miércoles, 25 de abril de 2012

El último round, cuento de Eduardo Antonio Parra



          Lo creíamos capaz de muchas barbaridades, pero no imaginamos hasta dónde podía llegar. Se le consideraba un vecino pues andaba en el barrio desde antes que cualquiera de nosotros. Sus harapos astrosos, ese mal olor que en verano revolvía el estómago, los pelos empastelados y las verijas aireándose por los agujeros del pantalón nos resultaban tan familiares como el puesto del Pancho, el taller o los aromas dulzones de la taquería de doña Luz.
Jamás dijo su nombre. Lo llamábamos el Campeón porque cuentan que hace muchos años ganó el Guantes de Oro. Seguro de los golpes quedó así, tocado. Y no se dejaba de nadie. Por una nada se arrancaba a discutir y por otro poco a tirar guamazos. Según él defendía su libertad, el derecho a pasear sus pies descalzos por la calle. Fue feliz hasta cuando vinieron los del municipio a rebanar la manzana de enfrente para que por aquí pasara la avenida. Cosas del progreso. Ya se sabe: la ciudad crece.
Con la ampliación todos perdimos tranquilidad y él se vio bastante afectado. Se la pasaba el pobre corre y corre de una banqueta a otra, toreando los carros que venían a madres, siempre a punto de llevárselo de corbata. Se tardó, pero al decidir no aguantar más empezó el contraataque: a los pitos respondía con mentadas y aspavientos, a los insultos con señas obscenas. Hasta se bajaba los pantalones si quienes lo agredían eran mujeres. Nosotros nos reíamos y le echábamos porras. Y él alegue y alegue que había que protestar contra esas bestias y quién sabe qué tantos disparates…
Sí, en los meses de verano sus locuras se volvieron peligrosas: tiraba piedras y vidrios en los carriles, aventaba bolsas de basura al paso de los vehículos. Ya no nos daba tanta risa. En una ocasión, un taxista se bajó enojadísimo porque una botella le ponchó la llanta. Yo lo vi todo desde la tienda. Se trenzaron y el Campeón, sin olvidar los buenos tiempos, dejó al chofer para el arrastre. Atizaba reteduro. Al rato el tipo volvió acompañado de la patrulla, mas no lo hallaron: lo escondió el dueño del taller y los vecinos juramos no haberlo visto nunca. Se fueron como vinieron.
Eso lo animó a seguir, digo yo, aunque con los calores se nos estaba pirando. Se me hace que la canícula y el tráfico le aceleraron la locura. Una tarde, tras regar los cuatro carriles de mugrero, se aplastó en mitad de la avenida. Me di cuenta al oír los rechinidos y al salir me topé con la circulación parada. Doña Luz le advertía: ¡Te van a apachurrar!, y él medio tartamudo contestó que si hacía falta el sacrificio, se moría pues. De pronto aparecieron los azules, y el Campeón a surtir a trompadas hasta que lo achicaron entre varios. Quedó bien cateado. Unos dicen que lo entambaron; otros, que lo encerraron en la casa de la risa. Sabe. Eso sí, en menos de dos semanas lo teníamos por aquí de nuevo. Y la película se repitió hasta el cansancio: él, con ganas de morirse, echado como vaca en el pavimento, y los patrulleros a treparlo a punta de macana.
Hasta el mediodía en que cargó con el galón de gasolina. Increíble, pero nadie se olió lo que traía en mente. Era la hora pico y el Campeón, según su costumbre, volteó los botes de basura y a patadas destripó las bolsas entre los rugidos de los carros que le pasaban rozando. Cuando iba a plantarse enmedio del tráfico, se acordó de algo y vino a la tienda. Lucía sereno, raro en él. Me encontró con un cliente y nomás me dijo que si le regalaba un cerillo. Le di la caja y salió. La verdad, en ese momento sentí un cosquilleo en el estómago, semejante a un presagio. Sin embargo, con mis ocupaciones, no hice caso.
Y el primero en gritar fue el Pancho: ¡No lo hagas, Campeón! Y de inmediato dos muchachas se detuvieron en seco frente a la tienda con cara de horror y una de ellas pegó un chillido. Se armó un escándalo de los mil demonios. Mientras brincaba el mostrador alcancé a escuchar un claxonazo seguido del rechinar de llantas y luego el deslumbrón igual que si el sol se hubiera desplomado encima de la calle. No pude llegar a tiempo.
Así acabó el Campeón. No lo hemos vuelto a ver. Por ahí me aseguraron que lo tienen en un sanatorio especial, y que está muy quietecito, muy sonriente. Al verlo acercarse como si fuera a limpiarle el vidrio, el conductor abrió la puerta y salió corriendo. El Campeón entonces, con total parsimonia, roció la gasolina encima del coche. Me dijeron que parecía feliz en el instante de prender el cerillo. Después se sentó a contemplar las llamas con expresión de triunfo. Y cómo no, si finalmente había derrotado al enemigo.

2 comentarios:

  1. buenos días aprecio mucho que exista este blog en sinaloa... me podrían informar donde existen actualmente cursos literarios para niños agradezco su atención

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  2. En la Biblioteca Gilberto Owen en Culiacán, que se encuentra provisionalmente en El casino de la Cultura. En la Biblioteca Morelos de Los Mochis.

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