martes, 27 de diciembre de 2011

Bajo otros escombros, cuento de Augusto Monterroso



Vemos a ese hombre que se pasea agitado ante la puerta del hotel de paso en la calle París de Santiago de Chile, y que vigila. Sospecha. Durante los últimos días no ha hecho otra cosa que sospechar. Lo ha visto a los ojos ha sospechado. Ha notado que su mujer le sonríe en forma demasiado natural, que todo le parece correcto o no, y que ya no le discute tanto como antes, y ha sospechado. Cualquiera lo haría. Estas situaciones son así. De pronto sientes en la atmósfera algo raro, y sospechas. Los pañuelos que regalaste empiezan a ser importantes, y siempre falta uno y nadie sabe en dónde está. Entonces este caballero, armándose de valor ha ido al hotel. Al fin se ha decidido a acabar con sus dudas, a ser lo bastante hombrecito para aguardar a verlos salir y atraparlos, furtivos y seguramente practicando ese gesto de despreocupación que adopta el temor a ser sorprendido. Y ahora, mientras espera, ha cruzado quién sabe cuántas veces el amplio portón abierto, para aquí, para allá, le molesta saber que a ratos ya casi sin rencor, mecánicamente.
Bueno, quizá ustedes hayan pasado algún día por esto y yo esté cometiendo una indiscreción al recordárselo, o al traerles a la memoria una cosa ya suficientemente enterrada bajo otros escombros, bajo otras ilusiones, otras películas, otros hechos, mejores o peores, que han ido borrando aquello que en un momento dado les pareció como el fin del mundo y que hoy, lo saben bien, recuerdan hasta con una sonrisa. O se ha apoyado en la pared azul opuesta.
Este individuo era un hombre alto, medio canoso, bien parecido, de unos cuarenta años, no importa. Estábamos en verano, iba vestido de lino y transpiraba. Nosotros lo observábamos desde la ventana de un segundo piso de la casa de enfrente. Resultaba divertido fisgar desde allí la llegada de las parejas. Señores viejos con jovencitas. Jovencitos con señoras viejas. Jovencitos con jovencitas. Nunca señores viejos con señoras viejas, por qué será. Hombres maduros con mujeres maduras, tranquilos. Hombres experimentados con especies de criaditas francamente asustadas. Hombres liberados con mujeres liberadas que entraban riéndose abiertamente, felices, qué envidia. A veces nos pasábamos toda una tarde de domingo Enrique, Roberto, Antonio y yo, viéndolos acercarse desde las calles laterales y entrar. O no entrar. Apostábamos. Éstos entran. Éstos no entran. Uno perdía, o ganaba, pues los que parecía que iban a entrar, y a los cuales uno les apostaba, pasaban de largo, para regresar y entrar después de diez pasos en que se suponía que la virtud iba a obtener una de sus más sensacionales victorias, y era felizmente derrotada.
Pero volviendo a este hombre, cómo nos apenó. Este hombre sufría. Atisbaba nerviosa la salida falsamente confiada de cada pareja, temeroso de que fuera la que él esperaba y de que en un descuido se le escaparan, confundí dos con las primeras sombras, como se decía antes, del crepúsculo. Véanlo ahora cómo estira el cuello, cómo se empina, cómo se inquieta cuando alguien sale y cómo se agita cuando alguien se atraviesa en el momento en que alguien sale. Va a esta esquina, a la otra, para volver rápidamente, excitado. Quizá crea que en ese segundo ellos han logrado escapar. Es una cosa tremenda. El hombre nos comienza a dar lástima.
Si esto no hubiera sido nuestro acostumbrado juego no habríamos tenido la paciencia de seguirlo desde esa cómoda ventana durante más de dos horas (porque ya son las siete) sin ningún interés real en lo que sucedía adentro. Pero a él sí le interesa lo que sucede adentro e imagina y sufre y se tortura y se propone sangrientos actos de venganza ante la idea de los cuales se detiene y tiembla sin que él mismo pueda decir si de coraje o de miedo, aunque en el fondo sepa que es de coraje.
Y tú con tus amigos desde tu confortable mirador acechas y sufres y no estás seguro de lo que en este instante esté pasando con tu propia mujer y quizá por esto te inquiete tanto ese hombre que podría ser tú y podría ser ustedes, mientras el crepúsculo que apareció más arriba se vuelve decididamente noche y los empleados que anhelan regresar, nadie sabe por qué a sus casas, aumentan y corren laboriosos tras los autobuses y los tranvías que pasan allí cerca repletos hasta que por fin, de pronto, descubren en él una agitación mucho más intensa, un nerviosismo, una angustia y comprenden que el esperado momento supremo ha llegado y vuelven rápidamente la mirada a la puerta del hotel y ven que los amantes salen y que se han dado cuenta de lo que ocurre, es decir, de que él está allí, y que simulando calma aprietan el paso mirando para atrás con la imaginación, y apresurándose. Y agarrados del brazo dan vuelta en la esquina de San Francisco y ustedes bajan rápido de su mirador para no perderse lo que suceda y todavía encuentran al hombre en la avenida O'Higgins y lo hallan demudado, mirando para un lado y para otro, apartando bruscamente a la gente, dándose vuelta, girando sobre su eje, buscando, viendo para acá, para allá, ansioso, desconcertado; pero ahora sí seguro de que mañana, o el próximo sábado, o el lunes, o cuando sea, tendrá oportunidad de vigilar de manera menos distraída, menos torpe que esta tarde en que a lo mejor no eran ellos.

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