Desde hace algún tiempo, desde que me
enriquecí con la dichosa guerra mundial y me casé y vinieron los hijos, no
puedo ya contar un cuento. Antes solía contarlos bien. ¡ Ay, entonces era libre
!. Ahora, en cambio: ¡ los hijos !¡ Miedo me da que cunda el mal ejemplo !¿Por
qué no acierto a decidirme? Quizá porque los negocios me acostumbraron a los
testimonios del señor cura, del notario, de un juez o de cualquier otra
persona. " Ahí está don fulano que lo diga ".
Empero, solo, sin testigos, venía yo una
de estas noches de niebla y menuda llovizna, corriendo sobre la oscura
carretera.
Sí: al timón de mi automóvil, fijos los
ojos en los haces de luz que derramaban los fanales del vehículo, traía yo
prisa y una rabia contenida, cierto temor inexplicable y muy malos
pensamientos, al ver que las luces opacas de unas linternas, como de gentes que
con sus manos las moviesen a todo lo ancho del camino, me obstruían el paso.
Ni pitos ni sirenas, ni voces que
detonaran el hecho de que acabase de ocurrir un accidente desgraciado. "
No será que tratan de asaltarme ?¿ Y quién dice que sean solamente ésos? Habrán
de tener cómplices, ocultos a lado y lado. Entonces, entonces....si no paro y
los atropello, me disparan los otros por la espalda. Pero, ¡qué demontre !, si
aquí traigo cargado mi revolver. ¿ A qué; pues, miedo y tales aflicciones ?
Alguna vez tengo que usarlo "-- pensé; apronté el arma, y paré el auto.
-¡ Qué hay!-dije brusco y en voz alta.
Los de las linternas se acercaron.
Me parecieron cuatro infelices indios, de
esos que uno enseguida reconoce como el prototipo de nuestros albañiles, mitad
obreros industriales y mitad hombres de campo. A la luz de mis reflectores vi
los ocho guaraches de sus pies, mientras se aproximaban. El resto de sus
indumentarias eran overoles azules, sombreros de petate y un paliacate colorado
al cuello.
--¿Qué hubo ?- volví a gritarles.
Entretanto llegaban, con sus linternas en
alto, me aguardé la pistola debajo de pretina del pantalón, y para ganar
facilidad de movimiento a la hora aviada, desabroché los tres botones
inferiores de mi chaleco, prevenido, por si acaso.
--¿ Qué hubo ?- volví a gritarles
cuando los tuve cerca y pude verles las caras.
Uno de ellos, el de mayor edad, ya
vejancón, usaba grandes bigotes caídos; dos aparentaban unos treinta años, y el
último, el más joven, menos de veinte.
-Patrón--dijo el viejo, tenemos de
precisión que dir a México, porque debemos dentrar tempranito, mañana lunes, al
trabajo.
¿Acaso me olvidé ?. ¿No dije al comienzo
que aquella moche de marzo, cuando regresaba de repone las fuerzas con mi paseo
de fin de semana, era la de un domingo? Creo que sí, ¿ o no?
A las palabras del viejo, ardido yo por el
miedo que me habían hecho pasar y animado de un puntilloso, muy lógico, deseo
de venganza, modulé ciertos ruiditos de chistante desdén al par que meneaba en
igual manera de significación negativa la cabeza.
--Se nos hizo tarde, jefe--agregó
uno de los indios. Era bueno tomarse tiempo de pensar, a la vez que
atormentarlos un poco, y así, yo ni aceptaba ni decidía negarme de palabra.
--Por favor, patrón, como ya no pasan
camiones...y como usted lleva nuestro mismo rumbo.
Intervino el más joven:
--Solo semos albañiles...-y sonrió,
inocente, o malicioso en alusión velada.
Observé su vista socarrona en su rostro
demasiado perspicaz, y tan claro fue para mí lo que insinuaba, que negarme
sería como demostrar señales de aquel miedo y rebajarme. ¡ Y esto no !
--¡ Acomódense ustedes tres en el
asiento de atrás !-dispuse-.
Tú, viejo, ven adelante conmigo.
Al punto apagaron las linternas, y a la
carrera cumplieron mis órdenes.
No cesaba la llovizna.
Libré del freno mi automóvil, aceleré y
seguí la marcha. Los de atrás, sólo dijeron unas cuatro frases que recuerdo
bien:
--¿ Cómo estará Usebita?
--Pos ya ves.
--Tan bonita.
--Tan luciditos sus siete años.
Y en adelante se pertrecharon en un
mutismo empecinado. Nada de una risa, ni la menor muestra de expansión, de
franqueza propia de habitantes de otras tierras, sino el mutismo ese que impone
zozobras, desconfianzas, sospechas o doblega, deprime, aplasta el ánimo. Además
la oscuridad al filo de continuos precipicios...las circunstancias...esa tenaz
llovizna fúnebre y hasta las linternas, cuya visión, con sus opacas luces
agitándose en la bruma, estaba todavía en mi retina...
De lejos, ya el aliento del viejo despedía
tufos de un alcohol tan malo que sentí, ahora de cerca, al volver la cara y
hablarme, un asco insoportable."Indio borracho".
--Esta agüita no entrará ni siquiera
cuatro dedos dentro de la tierra, ¿verdad, patrón?
-¡Ujú!.-respondí, conteniendo el resuello.
Tras breve silencio, insistió:
-- Ni dos dedos, ni dos dedos, ¿ no cree, patrón?
"Indio borracho "- pensé de nuevo y no le contesté.
¿No cree, patrón?
-Sí, claro--dije. Había que armarse de paciencia.
Otro intervalo, y lomismo:
-Ni tantito así, ¿eh patroncito?
Y luego, a cada rato:
-Pos ni tantito, ni tantito puede ser...¿verdad, siñor?
Corría el coche a toda su marcha y volví a sentir miedo. ¡ Esas cosas del instinto! Ya se sabe lo que son los indios con su lenguaje de retruécanos , y con la misma cantaleta ¿qué querría decir éste, o dar a entender a los otros, que continuaban clavados, fijos en su mutismo empecinado?.
¡ Si fuesen, de veras, inofensivas piedras...pero son seres humanos !
Por cierto que aún lloviznaba y la carretera estaba desierta, dentro de un negror frío de neblina espesa.
Mis temores venían a ráfagas; mas lograba disiparlos el pensamiento en la seguridad de mi revólver.
-Ni dos dedos, ¿eh jefe?
-¡Ajá!
-Ni uno...
-¡Ujú!
Y persistía:
-Ni siquiera uno. Ni siquiera un dedo, ni tanto así....
-Claro.
-Porque esta agüita sólo la manda Dios para refrescar las siembritas...
-Naturalmente.
-Para refrescar las siembritas y no para que entre mucho en la tierra...¿verdad?
-Verdad.
¿Verdad?¿Verdad que sí, patrón?.
De pronto el motor del automóvil empezó a mostrar síntomas de haberse calentado con exceso.
En cuanto llegamos al primer pueblo, paré y dije a los hombres lo que pasaba.
El viejo se ofreció a ir a una tienda próxima para traer una cubeta de agua.
Y entonces, mientras una luz fuerte destacaba su lejana figura frente al marco de la tienda, el más joven de los tres que se quedaron, acercó su rostro a mis espaldas y dijo desde atrás:
-¡Patrón!
Volví la cabeza.
-Es mi padre, patrón.
Se detuvo como hace todo indio para tomar resuello, y otro dijo:
-El padre está bebido.
El más joven continuó:
-Perdone, pos dice todo porque venimos de nuestro pueblo adonde juimos a enterrar a mi hermanita...La mera verdá, patrón, que semos albañiles.
Yo no pedía ninguna explicación; pero el tercero añadió aún:
-No quiere que l´almita se moje allí abajo, dentro, el cuerpecito.
Continuaron la oscuridad, el misterio y la llovizna, la llovizna, el misterio y la oscuridad en el camino...
¿Dije que tenía yo dos hijos: una niña y un niño? Pues la niña enfermó.
Y ahora, duro como soy de corazón, así que ha muerto ella, me pongo blando a veces en el auto. Llueve y recuerdo tal soplo:
--¿ Cómo estará Usebita?
--Pos ya ves.
--Tan bonita.
--Tan luciditos sus siete años.
Está Obra del Maestro De la Cabada marcó mi vida en mi adolescencia. Una verdadera Obra de arte
ResponderEliminarGracias por compartir! Me ha sido muy útil para una clase.
ResponderEliminarGracias <3
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