para José Emilio Pacheco
La celadora observó que sus ojos —¡y acostumbrada como
estaba al paciente e incesante escrutinio del fluir de la descomposición, no
logró reprimir la mueca de repugnancia que invariablemente le producían!— se
posaban en la hoja amarillenta y sucia de un periódico dificultosamente
levantado de la banca sobre la cual yacía. La vacilante mirada pareció
prenderse de un trozo de papel entre cuyas arrugas, manchones y demás
deterioros, destacaban unos signos que aprehendieron y unificaron los dispersos
destellos de su atención, como si en cierta zona remota de la conciencia, se
hubiera registrado una ligera fisura.
Sorprendida, la celadora llegó a considerar la posibilidad
de que dentro de aquella carne blancuzca hubiese surgido al fin un impulso que
desde hacía tres años (desde aquella noche alucinante y trágica en que todo lo
que bullía dentro de él se había cumplido, en la que su ser había sido colmado
en toda la capacidad que le estaba permitido) tanteaba sorda e infructuosamente
por emerger a la luz. Mas el impulso, si es que alguno hubo, se detuvo sin
llegar a plasmarse en ningún movimiento determinado, vencido ante el primer
obstáculo de los muchos que interrumpían una larga jornada. La incapacidad para
sobrepasarlos explicaba el que ahora, a los trece años de edad, se encontrase
allí, detenido, cercado, derrotado por un sino que lo había manejado desde que
tenía uso de razón y cuya manifestación primera había sido ese desbordado,
abominable empleo de la memoria con que había logrado hacer que sus padres y
correligionarios lo confundiesen con el portador del Milagro. (El número de
versículos monótonamente recitados era para su madre motivo de un siempre
renovado asombro.) Pero la raíz de su orgullo personal no estribaba en el
amplio conocimiento que podía ostentar de las Escrituras, sino en el cúmulo de
oraciones y plegarias prohibidas, cuyo arduo aprendizaje sus padres ignoraban,
y en el acervo de rencor y de contenida violencia que supo ocultar bajo la máscara
de una mirada sumisa y de una sonrisa un tanto servil cuya bondad se hubiese
juzgado aborrecible poner en duda.
Y no era del todo errado pensar que algo se había sacudido
en él ante aquella borrosa fotografía contemplada en una deteriorada página de
periódico, cuyas palabras impresas no le transmitían ya mensaje alguno, pero en
la que se aplicaba hechizado y absorto para inspeccionar una boca abierta,
donde dientes como granos de mazorca se erigían y acentuaban un gesto de
impotencia, y también unos fusiles que apuntaban al cuerpo de la mujer que
poseía esa boca, y además, un pequeño bulto sostenido por los brazos exangües,
marchitos, de la mujer portadora de esa estúpida boca delirante, en que se
exhibían sin recato alguno, despiadadamente, unos granos de maíz implorantes y
una lengua aguda, estéril, paralizada ante la perspectiva de aquellos negros
caños de acero que le apuntaban y cuyo vómito de fuego le haría arrojar aquel
bulto arrebujado en su manta, que seguramente sollozaría al caer, con un llanto
amargo y estridente, para después permanecer ya inmóvil, sin que el menor
gemido denunciara su existencia, en la espera de que una bota llegase a
oprimirlo y el casco de un caballo enloquecido por el humo y el crepitar del
fuego lo penetrara para teñirse de un color guinda violento y espeso que el
polvo inmediatamente convertiría, para deleite de las moscas, en una costra
áspera y viscosa.
Un grupo de imágenes sueltas y confusas buscaban dura,
torpe, empecinadamente, el camino que las llevara al exterior, logrando tan
sólo producir un estupor imbécil, una rapaz perplejidad dentro de aquella
amorfa mole de carne incolora en cuyo interior uno se imaginaría que los huesos
se mantenían flotando sin orden ni concierto en un líquido espeso (imposible
pensar en sangre, sino en un agua ponzoñosa y repugnante), sin que a sus ojos
lograra transminarse algo distinto de su habitual idiotez; pleno de incomprensión
y de temor ante aquel mundo de bocas violentas y agitadas que de vez en vez,
ante un estímulo externo, lograba fugazmente vislumbrar, de gentes en
desbandada, de cascos de caballos en que la sangre, la carne y la sangre de sus
hermanos se adherían para prestarle ese color rojizo que obsesivamente lo
atormentaría en los días que sucedieron al desastre. (El mundo comenzó a tomar
un color carmesí y la desolación, el horror y los gritos estridentes que
precedieron a su noche, se hicieron acompañar siempre por las más trepidantes
tonalidades del púrpura.) Cuando aún no lo intentaba en su presente morada y
vivía en una choza mínima de techos de paja, al cuidado de una sucia y anciana
mujeruca que lloraba con la misma frecuencia con que le pasaba una mano
descarnada y áspera por el cabello, insistiendo en su invitación a dormir, a
comer, hasta hacerse entender, pues ya para entonces él comenzaba a no
comprender, a perderse en un laberinto intrincadísimo en el cual se sabía vivir
a la vez el papel de mosca y el de araña; sin lograr siquiera transmitir la
urgencia de un consuelo que no le podían prestar las lágrimas y caricias de la
vieja, sino que tenía que provenir del Verbo mismo, transferido y reflejado por
Él a la conciencia de alguno de sus siervos, aunque sería necesario que le
repitieran una y mil veces cada frase (no obstante que en un tiempo, un
entonces apenas pasado inmediato o un presente que no acababa de desvanecerse
del todo, él había sabido de memoria más salmos que cualquier otro miembro de la
comunidad, además de infinidad de oraciones del credo que no era el suyo ni el
de sus padres, sino el de aquellos que habían logrado su expulsión de las
escuelas, de las madres de sus compañeros que con turbias palabras lo arrojaban
de sus casas, y el de los hombres y mujeres que una noche de octubre impelidos
por la demencia, el calor, la urgencia de imponer sobre el suelo que pisaban
una ley y un castigo que estuviese más cerca de sus convicciones y protegieran
lo que ellos consideraban sus derechos, y posiblemente por una buena dosis de
aguardiente, habían dado cauce a sus pasiones, conjugándose con él y su
ilimitado rencor para proceder a que aquel pequeño grupo que envenenaba con sus
cánticos de perdición y su soberbia humilde el aire de San Rafael expiara sus
pecados). Él, que usufructuó una memoria prodigiosa, él, que sabía idear los
más sutiles ropajes con que revestir la humillación y la perfidia, se daba
cuenta de que los datos más sencillos se le escapaban velozmente, de que algo
en él negábase a retener los elementos que la realidad le ofrecía, y antes de
entrar en esa noche total que presentía le estaba destinada y suponía próxima,
necesitaba la caricia, no la que entregaba ese mimo de las manos que se le
ensortijaban en el cabello, sino una que debía provenir de la voz, una voz que
alguien (que cualquiera) emitiese y lograra persuadirlo (la noche avanzaba con
una celeridad que no podía, o él no quería, o sencillamente no le importaba,
disminuir) de que el único culpable, y por ser Él no se le podía llamar
culpable, era el Señor. Pero el relámpago de gracia de la palabra redentora no
apareció jamás, a no ser en su propia boca, mascullando hacia adentro, sin
despegar apenas los labios, constituyéndolo en actor y escucha a la vez para
que si se produjera el error fuese únicamente él quien pudiese advertirlo, pues
ni aun entonces lo abandonó el orgullo, y no se hubiera perdonado —aunque el
perdón y la soberbia y en última instancia el mismo preponderante orgullo
pudiesen en tales circunstancias, frente a la sangre derramada y el llanto de
los suyos, y la ira que su acto desencadenara, y las cenizas de las paredes
violentas por el rencor de Aquel que está desde siempre y para siempre en las
alturas, parecer pueriles— ninguna equivocación que mancillara, a los ojos de
los demás, su reputación de precoz genialidad.
Así, prefirió no hablar, mantener ese mutismo alerta en la
espera del mensaje furtivo que le otorgaría la redención y el perdón.
Posiblemente ese desesperado acecho a la esperanza fue el
que dilató su agonía y retardó su ingreso al mundo de las sombras, en el cual
ahora, casi inerte, yacía bovinamente frente a las imágenes sueltas que
arrojaba un diario y que pugnaban por introducírsele y proporcionarle el hilo
con que atar unos recuerdos borrosos de los cuales, de la misma manera que
había olvidado qué efecto correspondía a qué causa, qué momento era resultado
fatal e ineludible de otro, tampoco llegaba a distinguir si debían producirle
alegría o temor. Aun en el instante en que lo recogieron de en medio de la
calle aquella medianoche maldecida en que arrastrado por un frenesí que le
relampagueaba en la boca del estómago, en el corazón, en el cerebro, en las
entrañas todas, vociferaba injurias a los suyos y clamaba a los otros y los
urgía para que hicieran correr la sangre hasta que los crímenes cometidos
contra la fe hubiesen sido enteramente lavados, hasta que la purificación se
cumpliera, él ya no podía reconstruir del todo los hechos; cuando de la sangre
y las cenizas y las llamas a través de las cuales había creído distinguir la
mirada tremenda de su madre lo vinieron a rescatar los fuertes brazos de un
hombre que lo entregó a otros brazos, que lo depositaron en otros, que a su vez
transmitieron a otros la encomienda, para venir al fin a interrumpirse la
cadena en una casucha miserable de las orillas de San Rafael, donde una mujer
sucia y triste, tan sucia como los tablones de su mezquino jacal, cuya tristeza
la asemejaba a su árida parcela, le pasaba una mano por los cabellos, mientras
sus ojos secos y hundidos lo miraban sin amor y su voz, en lugar de emitir el
perdón, lo instaba a menesteres de un contenido moral nulo, tales como el
comer, el dormir, el tratar de cortar los sutiles hilos de la memoria, ¡como si
aquello fuese tan sencillo, que uno sólo necesitase proponérselo para que una
vida, años enteros con sus meses, sus semanas, sus días y sus horas entregados
a la exaltación y al logro de una idea que con fijeza le obedecía, quedasen
total y definitivamente borrados! Porque no era solamente un acto, el de la
delación, el que había necesariamente que olvidar para quedar en paz con uno
mismo (un momento que en sí a la gente podría parecerle monstruoso, porque no
lo relacionaba con la idea absoluta de la Gloria de Dios, frente a la cual toda
pequeñez humana venía a resultar insignificante, banal), sino un conjunto
infinito y complejo de momentos casados entre sí, que surgía desde el instante
mismo en que nacía su conciencia, ya que el germen habitaba en él desde un
principio, desde que trataron de introducirlo a los elementos de la fe, e
iluminado puso en duda, y ya para siempre, no sólo su grandeza sino también su
veracidad. Así, cuando más tarde, llegado el momento de asistir a la escuela,
sus compañeros comenzaron a señalarlo y hacerlo víctima de tan inimaginable
variedad de injurias que el propio director, llegándolo a considerar como la
fuente del desorden, se negó a tenerlo más en la escuela, no les guardó rencor,
ya que por el contrario cualquier otra actitud más conciliadora o fraternal le
hubiese parecido de una tibieza repulsiva; y después, cuando la palabra
persecución aplicada a los otros (a los hasta entonces sujetos activos de toda
relación en que tal término entrara en juego) adquirió un sentido palpable e
inequívoco, y aquellos que antes lo repudiaron sentían el temor de la
humillación de ser vigilados, y los templos ofrendados al culto fueron
convertidos en cuarteles o simplemente cerrados, y los santísimos corazones de
Jesús se retiraron a los escondrijos y ahuyentados, y a algunos muñecos
grotescos se les vistió con sotanas y casullas para exhibirlos
desvergonzadamente a la mofa pública, y el escarnio se ciñó sobre iglesias y
santuarios, y las viejas chillaron en las plazas y mercados, y las actividades
de su padre crecieron intempestivamente, y sus visitas a celebrar el servicio
en los pueblos vecinos, Peñuela, Amatlán, Coscomatepec, San Rafael, con la
complicidad de las autoridades y los ojos acechantes de los fieles del culto
perseguido, y la cárcel y el paredón fueron la diaria ración del dolor y
sacrificio para un clero que él veía demasiado sumiso y abnegado, y frente a él
y su pretendido candor recayó lo más acerbo que guardaban las miradas, y se le
escupió y vejó por considerarlo enemigo de Dios, cuando en verdad era su instrumento,
su fórmula de castigo, su flamígera espada, el ángel portador de su venganza,
sintió deseos de confesar su amor, decantado a través de tantos años de
almacenaje clandestino, por el credo en desgracia, pero el sentimiento de que
ello hubiese sido obrar con alocada precipitación lo detuvo justo a tiempo;
tenía que soportar la máscara hasta que el momento señalado se acercara;
seguro, confiado en resultar invicto sobre el temor o el remordimiento que tal
acción pudiera producirle, pues no contaba entonces sobre su conciencia la
abrumadora dolencia que produce la duda; y fue por eso, por no estar más tarde
seguro de la bondad de un acto cuya consumación había propiciado, que exigía
(sin que nadie respondiera a su ardorosa súplica), aunque fuese sólo en
murmullos, la palabra redentora. Sumido en el fuego de su duda, atenazado por
la brasa que lo consumió hasta su entrada en las tinieblas, donde
paulatinamente el miedo, la duda, los colores, las imágenes fueron diluyéndose,
borrándose, hasta dejar escapar el recuerdo siniestro de aquel tiempo de
exaltación y cólera en que una tarde, con las entrañas incendiadas y la orina
paralizada en los riñones escribió con su letra firme de colegial aplicado, a
las personas a quien convenía, unos renglones donde hacía constar que habían
sido los suyos los que denunciaron a las autoridades el escondite del padre
Crespo (a quien apenas capturado habían colgado de un árbol en la alameda), y
al día siguiente la casa fue seleccionada con gran cuidado y el servicio religioso
hubo de hacerse más en secreto que nunca porque su padre sentía que el clima
era propicio a los desórdenes y él pudo comprobar que su carta había surtido
efecto, y ellos aparecían en la boca y en la conciencia de todos como los
victimarios del sacerdote ahorcado. Después, cuando aún podía hacerlo, recordó
que esa noche había dado voces en la calle, pidiendo que prendieran fuego a la
casa de Serafín Naranjo donde su padre celebraba el servicio, y habían llegado
unos con fusiles, otros con antorchas y otros con piedras, y otros con nada,
con sólo una boca vociferante y recios puños, dispuestos a que nadie saliera de
la casa, en tanto que él, con voz que la pasión le había vuelto poderosa y que
sobresalía de entre el rugido general, clamaba justicia para los sacerdotes
asesinados, de cuyo martirio, juraba, eran responsables esas casi veinte
personas reunidas para entonar en voz baja sus cánticos y plegarias. Y luego ya
todo se volvió fuego, que de las antorchas pasó a las paredes y que convirtió
los ojos de los hombres en un espejo cobrizo del incendio, y tres señores
rubios, de pesadas botas, dispararon sus fusiles contra las puertas cuando los
fieles intentaban escapar del humo y de las llamas, y la multitud crecía y el
odio se agigantaba, se reforzaba, corría fraternalmente de una mano a otra, de
una boca a la siguiente, y una mujer, tal vez Ignacia, desesperadamente intentó
salir con un pequeño bulto que lloraba entre sus manos, y se oyó una descarga y
el bulto cayó y luego uno de los tres hombres rubios al correr lo aplastó, y un
caballo de pronto ya tenía un casco rojo, mientras él, desde la acera de
enfrente, hincadas las rodillas, en las duras baldosas, inmutable al estruendo
que lo cercaba, pedía que el Señor reforzara el castigo a los impíos, rogaba que
el fuego los cubriera, cuando la cara de su madre emergió de entre una ventana
en llamas y una piedra la golpeó en la frente y su mirada se fijó aterrorizada
en él que exaltado acogía con unción profunda la agonía de los pecadores, la
purificación del pueblo. Presenció todavía el derrumbe de los techos y sintió
la ceniza quemante en la cara y aspiró con horrorizado deleite el vaho que
aquel hacinamiento de escombros humeantes y cuerpos carbonizados desprendía, y
ya no pudo ver más porque un hombre lo arrebató de su delirio y luego de rodar
por varias manos, ásperas y extrañas, fue depositado en la choza de una anciana
mentecata en donde la comunicación con el Señor se interrumpió del todo, y de
allí lo habían conducido a aquel edificio en una de cuyas bancas yacía ahora,
contemplando embelesado la fotografía borrosa de un viejo periódico, sin
siquiera saber por qué, golpeando con furia a la celadora cada vez que
intentaba quitárselo, sumido en una nada total a la que obstinadamente trataba
de incorporar esa boca que veía enfrentarse a un fusil.
México, 1958
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