En una tarde soleada de otoño, un niño perdido en
el campo, lejos de su rústica vivienda, entró en un bosque sin ser visto.
Sentía la nueva felicidad de escapar a toda vigilancia, de andar y explorar a
la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus antepasados, y durante
miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas memorables en
descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos críticos
significaran siglos y donde los campamentos de los vencedores eran ciudades de
piedra labrada. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse
camino a través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había
penetrado en un terreno en donde recibió como herencia la guerra y el poder.
Era un niño de seis años, hijo de un pobre
plantador, que, durante su primera juventud, había sido soldado y había luchado
en el extremo sur. Pero en la existencia apacible del plantador, la llama de la
guerra había sobrevivido; una vez encendida, nunca se apagó. El hombre amaba
los libros y las estampas militares, y el niño las había comprendido lo
bastante para hacerse una espada de madera que el padre mismo, sin embargo, no
la hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba esta espada con gallardía, como
conviene al hijo de una raza heroica, y se paraba de tiempo en tiempo en los
claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de
agresión y defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas. Enardecido
por la facilidad con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban
detenerlo, cometió el error táctico bastante frecuente de proseguir su avance
hasta un extremo peligroso, y se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho
pero poco profundo, cuyas rápidas aguas le impidieron continuar adelante, a la
caza de un enemigo derrotado que acababa de cruzarlo con ilógica facilidad.
Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza
que había franqueado el ancho mar ardía, invencible, dentro de aquel pecho
menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río descubrió un lugar en
donde había algunos cantos rodados, a distancias de un paso o de un salto;
gracias a ellos pudo atravesarlo para caer de nuevo sobre la retaguardia de sus
enemigos imaginarios, y pasarlos a todos a cuchillo.
Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia
exigía que se replegara sobre la base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos
otros conquistadores más grandes que él, como el más grande de todos, no podía
ni refrenar su sed de guerra ni comprender que el más afortunado no puede
tentar al Destino. De pronto, mientras avanzaba desde la orilla, se encontró
frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de un sendero, con las
orejas tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido, estaba sentado un
conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media vuelta y escapó sin
saber qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos inarticulados,
llorando, tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas,
su corazoncito palpitando de terror, sin aliento, cegado por las lágrimas,
perdido en el bosque. Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo
llevaron a través de malezas inextricables, y, por fin, rendido de cansancio,
se acostó en un estrecho espacio entre dos rocas, a pocas yardas del río. Allí,
sin dejar de apretar su espada de madera, que no era ya para él un arma sino un
compañero, se durmió a fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del
bosque cantaban alegremente, las ardillas, castigando el aire con el esplendor
de sus colas, chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando al niño
lastimero, y en alguna parte, muy lejos, gruñía un trueno, extraño y sordo,
como si las perdices redoblaran para celebrar la victoria de la naturaleza
sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la han reducido a la
esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación, en donde hombres blancos
y negros, llenos de alarma, buscaban febrilmente en los campos y los cercos,
una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.
Pasaron las horas y el pequeño durmiente se
levantó. La frescura de la tarde atería sus miembros; el temor a las tinieblas,
su corazón. Pero había descansado y no lloraba más. Empujado por el instinto,
se abrió camino a través de las malezas que lo rodeaban hasta llegar a un
extremo más abierto: a su derecha, el arroyo; a su izquierda, una suave
pendiente con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez más densas del
crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le inspiró miedo
y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda vez en la dirección
en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el bosque sombrío que lo
cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó
al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá fuera un
oso. Había visto imágenes de osos y, no pareciéndole temibles, había deseado
vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de aquel
objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la
curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura
avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al
menos, las orejas largas y amenazadoras del conejo. Quizá su espíritu
impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante,
inseguro Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar sus dudas,
vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había muchas más a
derecha e izquierda: en el campo abierto que lo rodeaba hormigueaban aquellos
seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.
Eran hombres. Trepaban con las manos y las
rodillas. Algunos sólo usaban las manos, arrastrando las piernas; otros, sólo
las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles, de cada lado. Cuando se
esforzaban por levantarse, volvían a caer boca abajo. No hacían nada con
naturalidad, no hacían nada de igual manera, salvo esa progresión, pie ante
pie, en el mismo sentido. Uno a uno, dos a dos, en pequeños grupos, continuaban
avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían un alto, otros se les
adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquellos, entonces, reanudaban el
movimiento. Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a derecha e
izquierda hasta donde podía escrutarse la oscuridad creciente, y el bosque
negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía desplazarse
hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto
no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y
gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de
nuevo, se tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el
cielo como hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.
El niño no reparó en todos estos detalles que sólo
hubiera podido advertir un espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran
hombres y, sin embargo, se arrastraban como niños. Eran hombres, nada tenían
pues de terrible, aunque algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó
libremente en medio de ellos, mirándolos de cerca con infantil curiosidad.
Todos los rostros estaban muy pálidos y algunos salpicados por algo rojo que
les goteaba. Esto, unido a sus actitudes grotescas, le recordó al payaso
pintarrajeado que había visto en el circo el verano anterior, y se puso a reír
al contemplarlas. Pero esos hombres mutilados y sanguinolentos no dejaban de
avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático contraste entre la
risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un espectáculo
cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las
rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, haciéndoles creer
que los tomaba por caballos. Y entonces se aproximó por detrás a una de esas
formas rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas.
El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio, derribó, furioso,
al niño, haciéndole caer en redondo como hubiera podido hacerlo un potrillo
salvaje, y después volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula
inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco rojo
franjeado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso. El saliente
monstruoso de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces, daban al
herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos
por la sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas. El niño
se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin,
aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco y
después afrontó la situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud
continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la
pendiente como un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor
ruido, en un silencio profundo, absoluto.
En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó
a iluminarse. Más allá del arroyo, a través de los árboles, brillaba una
extraña luz roja sobre la cual se destacaba el negro encaje de las ramas;
golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba sobre ellas monstruosas sombras
que caricaturizaban sus movimientos en la hierba iluminada; caía en sus
rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las manchas que
distorsionaban y enmascaraban a tantos de ellos, y que centelleaba sobre los
botones y las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió
hacia aquel esplendor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles
compañeros; en pocos instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña
fácil dada su manifiesta superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el
sable de madera siempre en la mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al
de ellos, solemne, volviéndose de vez en cuando para verificar que sus fuerzas
no quedaban atrás. A buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.
Esparcidos por el terreno que lentamente se
estrechaba con aquella marcha atroz de la multitud hacia el agua, había algunos
objetos que no provocaban ninguna significativa asociación de ideas en la mente
del jefe: en algunos lugares, una manta enrollada a lo largo, con las dos
puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada mochila de soldado; allá, un fusil
roto; en suma, esos desechos que se encuentran en la retaguardia de las tropas
en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus
perseguidores. En todos lados junto al arroyo, bordeado en aquel sitio por
tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies
de los hombres y los cascos de los caballos. Un observador más experimentado
habría advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían
pasado por el terreno: avanzando, retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos
heridos sin esperanza habían penetrado en el bosque por millares, en compañía
de sus camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos,
dispersándose en enjambres y reformándose en líneas, habían desfilado junto al
niño dormido, por poco lo habrían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo
de su marcha no lo habían despertado. Casi a la distancia de una hondonada del
lugar en que estaba acostado, habían librado batalla; pero el niño no había
oído el estruendo de los fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante
de los capitanes y los clamores». Había dormido durante casi todo el combate,
apretando contra su pecho la espada de madera, quizá por inconsciente simpatía
con el conjunto marcial que lo rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia
de la lucha como a los caídos que allí habían muerto para hacerla gloriosa. Más
allá de los árboles, del otro lado del arroyo, ahora el fuego se reflejaba
sobre la tierra desde lo alto de su bóveda de humo y bañaba todo el paisaje,
transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua
brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi todas las piedras
que emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos menos
graves las habían manchado al pasar. Gracias a ellas, también, el niño cruzó el
arroyo a paso rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió
para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más
vigorosos se habían arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el
agua. Tres o cuatro, que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante
ese espectáculo, los ojos del niño se abrieron con asombro: ni siquiera su
ingenuidad podía aceptar un fenómeno que implicara tal resistencia. Después de
haber apagado su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder
ni mantener sus cabezas por encima del agua. Se habían ahogado. Detrás de
ellos, los claros del bosque permitieron que el jefe viera, como al principio
de su marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas se movían. El
niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo, señaló con el sable de madera
en dirección a la claridad que lo guiaba: una columna de fuego para aquel
extraño éxodo.
Confiando en la lealtad de sus compañeros, penetró en el cinturón de árboles, lo franqueó fácilmente, gracias a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un campo, volviéndose de tiempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y así se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustible, pero todos los objetos que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.
Confiando en la lealtad de sus compañeros, penetró en el cinturón de árboles, lo franqueó fácilmente, gracias a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un campo, volviéndose de tiempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y así se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustible, pero todos los objetos que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.
Como había cambiado de lugar, detuvo la mirada en
algunas dependencias cuyo aspecto le era extrañamente familiar: tenía la
impresión de haber soñado con ellas. Se puso a reflexionar, sorprendido, y de
pronto la plantación entera, con el bosque que la rodeaba, pareció girar sobre
su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden de los puntos
cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su propia casa!
Durante un instante quedó estupefacto por la brutal
revelación. Después se puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente
visible a la luz del incendio, yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido
vuelto al cielo, las manos extendidas, agarrotadas y llenas de hierba, las
ropas en desorden, el largo pelo negro, enmarañado, cubierto de sangre
coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del agujero desgarrado
salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes masa gris y espumosa coronada
de racimos escarlata, obra de un obús. El niño hizo ademanes salvajes e
inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en
los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma,
maldito lenguaje del demonio.
El niño era sordomudo.
Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos,
los ojos fijos en las ruinas.
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