Sabiduría de padres
Aquella noche Antón tuvo un sueño:
¡estaba solo en una llanura infinita, y corría! No podía descubrirse en ninguna
parte ni siquiera el rastro de una vivienda humana; no había calles ni caminos;
sólo un par de árboles achaparrados extendían sus secas ramas hacia el negro
cielo. Gigantescos cráteres se abrían en la tierra cubierta de ceniza y
escoria. ¡Por todas partes había huesos, brillantes y grandes huesos, y al
correr entre ellos Antón intuía lleno de pavor cuál era el destino que le
esperaba también a él!
Y de repente, mientras corría, ¡notó que
algo había empezado a perseguirlo! Algo hacia lo cual no se atrevía a volverse
le iba pisando los talones. Jadeando y siseando se le acercaba cada vez más. Ya
sólo le separaban unos pocos metros de Antón. Entonces vio ante sí una montaña.
¡Si conseguía llegar hasta allí estaría salvado!
El horrible graznido de su perseguidor
se hacía más fuerte. Ya notaba el cálido aliento del monstruo en sus espaldas.
Una vez más Antón hizo acopio de todas sus fuerzas y corrió... ¡pero en vano!
Con un grito se desplomó en el suelo y permaneció tumbado sin moverse, con los
ojos fuertemente cerrados. Ahora... ahora sí que le debía de haber alcanzado el
monstruo.
—Hola, Antón —dijo entonces una voz
familiar y muy ronca—; ¡corres como si te persiguiera el diablo en persona!
Siguió una risa gutural, ronca y
resonante, y en realidad..., era el pequeño vampiro que estaba en cuclillas
junto a él. Sus poderosos y blancos dientes resplandecían.
—Y yo sólo quería contarte la historia
del nuevo guardián del cementerio —se rió.
—¡Ah, ésa! —dijo Antón sacudiéndose,
avergonzado, el polvo de los pantalones.
—Pues bien —dijo el vampiro—, ¡era un
martes, y aquel martes era, precisamente, trece!
No siguió adelante, pues en ese momento
lo interrumpió una voz.
—¡Antón, a desayunar! —exclamó el padre.
—Sí —gruñó Antón adormilado.
—¿Qué opináis realmente de los vampiros?
—preguntó Antón cuando estaba sentado a la mesa del desayuno untándose miel en
el pan.
Aunque parecía que estuviera ocupado con
empeño en untar el pan, observaba, no obstante, muy atentamente las caras de
sus padres. En primer lugar cambiaron una mirada de sorpresa, después empezaron
a hacer gestos. «No me toman en serio —pensó Antón—, seguro que piensan que soy
un crío. ¡Si ellos supieran!»
—Vampiros —dijo la madre reprimiendo una
sonrisa—. ¿Y a qué viene eso?
—Ah —dijo Antón—. Antiguamente hubo, sin
embargo, algunos.
—Antiguamente —dijo el padre—. Entonces
la gente creía en las cosas más disparatadas. Por ejemplo, en las brujas.
—¡Brujas! —repitió desdeñoso Antón.
—Otros creían en enanos, en fantasmas,
en hadas... —dijo la madre.
—Os olvidáis de Papá Noel —dijo colérico
Antón, y revolvió tan violentamente en su taza que el cacao salpicó el mantel—.
Pero os voy a decir una cosa: lo de los vampiros es completamente,
completamente diferente.
—¿Ah, sí? —dijo burlón el padre.
—¡Sí, señor! —repuso Antón—. Y el que
piense que sólo hay vampiros en los libros...
—... o en las fiestas de disfraces —se
rió su madre para dentro.
—... ése está o ciego o sordo —continuó
Antón alzando la voz; hizo después una pausa y, finalmente, dijo en voz baja y
misteriosa—: ¡O es muy, muy irreflexivo!
—Me das auténtico miedo —se rió la
madre.
—Qué raro que no nos hayamos encontrado
nunca con ninguno, ¿no? —dijo el padre dirigiéndose a la madre.
—Ay —dijo Antón de buen humor—, eso
sucede algunas veces antes de lo que uno cree.
—¿De veras? —exclamó la madre con un
sobresalto fingido.
—Ya veréis —dijo Antón, metiéndose en la
boca el resto de su pan.
—Yo sólo veo que mi taza está vacía —se
rió la madre—; por favor, sírveme más té, Antón.
El padre se puso de pie y cogió la
tetera. Mientras servía le guiñó un ojo a la madre.
«Ya se os pasará la risa», pensó Antón.
Satisfecho, se recostó en su silla y pensó en el sábado siguiente.