sábado, 19 de septiembre de 2015

Lucy en el País de los Monstruos de Ricardo Bernal


Lucy amaba el horror. A sus diez años ya había visto muchas veces El exorcista, El silencio de los corderos y todas las películas de Freddy Krueger; aunque a Papá y a Mamá siempre les decía que iba a sacar de videocentro Krull, Laberinto o Escape al futuro III. Hoy es miércoles, qué suerte, dos películas por el precio de una. Papá y Mamá se irían a jugar póker a casa de los papás de Hugo, y Lucy vería El regreso de los muertos vivientes por onceaba vez, quizá Alien, Posesión satánica o Viernes trece, qué maravilla. Lucy era hija única. Muy delgada, grandes ojos grises y piel fosforescente; varios niños de su salón la amaban en secreto. Lucy dice: ya nadie recuerda sus sueños por las mañanas, y yo tengo que ser la guardiana de los sueños de todos, qué pesadilla. A las nueve de la noche Lucy se sirvió un vaso de pepsi, oyó arrancar el auto de sus padres, vio la luna llena como un buda meditando encima de las nubes. A las nueve y cuarto comenzó el ritual: colocar en la video Pesadilla en la calle del infierno IV, decir NO a la piratería, pasar en cámara rápida los aburridos cortos de las otras películas, New Line Cinema presents... un fuerte rock invade la sala; en la pantalla, la niña vestida de blanco dibuja con gises la casa de Elm Street donde vive Freddy Krueger. Comienza el espectáculo: todo sucede en el sueño de Alice, la protagonista, única sobreviviente de la película anterior. Lucy aguanta la respiración y se muerde los labios. Lucy dice: me sé esta película de memoria. Durante la siguiente hora Freddy mata a Kincaid en el cementerio de autos, ahoga a Joey en su cama de agua, y Kristen baja al infierno por un siniestro laberinto de tuberías oxidadas y cadenas colgantes. Así es pequeña Lucy, Freddy ha vuelto para clavar amorosamente las navajas de sus dedos en tu corazón. El incendio de la pantalla se refleja en las pupilas de Lucy, la siempre solitaria y pensativa Lucy. ¿Cómo pasar al otro lado? Lovecraft lo sabía, Edgar Allan Poe lo sabía y en las historias de Blackwood la naturaleza invisible es una constante amenaza a la razón de Lucy quien se aburre terriblemente en esa escuela donde le enseñan pura idiotez. Lucy dice: mejor aquí, en casa, con mis libros y mis cómics. Lucy se sabe sola, y más que sola desde que Doris, su única amiga, se fue a cazar fantasmas a Inglaterra. Lucy dice: Papá, Mamá, no se preocupen; soy feliz. Y la momia retuerce las manos desde la portada del cuaderno de matemáticas. ¿Por qué esta niña no forrará sus libros con estampas de Ziggy, Snoopy o Rosita Fresita, como todas las niñas de su edad?, se pregunta Papá sin saber que el más grande sueño de su hija es recorrer la escala del horror hasta sus máximas consecuencias. Desde muy pequeña, Lucy leía a escondidas las obras completas del Conde de Lautreamont, dibujaba a Jack el Destripador en una cartulina verde o torturaba gorriones en las soledades del jardín. Qué bueno que colgaste una foto de Paul McCartney en tu recámara, decía Mamá. No Mamá, es Clive Barker, uno de los mejores escritores de terror que han existido. ¿Mejor que Stephen King? ¡Ay Mamá, no sabes nada!, y Lucy salía de la casa dando un portazo mientras Mamá tomaba las agujas y regresaba a su eterno tejido con una sonrisa coja retorciéndole la cara; pobrecita hija mía, qué falta le hace un hermano o algo así. Y Mamá nunca imaginaría que una vez Hugo se hirió el dedo al jugar con un vidrio, y Lucy bebió su sangre como si de chamoy rojo se tratara. ¡Estás loca! Nada de eso amigo, los vampiros existen si crees en ellos. En la pantalla Alice se escapa de casa y entra a un cine de tercera, y Lucy sabe que en la escena siguiente la aterrada protagonista pasará del otro lado, hacia los eternos dominios oníricos de Freddy Krueger. El universo explota, y nada hay de extraño en una pantalla que te chupa como si fuera una aspiradora gigante, y tu diminuto cuerpo un calcetín sucio debajo de la cama. Lucy se ve las manos, y aunque no está asustada, las turbias granulaciones que forman esta nueva realidad la hacen pensar que está soñando, y más allá de la pantalla, se ve a sí misma dormida frente a la tele. Lucy dice: nada como una buena pesadilla, ojalá los sueños pudieran grabarse, le prestaría mis sueños a Hugo para asustarlo un poco. Pero esto no es un sueño. La calle es un enredo de casas parecido al del cuento que abre el libro rojo de Jean Ray. Lucy recorre asombrada el lugar; encuentra un enorme letrero donde dice, en todos los idiomas posibles, BIENVENIDO AL PAIS DE LOS MONSTRUOS. Pero aquí no hay monstruos; es una película, o tal vez las páginas de algún libro, y las comas de todos los libros, ahora Lucy lo sabe, son concientes de sí mismas y ríen, ríen porque te detienen un poco, te matan un poco, micromuertes. Lucy camina. No hay flores de carne humana bajo el eterno balanceo de los ahorcados; no hay cielos gore, ni moluscos de repulsión invadiendo la garganta. Ni siquiera hay dolor. ¿Dónde están Frankenstein y el Hombre Lobo? ¿A quién le pregunto cómo llegar al castillo de Drácula? ¿Por qué el Wendigo no recorre los cielos con sus pasos de viento alucinante? Por las grietas de las casas no se asoma ningún rostro y un inesperado silencio se diluye en las notas de los Legendary Pink Dots que como pies gigantescos aplastan la memoria. Y Lucy recorre una línea interminable, cruza colores inexistentes, sensaciones abstractas y ráfagas de nada deslumbrando lo lleno del vacío. Lucy está aterrada. Los monstruos han huido: algunos se metieron en los libros, otros en las películas; otros más en los ojos del hombre que hundió un martillo en la cabeza de su esposa, o en el odio feroz que mantuvo despiertos en sus tumbas a todos nuestros muertos. Ahora Lucy es un monstruo entre los monstruos y nadie se ha quedado aquí para salvarnos. Pide un deseo, Hugo. Y Hugo dice: que se cure Lucy, sus papás van a llevarla al doctor pues no ha dormido en varios días; encontraron carne putrefacta enfrascada en el botiquín; encontraron una espeluznante mandrágora azul entre las páginas de su libro de español, y a lo mejor es mentira que el gato se escapó la noche de brujas cuando Lucy cumplió nueve. Feliz cumpleaños Hugo, dicen ellos; ahora sopla las velas. Después de mucho andar, Lucy llega a un cine en ruinas. Un Freddy Krueger de cartón la espera en la taquilla. Lucy paga su boleto y entra al recinto, ¿cómo será el cine de horror en el País de los Monstruos? Adentro no hay nadie: una butaca solitaria como un trono o silla eléctrica descansa frente a la pantalla gigante que se extiende entre estalactitas y sepulcros. Lucy aguanta la respiración y se muerde los labios. Se apagan las luces, zumba un motor prehistórico y comienza el espectáculo. En la pantalla aparece una sala igual a la de la casa de Lucy. Sentados en un sillón, dos viejos lloran por la hija que nunca tuvieron, y arman rompecabezas, y se miran tiernamente detrás de las lágrimas. Aunque los años han deformado sus cuerpos y sus rostros, Lucy logra reconocerlos: son Papá y Mamá, y están del otro lado, en aquel lejano universo donde no existen Lucy ni sus monstruos. ¡Papá! ¡Mamá! ¡mírenme! ¡estoy aquí!, grita Lucy antes de que mil diminutas manos le tapen la boca y los ojos para siempre. Afuera del cine, la sonrisa de Freddy Krueger se derrite en cámara lenta.



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