Lo
creíamos capaz de muchas barbaridades, pero no imaginamos hasta dónde podía
llegar. Se le consideraba un vecino pues andaba en el barrio desde antes que
cualquiera de nosotros. Sus harapos astrosos, ese mal olor que en verano
revolvía el estómago, los pelos empastelados y las verijas aireándose por los
agujeros del pantalón nos resultaban tan familiares como el puesto del Pancho,
el taller o los aromas dulzones de la taquería de doña Luz.
Jamás dijo su nombre. Lo llamábamos el Campeón porque
cuentan que hace muchos años ganó el Guantes de Oro. Seguro de los golpes quedó
así, tocado. Y no se dejaba de nadie. Por una nada se arrancaba a discutir y
por otro poco a tirar guamazos. Según él defendía su libertad, el derecho a
pasear sus pies descalzos por la calle. Fue feliz hasta cuando vinieron los del
municipio a rebanar la manzana de enfrente para que por aquí pasara la avenida.
Cosas del progreso. Ya se sabe: la ciudad crece.
Con la ampliación todos perdimos tranquilidad y él se
vio bastante afectado. Se la pasaba el pobre corre y corre de una banqueta a
otra, toreando los carros que venían a madres, siempre a punto de llevárselo de
corbata. Se tardó, pero al decidir no aguantar más empezó el contraataque: a los
pitos respondía con mentadas y aspavientos, a los insultos con señas obscenas.
Hasta se bajaba los pantalones si quienes lo agredían eran mujeres. Nosotros
nos reíamos y le echábamos porras. Y él alegue y alegue que había que protestar
contra esas bestias y quién sabe qué tantos disparates…
Sí, en los meses de verano sus locuras se volvieron
peligrosas: tiraba piedras y vidrios en los carriles, aventaba bolsas de basura
al paso de los vehículos. Ya no nos daba tanta risa. En una ocasión, un taxista
se bajó enojadísimo porque una botella le ponchó la llanta. Yo lo vi todo desde
la tienda. Se trenzaron y el Campeón, sin olvidar los buenos tiempos, dejó al
chofer para el arrastre. Atizaba reteduro. Al rato el tipo volvió acompañado de
la patrulla, mas no lo hallaron: lo escondió el dueño del taller y los vecinos
juramos no haberlo visto nunca. Se fueron como vinieron.
Eso lo animó a seguir, digo yo, aunque con los calores
se nos estaba pirando. Se me hace que la canícula y el tráfico le aceleraron la
locura. Una tarde, tras regar los cuatro carriles de mugrero, se aplastó en
mitad de la avenida. Me di cuenta al oír los rechinidos y al salir me topé con
la circulación parada. Doña Luz le advertía: ¡Te van a apachurrar!, y él medio
tartamudo contestó que si hacía falta el sacrificio, se moría pues. De pronto
aparecieron los azules, y el Campeón a surtir a trompadas hasta que lo
achicaron entre varios. Quedó bien cateado. Unos dicen que lo entambaron;
otros, que lo encerraron en la casa de la risa. Sabe. Eso sí, en menos de dos
semanas lo teníamos por aquí de nuevo. Y la película se repitió hasta el
cansancio: él, con ganas de morirse, echado como vaca en el pavimento, y los
patrulleros a treparlo a punta de macana.
Hasta el mediodía en que cargó con el galón de gasolina.
Increíble, pero nadie se olió lo que traía en mente. Era la hora pico y el
Campeón, según su costumbre, volteó los botes de basura y a patadas destripó
las bolsas entre los rugidos de los carros que le pasaban rozando. Cuando iba a
plantarse enmedio del tráfico, se acordó de algo y vino a la tienda. Lucía
sereno, raro en él. Me encontró con un cliente y nomás me dijo que si le
regalaba un cerillo. Le di la caja y salió. La verdad, en ese momento sentí un
cosquilleo en el estómago, semejante a un presagio. Sin embargo, con mis
ocupaciones, no hice caso.
Y el primero en gritar fue el Pancho: ¡No lo hagas,
Campeón! Y de inmediato dos muchachas se detuvieron en seco frente a la tienda
con cara de horror y una de ellas pegó un chillido. Se armó un escándalo de los
mil demonios. Mientras brincaba el mostrador alcancé a escuchar un claxonazo
seguido del rechinar de llantas y luego el deslumbrón igual que si el sol se
hubiera desplomado encima de la calle. No pude llegar a tiempo.
Así acabó el Campeón. No lo hemos vuelto a ver. Por ahí
me aseguraron que lo tienen en un sanatorio especial, y que está muy
quietecito, muy sonriente. Al verlo acercarse como si fuera a limpiarle el
vidrio, el conductor abrió la puerta y salió corriendo. El Campeón entonces,
con total parsimonia, roció la gasolina encima del coche. Me dijeron que
parecía feliz en el instante de prender el cerillo. Después se sentó a
contemplar las llamas con expresión de triunfo. Y cómo no, si finalmente había
derrotado al enemigo.
buenos días aprecio mucho que exista este blog en sinaloa... me podrían informar donde existen actualmente cursos literarios para niños agradezco su atención
ResponderEliminarEn la Biblioteca Gilberto Owen en Culiacán, que se encuentra provisionalmente en El casino de la Cultura. En la Biblioteca Morelos de Los Mochis.
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