sábado, 15 de septiembre de 2018

La iglesia que había en Antioquía. Rudyard Kipling


Cuando Pedro vino a Antioquía,
yo me enfrenté a él cara a cara y le reprendí.
Carta de san Pablo a los gálatas 2:11
La madre, una viuda romana, devota y de alta cuna, decidió que al hijo no le hacía ningún bien continuar en aquella Legión del Oriente tan próxima a la librepensadora Constantinopla, y así le procuró un destino civil en Antioquía, donde su tío, Lucio Sergio, era el jefe de la guardia urbana. Valens obedeció como hijo y como joven ávido por conocer la vida, y en ese momento llegaba a la puerta de su tío.
—Esa cuñada mía —observó el anciano— sólo se acuerda de mí cuando necesita algo. ¿Qué has hecho?
—Nada, tío.
—O sea que todo, ¿no?
—Eso cree mi madre, pero no es así.
—Ya lo veremos.
—Tus habitaciones se encuentran al otro lado del patio. Tu… equipaje ya está allí… ¡Bah, no pienso interferir en tus asuntos privados! No soy el tío de lengua áspera. Toma un baño. Hablaremos durante la cena.
Pero antes de esa hora «Padre Serga», que así llamaban al prefecto de la guardia, supo por el erario que su sobrino había marchado desde Constantinopla a cargo de un convoy del tesoro público que, tras un choque con los bandidos en el paso de Tarso, entregó oportunamente.
—¿Por qué no me lo dijiste? —quiso saber su tío mientras cenaban.
—Primero debía informar al erario —fue la respuesta.
Serga lo miró y dijo:
—¡Por los dioses! Eres igual que tu padre. Los cilicios sois escandalosamente cumplidores.
—Ya me he dado cuenta. Nos tendieron una emboscada a menos de ocho kilómetros de Tarso. ¿Aquí también son frecuentes esas cosas?
—Veo que no tardas en adaptarte. No. No lo son; pero Siria es una provincia autónoma que depende directamente del emperador, no del Senado. Tenemos a un lado todo el Oriente libre, la escoria del Mediterráneo al otro, y la ciénaga de Judea al sur. Todo es posible en Siria. ¿Te agrada la perspectiva?
—Seguro… estando contigo.
—Se lleva en la sangre. Lo mismo los hombres que los caballos. Y ahora dime, ¿qué has hecho para afligir tanto a tu madre?
—Es mujer de principios antiguos. Sigue a la vieja escuela: rinde culto a los lares y a la estricta Trinidad latina. No creo que reconozca más dioses que a Júpiter, Juno y Minerva.
—Tampoco yo… oficialmente.
—Ni yo como funcionario, señor. Pero un hombre desea algo más y… y… lo que aprendí en Bizancio concordaba con lo que vi con la Decimoquinta.
—No digas más. Todas las legiones son iguales. ¿Quieres decir que sigues a Mitras?
El joven agachó ligeramente la cabeza.
—Eso no hace daño, hijo. Es una religión de soldados, aun cuando venga de fuera.
—Lo mismo pensé yo. Pero mi madre se enteró. No lo aprobaba y… supongo que ésa es la razón por la que estoy aquí.
—¡De la sartén a las brasas! ¡Así son las mujeres! El mitraísmo se ha propagado por toda Siria. Mi única objeción a las religiones de moda es que celebran sus reuniones cuando ya ha oscurecido, y eso significa más trabajo para la guardia. Tenemos aquí una escuela de hebreos contumaces que se hacen llamar cristianos.
—He oído hablar de ellos —afirmó Valens—. No hay una sola ceremonia o un solo símbolo que no hayan plagiado del ritual mitraico.
—¡Eso no es nuevo para mí! Las religiones forman parte de mi trabajo, y también lo serán del tuyo. Nuestros judíos combaten como escitas esta nueva fe.
—¿Y eso importa mucho?
—Mientras peleen entre ellos sólo tenemos que mantener el cerco. Divide y vencerás… sobre todo entre los hebreos. Incluso esos cristianos están ahora divididos. Uno de sus ritos es el de comer juntos.
—¡Otro plagio! La cena es para nosotros el símbolo esencial —interrumpió Valens.
—Para «nosotros» es el símbolo esencial de los problemas de tu tío, querido mío. Cualquiera puede convertirse al cristianismo. Los judíos pueden hacerlo, pero siguen viviendo bajo la Ley de Moisés (he tenido que estudiar también ese código maldito); todos sus actos se rigen por ella. Luego se sientan a celebrar un banquete del amor con los cristianos junto a un griego o a un occidental, que no matan ni corderos ni cerdos. ¡No! ¡No! Los judíos no tocan el cerdo, tal como estipula la Ley judía. Y entonces las mesas se vienen abajo, pero no por las carcajadas. ¡No! ¡No! ¡Disturbios!
—Eso es infantil —señaló Valens.
—Ojalá lo fuera. Pero mis lictores deben preservar el orden y yo me veo obligado a aceptar las declaraciones de los judíos que denuncian a los cristianos ante César como traidores. Si creyera sólo la mitad de las acusaciones que formulan sus rabinos, prendería cada semana a un puñado de pequeños y respetables comerciantes judíos por conspiración.
¡Nunca fíes tu decisión a las pruebas cuando se trate de los judíos! ¡Acabarás hasta la coronilla! Mañana tendrás que vértelas con ellos, cuando hagas la ronda del mercado en el Circo Menor. ¡Y ahora, que duermas bien! Llevo en esta frontera más de lo que nadie recuerda… por eso me llaman el Padre de Siria… y… ¡me complace ver de nuevo a un ejemplar de la vieja estirpe!
A la mañana siguiente, y por espacio de muchas semanas sucesivas, Valens entró de servicio en el mercado junto a un edil gordo que montaba en cólera cuando los tenderetes no estaban instalados a la hora prevista. Se asignó al mismo servicio a un par de hombres de su tío, quienes naturalmente introdujeron a Valens en los barrios de los ladrones y de las prostitutas, además de presentarle a los principales gladiadores y ese tipo de cosas.
Un día, cuando se encontraba detrás del Circo Menor, cerca de la calle Singon, tropezó con una multitud en medio de la cual un grupo de aurigas intentaba recolectar o evadir algunas de las apuestas de las recientes carreras de carros. El edil dijo que no era de su competencia y dio media vuelta. Los lictores cerraron filas con Valens, si bien dejaron la situación en sus manos. Un hombre fuerte y de escasa estatura, con densas cejas, recibió una patada en el pecho, mientras la multitud lo acusaba entre aullidos de ser el cabecilla de una conspiración.
—Sí —dijo Valens—; este viejo truco también se practicaba en Bizancio. Pero creo que vendrás con nosotros, amigo mío. —Y soltando al agredido prendió al más vociferante de los acusadores para llevarlo ante su tío.
—Tenías toda la razón —dijo Serga al día siguiente—. Ese gentilhombre fue incitado por alguien. He ordenado que reciba una docena de latigazos. ¿Sabes el nombre del hombre al que intentaban acusar?
—Sí. Gayo Julio Pablo.
—Ya lo suponía. Es un viejo conocido mío, un cilicio de Tarso. De alta cuna, descendiente de patricios y bien educado, pero su familia lo ha desheredado. Por eso trabaja para ganarse la vida.
—Hablaba como un patricio. Y su forma física era excelente. Lo toqué. Todo músculo.
—No es extraño. Resiste más que un camello. En realidad es el prefecto de esa nueva secta. Viaja por todas las provincias orientales, creando escuelas y ocupándose de mantenerlas al día. Por eso los judíos de la sinagoga lo persiguen. Intentan que lo prendan por algún cargo político para acabar con él.
—¿Es sedicioso?
—En absoluto. Y aun cuando lo fuera, no se lo arrojaría a los judíos sólo porque ellos lo quieran. Uno de nuestros gobernadores ya lo intentó en el litoral hace algunos años… en aras de la paz. No lo consiguió. ¿Te gusta el trabajo en el mercado, hijo mío?
—Es interesante. Ya sabes, tío, que en mi opinión los judíos de la sinagoga son mejores carniceros que nosotros.
—Cierto. Por eso son tan severos. Una docena de latigazos no son nada para Apella, aunque no te quepa duda de que derribará el patio con sus aullidos mientras los recibe. La escuela cristiana se encuentra en tu zona. ¿Qué te parece?
—Son tranquilos. Parecen un poco preocupados por lo que deberían comer en sus banquetes del amor.
—Lo sé. Ah, quería decirte… que no debemos presionarlos demasiado por el momento, Valens. Mi prefectura ha comunicado que tu amigo Pablo ha emprendido un viaje de varios días por el país para reunirse con otro sacerdote de la escuela, al que traerá con él para que le ayude a resolver sus dificultades por las vituallas. Eso significa que la congregación se sentirá perdida hasta su regreso. La masa no sabe hacer nada sin un líder. Los judíos de la sinagoga aprovecharán para comprometerlos. No quiero que esos pobres diablos se vean empujados a cometer lo que podría parecer un crimen político. ¿Entendido?
Valens asintió. Entre las veladas discursivas con su tío, tachonadas con griego de cocina y obsoletos versos de sociedad romanos, sus rondas matinales con el jadeante edil y las confidencias que a todas horas le hacían sus lictores, Valens se figuraba que conocía Antioquía.
Se mantuvo así atento a la iglesia de la columnata situada tras el Circo Menor, donde se congregaban los fieles de la nueva fe. Uno de tantos carniceros judíos le contó que Pablo había dejado ciertos asuntos en manos de un hombre llamado Barnabás, pero que regresaría con otro, Pedro —un personaje a todas luces famoso—, para que estableciera todas las diferencias dietéticas entre los cristianos griegos y judíos. El carnicero no tenía nada en contra de los cristianos griegos como tales, siempre y cuando mataran su carne como judíos decentes.
Serga rió el comentario, si bien asignó a Valens otros dos hombres y le auguró que en breve tendría que lidiar con ese león.
El muchacho tuvo que lanzarse a la arena un atardecer muy caluroso, cuando cundió la noticia de que esa noche habría problemas. Apostó a sus lictores en un callejón cercano y entró en la sala común de la iglesia, donde se celebraban los banquetes del amor. Todos se mostraban amigables como cristianos —por emplear la jerga del barrio—, especialmente Barnabás, un hombre majestuoso y sonriente que acechaba junto a la puerta.
—Me complace verte —dijo—. Ayudaste a nuestro Pablo en esa escaramuza el otro día. No podemos prescindir de él. ¡Ojalá ya hubiera vuelto!
Lanzó una ojeada nerviosa a la sala, pues empezaba a llenarse de gente de mediana y humilde condición que disponía su comida sobre las mesas vacías y se saludaba con un gesto especial.
—Te aseguro —continuó con la mirada aún perdida— que no tenemos intención de ofender a ninguno de los hermanos. Podríamos resolver nuestras diferencias si…
Como a una señal, un clamor se elevó desde media docena de mesas, con gritos de «¡Corrupción! ¡Profanación! ¡Paganismo! ¡La Ley! ¡La Ley! ¡Que el César lo sepa!». Y mientras Valens se apoyaba en la pared, la multitud la emprendía a golpes con trozos de carne y loza rota, hasta que de la nada empezaron a llover piedras.
—Esto estaba preparado —le dijo Valens a Barnabás.
—Sí. Han entrado con piedras ocultas en el pecho. ¡Cuidado! Apuntan hacia ti —replicó Barnabás—. El alboroto era notable. Una parte de la multitud se acercó hasta ellos, exigiendo a gritos la Justicia de Roma. Los dos lictores se situaron detrás de Valens, y un hombre se abalanzó sobre él con un cuchillo.
Valens le agarró de la mano, y los lictores lo redujeron mientras el arma caía al suelo. El ruido que hizo al caer acalló un poco el tumulto. Valens aprovechó la calma y empezó a hablar despacio:
—Ciudadanos, ¿es preciso que comencéis vuestros banquetes con una batalla? Hasta los vendedores de tripas de las funerarias gastan mejores modales.
Una carcajada alivió la tensión.
—Esto lo ha organizado la sinagoga —murmuró Barnabás—. La culpa caerá sobre mí.
—¿Quién es la cabeza de vuestra congregación? —interrogó Valens a la multitud.
Las voces se alzaron en competición.
—¡Pablo! ¡Saúl! ¡Él conoce el mundo!…
—¡No! ¡No! ¡Pedro! ¡Nuestra piedra! Él no nos traicionará. Pedro, la piedra viva.
—¿Cuándo regresan? —preguntó Valens.
Se ofrecieron, juraron y negaron distintas fechas.
—Posponed la pelea hasta que hayan vuelto. Yo no soy sacerdote, pero si no recogéis esta sala, nuestro edil —Valens lo llamó por el apodo soez con que se le conocía en el barrio— os quitará las sandalias de los pies. Y tampoco debéis pisotear los alimentos. Yo me encargaré de cerrar cuando hayáis terminado. Daos prisa. Conozco bien al prefecto.
Se pusieron manos a la obra, como niños reprendidos.
Valens les sonreía al verlos salir con cestos de basura. El incidente no tendría mayores consecuencias.
—Aquí tienes nuestra llave —dijo al fin Barnabás—. La sinagoga jurará que yo contraté a ese hombre para que te matara.
—¿Tú crees? Veámoslo.
Los lictores empujaron a su prisionero.
—¡Infortunio! —dijo el hombre—. Estaba en deuda contigo por la muerte de mi hermano en el paso de Tarso.
—Tu hermano intentó matarme —replicó Valens.
El hombre asintió con la cabeza.
—En ese caso estamos en paz —dijo Valens, haciendo una señal a los lictores, que soltaron al prisionero—. A menos que quieras ver a mi tío.
El hombre se esfumó como un pez en el anochecer. Valens le devolvió la llave a Barnabás y dijo:
—Yo que tú no dejaría a tu gente que vuelva a entrar aquí hasta que no hayan regresado vuestros líderes. Tú no conoces Antioquía como yo.
Volvió a casa, seguido de los satisfechos lictores, quienes informaron a su tío, que también sonrió y dijo que Valens había hecho lo correcto, incluso siendo condescendiente con Barnabás.
—Desde luego que yo no conozco Antioquía como tú, pero en verdad te digo, hijo mío, que por esta vez has salvado la iglesia de los cristianos. Ya tengo tres declaraciones en las que se asegura que tu amigo el cilicio era un cristiano contratado por Barnabás. Tanto mejor para él que hayas soltado a ese bruto.
—Me dijiste que no querías verlos envueltos en problemas. Además, hicimos las paces. Es posible que a fin de cuentas yo matara a su hermano. Tuvimos que matar a dos de ellos.
—¡Bien! Veo que sabes conservar la cabeza en un momento difícil. Lo necesitarás. ¡No acabaremos en plazas solitarias! Quiero ver a Pedro y a Pablo en cuanto regresen para saber qué han decidido con respecto a sus infernales banquetes. ¿Por qué no se limitan a emborracharse decentemente?
—Se habla de ellos en toda la ciudad como si fueran dioses. Por cierto, tío, fueron los judíos de la sinagoga llegados desde Jerusalén quienes organizaron los disturbios… no ha sido nuestra gente.
—¿De veras? Ahora tal vez comprendas por qué te destiné al servicio del mercado con ese viejo puerco. Llegarás a oficial de la guardia.
Valens se encontró con la sagrada y heterogénea congregación en torno a las fuentes y los establos mientras hacía su ronda por el barrio. Parecían aliviados de no poder entrar en sus cenáculos por el momento, tanto como por la noticia de que Pedro y Pablo debían comparecer ante el prefecto antes de dirigirse a ellos sobre la gran cuestión de la comida.
No estuvo presente Valens en la primera parte de esta reunión oficial. La segunda, que se celebró en el patio fresco y entalamado, con bebidas y refrigerios, todo ello dispuesto bajo el vasto crepúsculo de limón y lavanda, fue mucho menos formal.
—Creo que ya os conocéis —dijo Serga al pequeño y delgado Pablo cuando entró Valens.
—Así es. Ante Dios proclamo que tenemos una doble deuda contigo —fue la rápida respuesta.
—Sólo cumplí con mi deber. Espero que hayáis encontrado bien los caminos en vuestro viaje —dijo Valens.
—Sin duda lo estaban —dijo Pablo, como si no se hubiera fijado en ellos.
—Habríamos hecho mejor en venir en barca —intervino su compañero, Pedro, un hombre grande y carnoso, con ojos que parecían no ver nada, la mano derecha medio paralizada reposando ociosamente sobre el regazo.
—Valens viene desde Bizancio —informó su tío—. Aprecia mucho sus piernas.
—Así debe ser a su edad. ¿Cuál fue tu mejor marcha en la Via Sebaste? —preguntó Pablo con interés; y al momento Valens relataba su caminata por sendas de montaña que el cristiano parecía haber recorrido palmo a palmo.
—Bien está —fue su comentario—. Y confío en que marches en formación más densa que la mía.
—¿Cuál dirías tú que ha sido tu mejor trabajo? —preguntó a su vez Valens.
—He logrado… —Pablo se contuvo—. En realidad no he sido yo, sino Dios —murmuró—. ¡Es difícil librarse de la vanidad!
Un espasmo torció el semblante de Pedro.
—En verdad difícil —dijo. Y seguidamente se dirigió a Pablo como si no hubiera nadie más presente—. Verdad es que he comido entre gentiles y como comen los gentiles. Aunque dudo de que fuese prudente en ese momento.
—Eso es agua pasada —respondió amablemente Pablo—. La decisión para la Iglesia ya está tomada… esa pequeña Iglesia que tú has salvado, hijo mío. —Se volvió hacia Valens con una sonrisa que casi cautivó el corazón del muchacho—. Ahora, como romano y como oficial de policía, dime… ¿qué piensas de nosotros, los cristianos?
—Que debo mantener el orden en mi jurisdicción.
—¡Bien! Es preciso servir al César. Pero, como siervo de Mitras, digamos… ¿qué opinión te merecen nuestras disputas por los alimentos?
Valens vaciló. Su tío lo animó con un asentimiento de cabeza.
—Como siervo de Mitras yo como con cualquier iniciado, siempre y cuando los alimentos sean puros —respondió Valens.
—Pero ése es el quid —dijo Pedro.
—Mitras también nos dice —continuó Valens— que podemos compartir un hueso cubierto de polvo si no encontramos nada mejor.
—¿No observáis entonces ninguna diferencia entre los pueblos en vuestros banquetes? —preguntó Pablo.
—¿Cómo haríamos tal cosa? Todos somos hijos suyos. Los hombres hacen las leyes. No los dioses —citó Valens del viejo Rito.
—¡Repite eso, hijo!
—Los dioses no hacen las leyes. Ellos transforman los corazones de los hombres. El resto es el Espíritu.
—¿Has oído eso, Pedro? ¿Lo has oído? ¡Es la verdadera Doctrina! —insistió Pablo ante su silencioso compañero.
Ligeramente avergonzado por haber hablado de su fe, Valens siguió diciendo:
—Me dicen que aquí los carniceros judíos desean el monopolio de la matanza para vuestras gentes. Al final casi todo se reduce a intereses comerciales.
—Puede que haya algo más —dijo Pablo—. Escucha un momento.
Entonces se dispuso a relatar una curiosa historia sobre el Dios de los cristianos, Quien, según dijo, había adoptado la forma de un Hombre, y a Quien años atrás los judíos de Jerusalén prendieron y llevaron ante las autoridades para que lo juzgaran por conspirador. Afirmó que, por su parte, puesto que en esa época era un buen judío, se mostró de acuerdo con la sentencia y denunció a todos los seguidores del nuevo Dios. Pero un día, la Luz y la Voz de Dios llegaron hasta él, y en su corazón se produjo un cambio desgarrador… exactamente igual que en el credo de Mitras. Más tarde conoció a ciertos hombres, con los que se inició, que habían caminado, hablado y, sobre todo, comido, con el nuevo Dios antes de que Éste fuera asesinado, y quienes Lo habían visto después de que, como Mitras, hubiera resucitado de Su tumba. Pablo y los demás hombres —Pedro era uno de ellos— intentaron predicar entonces su fe entre los judíos, mas no tuvieron éxito; y, una cosa llevó a la otra, Pablo regresó a su hogar en Tarso, donde su familia lo desheredó por haber abjurado de su fe. Se derrumbó, de agotamiento y desesperación. Hasta entonces, dijo, nunca se les ocurrió a ninguno de ellos enseñar la nueva religión a nadie más que a los judíos, puesto que su dios había nacido judío. El propio Pablo no llegó a vislumbrar las posibilidades de intentarlo en otros lugares sino poco a poco. Ahora era el encargado de predicar en cualquier tierra extranjera, y con ello esperaba transformar el mundo entero.
Dejó entonces que Pedro concluyera el relato, y éste, hablando muy despacio, explicó que años atrás recibió órdenes de Dios para predicar a un oficial romano de los irregulares tierra adentro, a raíz de lo cual dicho oficial y la mayoría de sus soldados quisieron convertirse al cristianismo. De manera que Pedro los inició a todos la misma noche, aunque ninguno de ellos fuese hebreo. Pedro concluyó:
—Y comprendí que no hay nada bajo el cielo que podamos llamar impuro.
Pablo se volvió hacia él como un rayo y exclamó:
—¡Lo has reconocido! Ha salido de tu boca.
Tembló Pedro como una hoja, y casi levantando la mano derecha, dijo:
—¿También tú vas a burlarte de mí por esto? —empezó a decir, pero cambió de expresión y guardó silencio.
—¡No! ¡Líbreme Dios! ¡Y Dios me perdone una vez más! —dijo Pablo, que parecía tan afligido como su compañero, mientras Valens observaba con asombro el sorprendente estallido.
—Hablando de lo puro y de lo impuro —terció su tío con delicadeza—, vuelve a oírse en la ciudad esa fea canción. Ayer mismo la estuvieron cantando ante las puertas, Valens. ¿Te diste cuenta?
Miró a su sobrino, que captó la indirecta.
—Si se refiere a «Pescado en salmuera», señor, así es. ¿Causará eso problemas?
—Tan seguro como que esos peces —había un frasco sobre la mesa— producen sed. ¿Cómo es? Ah, sí. —Serga tarareó:
¡Aiaaiaa!
La sardina y el escualo —el impuro y el más puro—
y hasta el pescado en salmuera que se hace en Galilea,
dijo Pedro, serán míos.
Su voz vibró, arrastrando debidamente las palabras:
(¿Có-omo?)
Con las redes o la caña,
hasta que los dioses vengan.
(¿Cuá-ando?)
¡Cuando el pescado en salmuera que se hace en Galilea
ascienda hasta el Esquilino!
Y terminó diciendo:
—Para eso haría falta una buena inundación… ¡peor que peces vivos en los árboles! ¿Verdad?
—Eso sucederá un día —sentenció Pablo.
Se apartó de Pedro, a quien había estado tranquilizando tiernamente y, recuperando su tono natural, levemente áspero, dijo:
—Sí. Es mucho lo que le debemos a ese centurión por convertirse en ese momento. Nos enseñó que el mundo entero puede recibir a Dios, y a mí me mostró mi siguiente tarea. Vine desde Tarso para predicar aquí por algún tiempo. Y nunca olvidaré lo bien que se portó entonces con nosotros el prefecto de la guardia.
—Para empezar, Cornelius fue compañero mío —dijo Serga, esbozando una amplia sonrisa por encima de su copa de vino fuerte—. Un compañero excelente… ¿cómo le va? Pasábamos el largo día de la Pascua bebiendo juntos. Además, sé reconocer a un buen trabajador cuando lo veo. Esa tienda que me hiciste para mis viajes por el desierto, Pablo, es perfecta. Y en tercer lugar, lo cual para un hombre de mis costumbres es lo más importante, ese médico griego que me recomendaste es el único que comprende mi hígado túmido.
Le pasó una copa de vino casi puro, y Pablo se la ofreció a su vez a Pedro, que tenía las comisuras de los labios blancas y escamadas.
—Pero vuestro problema —continuó el prefecto— será vuestra propia gente. Jerusalén jamás perdona. Tarde o temprano os prenderán por laese majestatis.
—Nadie lo sabe mejor que yo —dijo Pedro—. La decisión que hemos tomado en cuanto a los banquetes del amor podría provocar la alianza de griegos y hebreos en nuestra contra. Como ya te he dicho, prefecto, estamos pidiendo a los cristianos griegos que no dificulten los banquetes de los cristianos hebreos, por lo que deben abstenerse de comer carne que no haya sido matada según la Ley. (Nuestras costumbres son en todo caso más saludables). Sortearemos ese obstáculo. Sin embargo, hay un aspecto vital. Algunos cristianos griegos se presentan en los banquetes del amor con comida que compran a vuestros sacerdotes al término de sus sacrificios. Eso no podemos permitirlo.
Pablo se volvió imperiosamente a Valens.
—¿Quiere decir que compran los restos de los altares? —preguntó el muchacho—. Eso sólo lo hacen los más pobres; compran recortes de piezas grandes. Los carniceros de los altares tienen la prerrogativa de la venta. No les gustaría verse privados de ella.
—Permitamos mesas separadas para hebreos y griegos, como ya propuse en su día —terció Pedro.
—Eso terminaría por crear iglesias separadas. No debe haber sino una sola Iglesia —repuso Pablo, hablando por encima del hombro; y sus palabras sonaron como golpes de vara—. ¿Tú crees que podría haber problemas, Valens?
—Mi tío… —empezó Valens.
—¡No, no! —rió el prefecto—. Los mercados de la calle Singon son tu Siria. Escuchemos lo que nuestro legado piensa de su provincia.
Valens se sonrojó e intentó poner orden en sus ideas.
—Supongo que se trata principalmente de carne de cerdo. Los hebreos la detestan.
—Muy cierto. ¡A mí no me sorprenderán comiendo cerdo al este del Adriático! No quiero morir por causa de los gusanos. ¡Dadme una buena pierna de jabalí de la joven Sabina! ¡He dicho!
Serga se sirvió otra copa de vino y tomó un poco de pescado en salmuera del Lago para reforzar su sabor.
—Aun cuando —dijo Pedro, inclinándose hacia delante como un hombre sordo—, admitiéramos mesas separadas para hebreos y griegos deberíamos evitar…
—Nada, excepto la salvación —lo interrumpió Pablo—. Hemos roto con la Ley de Moisés. Vivimos sólo en, por y a través de nuestro Dios. Nada somos aparte de eso. ¿Qué sentido tiene rememorar la Ley en las comidas? ¿A quién engañamos? ¿A Jerusalén? ¿A Roma? ¿A Dios? ¡Tú mismo has comido con los gentiles! Tú mismo has dicho…
—Uno dice más de lo que desea cuando se deja llevar —respondió Pedro. Y su rostro volvió a tensarse.
—Esta vez dirás precisamente lo que se ha de decir —dijo Pablo entre dientes—. Habrá una sola Iglesia, en y a través del Señor. ¿No te atreverás a negar esto?
—¡Bien sabe el Dios que a nada me atrevo! Sin embargo, a Ello he negado… lo he negado… Y Él dijo… dijo que yo era la Piedra sobre la que se habría de edificar Su Iglesia.
—Y yo me ocuparé de que así sea; no seré yo, sin embargo… —Pablo bajó la voz una vez más—. Mañana hablarás a la única Iglesia de una única Mesa en el mundo entero.
—Eso es asunto vuestro —terció el prefecto—. Pero yo os prevengo de que los problemas vendrán de vuestra propia gente.
Pablo se levantó para despedirse, mas al hacerlo perdió el equilibrio, se llevó una mano a la frente y, mientras Valens lo ayudaba a llegar a un diván, se desplomó, atacado por la mortal malaria siria, que muerde como una serpiente. Valens, que había sufrido la enfermedad, pidió que le trajeran su pesada pelliza de viaje de sus habitaciones. Su joven esclava, a quien había comprado en Constantinopla meses atrás, fue en su busca. Pedro arropó torpemente con las pieles el cuerpo menudo y tembloroso; el prefecto ordenó zumo de lima y agua caliente, y Pablo se excusó y les dio las gracias, mientras sus dientes castañeteaban contra el borde de la copa.
—Mejor hoy que mañana —dijo el prefecto—. Bebe, suda, y pasa la noche aquí. ¿Quieres que llame a mi médico?
Pero Pablo dijo que la enfermedad pasaría naturalmente, y en cuanto pudo ponerse en pie insistió en marcharse con Pedro, pese a lo avanzado de la hora, para preparar su anuncio a la Iglesia.
—¿Quién era el hombre grande y torpe? —preguntó a Valens su esclava cuando se llevaba la pelliza—. Alborotaba más que el pequeño, que era el que estaba sufriendo.
—Es un sacerdote de la nueva escuela que hay junto al Circo Menor, querida. Cree, así me lo ha dicho mi tío, que una vez negó a su dios, quien, según dice, murió por él.
La esclava se detuvo a la luz de la luna, sosteniendo sobre un brazo las brillantes pieles de chacal.
—¿Eso hizo? Mi dios me compró a los mercaderes como a un caballo. Y pagó demasiado por ello. ¿No es cierto? ¿Lo confesáis?
—¡No, vos! —respondió Valens enfáticamente.
—Pero yo jamás negaría a mi dios… ¡ni vivo ni muerto! ¡Que no muera! Mi dios vivirá… para mí. ¡Vivid… vivid, sangre de mis venas, eternamente!
Mejor hubiera sido que Pedro y Pablo no dejaran a esas horas la casa del prefecto, pues se rumoreaba en la ciudad, tal como el prefecto sabía y la prolongada reunión parecía confirmar, que el mismísimo secretario del Estado de César en Roma planeaba —sirviéndose de Pablo— un envilecimiento general de los hebreos con ayuda de los cristianos griegos, una vez efectuado el cual, merced a la promiscua ingestión de alimentos prohibidos, todos los judíos serían indiscriminadamente tachados de cristianos, esto es, de miembros de una secta de librepensadores, y dejarían de ser la peculiar y conflictiva «nación judía en el seno del Imperio». Y, según se decía, perderían sus derechos como ciudadanos romanos, y podrían así ser vendidos como esclavos.
—Naturalmente —le explicó Serga a Valens al día siguiente—, el rumor lo ha propagado la sinagoga de Jerusalén. Nuestros judíos de Antioquía no son tan listos. ¿Comprendes su juego? Pedro es un corruptor del pueblo hebreo. Tanto mejor si esta noche algún joven fanático debidamente cebado lo acuchilla.
—Eso no ocurrirá. Yo cuidaré de él.
—Confío en que así sea. Sin embargo, aun cuando no lo apuñalen, intentarán provocar disturbios en la ciudad alegando que, cuando todos los judíos hayan perdido sus derechos civiles, él se convertirá en una especie de rey de los cristianos.
—¿En Antioquía? ¿En el presente año de Roma? Eso es una locura, tío.
—El populacho siempre está loco. ¿Por qué si no nos pagan a nosotros? Pero, escucha. Envía una patrulla de guardias a caballo detrás del Circo Menor. Que obliguen a la gente a circular cuando la congregación salga de la iglesia. Y que dos de tus hombres vigilen la entrada del recinto. Diles a Pedro y a Pablo que esperen allí con ellos hasta que las calles se hayan despejado. Luego, tráelos aquí. No lances una carga hasta que sea necesario. Y carga con dureza antes de que empiecen a volar piedras. No permitas que mis caballos sufran si puedes evitarlo, y estate atento al «Pescado en salmuera».
Buen conocedor de su zona, al ponerse en camino esa noche Valens se dijo que las precauciones de su tío eran excesivas. La iglesia cristiana estaba abarrotada, como era de esperar, y un gran gentío aguardaba a las puertas la decisión en cuanto a los banquetes. Parecían en su mayoría buenos cristianos, pero había entre ellos algunos holgazanes, y, como suele hacer la multitud, distraían la espera cantando canciones populares. Las cosas marchaban bien hasta que un grupo de cristianos entonó un himno bastante explosivo que decía así:
¡Más ensalzado que César y Juez de la Tierra entera!
Aguardamos tu llegada… ¡Ah, no te demores!
Como los reyes de Oriente
que empuñaron sus espadas cuando naciste en Belén,
¡así nos armamos en esta noche de oprobio y afrenta!
—Sí… y si un camello derriba alguno de los puestos de pescado… ¡la culpa será mía! —dijo Valens—. ¡Ya han empezado!
Y así era. Se alzaban voces que entonaban «Pescado en salmuera», pero antes de que Valens pudiera intervenir, alguien las acalló, gritando:
—Callaos, si no queréis que os pongan en salmuera a vosotros.
Casi anochecía cuando un grito se elevó desde la iglesia abarrotada y la congregación salió para mezclarse con la multitud. Todos comentaban las nuevas órdenes para los banquetes, y la mayoría coincidía en que eran sencillas y sensatas. Coincidían igualmente en que Pedro (Pablo no parecía haber participado gran cosa en el debate) había hablado como un hombre inspirado, y se sentían profundamente orgullosos de ser cristianos. Algunos empezaban a unir los brazos en el callejón y a entonar el «Más ensalzado que César».
—Y en este momento —dijo Valens al joven comandante de la patrulla montada—, es cuando los enviamos a casa, ¡Ah! Y «dejad que la noche reciba también su merecido himno», como diría mi tío.
A espaldas del Circo Menor resonaron cuatro atronadoras trompetas, y un estandarte apareció entre una docena de guardias a caballo. Sus sabias monturas árabes, pequeñas y grises, empujaban suavemente a la multitud con hombros y hocicos, como si buscaran caricias, mientras las trompetas ensordecían el estrecho callejón. La presión se alivió pronto al llegar a una plaza cercana. La patrulla se desplegó en cuatro grupos para tomar la plaza, saludando a las imágenes de los dioses en cada esquina y en el centro. La gente se detuvo, como de costumbre, a contemplar la habilidad con que lanzaban el incienso desde las cruces de sus caballerías a los pebeteros; los niños se ponían de puntillas para acariciar a los caballos, a los que decían conocer; las familias se reencontraban en el humeante atardecer; los vendedores ambulantes ofrecían comida, y el gentío no tardó en dispersarse por las avenidas principales. Valens volvió a la entrada de la iglesia, donde aguardaban Pedro y Pablo custodiados por sus lictores.
—Bien hecho —dijo Pablo.
—¿Cómo va la fiebre? —preguntó Valens.
—Hoy me he librado. Y creo además que gracias a La Bendición hemos conseguido nuestro propósito.
—¡Me alegra saberlo! Mi tío me pide que les transmita que son bienvenidos en su casa.
—Sus deseos son órdenes —dijo Pablo, con el rápido gesto del país—. Será un placer, ahora que su carga diaria ha concluido.
Se sumó Pedro como un buey fatigado. Valens lo saludó, pero el otro no dijo nada.
—Déjalo —le susurró Pablo—. La virtud nos ha abandonado por el momento… a los dos.
También él parecía cansado y estaba pálido.
Encontraron la calle vacía, y Valens atajó por un callejón donde las casquivanas se asomaban a las ventanas riendo. Avanzaban los tres a buen paso, seguidos de los lictores, mientras oían a lo lejos las trompetas del Caballo Nocturno, saludando a alguna estatua de César y marcando así el final de la ronda. Pablo le decía a Valens cómo el acuerdo alcanzado por los cristianos al respecto de sus banquetes transformaría el Imperio romano, cuando un descarado chiquillo judío se plantó ante ellos, interpretando «Pescado en salmuera» con una especie de gaita del desierto.
—¿Ninguno de vosotros es capaz de detener a esta joven peste? —preguntó entre risas Valens—. No debéis permitir que se burlen de vosotros en vuestra gran noche, Pablo.
Los lictores retrocedieron unos pasos y le lanzaron una antorcha al mocoso, pero éste la esquivó y les increpó. Oyeron entonces que Pablo gritaba y, al regresar corriendo, hallaron a Valens postrado y tosiendo; su sangre teñía el borde de la túnica de Pablo, arrodillado a su lado. Agachado junto a ellos, Pedro agitaba una mano indefensa.
—Alguien ha salido a la carrera de detrás de ese pozo. Lo ha apuñalado sin detenerse y ha seguido corriendo. ¡Escuchad! —dijo Pablo.
Pero no se oía siquiera el eco de una pisada, y el niño judío había volado como un murciélago. Valens dijo desde el suelo:
—¡A casa! ¡Rápido! ¡Lo tengo!
Arrancaron los postigos de un comercio para cargar y transportar al herido, mientras Pablo caminaba a su lado. Lo tendieron en el patio iluminado de la casa del prefecto y un lictor corrió en busca del médico.
Pablo observaba el rostro del muchacho y, al ver que Valens temblaba ligeramente, llamó a la esclava para que trajera la pelliza de la noche anterior. Volvió ella con las pieles, agachó la cabeza y se arrojó junto a Valens.
—No es grave. No sangra mucho. No puede ser grave… ¿o sí? —repetía la muchacha.
Valens la tranquilizó con su sonrisa hasta que llegó el prefecto y examinó la mortal puñalada ascendente bajo las costillas. Se volvió hacia los hebreos.
—Mañana vuestra iglesia ya no estará donde estaba —dijo.
Valens levantó la mano que la muchacha no le besaba.
—¡No! ¡No! —jadeó—. ¡Ha sido el cilicio! ¡Por lo de su hermano! Lo ha dicho.
—¿El cilicio al que dejaste ir para salvar a los cristianos porque yo…? —Valens asintió con un susurro, mientras la muchacha le suplicaba que sacara fuerzas de ella hasta que llegase el doctor.
—Perdóname —le dijo Serga a Pablo—. Sin embargo deseo que vuestro Dios del Hades de una vez por todas… ¿Qué voy a decirle a su madre? ¿Ninguno de vosotros, criaturas parlantes, podéis indicarme qué voy a decirle a su madre?
—¿Y qué tiene ella que ver con él? —gritó la joven esclava—. Él es mío… ¡mío! ¡Juro ante todos los dioses que él me compró! Soy suya. Es mío.
—Ya nos ocuparemos del cilicio y de sus amigos más tarde —dijo uno de los lictores—. Pero ¿qué hacemos ahora?
Pese a estar acostumbrado al trabajo del carnicero, el hombre miró a Pedro por alguna razón.
—Dadle de beber y esperad —dijo Pedro—. He visto heridas similares.
Valens bebió y su rostro recuperó algo de color. Indicó al prefecto que se acercara.
—¿Qué sucede? Dime qué te preocupa, queridísimo hijo.
—El cilicio y sus amigos… No seas duro con ellos… Los han inducido. No saben lo que hacen… ¡Promételo!
—No es cosa mía, hijo. Es la Ley.
—Me da igual. Eres el hermano de mi padre… Los hombres hacen las leyes, no los dioses. ¡Promételo! Ha llegado mi hora.
Valens acomodó la cabeza en la anhelante almohada.
Pedro parecía hallarse en trance. Su rostro dejó de temblar al repetir:
—«¡Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen!». ¿Has oído eso, Pablo? Lo ha dicho él, que es un pagano y un infiel.
—Lo he oído. ¿Qué nos impide ahora bautizarlo? —se apresuró a responder Pablo.
Pedro lo miró como si acabara de salir de las aguas del mar.
—Sí —dijo al fin—. Habla el pequeño constructor de tiendas… ¿Cuál es su orden esta vez?
Pablo repitió su propuesta.
El otro levantó dolorosamente la mano paralizada que otrora alzara en una sala contra una acusación.
—¡Calla! —dijo—. ¿Crees que quien pronuncia esas palabras nos necesita para que lo avalemos ante algún dios?
Pablo se acobardó sin reconocer a su compañero, que de pronto se revelaba autoritario y grande al cabo de tantos años.
—Como gustes… como gustes —balbució, pasando por alto la blasfemia—. Además está la concubina.
La muchacha no prestaba atención, porque la ceja en la que tenía posados sus labios ya empezaba a enfriarse mientras invocaba a su dios, que por haberla comprado a tan alto precio debía seguir viviendo en lugar de morir.
El DISCÍPULO
Él, que tuvo Evangelio
para la Humanidad,
y a conciencia lo cumple
en cuerpo, alma y mente,
Él, que vive a diario
por su triunfo un Calvario,
verá que Su Discípulo
vuelve Su esfuerzo vano.
Él que tuvo Evangelio,
para la Tierra toda,
y lo grabó en acero
o lo talló en la roca
a fin de evitar dudas
en los días por venir,
verá que Su Discípulo
lo entiende a su capricho.
Verá que Su Discípulo
(aun antes de ser polvo Aquellos Huesos)
modifica la Ley,
y divide al Consejo,
amplía distinciones,
y simplifica la Orden,
pretextando que así
habría obrado el Maestro.
Verá que Su Discípulo
nos dice cuánto
pelearía el Maestro si viviera,
y cómo cambiaría
ciertas cosas ya dichas…
Esto y más
ha de hacer Su Discípulo…
Él, que tuvo Evangelio
para ganar el cielo
(camellero, ebanista
o engañado hijo de Maya),
habrá de ser herido por múltiples espadas
que sangre y bilis mezclan;
¡mas será la peor de Sus heridas
la que de Su Discípulo reciba!




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