sábado, 9 de julio de 2011

En la carretera de Brigthon, de Richard Middleton



El sol había ascendido lentamente las escarpadas lomas blancas, hasta romper un poco el misterioso ritual del amanecer en un centelleante mundo de nieve. Había caído una fuerte helada durante la noche, y los pájaros, que saltaban aquí y allí con escasas expectativas de vida, no dejaban ninguna huella de su paso sobre el suelo plateado. En algunos lugares, las resguardadas aberturas en los setos rompían la monotonía de la blancura que cubría la tierra coloreada, y el cielo, arriba, variaba del anaranjado al azul oscuro, y de éste a un azul tan pálido que sugería una delgada lámina de papel más que el espacio limitado. A ras de los campos corría un viento frío y silencioso que hacía caer un fino polvo de nieve desde los árboles, pero que apenas movía los setos empenachados. Cuando sobrepasó el horizonte, el sol pareció ascender con mayor rapidez, y cuando se elevó más empezó a transmitir un calor que se mezclaba con el viento penetrante. Pudo haber sido la extraña alternancia de calor y frío lo que perturbó el sueño del vagabundo, porque luchó por un momento contra la nieve que le cubría, como quien se encuentra incómodamente retorcido entre las sábanas y se levanta con la mirada fija e interrogante.
-¡Dios mío! Creía que estaba en la cama -se dijo, mientras tomaba conciencia del paisaje vacío. Estiró los miembros y, levantándose cuidadosamente se sacudió la nieve del cuerpo. Mientras lo hacía, el viento le produjo escalofríos, y recordó el calor de su cama. «Vaya, me siento muy en forma», pensó. «Supongo que soy afortunado despertándome o desgraciado; pero no es cosa de volver atrás» -levantó la vista y vio las lomas brillando contra el azul, como los Alpes en una tarjeta postal-. «Esto significa otros sesenta y cuatro kilómetros más o menos, supongo. Dios sabe lo que hice ayer. Anduve hasta que caí rendido, y ahora me encuentro sólo a unos diecinueve kilómetros de Brighton. ¡Maldita nieve, maldito Brighton y maldito todo!»
El sol se elevaba cada vez más, y el hombre comenzó a caminar pacientemente por la carretera, con la espalda vuelta a las colinas.
-¿Estoy contento o triste de que fuera solamente un sueño? ¿Contento o triste?, ¿contento o triste? Sus pensamientos parecían acompasarse al ritmo firme de sus pasos, y apenas murmuraba una respuesta a su pregunta. Al poco tiempo, cuando habían quedado atrás tres mojones, dio alcance a un muchacho que estaba agachado encendiendo un cigarrillo. No llevaba abrigo, y parecía inexpresablemente frágil contra la nieve.
-¿Va a seguir por la carretera? -preguntó el muchacho con voz ronca.
-Creo que sí -dijo el vagabundo.
-Oh, entonces le acompañaré una parte del camino, si no anda demasiado deprisa. Se siente uno un poco solo caminando a estas horas del día. El vagabundo asintió con la cabeza y el muchacho comenzó a cojear a su lado.
-Tengo dieciocho años -dijo sin darle importancia-. Apuesto a que usted creía que era más joven.
-Yo diría que quince años.
-Ha vuelto a perder. Cumplí dieciocho en agosto, y llevo seis años en la carretera. Me escapé de casa cinco veces cuando era pequeño, y la policía me devolvió todas. Vale mucho la policía. Ahora no tengo casa de la que escaparme.
-Ni yo -dijo el vagabundo tranquilamente.
-Oh, ya sé lo que es usted -jadeó el muchacho-; usted es un caballero venido a menos. Es más duro para usted que para mí. El vagabundo miró a la renqueante, débil figura, y aminoró el paso.
-No llevo en la carretera tanto tiempo como tú -admitió.
-Lo noto por su manera de andar. Usted no se ha cansado aún. ¿Acaso espera algo al otro extremo? El vagabundo reflexionó un momento.
-No lo sé -dijo amargamente-. Siempre espero cosas.
-Ya dejará de hacerlo -comentó el muchacho-. Londres es más cálido, pero más duro. Allí no hay mucho realmente.
-Sin embargo, existe la oportunidad de que alguien le eche a uno una mano...
-La gente del campo es mejor -interrumpió el muchacho-. La noche pasada alquilé un establo por nada y dormí con las vacas, y esta mañana el granjero me hizo salir y me dio té y un bollo porque yo era pequeño. Desde luego me fue bien allí; pero en Londres, ya se sabe, sopa por la noche en la Beneficencia, y el resto del tiempo a ver pasar calderilla.
-Pues yo anduve la noche pasada por el borde de la carretera y dormí donde caí. Es maravilloso que no muriera -dijo el vagabundo.
El muchacho le miró intensamente.
-¿Cómo sabe usted que no murió? -dijo.
-No lo creo -respondió el vagabundo después de una pausa.
-Le diré algo -dijo el muchacho con voz ronca-: la gente como nosotros no puede escaparse de estas cosas aunque quiera. Siempre hambre y sed y cansancio, y no parar de andar. Pero si alguien me ofrece una bonita casa y trabajo, mi estómago se siente enfermo. ¿Parezco fuerte? Sé que soy pequeño para mi edad, pero he sido maltratado durante seis años, ¿y aún cree usted que no estoy muerto? Me ahogué bañándome en Margate, y me mató un gitano con una estaca; me aplastó la cabeza; y me quedé congelado dos veces, como usted la pasada noche, y un coche me hizo papilla en esta misma carretera, y sin embargo aquí me tiene caminando, caminando hacia Londres para marcharme de allí de nuevo, porque no lo puedo remediar. ¡Muerto! Le digo que no podemos escapar aunque queramos. El muchacho rompió en un ataque de tos, y el vagabundo se detuvo mientras aquél se recuperaba.
-Lo mejor sería que aceptaras mi chaqueta un rato, Tommy -diJo-. No me gusta tu tos.
-¡Váyase al infierno! -replicó el muchacho furiosamente, dando una chupada a su cigarrillo-; estoy muy bien. Le hablaba de la carretera. Usted no se ha enterado aún, pero lo descubrirá dentro de poco. Todos estamos muertos, todos los que seguimos en ella, y todos estamos cansados, pero de algún modo no podemos dejarla. Hay ricos olores en verano, polvo y heno, y el viento le azota a uno la cara en los días calurosos, y es agradable despertarse en la hierba húmeda en una hermosa mañana. No sé, no sé... -se tambaleó hacia delante repentinamente, y el vagabundo le cogió en sus brazos.
-Estoy enfermo -murmuró el muchacho-, enfermo. El vagabundo oteó la carretera arriba y abajo, pero no vio casas, ni ninguna señal de donde pudiera llegar ayuda. Sin embargo, mientras sujetaba vacilantemente al muchacho en mitad de la carretera, un coche brilló a media distancia y se acercó con suavidad a través de la nieve.
-¿Pasa algo? -preguntó el conductor tranquilamente, mientras se acercaba- Soy médico -miró al muchacho fijamente y escuchó su tensa respiración-. Pulmonía -comentó-. Le llevaré hasta el hospital, y a usted también, si quiere. El vagabundo pensó en el asilo de pobres y sacudió la cabeza.
-Prefiero andar -dijo. El muchacho pestañeó débilmente cuando le introdujeron en el coche y le dijo al vagabundo en un murmullo: -Le veré más allá de Reigate. Y el coche desapareció por la blanca carretera. Durante toda la mañana el vagabundo chapoteó a través de la nieve, pero al mediodía mendigó pan a la puerta de una casa de campo y se arrastró hasta un granero solitario para comérselo. Hacía calor allí, y después de comer se quedó dormido entre el heno. Cuando se despertó era ya de noche, y una vez más empezó a andar cansinamente por los fangosos caminos. Dos millas más allá de Reigate una figura, una frágil figura, brotó de la oscuridad y se dirigió hacia él.
-¿Va a seguir por la carretera? --dijo una voz ronca-. Entonces le acompañaré una parte del camino, si no anda demasiado deprisa. Se siente uno un poco solo caminando a estas horas del día.
-Pero, ¿la pulmonía? -exclamó el vagabundo, espantado.
-Morí en Crawley esta mañana -dijo el muchacho.

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