Él estaba
en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la
puerta.
¡Estoy
contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas!, gritó. ¿Me oyes?
Él siguió
metiendo sus cosas en la maleta.
¡Hijo de
perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas! Empezó a llorar. Ni siquiera te
atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto?
Entonces
ella vio la fotografía del niño encima de la cama, y la cogió.
Él la
miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después se dio la
vuelta y volvió a la sala.
Trae aquí
eso, le ordenó él.
Coge tus
cosas y lárgate, contestó ella.
Él no
respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de
apagar la luz. Luego pasó a la sala.
Ella
estaba en el umbral de la cocina, con el niño en brazos.
Quiero el
niño, dijo él.
¿Estás
loco?
No, pero
quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
A este
niño no lo tocas, advirtió ella.
El niño se
había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.
Oh, oh,
exclamó ella mirando al niño.
Él avanzó
hacia ella.
¡Por el
amor de Dios!, se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la
cocina.
Quiero el
niño.
¡Fuera de
aquí!
Ella se
volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina.
Pero él
les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con
fuerza.
Suéltalo,
dijo.
¡Apártate!
¡Apártate!, gritó ella.
El bebé,
congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la
cocina.
Él la
aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando
con fuerza al niño y empujó con todo su peso.
Suéltalo,
repitió.
No, dijo
ella. Le estás haciendo daño al niño.
No le
estoy haciendo daño.
Por la
ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la oscuridad él trató de abrir
los aferrados dedos ella con una mano, mientras con la otra agarraba al niño,
que no paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro.
Ella
sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.
¡No!,
gritó al darse cuenta de que sus manos cedían.
Tenía que
retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca
y se echó hacia atrás.
Pero él no
lo soltaba.
Él vio que
el bebé se le escurría de las manos, y estiró con todas sus fuerzas.
Así, la
cuestión quedó zanjada.
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