción?
Y, si no había ningún accidente
en que morir, siempre quedaba el Carnicero, que todavía daba puñaladas,
separado tan sólo por una puerta de donde Kaufman estaba tumbado.
Mirara donde mirara, el nombre
que estaba escrito en cada puerta era «muerte».
El ruido era ensordecedor,
especialmente en el suelo. Los dientes le temblaban en los alveolos y su cara
estaba entumecida por las vibraciones; incluso el cráneo le dolía.
Poco a poco fue notando que le
volvía la fuerza a los exhaustos miembros. Estiró con cuidado los dedos y se
apretó los puños para que la sangre corriera de nuevo.
Y a medida que volvía en sí
sentía otra vez náuseas. Seguía representándose la espantosa brutalidad del
vagón contiguo. En ocasiones había visto fotografías de víctimas asesinadas,
por supuesto, pero éstos no eran asesinatos vulgares. Estaba en el mismo tren
que el Carnicero del Metro, el monstruo que colgaba de las correas a sus
víctimas por los pies, afeitadas y desnudas.
¿Cuánto tiempo pasaría hasta
que el asesino cruzara esa puerta y lo encontrara? Estaba seguro de que si no
lo mataba el Carnicero, lo haría la espera.
Oyó movimientos del otro lado
de la puerta.
Venció su instinto. Kaufman se
apretujó todavía más bajo el asiento y se arrebujó en una pequeña bola, con la
cara blanca y mareada vuelta hacia la pared. Luego se cubrió la cabeza con las
manos y cerró los ojos tan fuerte como un niño aterrorizado por el coco.
La puerta se abrió con un
silbido. Clic. Shsss. Entró una bocanada de aire de los raíles. Olía más raro
que cualquier cosa que hubiera olido antes: y era más frío. Fue como un aire
primitivo para sus fosas nasales, un aire hostil e insondable. Le hizo
estremecerse.
La puerta se cerró. Clic.
El Carnicero estaba cerca,
Kaufman lo sabía. No podía estar más que a unos cuantos centímetros de donde él
se encontraba.
¿Estaría incluso ahora mirando
hacia abajo, hacia su espalda? ¿Ahora mismo, inclinándose, navaja en mano, para
sacarlo de su escondite como a un caracol de su concha?
No pasó nada. No sintió ningún
aliento sobre su cuello. Su espina dorsal no estaba abierta en canal.
Sólo hubo un ligero ruido de
pisadas cerca de su cabeza; luego, ese mismo sonido disminuyó.
Kaufman expulsó la respiración
–contenida en los pulmones hasta que le dolieron–, con un chirrido entre los
dientes.
Mahogany casi se sentía decepcionado
porque el hombre dormido se hubiera bajado en la calle 4, oeste. Estaba
deseando un trabajo más esa noche para distraerse hasta que bajaran. Pero no:
el hombre se había ido. De todas formas, la víctima potencial no parecía
demasiado sana, pensó para sus adentros, probablemente era un anémico contable
judío. La carne no habría sido de calidad. Recorrió todo el vagón hasta la
cabina del conductor. Pasaría ahí el resto del viaje.
«¡Cielos!», pensó Kaufman, «va
a matar al conductor.»
Oyó abrirse la puerta de la
cabina. Luego la voz del Carnicero: baja y ronca.
–Hola.
–Hola.
Se conocían.
–¿Trabajo hecho?
–Trabajo hecho.
Le sorprendió la banalidad del
diálogo. ¿Trabajo hecho? ¿Qué significaba «trabajo hecho»?
Se perdió las pocas palabras
restantes porque el tren pasó por un tramo especialmente ruidoso de la vía.
No pudo resistirse más tiempo
a mirar. Se desdobló cautelosamente y echó una ojeada por encima del hombro
hasta el fondo del vagón. Todo lo que pudo ver fueron las piernas del Carnicero
y la base de la puerta abierta de la cabina. ¡Maldición! Quería volver a ver la
cara del monstruo.
Se oyeron risas.
Kaufman meditó los riesgos de
su situación: la matemática del pánico. Si se quedaba donde estaba, tarde o
temprano el Carnicero lo sorprendería, y él se convertiría en carne picada. Por
otra parte, si salía de su escondite, se arriesgaba a que lo vieran y le
persiguieran. ¿Qué era peor: la inmovilidad, y encontrarse la muerte atrapado
en un agujero, o la tentativa de fuga, y enfrentarse a su Hacedor en mitad del
vagón?
A Kaufman le sorprendió su
propio arrojo: se movería.
Salió infinitesimalmente
despacio de debajo del asiento, arrastrándose y vigilando constantemente al
hacerlo la espalda del Carnicero. Una vez fuera, empezó a reptar hacia la
puerta. Cada paso que daba era un tormento, pero el Carnicero parecía demasiado
absorto en la conversación para darse la vuelta.
Había alcanzado la puerta.
Empezó a levantarse, intentando prepararse para lo que vería en el vagón número
dos. Agarró el pomo y abrió la puerta con suavidad.
El ruido de los raíles
aumentó, y le llegó una ola de aire malsano, que no apestaba a nada terrestre.
Seguro que el Carnicero lo oía, ¿o lo olía? Seguro que se daría la vuelta...
Pero no. Kaufman se deslizó
por la rendija que había abierto y se adentró en la cámara sangrienta.
El alivio lo volvió
imprudente. Se olvidó de echar el picaporte tras él y la puerta empezó a
abrirse suavemente con el zarandeo del tren.
Mahogany sacó la cabeza de la
cabina y miró por el vagón hacia la puerta.
–¿Qué narices es eso? –dijo el
conductor.
–No cerré bien la puerta. Eso
es todo.
Kaufman oyó al Carnicero
dirigirse hacia ella. Se agazapó, hecho una bola de consternación, contra la
pared intermedia, consciente de repente de cuán cargadas tenía las tripas. La
puerta se cerró desde el otro lado y los pasos se volvieron a alejar.
Salvado, al menos por un
momento.
Abrió los ojos, intentando
permanecer insensible al espectáculo de la matanza que tenía delante.
No había forma de lograrlo.
Embriagaba cada uno de sus
sentidos: el olor de entrañas abiertas, la vista de los cuerpos, la sensación
de líquido sobre el suelo, bajo sus pies, el ruido de las correas crujiendo por
el peso de los cadáveres, hasta el aire, que sabía salado de sangre. Estaba a
solas con la muerte en ese cuchitril, precipitándose por la oscuridad,
Pero ya no sentía náuseas,
Sólo una repugnancia ocasional. Incluso se vio inspeccionando los cuerpos con
cierta curiosidad.
El cadáver más cercano a él
eran los restos del joven cubierto de espinillas que había visto en el vagón
número uno. El cuerpo colgaba cabeza abajo, meciéndose adelante y atrás al
ritmo del tren al unísono con sus tres compañeros; una obscena danza macabra.
Sus brazos se columpiaban, fláccidos, de las articulaciones de los hombros, en
las que se habían practicado cuchilladas de una pulgada o dos de profundidad
para que los cuerpos se balancearan con más elegancia.
Todas las partes de la
anatomía del muchacho oscilaban de forma hipnótica. La lengua, colgando de la
boca abierta. La cabeza, bailoteando del cuello rajado. Incluso el pene del
joven se sacudía de lado a lado de sus ingles desolladas. De la herida de la
cabeza y de la yugular aún manaba sangre en un cubo negro. Había cierta
elegancia en el conjunto: la impronta de un trabajo bien hecho.
Detrás de este cuerpo estaban
los cadáveres ahorcados de dos jóvenes mujeres blancas y de un hombre de piel
oscura. Inclinó la cabeza a un lado para mirarles las caras. No tenían
expresión. Una de las chicas era una belleza. Decidió que el hombre era un
puertorriqueño. Todos tenían la cabeza y el vello corporal rapado. En realidad
aún había un olor acre en el aire, de rapado. Kaufman se levantó deslizándose
por la pared y, al hacerlo, el cuerpo de una mujer se dio la vuelta,
presentando la parte dorsal.
No estaba preparado para este
nuevo horror.
Habían abierto la carne de la
espalda en canal desde el cuello hasta las nalgas y separado los músculos para
exponer las vértebras relucientes. Era el triunfo final de la obra del
Carnicero. Ahí colgaban esas tajadas de humanidad, afeitadas, sangradas y
rajadas, abiertas como peces y listas para ser devoradas.
Estuvo a punto de sonreírse
ante la perfección de ese horror. Sintió un arrebato de locura en la base del
cráneo, tentándolo al olvido, prometiéndole una absoluta indiferencia ante el
mundo.
Empezó a temblar
incontrolablemente. Notó cómo sus cuerdas vocales trataban de formar un grito.
Era intolerable: y sin embargo, gritar era convertirse en poco tiempo en una de
las criaturas que tenía delante.
–Joder –dijo, más alto de lo
que quería, y luego, apartándose de la pared, echó a andar por el vagón entre
los cadáveres oscilantes, observando los cuidadosos montones de ropas y
pertenencias depositados detrás de sus propietarios, en los asientos. Bajo sus
pies, el suelo estaba pegajoso de bilis secándose. Aun sin hacer caso de las
rajas podía ver con demasiada claridad la sangre de los cubos: estaba espesa y
embriagadora, con grumos de coágulos flotando dentro.
Ya había sobrepasado al chico
y veía la puerta del vagón número tres ante él. Todo lo que tenía que hacer era
huir de ese montón de atrocidades. Se animó a seguir avanzando, procurando
ignorar esos horrores y concentrarse en la puerta que lo devolvería a la
cordura.
Había pasado a la primera
mujer. Unos pocos metros más, se dijo, diez pasos como máximo, menos si andaba
con tranquilidad.
Entonces se apagaron las
luces.
–¡Dios mío! –exclamó.
El tren dio un bandazo y
Kaufman perdió el equilibrio.
En la oscuridad más absoluta
buscó un apoyo y, sacudiendo los brazos, abrazó el cuerpo que tenía al lado.
Antes de que pudiera evitarlo, notó que sus manos se hundían en la tibia carne
y sus dedos asían el borde de músculo que tenía la mujer abierto en la espalda,
tocando con las yemas el hueso de la espina dorsal. Su mejilla rozaba la carne
pelada del muslo.
Gritó y, justo al gritar, las
luces se volvieron a encender parpadeando.
Según volvía la luz y se
apagaba su grito, oyó el ruido de los pasos del Carnicero acercándose a lo
largo del vagón número uno en dirección a la puerta intermedia.
Soltó el cuerpo al que estaba
abrazado. Tenía la cara manchada por la sangre de la pierna. Podía sentirla en
la mejilla; era como pintura de guerra.
El grito le había despejado la
cabeza, y sintió que le invadía una especie de fuerza. No habría persecución
por el tren, lo sabía: no habría cobardía, ahora no. Éste iba a ser un
enfrentamiento primitivo; dos seres humanos, cara a cara. Y utilizaría todos
los trucos que se le ocurrieran –todos– para vencer a su enemigo. Era, pura y
simplemente, cuestión de supervivencia.
El pomo de la puerta vibró.
Kaufman buscó un arma a su alrededor, con una mirada tranquila y calculadora.
Su vista recayó en la pila de ropas que estaba detrás del cuerpo del
puertorriqueño. Ahí había una navaja tirada entre sortijas de diamantes falsos
y cadenas de oro de imitación. Un arma de filo largo, inmaculadamente limpia,
probablemente motivo de orgullo de ese hombre. Pasando el cuerpo musculoso, la
arrancó del montón. Le reconfortó la mano; sin duda era muy emocionante.
La puerta se abría, y asomó la
cara del asesino.
Kaufman miró por entre el
matadero a Mahogany. No era excesivamente corpulento; sólo otro cincuentón
medio calvo y demasiado gordo. Su cara era de rasgos duros; los ojos, hundidos.
Tenía la boca pequeña y de labios delicados. En realidad era una boca de mujer.
Mahogany no conseguía imaginar
de dónde había salido ese intruso, pero se dio cuenta de que se trataba de un
nuevo descuido, otro signo de su creciente incompetencia. Debía despachar inmediatamente
a esa criatura que había pasado por alto. Después de todo no podían estar más
que a una milla del final del trayecto. Tenía que cortar al hombrecito y
colgarlo por los talones antes de que llegaran a destino.
Entró en el vagón número dos.
–Estabas durmiendo –dijo al
reconocer a Kaufman–. Te vi.
Kaufman no dijo nada.
–Tendrías que haberte bajado
del tren. ¿Qué intentabas hacer? ¿Esconderte de mí?
Kaufman siguió en silencio.
Mahogany sacó el mango de su
cuchilla del cinturón de acero desgastado. Estaba sucio de sangre, igual que su
delantal de mallas, su martillo y su sierra.
–Tal como están las cosas
–dijo– tendré que deshacerme de ti.
Kaufman levantó la navaja.
Parecía algo pequeña al lado de toda la parafernalia del Carnicero.
–Joder –dijo.
Mahogany se echó a reír ante
las pretensiones de defensa del hombrecito.
–No deberías haber visto esto:
no es para tipos como tú –dijo, dando otro paso hacia Kaufman–. Es secreto.
«O sea que es del tipo
inspirado por la divinidad, ¿no?», pensó Kaufman. «Eso explica algo.»
–Joder –volvió a decir.
El Carnicero frunció el ceño.
No le gustaba la indiferencia del hombrecito ante su trabajo, ante su
reputación.
–Todos tenemos que dormir un
día, tarde o temprano –dijo–. Tendrías que estar agradecido: no te van a quemar
como a la mayoría: te puedo utilizar. Para dar de comer a los padres.
La única respuesta de Kaufman
fue una mueca. No le aterrorizaba nada ese energúmeno gordo y arrastrado.
El Carnicero descolgó la
cuchilla de su cinturón y la blandió.
–Un judío de mierda como tú
–dijo–, debería alegrarse sólo de ser útil: la carne es lo mejor a lo que
puedes aspirar.
Sin previo aviso, lanzó una
estocada. La cuchilla rasgó el aire a considerable velocidad, pero Kaufman se
echó atrás. Rajó la manga de su abrigo y se hundió en la espinilla del
puertorriqueño. El golpe partió a medias la pierna y el peso del cuerpo abrió
aún más la cuchillada. La carne del muslo, en exposición, era como un filete de
primera, suculento y apetitoso.
El Carnicero empezó a
desclavar la cuchilla de la herida y en ese momento saltó Kaufman. La navaja
voló hacia el ojo de Mahogany, pero por un error de cálculo se hundió en el
cuello. Atravesó la columna y asomó con una pequeña gota de sangre coagulada
por el otro extremo. De lado a lado. De un solo golpe. De lado a lado.
Mahogany recibió la hoja en el
cuello con una sensación de asfixia. Emitió un sonido ridículo, una especie de
tos poco entusiasta. Manó sangre de sus labios, pintándolos, como el lápiz de
labios a una boca de mujer. La cuchilla cayó al suelo con gran estrépito.
Kaufman arrancó la navaja. De
las dos heridas chorrearon dos pequeños arcos de sangre.
Mahogany se desplomó sobre sus
rodillas, mirando la navaja que lo había matado. El hombrecito lo observaba
pasivamente. Estaba diciendo algo, pero sus oídos estaban sordos a los
comentarios, como si se encontrara bajo el agua.
De repente se quedó ciego.
Supo con nostalgia por sus sentidos que no volvería a ver ni a oír. Esto era la
muerte: la tenía encima, sin duda.
Sin embargo todavía palpaba con
las manos la tela de los pantalones y las salpicaduras calientes sobre su piel.
La vida parecía temblarle en las yemas mientras sus dedos se aferraban al
último sentido... luego se desplomó, y sus manos, su vida y su deber sagrado se
doblegaron bajo el peso de una carne avejentada.
El Carnicero estaba muerto.
Kaufman introdujo bocanadas de
aire viciado en sus pulmones y se agarró a una de las correas para serenar su
cuerpo tambaleante. Las lágrimas emborronaron la carnicería ante la que se
encontraba. Pasó un tiempo: no supo cuánto; estaba perdido en sueños de
victoria.
Luego el tren empezó a reducir
su velocidad. Notó y oyó cómo apretaban los frenos. Los cuerpos colgantes se
inclinaron hacia adelante al frenar la locomotora, sus ruedas chirriaron sobre las
vías, que rezumaban limo.
La curiosidad se apoderó de
él.
¿Se desviaría el tren al
matadero subterráneo del Carnicero, decorado con las carnes que había reunido a
lo largo de su carrera? ¿Y qué haría el risueño conductor, tan indiferente a la
masacre, cuando el tren se detuviera? Ahora podía ocurrir cualquier cosa. Podía
enfrentarse a todo: espérate y verás.
El altavoz crepitó. Se oyó la
voz del conductor:
–Ya estamos, colega. Es mejor
que te vayas a tu sitio, ¿no?
¿Irse a su sitio? ¿Qué quería
decir eso?
El tren iba ahora a paso de
caracol. Fuera de las ventanas todo estaba tan oscuro como siempre. Las luces
parpadearon y se apagaron. Esta vez no volvieron a encenderse.
Se quedó en la oscuridad
absoluta.
–Llegaremos en media hora
–anunció el altavoz, igual que un aviso de estación.
El tren se había detenido. De
repente faltó el ruido de las ruedas sobre los raíles, la precipitación de su
paso, a los que tan acostumbrado estaba. Todo lo que pudo oír fue el zumbido
del altavoz. Aún no podía ver nada.
Y de repente, un silbido. Las
puertas se estaban abriendo. Penetró en el vagón un olor tan cáustico que tuvo
que apretarse las manos contra la cara para zafarse de él.
Permaneció en silencio, la
mano en la boca, durante lo que pareció una eternidad.
Entonces hubo un parpadeo de
luz fuera de la ventana. Dibujó el perfil del marco de la puerta y se hizo
progresivamente más intensa. Pronto hubo bastante luz en el vagón para que
viera a sus pies el cuerpo arrugado del Carnicero y trozos cetrinos de carne
colgando a cada lado de él.
También hubo un murmullo
procedente de la oscuridad, fuera del tren, una congregación de pequeñas voces
parecidas a las de los escarabajos. En el túnel, andando con los pies a rastras
hacia el tren, había seres humanos. Kaufman pudo distinguir ahora su figura.
Algunos llevaban antorchas que brillaban con una mortecina luz amarronada. El
ruido tal vez procedía de su andar sobre el suelo húmedo, o del chasquido de
sus lenguas, o de ambos.
No era tan ingenuo como lo
había sido hacía una hora. ¿Podía haber alguna duda acerca de la intención de
esas cosas que salían de la oscuridad dirigiéndose hacia el tren? El Carnicero
había asesinado a hombres y mujeres para dar carne a esos caníbales; se
acercaban, como comensales al oír la campana de la cena, a comer en este vagón
restaurante.
Se agachó y recogió la
cuchilla que Mahogany había dejado caer. El ruido de criaturas acercándose era
cada vez mayor. Fue hacia el final del vagón, tratando de alejarse de las
puertas abiertas, sólo para descubrir que las de detrás también lo estaban, y
también allí se oía el rumor de pasos acercándose.
Se volvió a encoger detrás de
uno de los asientos, y estaba a punto de refugiarse debajo de ellos cuando una
mano, delgada y frágil hasta el punto de transparentarse, apareció junto a la
puerta.
No pudo apartar la vista. No
porque el terror lo helara, como había ocurrido junto a la ventana. Simplemente
quería observar.
La criatura entró en el vagón.
Las antorchas que iban detrás de ella dejaron su cara en la sombra, pero se
podía ver claramente su figura.
No había nada demasiado
especial en ella.
Como él, tenía dos brazos y
dos piernas. Su cabeza no tenía forma anormal. El cuerpo era pequeño, y el
esfuerzo de trepar al tren había enronquecido su respiración. Tenía más de geriátrico
que de sicótico; generaciones de ficticios devoradores de hombres no habían
preparado a Kaufman para una vulnerabilidad tan angustiosa.
Detrás de aquello surgían
criaturas similares de la oscuridad, entrando torpemente en el tren. Entraban
por todas las puertas.
Kaufman estaba atrapado.
Sopesó la cuchilla en sus manos, buscando su equilibrio, preparado para una
batalla con esos monstruos antiguos. Habían metido una antorcha en el vagón que
iluminaba las caras de los líderes.
Eran completamente calvos. La
carne cansada de sus rostros estaba estirada fuertemente sobre sus cráneos, de
forma que brillaba por la tirantez. Había manchas de descomposición y
enfermedad sobre su piel, y en algunas zonas el músculo se había podrido con un
pus negro, por el que sobresalía el hueso del pómulo o de la sien. Algunos
estaban desnudos como bebés, con los cuerpos pastosos y sifilíticos casi
asexuados. Lo que una vez fueron pechos eran como bolsas de cuero colgando del
torso, los genitales habían encogido.
Más desagradables que los que
iban desnudos eran los que se cubrían con ropas. Pronto se dio cuenta de que la
tela pútrida que les rodeaba los hombros o que llevaban atada en mitad del
diafragma estaba hecha de pieles humanas. No una, sino una docena o más, amontonadas
a la buena de Dios, como patéticos trofeos.
Los líderes de esta grotesca
cola para comer ya habían llegado a los cuerpos y posaron las manos gráciles
sobre los pedazos de carne, acariciando de arriba abajo la piel afeitada, de
una forma que sugería placer sensual. Las lenguas bailoteaban fuera de las
bocas, salpicando de baba la carne. Los ojos de los monstruos se abrían y
cerraban con hambre y excitación.
Por fin uno de ellos lo vio.
Sus ojos dejaron de pestañear
un momento y se clavaron en él. Una mirada inquisitiva le asomó a la cara, era
como una parodia del desconcierto.
–Tú –dijo. Su voz estaba tan
consumida como los labios de donde salía.
Kaufman levantó un poco la
cuchilla, calculando sus posibilidades. Habría cerca de unos treinta en el
vagón, y muchos más afuera. Pero parecían muy débiles y no tenían más armas que
sus pieles y huesos.
El monstruo volvió a hablar
con una voz bastante bien modulada cuando la recuperó; era el gorjeo de un
hombre antaño cultivado, antaño encantador.
–Viniste después del otro, ¿no
es verdad?
Miró de reojo el cuerpo de
Kaufman. Estaba claro que había comprendido muy rápidamente la situación.
–Viejo, en cualquier caso
–dijo, con sus húmedos ojos posados otra vez sobre Kaufman, estudiándolo
cuidadosamente.
–Que te jodan –dijo éste.
La criatura esbozó una sonrisa
forzada, pero casi había olvidado la técnica y el resultado fue una mueca que
descubrió una boca con los dientes colocados sistemáticamente en fila.
–Ahora tienes que hacer esto
para nosotros –dijo, con una sonrisa bestial–. No podemos sobrevivir sin
comida.
La mano dio unas palmaditas al
trasero de carne humana. Kaufman no supo qué replicar ante esa idea. Se limitó
a observar con repugnancia cómo las uñas se deslizaban por la hendidura de las
nalgas, valorando la curvatura del tierno músculo.
–Nos repugna tanto como a ti
–dijo la criatura–. Pero estamos obligados a comer esta carne o si no
moriremos. Dios sabe que no tengo ganas de hacerlo.
Sin embargo, esa cosa estaba
babeando.
Kaufman recuperó la voz. Era
débil, más por confusión de sentimientos que por miedo.
–¿Qué son ustedes? –Recordó al
hombre de la barba en la cafetería–. ¿Sois accidentes de algún tipo?
–Somos los padres de la ciudad
–dijo la cosa–. Y las madres, hijas e hijos. Los constructores, los legisladores.
Hicimos esta ciudad.
–¿Nueva York? –dijo Kaufman–.
¿El Palacio de los Placeres?
–Antes de que nacieras tú,
antes de que naciera cualquier ser vivo.
Mientras hablaba, las uñas de
la criatura acariciaban por debajo de la piel el cuerpo destrozado y arrancaba
la fina tira elástica del apetitoso músculo. Detrás de Kaufman las otras
criaturas habían empezado a descolgar los cuerpos de las correas, posando las
manos con la misma satisfacción sobre los suaves pechos y los costados de
carne. También la habían empezado a despellejar.
–Nos traerás más –dijo el
padre–, más carne para nosotros. El otro era débil.
Kaufman lo miró con
reticencia.
–¿Yo? –dijo–. ¿Darles de
comer? ¿Por quién me tomas?
–Lo tienes que hacer por
nosotros y por otros más viejos que nosotros. Para los que nacieron antes de
que se planeara la ciudad, cuando América era un bosque y un desierto.
La frágil mano señaló el
exterior del tren.
La mirada de Kaufman siguió el
dedo extendido en dirección a la penumbra. Fuera del tren había algo que no descubrió
antes; más grande que nada humano.
El montón de criaturas se
apartó para permitirle examinar más de cerca lo que estaba ahí fuera, pero sus
pies no se movieron.
–Adelante –dijo el padre.
Kaufman pensó en la ciudad que
había amado. ¿Eran éstos sus padres, sus filósofos, sus creadores? Tuvo que
creer que así era. A lo mejor había gente en la superficie –burócratas,
políticos y autoridades de todo tipo– que conocían este horrible secreto y
cuyas vidas estaban consagradas a proteger a estas abominaciones dándoles de
comer, como los salvajes ofrecen corderos a sus dioses. Había algo
terriblemente familiar en este ritual. Pulsó una tecla, no en la inteligencia
consciente de Kaufman, sino en su personalidad más recóndita, más antigua.
Sus pies, que ya no obedecían
a su cerebro, sino a su instinto de adoración, se movieron. Atravesó el pasillo
entre los cuerpos y bajó del tren.
La luz de las antorchas
empezaba a iluminar débilmente la ilimitada oscuridad exterior. El aire parecía
sólido, se espesaba con el olor de tierra antigua. Pero Kaufman no olía nada.
Inclinó la cabeza, fue todo lo que pudo hacer para evitar tropezar de nuevo.
Ahí estaba el precursor del
hombre. El americano primigenio, cuya tierra natal era ésta, y no Passamaquody
o Cheyenne. Sus ojos, si los tenía, estaban mirándolo.
Su cuerpo se estremeció. Le
castañetearon los dientes.
Podía oír los ruidos de esa
anatomía: latidos, crujidos y sollozos.
Se movió un poco en medio de
la oscuridad.
El ruido de su movimiento fue
doloroso. Como el de una montaña al levantarse.
Kaufman levantaba la mirada en
dirección a él y, sin pensar qué estaba haciendo o por qué, se postró de
rodillas, sobre la mierda, ante el padre de los padres.
Todos los días de su vida
estaban encaminados a éste, todos los momentos apresuraban este momento
imprevisible de terror sagrado.
Si hubiera habido bastante luz
en este infierno para verlo entero, tal vez su tibio corazón habría estallado.
Con la que había, notó que su pecho se estremecía al ver lo que vio.
Era un gigante. Sin cabeza ni
miembros. Sin un rasgo que fuera análogo al de un hombre, sin un órgano que
tuviera sentido, o sentidos. Era como un banco de peces, si es que se podía
comparar con algo. Miles de hocicos moviéndose al unísono, echando brotes,
floreciendo y marchitándose rítmicamente. Era iridiscente, como el nácar, pero
más oscuro a veces que cualquier color que Kaufman conociera o pudiera nombrar.
Eso fue todo lo que pudo ver;
era más de lo que quería. Había mucho más en la oscuridad, parpadeando,
boqueando y aleteando.
Pero no pudo seguir mirando.
Se dio la vuelta y, mientras lo hacía, tiraron desde el tren una pelota que
rodó hasta pararse delante del padre.
Por lo menos creyó que era un
balón, hasta que se fijó con más atención y reconoció en él a una cabeza humana,
la cabeza del Carnicero. Le habían pelado la cara a tiras. Tirada delante de su
señor, relucía de sangre.
Kaufman apartó la mirada y
volvió andando al tren. Todas las partes de su cuerpo parecían llorar, menos
sus ojos. Estaban demasiado calientes por lo que habían visto; hicieron que sus
lágrimas se evaporaran.
Dentro, las criaturas ya
habían empezado a cenar. Vio a uno arrancar de su órbita el dulce bocado azul
de un ojo de mujer. Otro tenía una mano en la boca. A los pies de Kaufman yacía
el cadáver descabezado del Carnicero, que aún sangraba profusamente de las
heridas del cuello.
El pequeño padre que había
hablado antes se puso delante de Kaufman.
–¿Nos servirás? –le preguntó
suavemente, como se pide a una vaca que nos siga.
Él miraba fijamente la
cuchilla, el símbolo del trabajo del Carnicero. Las criaturas ya abandonaban el
vagón arrastrando tras ellos cuerpos a medio comer. A medida que se retiraban
las antorchas del vagón volvía la oscuridad.
Pero, antes de que
desaparecieran todas las luces, el padre alargó la mano y cogió por la cabeza a
Kaufman, y le hizo volverse para que se contemplara en el mugriento espejo de
la ventana del vagón.
Fue un reflejo rápido, pero
pudo ver perfectamente lo cambiado que estaba. Más blanco que cualquier ser
vivo, cubierto de mugre y de sangre.
La mano del padre aún aferraba
la cara de Kaufman; le metió el dedo índice en la boca y se lo hundió en la
garganta, agarrando con la uña la raíz de la lengua. La intromisión le dio
náuseas, pero no le quedaba voluntad para repeler el ataque.
–Sirve –dijo la criatura–. En
silencio.
Se dio cuenta demasiado tarde
de la intención de los dedos.
Aprisionaron repentinamente su
lengua y la voltearon en la raíz. Conmocionado, dejó caer la cuchilla. Intentó
chillar, pero no emitió ningún sonido. Tenía sangre en la garganta, oyó cómo le
rasgaban la carne y se contorsionó de dolor.
Luego salió la mano de su
boca, y los dedos escarlatas, cubiertos de baba, tenían su lengua cogida entre
el índice y el pulgar delante de su cara.
Kaufman estaba mudo.
–Sirve –dijo el padre, y se
metió la lengua en la boca, mascándola con manifiesta satisfacción. Kaufman
cayó de rodillas, vomitando el bocadillo.
El padre ya se iba,
arrastrándose, hacia las tinieblas; el resto de los ancianos se habían
escondido una noche más en su madriguera.
El altavoz crujió.
–A casa –dijo el conductor.
Las puertas silbaron al
cerrarse, el tren vibró al volver a circular por él la corriente. Las luces se
encendieron parpadeando, se apagaron y se volvieron a encender.
El tren se puso en marcha.
Kaufman estaba en el suelo; le
rodaban lágrimas por el rostro, lágrimas de desconsuelo y resignación.
Sangraría hasta morir –decidió–, donde yacía. No importaba que muriera. Al fin
y al cabo era un mundo loco.
El conductor lo despertó. Abrió
los ojos. La cara que lo miraba era negra, y no hostil. Sonreía. Kaufman
intentó decir algo, pero su boca estaba sellada con sangre seca. Sacudió la
cabeza como un idiota tratando de escupir una palabra. No emitió más que
gruñidos.
No estaba muerto. No se había
desangrado.
El conductor lo puso de
rodillas, hablándole como si tuviera tres años.
–Tienes trabajo que hacer,
colega: están muy contentos contigo.
Se había chupado los dedos y
le frotaba los labios inflamados, intentando separarlos.
–Tienes mucho que aprender
antes de mañana por la noche...
Mucho que aprender. Mucho que
aprender.
Sacó a Kaufman del tren. Nunca
había visto antes esta estación. Tenía azulejos blancos y era absolutamente
prístina; el nirvana de un jefe de la estación. Ninguna pintada ensuciaba las
paredes. No había máquinas de billetes, pero tampoco puertas, ni pasajeros.
Ésta era una línea que sólo ofrecía un servicio: el Tren de la Carne.
Los limpiadores del turno de
mañana ya estaban atareados eliminando la sangre de los asientos y del suelo
del tren. Alguien desnudaba el cuerpo del Carnicero, preparándolo para
despacharlo a Nueva Jersey. Alrededor de Kaufman todo el mundo trabajaba. Por
una reja del techo la luz del alba entraba a raudales.
De las vigas caían motas de
polvo dando vueltas y vueltas. Las observó, absorto. No había visto nada tan
bonito desde que era niño. Precioso polvo. Vueltas y vueltas, vueltas y más
vueltas.
El conductor había conseguido
separarle los labios. Tenía la boca demasiado herida para poder moverla, pero
por lo menos podía respirar fácilmente. Y el dolor ya empezaba a calmarse.
El conductor le sonrió, y
luego se volvió al resto de los trabajadores de la estación.
–Me gustaría presentarles al
sustituto de Mahogany. Nuestro nuevo carnicero –anunció.
Los encargados de la limpieza
miraron a Kaufman. Había cierto respeto en sus rostros, cosa que a él le
pareció conmovedora.
Levantó la vista a la luz del
sol, que ahora caía a su alrededor. Agitó la cabeza, queriendo decir que quería
subir al aire libre. El conductor asintió y lo condujo a un conjunto de
escaleras y, a través de un pasadizo, hasta la calle.
Hacía un día precioso. El
brillante cielo de Nueva York estaba rayado de filamentos de nubes rosa pálido,
y el aire olía a mañana.
Las calles y avenidas estaban
prácticamente vacías. A lo lejos un taxi atravesaba de vez en cuando un cruce,
y su motor era un murmullo; un corredor pasaba sudando por el otro lado de la
calle.
Muy pronto aquellas aceras
desiertas estarían atestadas de gente. La ciudad se dedicaría a sus negocios en
la ignorancia: sin conocer jamás sus cimientos ni saber a qué debía su vida.
Sin dudarlo, Kaufman se postró de rodillas y besó el sucio asfalto con los
labios ensangrentados, jurando en silencio eterna lealtad a su causa.
El Palacio de los Placeres
acogió esta muestra de adoración sin un comentario.
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