La voz del
reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de
levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba
desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el
vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!
En la cocina el
horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron
ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de
jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.
-Hoy es cuatro
de agosto de dos mil veintiséis -dijo una voz desde el techo de la cocina- en
la ciudad de Allendale, California -Repitió tres veces la fecha, como para que nadie
la olvidara-. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el
aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y
también las cuentas de agua, gas y electricidad.
En algún sitio
de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se
deslizaron bajo ojos eléctricos.
-Las ocho y
uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las
ocho y uno!
Pero las
puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones
de goma. Llovía fuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en
voz baja: “Lluvia, lluvia, aléjate… zapatones, impermeables, hoy.”. Y la lluvia
resonó golpeteando la casa vacía. Afuera, el garaje tocó unas campanillas,
levantó la puerta, y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una
larga espera, la puerta descendió otra vez.
A las ocho y
media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de
aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los
arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano
distante.
Los platos
sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.
“Las nueve y
cuarto”, cantó el reloj, “la hora de la limpieza”.
De las guaridas
de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se
poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las
sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y
aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos,
volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La
casa estaba limpia.
Las diez. El
sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros
y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas
emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.
Las diez y
cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire
de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y
descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado
la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí
la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en
una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las
imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos
levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño,
una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca
acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los
niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores
cubrió el jardín con una luz en cascadas.
Hasta este día,
qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había
preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros
solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado
herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que
bordeaban la paranoia mecánica.
Cualquier
sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba
y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.
La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes,
pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y
los ritos continuaban insensatos e inútiles.
El mediodía.
Un perro aulló,
temblando, en el porche.
La puerta de
calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y
gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando
huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por
tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.
Pues ni el
fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles
de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo,
el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de
acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano,
y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un
rincón oscuro como un Baal maligno.
El perro corrió
escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al
fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.
Olfateó el aire
y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos
pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe de arce. El perro, tendido
ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De
pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó
muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.
Las dos, cantó
una voz.
Los regimientos
de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición,
y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento
eléctrico.
Las dos y cuarto.
El perro había
desaparecido.
En el sótano,
el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la
chimenea.
Las dos y
treinta y cinco.
Unas mesas de
bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el
tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y
sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.
Pero en las
mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.
A las cuatro,
las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.
Las cuatro y
media.
Las paredes del
cuarto de los niños resplandecieron de pronto.
Aparecieron
animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas
que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban
colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones
bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante
campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro,
y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban
sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas
amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había
un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como
otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento.
De pronto las
paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras
kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las
malezas y los manantiales.
Era la hora de
los niños.
Las cinco. La
bañera se llenó de agua clara y caliente.
Las seis, las
siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por
un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al
hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media
pulgada de ceniza blanda y gris.
Las nueve. En
las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran
frescas aquí.
Las nueve y
cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.
-Señora
McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?
La casa estaba
en silencio.
-Ya que no
indica lo que prefiere -dijo la voz al fin-, elegiré un poema cualquiera.
Una suave
música se alzó como fondo de la voz.
-Sara Teasdale.
Su autor favorito, me parece…
Vendrán lluvias
suaves y olores de tierra,
y golondrinas
que girarán con brillante sonido;
y ranas que
cantarán de noche en los estanques
y ciruelos de
tembloroso blanco
y petirrojos
que vestirán plumas de fuego
y silbarán en
los alambres de las cercas;
y nadie sabrá
nada de la guerra,
a nadie le
interesara que haya terminado.
A nadie le
importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si la humanidad
se destruye totalmente;
y la misma
primavera, al despertarse al alba,
apenas sabrá
que hemos desaparecido.
El fuego ardió
en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de
ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba
la música.
A las diez la
casa empezó a morir.
Soplaba el
viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.
La botella de
solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas
envolvieron el cuarto.
-¡Fuego! –
gritó una voz.
Las luces se
encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el solvente se
extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo,
devorando, mientras las voces repetían a coro:
– ¡Fuego,
fuego, fuego!
La casa trató
de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto
las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.
La casa cedió
terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto
en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas
ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar
más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.
Pero era
demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo.
La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días
tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.
El fuego
crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de
Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y
encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
Después el
fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las
cortinas.
De pronto,
refuerzos.
De los
escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de
grifo brotó un líquido verde.
El fuego
retrocedió como un elefante que ha tropezado con una serpiente muerta. Y fueron
veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una
venenosa, clara y fría espuma verde.
Pero el fuego
era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó
hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las
bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró
en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.
La casa se
estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en
las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera
arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en
el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió
los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces
gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción infantil; una
docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un
bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de
los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco
voces murieron.
En el cuarto de
los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas
escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color,
y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano
río humeante…
Murieron otras
diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros
indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una
segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de
la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil
cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora,
uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad;
cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente
fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas!
Y en la
llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime
despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta
que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.
El fuego hizo
estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.
En la cocina,
un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos
de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas,
veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y
encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.
El derrumbe. El
altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el
sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los
circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de
huesos.
Humo y
silencio. Una gran cantidad de humo.
La aurora asomó
débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una pared. Dentro de
la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se
elevaba sobre el montón de escombros humeantes:
-Hoy es cinco
de agosto de dos mil veintiséis hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis,
hoy es…
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