martes, 1 de octubre de 2013

La casa muda, cuento de Dimas Lidio Pitty




Tocó el timbre sin entusiasmo pero con la secreta esperanza de que, por esa vez, al menos, las cosas fueran distintas. No podía ser que el día prosiguiera tan absurdamente idéntico: "¡Ya le dije que nada, que no quiero nada! ¡Lárguese!"; que ni la tarde acabara bien: "¡Pase usted! ¡No faltaba más! ¡Tanta falta que nos hacía algo así! Pero siéntese, hombre, no se quede ahí. ¡Vaya, por Dios, con lo cansado que se ve!" Ojalá el haber pulsado tres veces el timbre cambiara su suerte. Algunos recomendaban hacerlo para que la gente abriera de buen humor. Ojalá... Le vino a la mente una de esas historias de mala suerte y de cómo ésta terminó cuando la víctima le cortó la cola a un gato negro la medianoche de un viernesanto. Sonría. Si en verdad resultara. Todo es cuestión de fe, de decir, por ejemplo: "Hago esto para que acabe mi mala suelte." Sin embargo, lo del timbre no iba a servir. Estaba seguro. Porque algo -quizá el día nublado o la sensación de soledad y frío que la noche anterior lo mantuvo despierto hasta muy tarde?, lo inducía al pesimismo, a suponer que nada sería halagüeño, que nuevamente una mujeruca desgreñada y roñosa lo mandaría al demonio. Eso en el mejor de los casos; en el peor, salía una bestia con trazas de insomne o de alcohólico y... Estaba convencido de que no sería de otro modo, así el día se prolongase por siglos y visitara todas las casas de todas las calles de todas las ciudades de la Tierra. No obstante, una especie de hastío o de anhelo lo impelía a insistir, a seguir llamando, aunque dentro de sí comenzaban a crecer el fracaso y ese extraño júbilo de la desilusión, tan intenso como el de la alegría y quizá más legítimo.
Volvió a tocar y de nuevo el sonido del timbre horadó las profundidades de la casa. Ahora comenzarían los carraspeos, los roces de pies, los "ya voy" y, finalmente, escucharía el chasquido de la cerradura, pero la llamada no provocó ninguna reacción en la vivienda. Seguramente su inquilina era alguna anciana solitaria, dueña de varios gateas, de maceteros con dalias y orquídeas, y tal vez de un perico; también podía ser habitada por algún excéntrico, enemigo de coloquios y visitas. Pero, entonces, ¿para qué el timbre?
El mutismo de la casa fue lo último que esperó Podía aceptar el mal tiempo, el trajín, las injurias, etcétera (en cierto modo, eso era parte del oficio), pero que hasta las casas lo desdeñaran era el colmo del la humillación. Eso estaba más allá del infortunio, de toda tolerancia, de la propia dignidad. El día no podía terminar de esa manera; en un silencio húmedo y escandalosamente neutro. Era preciso insistir hasta que alguien saliera a mar darlo a la perra que lo parió. O podía ser a la gallina o a la zorra; no importaba. Pero, por lo menos, eso sería un testimonio de vida, de gente: un instante de comunicación y compañía bajo la lluvia.
Por tercera vez pulsó el timbre, aunque virtualmente desinteresado de todo propósito comercial. Porque ya lo importante no era vender, sino que abrieran; eso era lo único que realmente importaba. No vender; no mostrar; no discutir. Todo eso era superfluo. Lo esencial era que abrieran, así fuese para gritarle: "¡No joda y váyase al carajo!", o cualquier cosa que lo rescatara de esa calle mojada, de esa tarde podrida y gris perdiéndose hacia arriba y detrás de las casas, en los desagües, en la boca y en los pasos de ese hombre que sostenía un gran paraguas negro; algo que, aunque fuese fugazmente, lo incorporase al verdadero mundo de los hombres. Eso era. Algo que lo aliviara de esa sensación de muerte que, a lo largo de años, había ido espesándose dentro de sí. Tocó, volvió a tocar, pero nada. Más bien, con cada timbrazo, sintió aumentar el silencio; casi lo sentía fluir por debajo de la puerta.
Pensó que lo mejor era prescindir del timbre y llamar directamente a la puerta. Sus puños golpearon, una y otra vez, contra la madera, mas todo siguió igual. Entonces un rencor oscuro comenzó a formarle una bola en el estómago. ¡Ya verán si abren o no! Puso a un lado su maletín con muestras de cosméticos y detergentes. ¡Abran infelices cabrones! ¡Abran, desgraciados! ¡Abran! Y continuó golpeando pateando hasta que los vecinos acudieron, alarmados, y lo sujetaron mientras llegaba la policía.
Luego declararon que, en verdad, les sorprendía mucho que el vendedor hubiera llamado a su propia puerta en esa forma. En años de vivir allí, jamás había observado una conducta tan desusada. Pero lo más sorprendente, agregaron era el hecho de que hubiese llamado, porque el vendedor era soltero y siempre habla vivido solo. Absolutamente solo.


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