martes, 12 de febrero de 2013

Tadeo, cuento de Virgilio Piñera




Al cumplir los sesenta años, Tadeo realizó una recapitulación de su vida. Y el saldo no resultó desfavorable. Buen trabajador, buen padre y buen esposo, buen amigo... Nunca una riña, ni siquiera lo que se conoce por “estar peleado”. De verlo bonachón y consecuente, todos decían que le faltaba espíritu crítico y que carecía del don de la ironía. En varias ocasiones llegaron a sus oídos estos comentarios, pero Tadeo, que era el buen humor en persona y que en cierta medida tenía sentido del humor, se apresuraba a decir:
“Más vale ser de espíritu manso. Así puedo ayudar a mis semejantes.”
De modo que, al cumplir los sesenta años, Tadeo podía afirmar, con las limitaciones del caso, que era un hombre feliz. Sin dudas comenzaba para él una vejez dichosa. Pero hacia los sesenta y cinco se produjo un cambio capital en su vida; diríamos, aunque sin gran precisión, un cambio anímico. Pese al sinnúmero de cosas que escapan a nuestra comprensión, tratamos de todos modos de definirlas, de ponerles su etiqueta; haciéndolo así, nos sentimos en cierta medida tranquilos; quiero decir: formalmente tranquilos.
Y tal cambio capital era de naturaleza tan recóndita, que a primera vista se hubiera tomado por un caso de locura. ¿Cómo es posible que un hombre, hasta sus sesenta años ejemplo de mesura y orden, de tacto, se desorbite y caiga de pronto, pura y simplemente, en el exhibicionismo?
Ya estamos de lleno en la definición. Porque habría que ponerse de acuerdo sobre si en realidad se estaba frente a un exhibicionista. De este caso se lee en el Diccionario de la Lengua:
“Obsesión morbosa que lleva a ciertos sujetos a exhibir sus órganos genitales. Y, por extensión, el hecho de mostrar en público sus sentimientos, su vida privada, los cuales se deben ocultar...”
A reserva de exponer en detalle lo que con el tiempo llegó a conocerse como “el caso Tadeo”, ninguno de sus difamadores, ninguno de los murmuradores, ninguno de sus acusadores –los hubo, y encarnizados–, se detuvo un momento a pensar si eso que había cambiado bruscamente la vida de Tadeo era, pongamos por caso, una exigencia de su espíritu.
Pensamos esto los que habiendo sido sus amigos íntimos seguimos su vida paso a paso. ¿Sería posible que Tadeo, personificación del recato y del pudor, de la continencia, se desorbitara pura y simplemente por molestar? Nos negamos a aceptar tan insigne demostración de pequeñez de alma. Por el contrarío, y a juicio nuestro, su actual “rareza” responde a una verdadera grandiosidad de alma.
Tadeo, casado desde los treinta años, tenía un hijo. Y cuando se le manifestó aquella “rareza” que dio al traste con su reputación, el hijo contaba veinticinco años de edad. Una tarde en que la nuera y la mujer de Tadeo habían salido de compras, el padre le dijo de sopetón:
–Cárgame.
Creyendo haber oído mal, el hijo replicó:
–¿Qué...?
–Que me cargues.
–¿Te sientes mal?
–Al contrario, me siento bien. Pero si no me cargas me sentiré mal.
El hijo, conocedor de la clase de hombre que era su padre, se quedó muy confundido y sólo acertó a decir:
–Papá, deja eso.
Tadeo, de suyo tan comedido, se enfureció e increpó inesperadamente a su hijo:
–Nunca hablo en broma. Jamás te he gastado una broma, y mucho menos, una como ésta. No puedo seguir luchando contra la necesidad de que alguien me lleve en sus brazos.
Entonces, dulcificada súbitamente la voz, añadió:
–Cárgame unos minutos. Eso me calmará.
El hijo se veía frente a un abismo; el orden lógico trastocado. Pensó en su tierno hijito, que apenas llegaba al año y al que, como padre amoroso, gustaba de llevar en sus brazos. Y su padre ahora, con sesenta y cinco años, le pedía que hiciera lo mismo con él. Tan turbado se sentía, tan confundido, que no supo hacerle frente a la situación. Luchaba entre el debido respeto a su padre, y esa idea –obsesiva ya– de que este había enloquecido de súbito. No sabiendo cómo salir del paso, dijo:
–Ahora no puedo. Tengo que ver a un amigo.
–Si no me cargas –repitió Tadeo– voy a sentirme mal. Mira –agregó luego como explicación–, esta necesidad la vengo experimentando desde hace unos cinco meses. Sé que hasta el último ser dotado de sano juicio me tomaría por un demente. Sin embargo, no lo estoy. Si apartamos esta imperiosa necesidad de que se me tome en brazos –y añadiré, de que se me acune como a un niño–, mi vida y mis actos son los de siempre. Sigo siendo el buen esposo que tu madre eligió; el mismo buen padre que, desde que tienes uso de razón, conoces... –se quedó callado por un instante, y añadió con infinita desazón–: Qué quieres... Como dice la canción: “...la vida es así, y no como tú quisieras”. Esta necesidad imperiosa se ha presentado de golpe y porrazo. Si no la manifestara abiertamente –como acabo de exponértela–, entonces sí me volvería loco –hizo otra pausa y añadió casi llorando–: He llegado a pensar que tal vez esté en el caso de necesitar el ser consolado...
El hijo lo interrumpió:
–¿De ser consolado...? Las personas que más amas en este mundo disfrutamos de excelente salud. Y, que yo sepa, nunca te hemos faltado en nada. No veo por qué tendrías que ser consolado.
–No es más que una conjetura. El hecho real y efectivo es que necesito ser llevado en brazos –y, con una suerte de pudor, añadió–: Sé lo grotesco de mi caso. Llevar en brazos a un viejo, y a un viejo de mi corpulencia, sería motivo de hilaridad universal. Represéntate la situación. Pido, digamos, a un soldado, que me tome en sus brazos. Digamos que acepte mi ruego. Ya estoy en sus brazos. ¿No oyes las carcajadas de la gente, los comentarios? Y de persistir él y yo, hasta nos tirarían piedras.
–Tú mismo lo ves, papá. ¿Y todavía insistes...?
–No temas. Completa la frase..., en tu locura. Pero, hijo, aparta tal idea. Estoy más cuerdo que tú mismo. Sólo que mi necesidad de ser llevado en brazos es ineludible e impostergable. Como no tengo otra alternativa, veo mi delicada posición y la estudio desde todos sus ángulos.
–Consulta tu caso con el siquiatra.
–Ya lo pensé. Prefiero, a la curación, el mal.
–¿Y dices que no estás loco? Eres el primer enfermo que no aspira a curarse.
–Un mal necesario –y el mío lo es– exige la curación, no mediante el tratamiento psiquiátrico, sino siendo llevado en brazos. Estoy dispuesto a arrostrar befa y escarnio, encarcelamiento y tal vez la muerte.
–Papá, nuestras conversaciones han versado siempre sobre la familia, el país; acerca de nuestros respectivos oficios; en fin, sobre todas esas menudencias que nos ayudan a vivir. Pero nunca me hablaste en un lenguaje que yo no entendiera. De no ser tú quien me dirige la palabra, pensaría que me están tomando el pelo.
–Te respeto demasiado para tomarte el pelo. Mala suerte si no entiendes mi lenguaje –se recostó a la pared, como quien está próximo a tener un vahído–. También sería posible que la gente comprendiera, comprendiera como lo comprendo yo: si un ser humano me pidiera que lo llevara en brazos lo haría gustoso. Y, sobre todo, no lo angustiaría con preguntas. Ese es el problema, hijo mío: la infinita comprensión.
Como asunto que debe ser resuelto en el seno del hogar; como uno de esos secretos de familia, de esas vergüenzas o estigmas que se esconden celosamente, miró el hijo a su alrededor, miró a Tadeo, y con aire de contubernio dijo:
–No tengo esa infinita comprensión, pero te debo respeto y te amo. Mi conocimiento del mundo y de las gentes no alcanza, no llega a esos abismos en que un padre necesita ser cargado en brazos por su hijo...
–No solamente por su hijo: también por otras gentes –aclaró, inesperadamente, Tadeo.
–Bien; para el caso es lo mismo –dijo, no sin cierta irritación, el hijo–. Si te debo respeto y amor, estoy dispuesto a llevarte en brazos. Pero, papá, solamente en casa, y cuando ni mamá ni mi mujer estén presentes.
Sonrió Tadeo, y acercándose al hijo respondió, con el acento encantador de un niño:
–Me conformo.
Entonces el hijo, como el que apura su cicuta, lo cargó y lo tuvo en sus brazos por espacio de unos cinco minutos. Lo dejó luego sentado en una silla y salió a la calle en busca de aire. Literalmente se ahogaba.
Pero Tadeo estaba necesitado de una arena más vasta. Prescindiendo de cuanto podría llamarse “la reputación de la familia” se lanzó, a los pocos días, en busca de gentes que lo tomaran en sus brazos. Volvía a la casa, las más de las veces, magullado, raída la ropa. Y cuando intervenía la Policía, el hijo debía afrontar la situación. Esto constituía materia para amargos reproches.
Tadeo era inflexible e imperturbable. No le importaba que cien personas se negaran a cargarlo, que otras se burlaran o lo escarnecieran, si una al menos aceptaba. Este hecho constituía para él tan gran felicidad, que todo lo amargo, los gestos agresivos o la hostilidad de los demás podían darse por bien empleados.
Para facilitar las cosas –que su peso no resultara gravoso–, adelgazó rápidamente. A los pocos meses era ya su propia sombra. Afirmaba que su espantosa delgadez animaba a las gentes a tomarlo en sus brazos.
Se marchó finalmente de su casa. Dormía bajo los puentes y comía sobras. Pero un adepto que ganara, que gustosamente se prestara a cargarlo, y esos breves momentos de exposición en los brazos de un semejante, eran la justificación de su vida. Y tal vez, ya que predicaba con el ejemplo, los seres humanos podrían darse a la hermosa tarea de cargarse los unos a los otros.

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