Era la madrugada de un frío día de invierno.
La luz grisácea del amanecer se pulía en la gruesa colcha de nieve caída
durante la noche. Unos cuantos troncos sin hojas, y algunos yerbajos, se
destacaban como sombras negras sobre el albo paisaje del camino. Un cuervo
graznaba débilmente.
Una superficie lisa, nivelada, cubierta de
nieve; aparentemente un camino como unos veinte pies de anchura se perdían en
la distancia hacia el horizonte. Recta, como tirada a plomo, esa superficie
cubierta de nieve sin huella alguna de pasos humanos estaba flanqueada a un
largo por una ruta quebrada, de un metro de ancho.
Solamente una que otra yerba saliendo a la
superficie indicaba que eso era un canal convertido en hielo.
Sobre ese camino angosto, la superficie
helada de canal desfilaba lentamente una posesión de algunos cuantos hombres.
Parecían cansados; estaban pobremente vestidos y casi todos ellos borrachos.
Continuamente cambiaban de lugar en la
procesión, cargando por turno un enorme y mal construido ataúd de pino. Al
final de todos ellos venían dos hombrones, cansados y tristes, que arreaban
a los demás, amenazando a los que, borrachines, intentaban desertar del grupo.
A cada momento, el cortejo se detenía.
Mientras dos hombres soportaban la parte trasera del ataúd, los de adelante se
hacia a un lado, los de atrás tomaban la delantera, y dos hombres nuevos
tomaban sobre sus hombros la caja, por la parte de atrás. Aquellos que se
liberaban de la carga se iban hasta el final de la caravana. En esa forma todos
descansaban y ayudaban a levar al muerto, por turno.
Cada vez que se relevaban, aquellos que se
quedaban a lo último de la fila trataban de evadirse. Sus cuerpos somnolientos,
exhaustos por el licor, trataban de
alcanzar el campo, el camino. Huir. Pero siempre los dos hombones estaban
alerta para ponerlos en orden, y la procesión seguía su marcha.
Al cambiar turnos, los hombres se descubrían
reverentemente. Hablaban bien del hombre muerto, así que lo cargaban, y así que
eran revelados por otros. Se lo estaban llevando, furtivamente, hacia el campo
para poderlo enterrar en algún panteón rural, ahorrando veinte libras a la
comunidad. El muerto iba acomodado en una caja corriente de pino, en lugar de
ir en un ataúd decente. Nadie oraba,
pero en cambio en cada alto del camino se hablaba bien del difunto.
En ciertas ocasiones, se efectuaba un cambio
completo de hombres, pues había cuatro, bajos de estatura, pero no podrían
haber llevado la caja junto con dos grandes. Uno de ellos, particularmente, era
locuaz en sus elogios hacia el muerto.
-Descansa en paz, Bartle- decía al féretro al
recibir su esquina del cajón sobre el hombro; Descansa en paz, que siempre
fuiste un alma limpia.
-Descanse en paz, Amén- respondían los otros,
sofocados y arrastrando los pies, cargando con el gigantesco ataúd-. Amén,
descansa en paz, amén.
No caminaban mucho sin que se detuvieran,
pues el muerto era enorme, y el cajón pesaba mucho.
-Sí, ciertamente- decía el más bajito-, pobre Bartle, el mejor hombre del mundo.
-El mejor en el mundo, Dios lo tenga en su
seno- respondía otro.
-Sí, Tim –le hacían coro al apologista-,
tienes razón. El mejor del mundo.
Con su sombrero aun en la mano, murmurando
una especie de plegaria, Tim, el de la elegía, viéndose relevado, tomó su lugar
al final de la procesión. Delgado, con aire de estar hambriento, ojillos alerta
encima de un enorme mostachón rubio, bebido y cansado, se fue quedando rezagado
poco a poco. Todavía mascullando plegarias, su sombrero ocultando una parte de
la cara, hizo como que se tropezaba a un lado, y trató de huir a campo
traviesa.
Inmediatamente, los vigilantes a la zaga, lo
devolvieron al grupo.
Como era pequeño, desistió en huir, al primer
cambio de palabras.
-Ándale, es tu turno, le aclaró uno.
-Si, toma tu turno. Comiste y bebiste, pues
ahora lleva la carga, dijo el otro.
El aludido comenzó a caminar con el cortejo,
su cara hambrienta en un mohín de disgusto. Murmuraba, colérico, solamente
callando al decir “Amén” como corolario a la letanía del que le pasaba su
puesto.
-¡Que Dios le llene de luz su alma!
Otros dos hombres intentaron desertar, cada
uno por rumbo distinto. Pero los vigilantes estaban alerta, y los hicieron
volver al cortejo, tropezando, mezclando las imprecaciones con las plegarias.
Las pautas se hacían más y más frecuentes.
Así que los hombres helados se cambiaron la carga, las exclamaciones piadosas
se hacían más largas y elocuentes. Cada cuantos pasos se detenía el cajón, los
hombres se turnaban; se pronunciaban las buenas palabras; los que habían sido
relevados trataban de escapar; los dos vigilantes los hacían volver nuevamente
a la línea y la procesión reasumía la marcha unos diez o doce pasos, cobre el
hielo.
-Dios lo bendiga. Eres un gran hombre, si lo
hubo alguna vez -dijo uno de los hombres, con voz fuertemente laudatoria.
- Si, si un gran hombre. Y que dios lo
bendiga.
-Ya van veinte turnos que tomo –dijo otro-, y
nunca he llevado un cadáver mas grande… ni mas bueno. Que descanse en santa
paz.
-Amén- dijo Tim, a quien le había llegado
nuevamente el turno-. Amén y que dios lo bendiga- terminó con prisa.
-Nunca le hizo mal a nadie- dijo sofocándose
el bajito que acompañaba a Tim-. Dios los bendiga, amén.
Otra vez el ataúd pasó a otros hombros,
después de una disputa sobre cuantos había recorrido.
-Esta bueno, yo tomaré mi turno, no se
preocupen. Y me aguanto lo que me toque. Dios los bendiga –pronunció uno de los
nuevos.
-Siempre un amigo en tiempos de necesidad
–Afirmó otro, y después, como para convencerse el mismo-: si así no fuera, no estaría
yo aquí. Claro que no estaría. Que dios lo bendiga.
-Cierto lo que dices- respondió el que salía
del turno-, cierto, cierto. Nunca supe nada malo de el, que si no, no lo estaría
cargando. Dios lo bendiga, amén –terminó.
Avanzaban cada vez más lentamente. A cada
rato se peleaban discutiendo la distancia que cada grupo había recorrido. Los
dos hombres, atrás, batallaban mas por mantener juntos a los demás y evitar que
escaparan. Las plegarias escaseaban cada vez más, y comenzaban a rebatirse más
abiertamente la impresión sobre el carácter del difunto. Las voces se hacían
violentas, perdiéndose la reverencia.
-¡Bueno, bueno! ¿Quién se esta haciendo
atrás? ¡Buen hombre, este Bartle!
-¿Cuándo nos cambian? ¿Lo vamos a llevar todo
el maldito camino?
-¡Epa, álcenlo! Tomen su turno. Ya se que
pesa como el diablo… buen hombre, descanse en paz.
-¡Qué! ¿Nosotros de nuevo? ¡Si ustedes no
dieron ni un paso con el! ¡Descanse en paz!
-Pobre Bartle, hay que llevarlo, fue buen
hombre.
-Yo nunca lo conocí.
-No por hablar mal de los muertos, pero me
pegó una vez…
-Era medio de mal carácter. Pobre. Era su
modo de ser.
- No es por que no quiera llevarlo, pero…
La procesión se detuvo. Los hombres atrás
intentaron reanudar la marcha. En vano. Caras enojadas se miraban
silenciosamente, maldiciones entre dientes se escapaban de sus labios
amoratados. Los que mas protestaban eran los que en ese momento soportaban la
caja, sin que nadie los relevara.
-Es un crimen, salir a andar tan lejísimos.
-No lo digo por mal, pero Bartle nunca me
cayó bien.
-¿Quién fue el que le hizo un chamaco a Ana
Hennessy? ¿Quien fue, a ver?
-No soy chismoso, pero fue Bartle.
-¡Y me pego, cuando que era más grandote que
yo!
-Si hubiera sido bueno, yo…
-Nunca fue bueno…
-Al diablo con él…
-¡Con él!...
Tiraron el cajón sobre el hielo del canal. Al
caer, abrió un boquete negro y desapareció bajo la capa de hielo, con un sonido
sordo y acuoso. Los hombres se quedaron mirando al agujero por unos instantes.
Después se desparramaron con gran ligereza por el campo.
Excelente el cuento, abrazo y mucho éxito,
ResponderEliminarCuales serian las disyuntivas en el primer texto
ResponderEliminarGenial
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