Al
cumplir los sesenta años, Tadeo realizó una recapitulación de su vida. Y el
saldo no resultó desfavorable. Buen trabajador, buen padre y buen esposo, buen
amigo... Nunca una riña, ni siquiera lo que se conoce por “estar peleado”. De
verlo bonachón y consecuente, todos decían que le faltaba espíritu crítico y
que carecía del don de la ironía. En varias ocasiones llegaron a sus oídos
estos comentarios, pero Tadeo, que era el buen humor en persona y que en cierta
medida tenía sentido del humor, se apresuraba a decir:
“Más
vale ser de espíritu manso. Así puedo ayudar a mis semejantes.”
De
modo que, al cumplir los sesenta años, Tadeo podía afirmar, con las
limitaciones del caso, que era un hombre feliz. Sin dudas comenzaba para él una
vejez dichosa. Pero hacia los sesenta y cinco se produjo un cambio capital en
su vida; diríamos, aunque sin gran precisión, un cambio anímico. Pese al
sinnúmero de cosas que escapan a nuestra comprensión, tratamos de todos modos
de definirlas, de ponerles su etiqueta; haciéndolo así, nos sentimos en cierta
medida tranquilos; quiero decir: formalmente tranquilos.
Y tal
cambio capital era de naturaleza tan recóndita, que a primera vista se hubiera
tomado por un caso de locura. ¿Cómo es posible que un hombre, hasta sus sesenta
años ejemplo de mesura y orden, de tacto, se desorbite y caiga de pronto, pura
y simplemente, en el exhibicionismo?
Ya
estamos de lleno en la definición. Porque habría que ponerse de acuerdo sobre
si en realidad se estaba frente a un exhibicionista. De este caso se lee en el
Diccionario de la Lengua :
“Obsesión
morbosa que lleva a ciertos sujetos a exhibir sus órganos genitales. Y, por
extensión, el hecho de mostrar en público sus sentimientos, su vida privada, los
cuales se deben ocultar...”
A
reserva de exponer en detalle lo que con el tiempo llegó a conocerse como “el
caso Tadeo”, ninguno de sus difamadores, ninguno de los murmuradores, ninguno
de sus acusadores –los hubo, y encarnizados–, se detuvo un momento a pensar si
eso que había cambiado bruscamente la vida de Tadeo era, pongamos por caso, una
exigencia de su espíritu.
Pensamos
esto los que habiendo sido sus amigos íntimos seguimos su vida paso a paso.
¿Sería posible que Tadeo, personificación del recato y del pudor, de la
continencia, se desorbitara pura y simplemente por molestar? Nos negamos a
aceptar tan insigne demostración de pequeñez de alma. Por el contrarío, y a
juicio nuestro, su actual “rareza” responde a una verdadera grandiosidad de
alma.
Tadeo,
casado desde los treinta años, tenía un hijo. Y cuando se le manifestó aquella
“rareza” que dio al traste con su reputación, el hijo contaba veinticinco años
de edad. Una tarde en que la nuera y la mujer de Tadeo habían salido de
compras, el padre le dijo de sopetón:
–Cárgame.
Creyendo
haber oído mal, el hijo replicó:
–¿Qué...?
–Que
me cargues.
–¿Te
sientes mal?
–Al
contrario, me siento bien. Pero si no me cargas me sentiré mal.
El
hijo, conocedor de la clase de hombre que era su padre, se quedó muy confundido
y sólo acertó a decir:
–Papá,
deja eso.
Tadeo,
de suyo tan comedido, se enfureció e increpó inesperadamente a su hijo:
–Nunca
hablo en broma. Jamás te he gastado una broma, y mucho menos, una como ésta. No
puedo seguir luchando contra la necesidad de que alguien me lleve en sus
brazos.
Entonces,
dulcificada súbitamente la voz, añadió:
–Cárgame
unos minutos. Eso me calmará.
El
hijo se veía frente a un abismo; el orden lógico trastocado. Pensó en su tierno
hijito, que apenas llegaba al año y al que, como padre amoroso, gustaba de
llevar en sus brazos. Y su padre ahora, con sesenta y cinco años, le pedía que
hiciera lo mismo con él. Tan turbado se sentía, tan confundido, que no supo
hacerle frente a la situación. Luchaba entre el debido respeto a su padre, y
esa idea –obsesiva ya– de que este había enloquecido de súbito. No sabiendo
cómo salir del paso, dijo:
–Ahora
no puedo. Tengo que ver a un amigo.
–Si
no me cargas –repitió Tadeo– voy a sentirme mal. Mira –agregó luego como
explicación–, esta necesidad la vengo experimentando desde hace unos cinco
meses. Sé que hasta el último ser dotado de sano juicio me tomaría por un
demente. Sin embargo, no lo estoy. Si apartamos esta imperiosa necesidad de que
se me tome en brazos –y añadiré, de que se me acune como a un niño–, mi vida y
mis actos son los de siempre. Sigo siendo el buen esposo que tu madre eligió;
el mismo buen padre que, desde que tienes uso de razón, conoces... –se quedó
callado por un instante, y añadió con infinita desazón–: Qué quieres... Como dice
la canción: “...la vida es así, y no como tú quisieras”. Esta necesidad
imperiosa se ha presentado de golpe y porrazo. Si no la manifestara
abiertamente –como acabo de exponértela–, entonces sí me volvería loco –hizo
otra pausa y añadió casi llorando–: He llegado a pensar que tal vez esté en el
caso de necesitar el ser consolado...
El
hijo lo interrumpió:
–¿De
ser consolado...? Las personas que más amas en este mundo disfrutamos de
excelente salud. Y, que yo sepa, nunca te hemos faltado en nada. No veo por qué
tendrías que ser consolado.
–No
es más que una conjetura. El hecho real y efectivo es que necesito ser llevado
en brazos –y, con una suerte de pudor, añadió–: Sé lo grotesco de mi caso.
Llevar en brazos a un viejo, y a un viejo de mi corpulencia, sería motivo de
hilaridad universal. Represéntate la situación. Pido, digamos, a un soldado,
que me tome en sus brazos. Digamos que acepte mi ruego. Ya estoy en sus brazos.
¿No oyes las carcajadas de la gente, los comentarios? Y de persistir él y yo,
hasta nos tirarían piedras.
–Tú
mismo lo ves, papá. ¿Y todavía insistes...?
–No
temas. Completa la frase..., en tu locura. Pero, hijo, aparta tal idea. Estoy
más cuerdo que tú mismo. Sólo que mi necesidad de ser llevado en brazos es
ineludible e impostergable. Como no tengo otra alternativa, veo mi delicada
posición y la estudio desde todos sus ángulos.
–Consulta
tu caso con el siquiatra.
–Ya
lo pensé. Prefiero, a la curación, el mal.
–¿Y
dices que no estás loco? Eres el primer enfermo que no aspira a curarse.
–Un
mal necesario –y el mío lo es– exige la curación, no mediante el tratamiento
psiquiátrico, sino siendo llevado en brazos. Estoy dispuesto a arrostrar befa y
escarnio, encarcelamiento y tal vez la muerte.
–Papá,
nuestras conversaciones han versado siempre sobre la familia, el país; acerca
de nuestros respectivos oficios; en fin, sobre todas esas menudencias que nos
ayudan a vivir. Pero nunca me hablaste en un lenguaje que yo no entendiera. De
no ser tú quien me dirige la palabra, pensaría que me están tomando el pelo.
–Te
respeto demasiado para tomarte el pelo. Mala suerte si no entiendes mi lenguaje
–se recostó a la pared, como quien está próximo a tener un vahído–. También
sería posible que la gente comprendiera, comprendiera como lo comprendo yo: si
un ser humano me pidiera que lo llevara en brazos lo haría gustoso. Y, sobre
todo, no lo angustiaría con preguntas. Ese es el problema, hijo mío: la
infinita comprensión.
Como
asunto que debe ser resuelto en el seno del hogar; como uno de esos secretos de
familia, de esas vergüenzas o estigmas que se esconden celosamente, miró el
hijo a su alrededor, miró a Tadeo, y con aire de contubernio dijo:
–No
tengo esa infinita comprensión, pero te debo respeto y te amo. Mi conocimiento
del mundo y de las gentes no alcanza, no llega a esos abismos en que un padre
necesita ser cargado en brazos por su hijo...
–No
solamente por su hijo: también por otras gentes –aclaró, inesperadamente,
Tadeo.
–Bien;
para el caso es lo mismo –dijo, no sin cierta irritación, el hijo–. Si te debo
respeto y amor, estoy dispuesto a llevarte en brazos. Pero, papá, solamente en
casa, y cuando ni mamá ni mi mujer estén presentes.
Sonrió
Tadeo, y acercándose al hijo respondió, con el acento encantador de un niño:
–Me
conformo.
Entonces
el hijo, como el que apura su cicuta, lo cargó y lo tuvo en sus brazos por
espacio de unos cinco minutos. Lo dejó luego sentado en una silla y salió a la
calle en busca de aire. Literalmente se ahogaba.
Pero
Tadeo estaba necesitado de una arena más vasta. Prescindiendo de cuanto podría
llamarse “la reputación de la familia” se lanzó, a los pocos días, en busca de
gentes que lo tomaran en sus brazos. Volvía a la casa, las más de las veces,
magullado, raída la ropa. Y cuando intervenía la Policía , el hijo debía
afrontar la situación. Esto constituía materia para amargos reproches.
Tadeo
era inflexible e imperturbable. No le importaba que cien personas se negaran a
cargarlo, que otras se burlaran o lo escarnecieran, si una al menos aceptaba.
Este hecho constituía para él tan gran felicidad, que todo lo amargo, los
gestos agresivos o la hostilidad de los demás podían darse por bien empleados.
Para
facilitar las cosas –que su peso no resultara gravoso–, adelgazó rápidamente. A
los pocos meses era ya su propia sombra. Afirmaba que su espantosa delgadez
animaba a las gentes a tomarlo en sus brazos.
Se
marchó finalmente de su casa. Dormía bajo los puentes y comía sobras. Pero un
adepto que ganara, que gustosamente se prestara a cargarlo, y esos breves
momentos de exposición en los brazos de un semejante, eran la justificación de
su vida. Y tal vez, ya que predicaba con el ejemplo, los seres humanos podrían
darse a la hermosa tarea de cargarse los unos a los otros.
La influencia Kafkaiana dulcificada por un lenguaje amable y llano
ResponderEliminarGenial como siempre!
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