jueves, 28 de julio de 2016

¿Qué hice el domingo? de Quim Monzó.

El domingo fue un día en que hizo mucho sol y fui a pasear con papá y mamá. Mamá llevaba un vestido beige con una rebeca de color blanco hueso, y papá un pulóver azul Raf y unos pantalones grises y una camisa blanca, abierta. Yo llevaba un jersey de cuello cerrado, azul como el pulóver de papá pero más claro, y una chaqueta marrón y unos pantalones también marrones, un poco más claros que la chaqueta, y unas wambas rojas. Mamá llevaba unos zapatos claros y papá unos negros. Por la mañana paseamos y a media mañana fuimos a desayunar a las Balmoral. Pedimos un suizo y una ensaimada rellena, y yo pedí cruasanes. Luego fuimos a ver las flores, y las había rojas y amarillas y blancas y rosas, e incluso azules, que papá dijo que eran teñidas, y plantas verdes y violetas, y pájaros grandes y pequeños, y papá compró el periódico en un quiosco. También fuimos a mirar escaparates, y, una vez que llevábamos mucho rato delante de un escaparate con jerseys, papá le dijo a mamá que se diera prisa. Y luego, en una plaza, nos sentamos en un banco verde, y había una señora mayor con el pelo blanco y las mejillas muy rojas, como tomates, que daba pan a las palomas, y me recordaba a la yaya, y papá leía el periódico todo el rato y yo le pedí que me dejase mirar los dibujos y me dejó medio periódico y me dijo que no lo estropeara. Luego, cuando ya subíamos a casa, mamá, como papá estaba todo el rato leyendo el periódico, le dijo que siempre lo estaba leyendo y que ya estaba harta: que lo leía en casa, desayunando, comiendo, en la calle, caminando o en el bar, o cuando paseábamos. Y papá no dijo nada y continuó leyendo y mamá le insultó y luego era como si lo sintiese, y me dio un beso, y luego, mientras mamá estaba en la cocina preparando el arroz, papá me dijo no le hagas caso. Comimos arroz caldoso, que no me gusta, y carne con pimientos fritos. Los pimientos fritos me gustan mucho pero la carne no, que está muy cruda, porque mamá dice que así está más rica, pero a mí no me gusta. Me gusta más la carne que dan en el colegio, bien quemadita. En el colegio no me gustan nunca los primeros platos. En cambio, en casa me dan vino con gaseosa. En el colegio no. Luego, por la tarde, vinieron mis titos con mi primo, y mis titos se pusieron a hablar en la sala, con mis papás, y a tomar café, y mi primo y yo fuimos a jugar al jardín, y allí jugamos a madelmanes y al futbolín, a la pelota y con el camión de bomberos y a guerras de astronautas, y mi primo se puso muy tonto porque perdía, y a mí es que mi primo me molesta mucho, porque no sabe perder, y tuve que soltarle un guantazo y se puso a llorar muy fuerte, y vinieron mi mamá y mi tita y mi tito, y mamá dijo qué ha pasado y, antes de que yo le contestara, mi primo dijo me ha pegado y mi mamá me dio una bofetada y yo también me puse a llorar y volvimos todos a la sala, y mamá me cogía de la mano y papá leía el periódico y fumaba un puro que le había traído el tito, y mamá le dijo los niños están en el jardín, matándose, y tú aquí, tan tranquilo, repantigado. La tita dijo que no pasaba nada, pero mamá le dijo que siempre era lo mismo, que a veces se hartaba. Luego los titos se fueron y, mientras se iban, mi primo me sacó la lengua y yo también se la saqué, y papá puso el televisor, porque daban fútbol, y mamá le dijo que cambiase de canal, que en el segundo ponían una película y papá dijo que estaba viendo el partido y que no.
Luego fui al jardín, a ver la muñeca que tengo enterrada allí, al lado del árbol, y la saqué y la acaricié y la reñí porque no se había lavado las manos para comer y luego la volví a enterrar, y fui a la cocina, y mamá lloraba y le dije que no llorase. Luego me senté en el sofá, al lado de papá, y vi un rato el partido, pero luego me aburría y miré a papá, que era como si tampoco viese el partido y como si tuviera la cabeza en otra parte. Luego pusieron anuncios, que es lo que más me gusta, y luego la segunda parte del partido, y fui a ver a mamá, que estaba preparando la cena, y luego cenamos y pusieron una película de dibujos animados y las noticias, y una película antigua, de una artista que no sé cómo se llama, que era rubia y muy guapa y muy pechugona. Pero entonces me mandaron a dormir porque era tarde y subí las escaleras y me fui a la cama, y desde la cama oía la película y cómo discutían mis papás, pero con el ruido del televisor no podía oír bien lo que decían. Luego se peleaban a gritos y bajé de la cama para acercarme a la puerta y entender lo que decían, pero como todo estaba a oscuras no veía bien, sólo el claro de luna que entraba por la ventana que da al jardín y, como no veía bien, tropecé y tuve que volver a la cama con miedo por si venían a ver qué había sido aquel ruido, pero no vinieron. Yo escuchaba cómo continuaban discutiendo. Ahora lo oía mejor porque se ve que habían apagado el televisor, y papá le decía a mamá que no le molestara y la insultaba y le decía que no tenía ambiciones, y mamá también le insultaba y le decía no sé si que se fuese de casa o que se iría ella, y decía el nombre de una mujer y la insultaba, y luego oí que se rompía alguna cosa de cristal y luego oí gritos más fuertes, y eran tan fuertes que no se entendían, y luego oí un gran grito, mucho más fuerte, y luego ya no oí nada. Luego oí mucho ruido, pero flojito, como cuando para fregar arrastran los módulos del tresillo. Oí que se cerraba la puerta del jardín y entonces volví a salir de la cama y oí ruido fuera y miré por la ventana, y tenía frío en los pies, porque iba descalzo, y fuera estaba oscuro y no se veía nada, y me pareció que papá cavaba al lado del árbol y tuve miedo de que descubriese la muñeca y me castigara, y volví a la cama y me tapé bien, incluso la cara, escondida bajo las sábanas y a oscuras y los ojos bien cerrados. Oí que dejaban de cavar y luego unos pasos que subían las escaleras y me hice el dormido y oí que se abría la puerta del cuarto y pensé que debían de estar mirándome, pero yo no vi quién me miraba, porque me hacía el dormido y por eso no lo vi. Luego cerraron la puerta y me dormí y al día siguiente, ayer, papá me dijo que mamá se había ido de casa y luego vinieron señores que preguntaban cosas y yo no sabía qué contestar y todo el rato lloraba, y me llevaron a vivir a casa de los titos, y mi primo siempre me pega, pero eso ya no fue el domingo.

viernes, 22 de julio de 2016

La mujer del bandido de Andrés Ibáñez


En la provincia del Río del Norte se cuentan muchas historias de la mujer del bandido San. Algunos dicen que era una hija de un recaudador de impuestos; otros aseguran que era de sangre noble, lo cual no es probable. La mujer del bandido San se llamaba Camelia Blanca. La raptaron los bandidos cuando casi era una niña, y se la llevaron con ellos a la Montaña de la Nube (que para algunos es la montaña del alma), pasando por el desfiladero de Qi, para presentársela al rey de los bandidos, el todopoderoso San. En total eran cinco cautivos, Camelia Blanca, sus padres, una anciana criada y una doncella.
San estaba entonces en la cúspide de su poder. Dominaba toda la región, y su fama se extendía sin cesar a través de las llanuras, se filtraba por los pasos y los desfiladeros que atraviesan las montañas, se deslizaba en las barcazas que fluyen río abajo, avanzaba pausada pero imparable con las caravanas. El propio emperador estaba preocupado.
Camelia Blanca no era especialmente hermosa. Era muy morena, muy delgada y huesuda, tenía ojillos vivaces y brillantes, labios finos y secos. Incluso entonces, cuando casi era una niña, la expresión de su rostro era ya desconfiada y arrogante. Todos los cautivos se arrodillaron frente al bandido San, con la esperanza de salvar su vida. Todos menos Camelia Blanca.
-Toca el suelo con la frente, muchacha -le dijeron los alcaldes del bandido. Uno de ellos se acercó para golpearla con la espada, pero el bandido le detuvo con un gesto.
-¿No me tienes miedo? -le dijo a la niña.
-Sí -dijo ella, que estaba temblando de pies a cabeza-. Pero sé que me vas a matar de todos modos. Si muero mirando a la tierra, iré a los infiernos. Prefiero morir mirando al cielo.
El bandido soltó una carcajada.
-Niña -le dijo-. ¿Tú crees en esas cosas? No existen ni el cielo ni el infierno.
-Eso ni tú ni yo lo sabemos -dijo Camelia Blanca.
El bandido quedó en silencio y se puso a rascarse la barba, signo de que estaba pensando profundamente. La muchacha estaba allí frente a él, mirándole a los ojos, mientras los otros cautivos seguían postrados en el suelo, con la frente tocando el polvo.
-¿Quieres salvar tu vida? -preguntó el bandido-. Te perdonaré la vida si matas a los otros.
Camelia Blanca rechazó la espada que le ofrecían y eligió una daga corta. Uno por uno fue matando a los otros cuatro, pero antes de cortarles la garganta les decía que levantaran el rostro y miraran al cielo, país de la garza y del halcón, morada de los inmortales.




Fina

Principio del formulario

sábado, 16 de julio de 2016

Tercera historia de Giovanni Guareschi


¿Muchachas? No; nada de muchachas. Si se trata de hacer un poco de jarana en la hostería, de cantar un rato, siempre dispuesto. Pero nada más. Ya tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la Fábrica. Tenía yo catorce años y regresaba a casa en bicicleta por ese camino. Un ciruelo asomaba una rama por encima de un pequeño muro y cierta vez me detuve.
Una muchacha venía de los campos con una cesta en la mano y la llamé. Debía tener unos diecinueve años porque era mucho más alta que yo y bien formada.
-¿Quieres hacerme de escalera? -le dije.
La muchacha dejó la cesta y yo trepé sobre sus hombros. La rama estaba cargada de ciruelas amarillas y llené de ellas la camisa.
-Extiende el delantal, que vamos a medias -dije a la muchacha.
Ella contestó que no valía la pena.
¿No te agradan las ciruelas? -pregunté.
-Sí, pero yo puedo arrancarlas cuando quiero. La planta es mía: yo vivo allí – me dijo.
Yo tenía entonces catorce años y llevaba los pantalones cortos, pero trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Ella era mucho más alta que yo y formada como una mujer.
-Tú tomas el pelo a la gente -exclamé mirándola enojado; pero yo soy capaz de romperte la cara, larguirucha.
No dijo palabra.
La encontré dos tardes después siempre en el camino.
-¡Adiós, larguirucha! -le grité. Luego le hice una fea mueca con la boca. Ahora no podría hacerla, pero entonces las hacía mejor que el capataz, que había aprendido en Nápoles. La encontré otras veces, pero ya no le dije nada. Finalmente una tarde perdí la paciencia, salté de la bicicleta y le atajé el paso.
-¿Se podría saber por qué me miras así? -le pregunté echándome a un lado la visera de la gorra. La muchacha abrió dos ojos claros como el agua, dos ojos como jamás había visto.
-Yo no te miro -contestó tímidamente.
Subí a mi bicicleta.
-¡Cuídate, larguirucha! -le grité. Yo no bromeo.
Una semana después la vi de lejos, que iba caminando acompañada por un mozo, y me dio una tremenda rabia. Me alcé en pie sobre los pedales y empecé a correr como un condenado. A dos metros del muchacho viré y al pasarle cerca le di un empujón y lo dejé en el suelo aplastado como una cáscara de higo.
Oí que de atrás me gritaba hijo de mala mujer y entonces desmonté y apoyé la bicicleta en un poste telegráfico cerca de un montón de grava. Vi que corría a mi encuentro como un condenado: era un mozo de unos veinte años, y de un puñetazo me habría descalabrado. Pero yo trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Cuando lo tuve a tiro le disparé una pedrada que le dio justo en la cara.
Mi padre era un mecánico extraordinario y cuando tenía una llave inglesa en la mano hacía escapar a un pueblo entero; pero también mi padre, si veía que yo conseguía levantar una piedra, daba media vuelta y para pegarme esperaba que me durmiese. ¡Y era mi padre! ¡Imagínense ese bobo! Le llené la cara de sangre, y luego, cuando me dio la gana, salté en mi bicicleta y me marché.
Dos tardes anduve dando rodeos, hasta que la tercera volví por el camino de la Fábrica y apenas vi a la muchacha, la alcancé y desmonté a la americana, saltando del asiento hacia atrás.
Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera cubierta de herrumbre; pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás desmontaba: tomaba el manillar a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo.
Desmonté y me encontré frente a la muchacha. Yo llevaba la cesta colgada del manillar y saqué una piquetilla.
-Si te vuelvo a encontrar con otro, te parto la cabeza a ti y a él -dije.
La muchacha me miró con aquellos sus ojos malditos, claros como el agua.
-¿Por qué hablas así? me preguntó en voz baja.
Yo no lo sabía, pero ¿qué importa?
-Porque sí –contesté-. Tú debes ir de paseo sola o si no, conmigo.
-Yo tengo diecinueve años y tú catorce cuando más –dijo–. Si al menos tuvieras dieciocho, ya sería otra cosa. Ahora soy una mujer y tú eres un muchacho.
-Pues espera a que yo tenga dieciocho años –grité-. Y cuidado con verte en compañía de alguno, porque entonces estás frita.
Yo era entonces peón de albañil y no tenía miedo de nada: cuando sentía hablar de mujeres, me largaba. Me importaban un pito las mujeres, pero ésa no debía hacerse la estúpida con los demás.
Vi a la muchacha durante casi cuatro años todas las tardes, menos los domingos. Estaba siempre allí, apoyada en el tercer poste del telégrafo, en el camino de la Fábrica. Si llovía tenía su buen paraguas abierto. No me paré ni una sola vez.
-Adiós -le decía al pasar.
-Adiós -me contestaba.
El día que cumplí los dieciocho años desmonté de la bicicleta.
-Tengo dieciocho años -le dije. Ahora puedes salir de paseo conmigo. Si te haces la estúpida, te rompo la cabeza.
Ella tenía entonces veintitrés y se había hecho una mujer completa. Pero tenía siempre los mismos ojos claros como el agua y hablaba siempre en voz baja, como antes.
-Tú tienes dieciocho años -me contestó-, pero yo tengo veintitrés. Los muchachos me apedrearían si me viesen ir en compañía de uno tan joven.
Dejé caer la bicicleta al suelo, recogí un guijarro chato y le dije:
-¿Ves aquel aislador, el primero del tercer poste?
Con la cabeza me hizo señas de que sí.
Le apunté al centro y quedó solamente el gancho de hierro, desnudo como un gusano.
-Los muchachos –exclamé- antes de tomarnos a pedradas deberán saber trabajar así.
-Decía por decir -explicó la muchacha-. No está bien que una mujer vaya de paseo con un menor. ¡Si al menos hubieses hecho el servicio militar!…
Ladeé a la izquierda la visera de la gorra.
-Querida mía, ¿por casualidad me has tomado por un tonto? Cuando haya hecho el servicio militar, yo tendré veintiún años y tú tendrás veintiséis, y entonces empezarás de nuevo la historia.
-No -contestó la muchacha- entre dieciocho años y veintitrés es una cosa y entre veintiuno y veintiséis es otra. Cuanto más se vive, menos cuentan las diferencias de edades. Que un hombre tenga veintiuno o veintiséis es lo mismo.
Me parecía un razonamiento justo, pero yo no era tipo que se dejase llevar de la nariz.
-En ese caso volveremos a hablar cuando haya hecho el servicio militar – dije saltando en la bicicleta-. Pero mira que si cuando vuelvo no te encuentro, te romperé la cabeza aunque sea bajo la cama de tu padre.
Todas las tardes la veía parada junto al tercer poste de la luz; pero yo nunca descendí. Le daba las buenas tardes y ella me contestaba buenas tardes. Cuando me llamaron a las filas, le grité:
-Mañana parto para alistarme.
-Hasta la vista – contestó la muchacha.
-Ahora no es el caso de recordar toda mi vida militar. Soporté dieciocho meses de fajina y en el regimiento no cambié. Habré hecho tres meses de ejercicios; puede decirse que todas las tardes me mandaban arrestado o estaba preso.
Apenas pasaron los dieciocho meses me devolvieron a casa. Llegué al atardecer y sin vestirme de civil, salté en la bicicleta y me dirigí al camino de la Fábrica. Si ésa me salía de nuevo con historias, la mataba a golpes con la bicicleta.
Lentamente empezaba a caer la noche y yo corría como un rayo pensando dónde diablos la encontraría. Pero no tuve que buscarla: la muchacha estaba allí, esperándome puntualmente bajo el tercer poste del telégrafo. Era tal cual la había dejado y los ojos eran los mismos, idénticos.
Desmonté delante de ella.
-Concluí -le dije, enseñándole la papeleta de licenciamiento. La Italia sentada quiere decir licencia sin término. Cuando Italia está de pie significa licencia provisional.
-Es muy linda – contestó la muchacha.
Yo había corrido como un alma que lleva el diablo y tenía la garganta seca.
-¿Podría tomar un par de aquellas ciruelas amarillas de la otra vez? -pregunté.
La muchacha suspiró.
-Lo siento, pero el árbol se quemó.
-¿Se quemó? -dije con asombro. ¿De cuándo acá los ciruelos se queman?
-Hace seis meses -contestó la muchacha-. Una noche prendió el fuego en el pajar y la casa se incendió y todas las plantas del huerto ardieron como fósforos. Todo se ha quemado. Al cabo de dos horas sólo quedaban las puertas. ¿Las ves?
Miré al fondo y vi un trozo de muro negro, con una ventana que se abría sobre el cielo rojo.
-¿Y tú? -le pregunté.
-También yo -dijo con un suspiro-; también yo como todo lo demás. Un montoncito de cenizas y sanseacabó.
Miré a la muchacha que estaba apoyada en el poste del telégrafo; la miré fijamente, y a través de su cara y de su cuerpo, vi las vetas de la madera del poste y las hierbas de la zanja. Le puse un dedo sobre la frente y toqué el palo del telégrafo.
-¿Te hice daño? -pregunté.
-Ninguno.
Quedamos un rato en silencio, mientras el cielo se tornaba de un rojo cada vez más oscuro.
-¿Y entonces? -dije finalmente.
-Te he esperado -suspiró la muchacha- para hacerte ver que la culpa no es mía. ¿Puedo irme ahora?
Yo tenía entonces veintiún años y era un tipo como para llamar la atención. Las muchachas cuando me veían pasar sacaban afuera el pecho como si se encontrasen en la revista del general y me miraban hasta perderme de vista a la distancia.
-Entonces – repitió la muchacha–, ¿puedo irme?
-No -le contesté-. Tú debes esperarme hasta que yo haya terminado este otro servicio. De mí no te ríes, querida mía.
-Está bien -dijo la muchacha. Y me pareció que sonreía.
Pero estas estupideces no son de mi gusto y enseguida me alejé.
Han pasado doce años y todas las tardes nos vemos. Yo paso sin desmontar siquiera de la bicicleta.
-Adiós.
-Adiós.
-¿Comprenden ustedes? Si se trata de cantar un poco en la hostería, de hacer un poco de jarana, siempre dispuesto. Pero nada más. Yo tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la Fábrica.


sábado, 9 de julio de 2016

La mano de Ramón Gómez de la Serna


El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado.
Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía, por higiene, con el balcón abierto, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino.
La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había visto, y después había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto.
Llena de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano, pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa corno si en ella radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte.
¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era aquella mano?
Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por escrito. La mano entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho justicia».


sábado, 2 de julio de 2016

Chickamauga de Ambrose Bierce


En una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos críticos significaran siglos y donde los campamentos de los vencedores eran ciudades de piedra labrada. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en un terreno en donde recibió como herencia la guerra y el poder.
Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador, que, durante su primera juventud, había sido soldado y había luchado en el extremo sur. Pero en la existencia apacible del plantador, la llama de la guerra había sobrevivido; una vez encendida, nunca se apagó. El hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño las había comprendido lo bastante para hacerse una espada de madera que el padre mismo, sin embargo, no la hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba esta espada con gallardía, como conviene al hijo de una raza heroica, y se paraba de tiempo en tiempo en los claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de agresión y defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas. Enardecido por la facilidad con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban detenerlo, cometió el error táctico bastante frecuente de proseguir su avance hasta un extremo peligroso, y se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho pero poco profundo, cuyas rápidas aguas le impidieron continuar adelante, a la caza de un enemigo derrotado que acababa de cruzarlo con ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el ancho mar ardía, invencible, dentro de aquel pecho menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río descubrió un lugar en donde había algunos cantos rodados, a distancias de un paso o de un salto; gracias a ellos pudo atravesarlo para caer de nuevo sobre la retaguardia de sus enemigos imaginarios, y pasarlos a todos a cuchillo.
Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más grandes que él, como el más grande de todos, no podía ni refrenar su sed de guerra ni comprender que el más afortunado no puede tentar al Destino. De pronto, mientras avanzaba desde la orilla, se encontró frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de un sendero, con las orejas tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido, estaba sentado un conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media vuelta y escapó sin saber qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos inarticulados, llorando, tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su corazoncito palpitando de terror, sin aliento, cegado por las lágrimas, perdido en el bosque. Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo llevaron a través de malezas inextricables, y, por fin, rendido de cansancio, se acostó en un estrecho espacio entre dos rocas, a pocas yardas del río. Allí, sin dejar de apretar su espada de madera, que no era ya para él un arma sino un compañero, se durmió a fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban alegremente, las ardillas, castigando el aire con el esplendor de sus colas, chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando al niño lastimero, y en alguna parte, muy lejos, gruñía un trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para celebrar la victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la han reducido a la esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación, en donde hombres blancos y negros, llenos de alarma, buscaban febrilmente en los campos y los cercos, una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.
Pasaron las horas y el pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde atería sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y no lloraba más. Empujado por el instinto, se abrió camino a través de las malezas que lo rodeaban hasta llegar a un extremo más abierto: a su derecha, el arroyo; a su izquierda, una suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez más densas del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le inspiró miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda vez en la dirección en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el bosque sombrío que lo cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no pareciéndole temibles, había deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las orejas largas y amenazadoras del conejo. Quizá su espíritu impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante, inseguro Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar sus dudas, vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había muchas más a derecha e izquierda: en el campo abierto que lo rodeaba hormigueaban aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.
Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos sólo usaban las manos, arrastrando las piernas; otros, sólo las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles, de cada lado. Cuando se esforzaban por levantarse, volvían a caer boca abajo. No hacían nada con naturalidad, no hacían nada de igual manera, salvo esa progresión, pie ante pie, en el mismo sentido. Uno a uno, dos a dos, en pequeños grupos, continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían un alto, otros se les adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquellos, entonces, reanudaban el movimiento. Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a derecha e izquierda hasta donde podía escrutarse la oscuridad creciente, y el bosque negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía desplazarse hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo, se tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo como hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.
El niño no reparó en todos estos detalles que sólo hubiera podido advertir un espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran hombres y, sin embargo, se arrastraban como niños. Eran hombres, nada tenían pues de terrible, aunque algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos, mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Todos los rostros estaban muy pálidos y algunos salpicados por algo rojo que les goteaba. Esto, unido a sus actitudes grotescas, le recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano anterior, y se puso a reír al contemplarlas. Pero esos hombres mutilados y sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, haciéndoles creer que los tomaba por caballos. Y entonces se aproximó por detrás a una de esas formas rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas. El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio, derribó, furioso, al niño, haciéndole caer en redondo como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje, y después volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco rojo franjeado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso. El saliente monstruoso de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces, daban al herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos por la sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas. El niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin, aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco y después afrontó la situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo, absoluto.
En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá del arroyo, a través de los árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se destacaba el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba sobre ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las manchas que distorsionaban y enmascaraban a tantos de ellos, y que centelleaba sobre los botones y las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió hacia aquel esplendor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles compañeros; en pocos instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su manifiesta superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de madera siempre en la mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos, solemne, volviéndose de vez en cuando para verificar que sus fuerzas no quedaban atrás. A buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.
Esparcidos por el terreno que lentamente se estrechaba con aquella marcha atroz de la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna significativa asociación de ideas en la mente del jefe: en algunos lugares, una manta enrollada a lo largo, con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada mochila de soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus perseguidores. En todos lados junto al arroyo, bordeado en aquel sitio por tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies de los hombres y los cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por el terreno: avanzando, retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos heridos sin esperanza habían penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en enjambres y reformándose en líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por poco lo habrían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo habían despertado. Casi a la distancia de una hondonada del lugar en que estaba acostado, habían librado batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante de los capitanes y los clamores». Había dormido durante casi todo el combate, apretando contra su pecho la espada de madera, quizá por inconsciente simpatía con el conjunto marcial que lo rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como a los caídos que allí habían muerto para hacerla gloriosa. Más allá de los árboles, del otro lado del arroyo, ahora el fuego se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de su bóveda de humo y bañaba todo el paisaje, transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi todas las piedras que emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos menos graves las habían manchado al pasar. Gracias a ellas, también, el niño cruzó el arroyo a paso rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se habían arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o cuatro, que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del niño se abrieron con asombro: ni siquiera su ingenuidad podía aceptar un fenómeno que implicara tal resistencia. Después de haber apagado su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas por encima del agua. Se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque permitieron que el jefe viera, como al principio de su marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas se movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo, señaló con el sable de madera en dirección a la claridad que lo guiaba: una columna de fuego para aquel extraño éxodo.
Confiando en la lealtad de sus compañeros, penetró en el cinturón de árboles, lo franqueó fácilmente, gracias a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un campo, volviéndose de tiempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y así se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustible, pero todos los objetos que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.
Como había cambiado de lugar, detuvo la mirada en algunas dependencias cuyo aspecto le era extrañamente familiar: tenía la impresión de haber soñado con ellas. Se puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el bosque que la rodeaba, pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden de los puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su propia casa!
Durante un instante quedó estupefacto por la brutal revelación. Después se puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del incendio, yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas, agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro, enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del agujero desgarrado salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes masa gris y espumosa coronada de racimos escarlata, obra de un obús. El niño hizo ademanes salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma, maldito lenguaje del demonio.
El niño era sordomudo.
Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.



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