¿Muchachas? No; nada de muchachas. Si se trata de
hacer un poco de jarana en la hostería, de cantar un rato, siempre dispuesto.
Pero nada más. Ya tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer
poste del telégrafo en el camino de la Fábrica. Tenía yo catorce años y
regresaba a casa en bicicleta por ese camino. Un ciruelo asomaba una rama por
encima de un pequeño muro y cierta vez me detuve.
Una muchacha venía de los campos con una cesta en
la mano y la llamé. Debía tener unos diecinueve años porque era mucho más alta
que yo y bien formada.
-¿Quieres hacerme de escalera? -le dije.
La muchacha dejó la cesta y yo trepé sobre sus
hombros. La rama estaba cargada de ciruelas amarillas y llené de ellas la
camisa.
-Extiende el delantal, que vamos a medias -dije a
la muchacha.
Ella contestó que no valía la pena.
¿No te agradan las ciruelas? -pregunté.
-Sí, pero yo puedo arrancarlas cuando quiero. La
planta es mía: yo vivo allí – me dijo.
Yo tenía entonces catorce años y llevaba los
pantalones cortos, pero trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie.
Ella era mucho más alta que yo y formada como una mujer.
-Tú tomas el pelo a la gente -exclamé mirándola
enojado; pero yo soy capaz de romperte la cara, larguirucha.
No dijo palabra.
La encontré dos tardes después siempre en el
camino.
-¡Adiós, larguirucha! -le grité. Luego le hice una
fea mueca con la boca. Ahora no podría hacerla, pero entonces las hacía mejor
que el capataz, que había aprendido en Nápoles. La encontré otras veces, pero
ya no le dije nada. Finalmente una tarde perdí la paciencia, salté de la
bicicleta y le atajé el paso.
-¿Se podría saber por qué me miras así? -le
pregunté echándome a un lado la visera de la gorra. La muchacha abrió dos ojos
claros como el agua, dos ojos como jamás había visto.
-Yo no te miro -contestó tímidamente.
Subí a mi bicicleta.
-¡Cuídate, larguirucha! -le grité. Yo no bromeo.
Una semana después la vi de lejos, que iba
caminando acompañada por un mozo, y me dio una tremenda rabia. Me alcé en pie
sobre los pedales y empecé a correr como un condenado. A dos metros del
muchacho viré y al pasarle cerca le di un empujón y lo dejé en el suelo
aplastado como una cáscara de higo.
Oí que de atrás me gritaba hijo de mala mujer y
entonces desmonté y apoyé la bicicleta en un poste telegráfico cerca de un
montón de grava. Vi que corría a mi encuentro como un condenado: era un mozo de
unos veinte años, y de un puñetazo me habría descalabrado. Pero yo trabajaba de
peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Cuando lo tuve a tiro le disparé una
pedrada que le dio justo en la cara.
Mi padre era un mecánico extraordinario y cuando
tenía una llave inglesa en la mano hacía escapar a un pueblo entero; pero
también mi padre, si veía que yo conseguía levantar una piedra, daba media
vuelta y para pegarme esperaba que me durmiese. ¡Y era mi padre! ¡Imagínense
ese bobo! Le llené la cara de sangre, y luego, cuando me dio la gana, salté en
mi bicicleta y me marché.
Dos tardes anduve dando rodeos, hasta que la
tercera volví por el camino de la Fábrica y apenas vi a la muchacha, la alcancé
y desmonté a la americana, saltando del asiento hacia atrás.
Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en
bicicleta: guardabarros, campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de
velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera cubierta de herrumbre; pero para
bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás desmontaba: tomaba el manillar a
lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo.
Desmonté y me encontré frente a la muchacha. Yo
llevaba la cesta colgada del manillar y saqué una piquetilla.
-Si te vuelvo a encontrar con otro, te parto la
cabeza a ti y a él -dije.
La muchacha me miró con aquellos sus ojos malditos,
claros como el agua.
-¿Por qué hablas así? me preguntó en voz baja.
Yo no lo sabía, pero ¿qué importa?
-Porque sí –contesté-. Tú debes ir de paseo sola o
si no, conmigo.
-Yo tengo diecinueve años y tú catorce cuando más
–dijo–. Si al menos tuvieras dieciocho, ya sería otra cosa. Ahora soy una mujer
y tú eres un muchacho.
-Pues espera a que yo tenga dieciocho años –grité-.
Y cuidado con verte en compañía de alguno, porque entonces estás frita.
Yo era entonces peón de albañil y no tenía miedo de
nada: cuando sentía hablar de mujeres, me largaba. Me importaban un pito las
mujeres, pero ésa no debía hacerse la estúpida con los demás.
Vi a la muchacha durante casi cuatro años todas las
tardes, menos los domingos. Estaba siempre allí, apoyada en el tercer poste del
telégrafo, en el camino de la Fábrica. Si llovía tenía su buen paraguas
abierto. No me paré ni una sola vez.
-Adiós -le decía al pasar.
-Adiós -me contestaba.
El día que cumplí los dieciocho años desmonté de la
bicicleta.
-Tengo dieciocho años -le dije. Ahora puedes salir
de paseo conmigo. Si te haces la estúpida, te rompo la cabeza.
Ella tenía entonces veintitrés y se había hecho una
mujer completa. Pero tenía siempre los mismos ojos claros como el agua y
hablaba siempre en voz baja, como antes.
-Tú tienes dieciocho años -me contestó-, pero yo
tengo veintitrés. Los muchachos me apedrearían si me viesen ir en compañía de
uno tan joven.
Dejé caer la bicicleta al suelo, recogí un guijarro
chato y le dije:
-¿Ves aquel aislador, el primero del tercer poste?
Con la cabeza me hizo señas de que sí.
Le apunté al centro y quedó solamente el gancho de
hierro, desnudo como un gusano.
-Los muchachos –exclamé- antes de tomarnos a
pedradas deberán saber trabajar así.
-Decía por decir -explicó la muchacha-. No está
bien que una mujer vaya de paseo con un menor. ¡Si al menos hubieses hecho el
servicio militar!…
Ladeé a la izquierda la visera de la gorra.
-Querida
mía, ¿por casualidad me has tomado por un tonto? Cuando haya hecho el servicio
militar, yo tendré veintiún años y tú tendrás veintiséis, y entonces empezarás
de nuevo la historia.
-No
-contestó la muchacha- entre dieciocho años y veintitrés es una cosa y entre
veintiuno y veintiséis es otra. Cuanto más se vive, menos cuentan las
diferencias de edades. Que un hombre tenga veintiuno o veintiséis es lo mismo.
Me
parecía un razonamiento justo, pero yo no era tipo que se dejase llevar de la
nariz.
-En
ese caso volveremos a hablar cuando haya hecho el servicio militar – dije
saltando en la bicicleta-. Pero mira que si cuando vuelvo no te encuentro, te
romperé la cabeza aunque sea bajo la cama de tu padre.
Todas
las tardes la veía parada junto al tercer poste de la luz; pero yo nunca
descendí. Le daba las buenas tardes y ella me contestaba buenas tardes. Cuando
me llamaron a las filas, le grité:
-Mañana
parto para alistarme.
-Hasta
la vista – contestó la muchacha.
-Ahora
no es el caso de recordar toda mi vida militar. Soporté dieciocho meses de
fajina y en el regimiento no cambié. Habré hecho tres meses de ejercicios;
puede decirse que todas las tardes me mandaban arrestado o estaba preso.
Apenas
pasaron los dieciocho meses me devolvieron a casa. Llegué al atardecer y sin
vestirme de civil, salté en la bicicleta y me dirigí al camino de la Fábrica.
Si ésa me salía de nuevo con historias, la mataba a golpes con la bicicleta.
Lentamente
empezaba a caer la noche y yo corría como un rayo pensando dónde diablos la
encontraría. Pero no tuve que buscarla: la muchacha estaba allí, esperándome
puntualmente bajo el tercer poste del telégrafo. Era tal cual la había dejado y
los ojos eran los mismos, idénticos.
Desmonté
delante de ella.
-Concluí
-le dije, enseñándole la papeleta de licenciamiento. La Italia sentada quiere
decir licencia sin término. Cuando Italia está de pie significa licencia
provisional.
-Es
muy linda – contestó la muchacha.
Yo
había corrido como un alma que lleva el diablo y tenía la garganta seca.
-¿Podría
tomar un par de aquellas ciruelas amarillas de la otra vez? -pregunté.
La
muchacha suspiró.
-Lo
siento, pero el árbol se quemó.
-¿Se
quemó? -dije con asombro. ¿De cuándo acá los ciruelos se queman?
-Hace
seis meses -contestó la muchacha-. Una noche prendió el fuego en el pajar y la
casa se incendió y todas las plantas del huerto ardieron como fósforos. Todo se
ha quemado. Al cabo de dos horas sólo quedaban las puertas. ¿Las ves?
Miré
al fondo y vi un trozo de muro negro, con una ventana que se abría sobre el
cielo rojo.
-¿Y
tú? -le pregunté.
-También
yo -dijo con un suspiro-; también yo como todo lo demás. Un montoncito de
cenizas y sanseacabó.
Miré
a la muchacha que estaba apoyada en el poste del telégrafo; la miré fijamente,
y a través de su cara y de su cuerpo, vi las vetas de la madera del poste y las
hierbas de la zanja. Le puse un dedo sobre la frente y toqué el palo del
telégrafo.
-¿Te
hice daño? -pregunté.
-Ninguno.
Quedamos
un rato en silencio, mientras el cielo se tornaba de un rojo cada vez más
oscuro.
-¿Y
entonces? -dije finalmente.
-Te
he esperado -suspiró la muchacha- para hacerte ver que la culpa no es mía.
¿Puedo irme ahora?
Yo
tenía entonces veintiún años y era un tipo como para llamar la atención. Las
muchachas cuando me veían pasar sacaban afuera el pecho como si se encontrasen
en la revista del general y me miraban hasta perderme de vista a la distancia.
-Entonces
– repitió la muchacha–, ¿puedo irme?
-No
-le contesté-. Tú debes esperarme hasta que yo haya terminado este otro
servicio. De mí no te ríes, querida mía.
-Está
bien -dijo la muchacha. Y me pareció que sonreía.
Pero
estas estupideces no son de mi gusto y enseguida me alejé.
Han
pasado doce años y todas las tardes nos vemos. Yo paso sin desmontar siquiera
de la bicicleta.
-Adiós.
-Adiós.
-¿Comprenden
ustedes? Si se trata de cantar un poco en la hostería, de hacer un poco de
jarana, siempre dispuesto. Pero nada más. Yo tengo mi novia que me espera todas
las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la Fábrica.
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