lunes, 30 de marzo de 2015

El Draft de Jesús Ramón Ibarra.


Quilmes Fornito bajó del taxi y lo golpeó un olor a algas podridas. El hotel no era alto, parecía un diente ocre desde lejos. Alguna vez había sido famoso por recibir a estrellas de cine, a políticos en busca de acción, a empresarios que organizaban foros en el centro de convenciones, un galpón alfombrado que olía a fósforo, cuyo principal atractivo era la vista al mar, al estuario y su gran vaho de sombras. ¿Qué parte formaba ahora él en el historial de ese edificio vetusto, corroído, sin mozos al frente?

El gerente no lo reconoció. Le habló de las cualidades del lugar y le prometió una cortesía en el bar de la terraza. Quilmes se movería solo. Los hombres que vería al día siguiente no se andaban con chiquitas y él no quería comprometer a nadie. Uno era Darío Bárcenas, lugarteniente de Pablo Arjona, líder del Cártel del Noroeste. Los demás eran complementos de ese indefinido ciclorama del crimen.
Ya instalado en un cuartito de paredes tapizadas con flores azules, recordó borrosamente a su padre, jugador de América de Cali hacia los años ochenta; evocó sus primeras lecciones con la pelota en los pies. El futbol es una guerra, decía siempre. Él se quedó con la frase y con los trofeos que su papá cosechó durante cinco temporadas en Colombia, antes de partir al futbol argentino, donde cumplió con dignidad una campaña con Boca Juniors. A su regreso, América no lo quiso recibir y terminó en Millonarios. El acoso de los hinchas de Cali no se hizo esperar, frente a algo que consideraron una traición flagrante.

Dos años después de su incorporación al club bogotano, el carro donde iba Arístides Fornito, mediocampista, seleccionado nacional, voló en pedazos justo cuando el matrimonio salía de una misa en la Iglesia de Nuestra Señora de las Aguas. El atentado se lo atribuiría el Cártel de Medellín. La tragedia, sumada a los malos manejos de un contador voraz, dejó a Quilmes literalmente en la calle. Un tío lejano le concedió un rincón en su garaje para que el chico durmiera. A esa etapa él posteriormente la llamaría "el limbo".

En este limbo cruzó el desierto espinoso de la orfandad, a la vista de todos, convertido en un muchacho que solventa la vida con un desarraigo mecánico. En la calle se hizo hombre: su naturaleza era la de un roble golpeado por un rayo intransigente. Aprendió de armas. Supo que la mejor forma de sortear el peligro era creando un halo de poder y respeto alrededor suyo. Se involucró con criminales. Olía a pólvora, sangre desecada y whisky rancio. Tenía una puntería letal con el pie y con la pistola. Fue en esos días cuando comenzó a hacer trabajos para Fedor Delgado, entonces cabeza del Cártel de Cali. Para Quilmes, la vida se había convertido en un árbol de cuyas ramas colgaban los frutos de una desesperanza atroz, pero también de un coraje paliado por el juego, la muerte rápida y efectiva de sus enemigos, las cascaritas en el Parque de la 80, los labios mansos de alguna chica que lo iba a ver con desgano por las tardes.

Fue en el barrio de Ciudad Bolívar, entre baldíos anegados de yerba mala, apostadores y asesinos en reposo, donde lo descubrió jugando futbol el profesor Montoya, visor de Independiente de Santa Fe. El chico era extremo derecho. Una flecha en la franja que mandaba centros precisos o repartía diagonales como dulces. Sin embargo, la inutilidad de sus delanteros, su mal tino y su nula condición depredadora, le dieron amor propio para hacer él mismo recorridos rumbo a la portería y disparar a gol. Esa tarde metió tres y falló otros tantos mientras cautivaba a una afición raquítica. Montoya se impresionó con esa rareza de crack y le invitó un refresco después del partido. Hablaron de futbol colombiano. El profesor recordó al Pibe Valderrama, a Higuita, al Tren Valencia, mientras Quilmes se limitaba a señalar las condiciones de Faustino Asprilla, su ídolo. Montoya no pudo eludir la mención de Arístides Fornito. El muchacho resistió, sin embargo, ese golpe.

Cuando Montoya le preguntó si tenía equipo o representante, Quilmes le respondió con una sonrisa de signo ortográfico que no, que cómo creía. A la semana el chico ya estaba instalado en un departamento de un suburbio y tenía un contrato sobre la mesa donde sueldo y prestaciones irían subiendo a la par de sus méritos en la cancha. Aunque le inquietaba un poco deponer las armas, esperaba la comprensión de su jefe. Y la mirada profesional, seria, del Monstruo de los Andes cuando el muchacho le comentó de su prometedora carrera con el Santa Fe, del dinero bien habido, del lodazal que se sacudía gracias al genio irrestricto de sus dos pies, confirmó sus sospechas. Fedor le dio un abrazo y le regaló una M1911 con el nombre de Quilmes grabado en la cacha de nácar. Le puso en la mano, además, un fajo de dólares contenidos por un pasador perlado de diamantes.

En Independiente mostró de inmediato su talento. Aunque le faltaba estatura, su correosidad le ayudaba en los choques. Tenía picardía para esconder la pelota, para el regate en corto, para el tiro de media. Iba muy bien por lo alto y era disciplinado en la táctica. En su primera campaña metió 14 goles y el equipo fue subcampeón. Era un virtuoso lleno de recursos cuya juventud transcurría entre el confort del estrellato y los rumores permanentes de su pase a Europa.

Fornito ganó dos títulos de goleo y encabezó la obtención de tres trofeos de Liga, antes de que El Gullit Sánchez le rompiera tibia y peroné, harto de sus regates burlones y de sus caños.

Paró ocho meses, mismos que dedicó a estudiar pintura, a escribir en un diario local, a producir un programa deportivo. Al Gullit, tiempo después, lo matarían a tiros cuando iba saliendo de un bar en Cartagena de Indias.

Después de eso vino una decadencia sistemática, paulatina, identificada por una disminución en los goles. Menos atrevimiento, menos peso específico. Más lesiones y menos velocidad. Para Independiente se volvió prescindible. Cedido a Jaguares de Chiapas, en México, Quilmes jugó un par de años que fueron un campo de concentración. Un técnico lo retrasó unos metros y más o menos empezaba a rendir como enganche cuando llegó una nueva contractura muscular que lo detuvo media campaña. Cuando se recuperó lo despidieron del club. Anduvo de un lado a otro pugnando por hacer lo que mejor sabía: dialogar con un cuerpo que ahora quería establecer su propio monólogo cansino, en las sombras de la abulia y el desapego. Solo el Zihuatlán pudo pagarle un sueldo más o menos digno en la división de ascenso, donde metió muchos goles que no sirvieron para nada. Le regalaron sus derechos federativos y ahora estaba ahí, en un hotel de la costa mexicana, haciendo tiempo para asistir a una reunión donde se definirían, entre otras cosas, su futuro. Le habían pedido puntualidad, algo que no podía faltarle a un jugador decolorado por las lesiones y la falta de estrella.

Quilmes estuvo en el bar hasta las 12 de la noche. Se ligó a una mazatleca y subió amarrado a su cintura las escaleras amplias y ondulantes. La mujer olía a playa, pero también a bourbon. Él le contó de sus planes. Ella escuchaba sin pasión, aletargada por la embriaguez y un deseo curioso: no era su primer mulato, pero sí su primer futbolista. No era ajena a los colombianos, que pululaban como sombras en todas las costas del mundo, labiosos y festivos, dicharacheros y con una lírica rudimentaria pero efectiva para la seducción.
Hicieron el amor un par de veces, a gritos, mientras el mar sonoro corrompía esa composición de alientos que buscan sus asideros en la carne. La madrugada era una boca adormecida sobre el olor de las magnolias que se secaban en el corredor. Desde muy lejos llegaba una canción de Elvis Presley.

Por la mañana, Quilmes se sintió diez años más joven, salió a la calle y el sol le pareció cruento, blanco, casi como un huevo que arde en su propio nido. Se palpó la pistola, su M1911, y avanzó por las calles repletas de turistas.

Cuando llegó al lugar, un privado del Cáucaso, restaurante especializado en cortes, lo recibieron dos hombres grandes, vestidos de plata. Quilmes les entregó el arma y ellos lo guiaron hacia el fondo del saloncito. En una esquina había una pecera luminosa. De una bocina montada en un rincón alto surgía una música que se insinuaba norteña, aunque lúgubre. Olía a pienso. Por una puerta entró un hombre y se sentó en la cabecera. Le indicó que ocupara un lugar junto a él. Vestía un traje negro, su cabeza era enorme y oscura, aunque la mirada transmitía una tranquilidad casi sedante: Darío Bárcenas, el sanguinario lugarteniente del cártel local, famoso por su falta de pudor, por sus maneras suaves, pero también por su incapacidad para negociar cuando la corriente va en contra.

De la calle se acercaban los rumores de una mañana creciente, llena de coches pero también de un calor amargo.

Quilmes tenía que sostenerle, primero, la mirada, si quería extraer de ese rostro sin complejos una voz. Y así lo hizo. Lo demás sería cuestión de resistir. Bárcenas ordenó a los hombres que levantaran al colombiano y lo sostuvieran de pie; luego tomó un bate de béisbol y lo levantó a la altura de su hombro. No sabía cuántos golpes tenía que dar, aunque ya había hecho esa maniobra muchas veces. Cuando dio el primero, Quilmes sintió cómo la pierna izquierda, esa que le servía como eje en algunas jugadas vistosas, se fragmentaba en múltiples pedazos. Con eso basta, dijo. Bárcenas apeló a la sabiduría de quien conoce la propia decadencia de su cuerpo como una prenda de vestir, y se detuvo. Vio en Fornito la mirada que quería. En el fondo comenzaba a arder el desprecio como una zarza. Era suficiente. Con la pistola en las manos, solo tenía que recuperar un poco de pulso.

Ilustración: Patricio Betteo



1 comentario:

  1. Sí, hay maestría en los cuentos de Jesús Ramón Ibarra. Es un balón que va recorriendo la calle en nosotros, Nos recuerda las porterías improvisadas en la infancia y el grito por la pelota entre caras conocidas o rostros contrincantes. Retrata la violencia ahora cotidiana y la envuelve con la cosmovisión futbolera de aquella niñez. Como partido único este cuento funciona con la precisión de un buen pase frente a la portería. Dan ganas de conocer el calendario completo de cuentos para asistir a cada uno de ellos y ver los personajes y las jugadas polémicas con finales diversos reflejados en el marcador de la vida. Esperar la tarjeta amarilla a mitad del libro y al final ver el cartoncillo rojo, porque la lectura nos expulsó a los comentarios finales que siempre están relacionados con nuestra experiencia. Enhojabuena, querido Jesús, publica pronto este libro con sus 90 minutos y tiempo extra.

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