Cuando llegamos con nuestras bolsas al
campo de criquet del manicomio, el médico jefe, a quien había conocido en la
casa donde me hospedaba, se acercó para estrecharme la mano. Le dije que aquel
día yo sólo venía a llevar el tanteo para el equipo de Lampton (me había roto
un dedo la semana anterior, jugando en la arriesgada posición de guardar el wicket
sobre un terreno irregular).
—Ah, entonces tendrá usted a un
compañero interesante —me dijo.
—¿El otro tanteador? —le pregunté yo.
—Crossley es el hombre más inteligente
del hospital —respondió el médico—, gran lector, jugador de ajedrez de primera,
etcétera. Parece ser que ha viajado por todo el mundo. Le han mandado aquí por
sus manías. La más grave es que es un asesino y, según él, ha matado a tres
hombres y a una mujer en Sydney, Australia. La otra manía, que es más cómica,
es que su alma está rota en pedazos, y vaya usted a saber qué querrá decir con
eso. Edita nuestra revista mensual, nos dirige las obras teatrales navideñas, y
el otro día nos hizo una demostración de juegos de manos muy original. Le
gustará.
Me presentó. Crossley, un hombre
corpulento de cuarenta o cincuenta años, tenía un rostro extraño, pero no
desagradable. No obstante, me sentí un poco incómodo sentado en la cabina donde
se llevaba el tanteo, con sus manos cubiertas de pelos negros tan cerca de las
mías. No es que temiera algún acto de violencia física, pero sí tenía la
sensación de estar en presencia de un hombre de fuerza poco corriente, e
incluso tal vez, no sé por qué se me ocurriría, poseedor de poderes ocultos.
Hacía calor en la cabina a pesar de la amplia ventana.
—Tiempo de tormenta —dijo Crossley, que
hablaba con lo que la gente de campo llama «acento universitario», aunque yo no
llegué a determinar de qué colegio universitario procedía—. En tiempo de
tormenta, los pacientes nos comportamos de un modo todavía más anormal que de
costumbre. Le pregunté si jugaba algún paciente.
—Dos de ellos, estos dos primeros
bateadores. El alto, B. C. Brown, jugaba con el equipo del condado de Hants
hace tres años, y el otro es un buen jugador de club. También suele apuntarse
Pat Slingsby (ya sabe, el boleador rápido australiano), pero hoy prescindimos
de él. Cuando el tiempo está así, sería capaz de lanzar la pelota contra la
cabeza del bateador. No es que sea un demente en el sentido corriente;
sencillamente, tiene un formidable mal genio. Los médicos no pueden hacer nada
con él. Es para matarle.
Luego, Crossley empezó a hablar del
doctor:
—Un tipo de buen corazón y, para ser
médico de un hospital psiquiátrico, bastante preparado técnicamente. Incluso
estudia psicología morbosa y lee bastante; está casi al día, digamos hasta
anteayer. Como no lee ni alemán ni francés, yo le llevo una o dos etapas de
ventaja en cuestión de modas psicológicas; él tiene que esperar que lleguen las
traducciones inglesas.
Invento sueños significativos para que
me los interprete y, como me he dado cuenta de que le gusta que incluya en
ellos serpientes y tartas de manzana, así suelo hacerlo. Está convencido de que
mi problema mental se debe a la consabida «fijación antipaternal»... ¡ojalá
fuera así de sencillo!
Entonces me preguntó Crossley si podría
tantear y escuchar una historia al mismo tiempo. Le dije que sí. Era un partido
lento.
—Mi historia es verdadera —dijo—, cada
palabra es cierta. O, al menos, cuando digo que mi historia es «verdadera»
quiero decir que la estoy contando de una forma nueva. Siempre es la misma
historia, pero algunas veces varío el clímax e incluso cambio los papeles de
los personajes. Las variaciones la mantienen fresca, y por consiguiente
verdadera. Si siempre utilizara la misma fórmula, pronto perdería interés y se
volvería falsa. Me interesa mantenerla viva, palabra por palabra. Conozco
personalmente a los personajes que hay en ella. Son gente de Lampton.
Decidimos que yo llevaría el tanteo de
las carreras, incluyendo las carreras extras, y que él llevaría la
cuenta de las boleadas y su análisis, y que a la caída de cada wicket nos
copiaríamos el uno del otro.
Así fue posible que relatara la
historia.
Richard se despertó un día diciéndole a
Rachel:
—Pero ¡qué sueño tan raro!
—Cuéntame, cariño —le dijo ella—, y
date prisa, porque yo quiero contarte el mío.
—Estaba conversando —le explicó— con
una persona (o personas, porque cambiaba muy a menudo de aspecto) de gran
inteligencia, y puedo recordar claramente la discusión. Sin embargo, ésta es la
primera vez que logro recordar una conversación mantenida en sueños.
Normalmente, mis sueños son tan diferentes del estar despierto que sólo puedo
describirlos diciendo: «Es como si estuviera viviendo y pensando como un árbol,
o una campana o un do mayor o un billete de cinco libras; como si nunca hubiera
sido humano.» La vida allí se me presenta algunas veces rica y otras pobre,
pero, repito, en cada ocasión tan diferente que si yo dijera: «Tuve una
conversación» o «Estuve enamorado», o «Escuché música» o «Estaba enfadado», me
encontraría tan lejos de la realidad de los hechos como si intentara explicar un
problema de filosofía tal como se lo explicó Panurge, el personaje de Rabelais,
a Thaumast: simplemente, haciendo muecas con los ojos y los labios.
—A mí me ocurre algo parecido —repuso
ella—.
Creo que cuando estoy dormida me
convierto, quizá, en una piedra, con todos los apetitos y las convicciones naturales
de una piedra. Hay un refrán que dice: «Dura como una piedra», pero puede que
haya más sentido en una piedra, más sensibilidad, más delicadeza, más
sentimiento y más sensatez que en muchos hombres o mujeres. Y no menos
sensualidad —añadió, pensativa.
Era un domingo por la mañana, así que
podían quedarse en la cama, abrazados, sin preocuparse por la hora, y como no
tenían hijos, el desayuno podía esperar. Richard le dijo que en su sueño él iba
caminando por las dunas con esa persona o personas, y que ésta le dijo: «Estas
dunas no forman parte ni del mar ante nosotros ni del herbazal detrás nuestro,
ni están relacionadas con las montañas más allá del herbazal. Son ellas mismas.
Cuando un hombre camina por las dunas no tarda en apercibirse de este hecho por
el sabor del aire, y si se abstuviera de comer y beber, de dormir y hablar, de
pensar y desear, podría continuar entre ellas para siempre, sin cambiar. No hay
vida ni muerte en estas dunas. Cualquier cosa podría suceder en las dunas.»
Rachel dijo que eso eran tonterías y
preguntó:
—Pero ¿de qué trataba la discusión?
¡Cuenta de una vez!
Él dijo que era sobre el paradero del
alma, pero que ahora ella se lo había sacado de la cabeza por darle prisas. Lo
único que recordaba era que el hombre era primero un japonés, luego un italiano
y finalmente un canguro. A cambio, ella le contó impetuosamente su sueño, comiéndose
las palabras.
—Iba andando por las dunas —dijo— y
también había conejos allí; ¿cómo concuerda eso con lo que dijo sobre la vida y
la muerte? Os vi al hombre y a ti que veníais del brazo hacia mí y me alejé
corriendo de los dos y me di cuenta de que el hombre llevaba un pañuelo de seda
negro; corrió detrás de mí y se me cayó la hebilla del zapato y no pude
detenerme para recogerla. La dejé en el suelo y él se agachó y se la metió en
el bolsillo.
—¿Cómo sabes que se trataba del mismo
hombre? —preguntó Richard.
Ella se rió:
—Porque tenía la cara negra y llevaba
puesto un abrigo azul, como aquel cuadro del capitán Cook. Y porque era en las
dunas.
Richard la besó en el cuello.
—No sólo vivimos juntos y hablamos
juntos y dormimos juntos —le dijo—, sino que al parecer ahora incluso soñamos
juntos.
Y se rieron los dos.
Luego Richard se levantó y le trajo el
desayuno. Sobre las once y media Rachel dijo:
—Sal a dar un paseo ahora, cariño, y
cuando vuelvas tráeme algo en qué pensar; vuelve a tiempo para la comida, a la
una. Era una mañana calurosa de mayo y salió por el bosque, tomando el camino
de la costa, que en menos de un kilómetro iba a parar a Lampton.
(—¿Usted conoce bien Lampton? —preguntó
Crossley. —No —le dije yo—, sólo estoy aquí de vacaciones, en casa de unos
amigos.)
Caminó unos cien metros por la costa,
pero luego se desvió y cruzó el herbazal pensando en Rachel, observando las
mariposas azules y mirando las rosas silvestres y el tomillo, y pensando de
nuevo en ella y en lo extraño que resultaba que pudieran estar tan cerca el uno
del otro; luego, arrancó unos pétalos de flor de aulaga y los olió, meditando
sobre el olor y pensando: «Si ella muriera, ¿qué sería de mí?» Tomó un trozo de
pizarra del muro bajo y lo hizo saltar varias veces rozando la superficie de la
charca, y pensando: «Soy un tipo muy torpe para ser su marido», y fue caminando
hacia las dunas, para alejarse de nuevo, quizá algo temeroso de encontrarse con
la persona del sueño, y finalmente describió un semicírculo hasta llegar a la
vieja iglesia pasado Lampton, al pie de la montaña.
La misa de la mañana había concluido y
la gente estaba fuera, cerca de los monumentos megalíticos que había detrás de
la iglesia, caminando en grupos de dos o tres, como era costumbre, sobre la
suave hierba. El hacendado de la localidad hablaba en voz muy alta sobre el rey
Carlos el Mártir:
—Un gran hombre, de verdad, un gran
hombre, pero traicionado por aquellos a quienes más amaba. Y el médico estaba
discutiendo sobre música para órgano con el párroco. Había un grupo de niños
jugando a la pelota:
—¡Tírala aquí, Elsie! No, a mí, Elsie,
¡Elsie! ¡Elsie!
Entonces apareció el párroco y se metió
la pelota en el bolsillo, diciendo que era domingo; tenían que haberlo
recordado. Cuando se hubo marchado, se pusieron a hacerle muecas.
Al poco rato se acercó un forastero,
pidió permiso para sentarse al lado de Richard y empezaron a hablar. El
forastero había asistido a la misa y deseaba discutir el sermón. El tema había
sido la inmortalidad del alma; era el último sermón de una serie que había empezado
por Pascua. Dijo que no podía estar de acuerdo con la premisa del predicador,
según la cual «el alma reside continuamente en el cuerpo». ¿Por qué tenía que
ser así? ¿Qué función desempeñaba el alma, día a día, en el trabajo rutinario
del cuerpo? El alma no era ni el cerebro, ni los pulmones, ni el estómago, ni
el corazón, ni la mente, ni la imaginación. Era sin duda algo aparte, ¿no? ¿No
era en realidad menos probable que residiese en el cuerpo que fuera de él? No
tenía pruebas ni de una cosa ni de la otra, pero, según él, nacimiento y muerte
eran un misterio tan extraño que la explicación de la vida podría muy bien
estar fuera del cuerpo, que es la prueba visible de la existencia.
—Ni siquiera podemos saber con
precisión cuáles son los momentos del nacimiento y de la muerte —continuó
diciendo—. Fíjese que en el Japón, país qué he visitado, se calcula que un
hombre tiene ya un año cuando nace; y hace poco en Italia un hombre muerto...
Pero venga a pasear por las dunas y déjeme que le cuente mis conclusiones. Me
resulta más fácil hablar cuando estoy paseando.
A Richard le asustó escuchar todo esto
y ver al hombre secarse la frente con un pañuelo de seda negro. Logró balbucir
una respuesta. En aquel momento, los niños, que se habían acercado
arrastrándose por detrás de uno de los monumentos megalíticos, de pronto y a
una señal acordada gritaron en los oídos de los dos hombres y se quedaron allí
riendo. El forastero, al sobresaltarse, se enfadó y abrió la boca como si
estuviera a punto de maldecirles, mostrando los dientes hasta las encías. Tres
de los niños chillaron y echaron a correr. Pero la niña a la que llamaban Elsie
se cayó al suelo del susto y se quedó allí sollozando. El médico, que estaba
cerca, intentó consolarla.
—Tiene cara de demonio —se oyó decir a
la niña. El forastero sonrió amablemente:
—Y un demonio es lo que fui no hace
tanto tiempo.
Esto ocurrió en el norte de Australia,
donde viví entre aquellos negros durante veinte años. «Demonio» es la palabra
que mejor describe la posición que ellos me otorgaron en su tribu, y también me
dieron un uniforme de la Armada inglesa, del siglo dieciocho, para ponerme en
las ceremonias. Venga a pasear conmigo por las dunas y déjeme contarle toda la
historia.
Me apasiona pasear por las dunas: por
eso vengo a este pueblo... Me llamo Charles.
—Gracias —dijo Richard—, pero debo
volver a casa enseguida. La comida me espera.
—Tonterías —dijo Charles—, la comida
puede esperar. O, si usted quiere, puedo ir a comer con usted. Por cierto, no
he comido nada desde el viernes. Estoy sin dinero.
Richard se sintió incómodo. Temía a
Charles y no quería llevárselo a su casa a comer por lo del sueño, las dunas y
el pañuelo, pero, por otra parte, el hombre era inteligente y apacible, vestía
bastante bien y no había comido nada desde el viernes; si Rachel se enteraba de
que había rehusado darle una comida, volvería a empezar con sus reproches.
Cuando Rachel estaba malhumorada, su queja favorita era que Richard era
demasiado prudente con el dinero; pero cuando hacían las paces admitía que era
el hombre más generoso que conocía y que no se lo había dicho en serio. Y
cuando volvía a enfadarse con él, otra vez salía con que era un avaro. «Diez
peniques y medio —le decía, burlándose—, diez peniques y medio y tres peniques
en sellos.» A Richard le ardían las orejas y le entraban ganas de pegarle. Así
que dijo a Charles:
—No faltaría más, venga a comer
conmigo; pero aquella niña aún está sollozando a causa del miedo que le tiene.
Tendría que hacer algo.
Charles le hizo señas para que se
acercase y se limitó a pronunciar una dulce palabra —una palabra mágica
australiana, según le contó luego a Richard, que significaba leche—;
inmediatamente, Elsie se sintió reconfortada y vino a sentarse sobre las
rodillas de Charles, jugando con los botones de su chaleco durante un rato,
hasta que Charles la hizo marchar.
—Tiene usted extraños poderes —dijo
Richard.
—Me gustan mucho los niños —respondió
Charles—, pero el grito me alarmó; me alegro de no haber hecho lo que por un
momento tuve la tentación de hacer.
—¿Qué era? —preguntó Richard.
—Pude haber gritado yo también —replicó
Charles.
—Seguro que lo hubiesen preferido —dijo
Richard—. Les hubiese parecido un juego estupendo. Seguramente, es lo que
esperaban que hiciera.
—Si yo hubiese gritado —dijo Charles—,
mi grito los habría matado en el acto, o al menos los habría trastornado. Lo
más probable es que los hubiese matado, porque estaban muy cerca.
Richard sonrió tontamente. No sabía si
debía reír o no, porque Charles hablaba con mucha seriedad y compostura. Por lo
tanto, optó por decirle:
—¿Ah, sí? ¿Y qué clase de grito es ése?
Déjeme oírle gritar.
—No sólo podría hacerles daño a los
niños con mi grito—repuso Charles—. También los hombres pueden volverse locos
de remate; incluso el más fuerte quedaría tendido en el suelo. Es un grito
mágico que aprendí del jefe de demonios en el territorio norteño. Tardé
dieciocho años en perfeccionarlo, y sin embargo sólo lo he utilizado, en total,
cinco veces.
Richard tenía la mente tan confusa, a
causa del sueño y del pañuelo y de la palabra que le dijo a Elsie, que no sabía
qué decir. Sólo se le ocurrió murmurar:
—Le doy cincuenta libras si con un
grito despeja este lugar.
—Veo que no me cree —dijo Charles—. ¿Es
que no ha oído hablar nunca del grito del terror?
Richard meditó y dijo:
—Bueno, he leído algo sobre el grito
heroico que utilizaban los antiguos guerreros irlandeses y que hacía retroceder
a los ejércitos... ¿y no fue Héctor, el troyano, el que sabía proferir un
terrible grito? También sé que en los bosques de Grecia se oían unos gritos
repentinos. Los atribuyeron al dios Pan, y esos gritos infundían a los hombres
un miedo enloquecedor; precisamente, de esta leyenda proviene la palabra «pánico».
Y recuerdo otro grito mencionado en el Mabinogion, en la historia de
Lludd y Llevelys. Era un chillido que se oía cada víspera del primero de mayo y
que atravesaba todos los corazones, asustando de tal modo a los hombres, que
perdían el color y la fuerza, y las mujeres sus hijos, y los jóvenes y
doncellas el juicio, y los animales, los árboles, la tierra y las aguas
quedaban estériles. Pero este grito lo lanzaba un dragón.
—Sería un mago británico del clan de
los Dragones—dijo Charles—. Yo pertenecía a los Canguros. Sí, eso concuerda. El
efecto no está descrito con exactitud, pero se aproxima bastante.
Llegaron a la casa a la una y Rachel
estaba en la puerta, con la comida a punto.
—Rachel —dijo Richard—, te presento al
señor Charles, que ha venido a comer. El señor Charles es un gran viajero.
Rachel se pasó la mano por la frente
como para disipar una nube, pero pudo haber sido el brillo repentino del sol.
Charles le cogió la mano y se la besó, cosa que la sorprendió. Rachel era
graciosa, menuda, con ojos de un azul intenso que contrastaban con su cabello
negro, delicada en sus movimientos y con una voz bastante grave; tenía un
sentido del humor algo extraño.
(—Le gustaría Rachel —dijo Crossley—,
algunas veces viene a visitarme aquí.)
Sería difícil definir bien a Charles:
era de mediana edad y alto, con el cabello gris y una cara que no estaba quieta
ni por un momento; los ojos grandes y brillantes, unas veces amarillos, otras
marrones y otras grises; su voz cambiaba de tono y de acento según el tema;
tenía las manos morenas, con el dorso peludo y las uñas bien cuidadas. De
Richard basta decir que era músico, que no era un hombre fuerte pero sí un
hombre de suerte. La suerte era su fuerza.
Después de comer, Charles y Richard
lavaron juntos los platos y de pronto Richard le preguntó a Charles si le
dejaría escuchar el grito, pues sabía que no podría tranquilizarse hasta
haberlo oído. Sin duda, era peor pensar en una cosa tan terrible que oírla, porque
ahora ya creía en el grito.
Charles dejó de fregar platos, trapo en
mano.
—Como quiera —le dijo—, pero que conste
que ya le he avisado de qué clase de grito se trata. Y si grito, tiene que ser
en un lugar solitario donde nadie más pueda oírlo; y no pienso gritar en el
segundo grado, el grado que mata con certeza, sino en el primero, que
únicamente horroriza. Cuando quiera que pare, tápese los oídos con las manos.
—De acuerdo —asintió Richard.
—Aún no he gritado nunca para
satisfacer una frívola curiosidad —explicó Charles—; siempre lo he hecho cuando
mis enemigos han puesto en peligro mi vida, enemigos blancos o negros, y una
vez, cuando me encontré solo en el desierto. Esa vez me vi forzado a gritar,
para obtener comida.
Entonces Richard pensó: «Bueno, como
soy un hombre de suerte, mi suerte me servirá incluso para esto.»
—No tengo miedo —le dijo a Charles.
—Iremos a caminar por las dunas mañana
temprano—sugirió Charles—, cuando aún no haya nadie, y entonces gritaré. Dice
usted que no tiene miedo.
Pero Richard tenía mucho miedo, y lo
que empeoraba su miedo era que de algún modo se sentía incapaz de hablarle a
Rachel y contárselo, pues él sabía que, de hacerlo o bien le prohibiría salir,
o bien le acompañaría. Si le prohibía ir, el miedo al grito y un sentimiento de
cobardía se cerniría sobre él para siempre, pero si iba con él y si resultaba
que el grito no era nada, ella hallaría un nuevo motivo de burla en su
credulidad y Charles se reiría con ella; y si efectivamente resultaba ser algo,
muy bien podría volverse loca. Así que no dijo nada.
Invitaron a Charles a pasar la noche en
su casa y se quedaron charlando hasta muy tarde.
Cuando ya estaban en la cama, Rachel le
dijo a Richard que le gustaba Charles y que, desde luego, era un hombre que
había visto mucho mundo, aunque era un tonto y un crío. Luego Rachel empezó a decir
muchas tonterías. Había tomado un par de copas de vino, y casi nunca bebía.
—Oh, cariño —le dijo—, se me olvidó
decirte una cosa. Esta mañana me puse los zapatos de la hebilla cuando tú no
estabas, y vi que faltaba una. Seguro que anoche, antes de irme a dormir, me di
cuenta de que la había perdido y sin embargo no debí registrar la pérdida en mi
mente, por lo que en mi sueño se transformó en descubrimiento; pero algo me
dice..., mejor dicho, tengo la certeza de que el señor Charles guarda la
hebilla en su bolsillo, y estoy segura de que él es el hombre a quien conocimos
en nuestro sueño. Pero no me importa, en absoluto.
Richard empezó a sentir cada vez más
miedo, y no se atrevió a contarle lo del pañuelo de seda negro y lo de las invitaciones
de Charles a pasear con él por las dunas. Y lo que era peor, Charles sólo había
utilizado un pañuelo blanco mientras estaba en su casa, así que no podía estar
seguro de si en realidad lo había visto o no. Volvió la cabeza hacia el otro
lado y dijo sin convicción:
—Claro, Charles sabe muchas cosas. Voy
a dar un paseo con él mañana temprano, si no te importa; un paseo muy de mañana
es lo que necesito.
—Ah, yo también iré —dijo ella.
Richard no sabía cómo negárselo y
comprendió que había cometido una equivocación al decirle lo del paseo.
—Charles se alegrará mucho. A las seis,
entonces.
A las seis se levantó, pero Rachel,
después del vino, tenía demasiado sueño para ir con ellos. Lo despidió con un
beso y él se marchó con Charles. Richard había pasado mala noche. En sus sueños
nada se presentaba en términos humanos, sino que todo era confuso y temible, y
nunca se había sentido tan distante de Rachel desde su matrimonio; además, el
temor al grito aún le roía por dentro. Y también tenía hambre y frío. Soplaba
un viento fuerte de las montañas hacia el mar y caían algunas gotas de lluvia.
Charles casi no pronunció palabra;
mascaba un tallo de hierba y caminaba deprisa. Richard se sintió mareado y dijo
a Charles:
—Espere un momento. Tengo flato en el
costado.
Se detuvieron y Richard preguntó,
jadeante:
—¿Qué clase de grito es? ¿Es fuerte o
estridente? ¿Cómo se produce? ¿Cómo puede enloquecer a un hombre?
Al ver que guardaba silencio, Richard
continuó con una sonrisa tonta:
—No obstante, el sonido es una cosa
curiosa. Recuerdo que cuando estudiaba en Cambridge le tocó una noche a un
alumno de King's College leer el pasaje de la Biblia. No había pronunciado diez
palabras cuando comenzó a oírse un crujido, acompañado de una resonancia y un
rechinar, y empezaron a caer trozos de madera y polvo del techo; resultaba que
su voz estaba perfectamente armonizada con la del edificio y tuvo que callar
porque podía haberse desplomado el techo, del mismo modo que se puede romper una
copa de vino si se acierta su nota en un violín.
Charles accedió a responder:
—Mi grito no es una cuestión de tono ni
de vibración, sino algo que no puede explicarse. Es un grito de pura maldad, y
no tiene un lugar fijo en la escala. Puede asumir cualquier nota. Es el terror puro,
y si no fuera por cierta intención mía, que no necesito contarle, me negaría a
gritar para usted.
Richard tenía el gran don del miedo, y
esta nueva descripción del grito le inquietó todavía más; hubiese deseado estar
en casa, en la cama, y que Charles se encontrase a dos continentes de
distancia. Pero se sentía fascinado. Ahora estaban cruzando el herbazal, pasando
entre el esparto, que le pinchaba a través de los calcetines y los empapaba.
Estaban ya en las desnudas dunas. Desde
la más alta, Charles miró a su alrededor; podía contemplar la playa que se
extendía tres kilómetros o más. No se veía a nadie. Entonces Richard vio cómo
Charles sacaba una cosa de su bolsillo y la usaba despreocupadamente para hacer
malabarismos, lanzándola de la punta de un dedo a otra, impulsándola con el
índice y el pulgar para que diera vueltas en el aire y luego recogiéndola sobre
el dorso de la mano. Era la hebilla de Rachel.
Richard respiraba con dificultad, le
latía violentamente el corazón y estuvo a punto de vomitar. Tiritaba de frío y
al mismo tiempo sudaba. Pronto llegaron a un espacio abierto entre las dunas,
cerca del mar. Había un banco de arena de cierta altura sobre el cual crecían
unos cardos y un poco de hierba de un verde pálido, y el suelo estaba lleno de
piedras, traídas hasta allí por el mar, años antes, según se deducía.
Aunque el lugar estaba situado detrás
del primer terraplén de dunas, había una abertura en la línea, quizá causada
por la irrupción de una marea alta, y los vientos que continuamente corrían por
aquel hueco lo dejaban limpio de arena. Richard tenía la mano en el bolsillo
del pantalón, buscando calor, y se dedicó a enrollar nerviosamente un trozo
blando de cera alrededor del índice derecho: el cabo de una vela que se le había
quedado en el bolsillo la noche anterior, cuando bajó a cerrar la puerta.
—¿Está preparado? —preguntó Charles.
Richard asintió con la cabeza.
Una gaviota bajó hasta la cima de las
dunas y volvió a alzar el vuelo, chillando, cuando les vio.
—Póngase junto a los cardos —dijo
Richard con la boca seca— y yo me quedaré aquí donde están las piedras, no
demasiado cerca. Cuando levante la mano, ¡grite! Cuando me lleve los dedos a
los oídos, pare enseguida.
Así pues, Charles se desplazó unos
veinte pasos hacia los cardos. Richard vio sus anchas espaldas y el pañuelo de
seda negro que sobresalía de su bolsillo. Recordó el sueño y la hebilla del
zapato, y el miedo de Elsie. Rompió su resolución y rápidamente partió en dos
el trozo de cera y se tapó los oídos. Charles no le vio.
Se volvió y Richard le hizo la señal
con la mano. Charles se inclinó de un modo extraño, sacando la barbilla y
mostrando los dientes. Richard jamás había visto tal mirada de terror en la
cara de un hombre. Para esto no estaba preparado. La cara de Charles, que
normalmente era blanda y cambiante, incierta como una nube, se endureció hasta
parecer una áspera máscara de piedra, al principio blanca como la muerte, y
luego el color se fue extendiendo, empezando por los pómulos, primero rojo,
luego de un rojo más intenso y al final negro, como si estuviera a punto de
ahogarse. Entonces se le fue abriendo la boca hasta el máximo, y Richard cayó de
bruces, con las manos sobre los oídos, en un desmayo.
Cuando volvió en sí se encontró solo,
tendido entre las piedras. Se incorporó y, al sentirse entumecido, se preguntó
si llevaría mucho tiempo allí. Se encontraba muy débil, con náuseas, y en el
corazón un escalofrío más helado que el que sentía en su cuerpo. No podía
pensar. Puso la mano en el suelo para levantarse y se apoyó en una piedra; era
más grande que casi todas las demás. La cogió y palpó su superficie distraídamente.
Su mente divagó. Empezó a pensar en el trabajo de zapatero, sobre el cual nunca
había sabido nada pero cuyo arte le resultaba ahora totalmente familiar.
—Debo de ser un zapatero —dijo en voz
alta. Luego se corrigió:
—No, soy músico. ¿Será que me estoy
volviendo loco?
Tiró la piedra; dio contra otra y
rebotó.
—Veamos, ¿por qué habré dicho que era
un zapatero? —se preguntó—. Hace un momento, me pareció que sabía todo lo que
hay que saber sobre la profesión de zapatero, y ahora no sé nada en absoluto sobre
este tema. Tengo que volver a casa con Rachel. ¿Por qué se me ocurriría salir?
Entonces vio a Charles sobre una duna,
a unos cien metros de distancia, con la mirada perdida en el mar. Recordó su
miedo y se aseguró de que aún tenía la cera puesta en los oídos; se puso en pie
tambaleándose. Notó como si algo se agitase en la arena y vio en ella un conejo
tendido sobre un costado, retorciéndose a sacudidas, presa de convulsiones. Al
acercarse Richard, la agitación cesó: el conejo estaba muerto.
Richard se arrastró por detrás de una
duna para no ser visto por Charles y luego echó a andar hacia su casa,
corriendo con torpeza sobre la blanda arena. No había avanzado veinte pasos
cuando encontró la gaviota. Estaba de pie sobre la arena, como atontada, y, en
lugar de echar a volar cuando se acercó Richard, cayó muerta.
Richard no supo cómo llegó a casa, pero
se encontró en ella abriendo la puerta trasera y se arrastró a gatas escaleras
arriba. Se destapó los oídos. Rachel estaba incorporada en la cama, pálida y temblorosa.
—Menos mal que has regresado —dijo—. He
tenido una pesadilla, la peor de toda mi vida. Fue espantoso. Yo estaba en mi
sueño, en el más profundo sueño que he tenido, como el que te conté. Era como una
piedra, y sentía que estaba próxima a ti; tú eras tú, estaba bien claro, aunque
yo era una piedra, y tú sentías mucho miedo y yo no podía hacer nada para ayudarte,
y tú esperabas algo y ese algo terrible no te ocurrió a ti sino a mí. No puedo
decirte lo que era, pero sentía como si todos mis nervios chillaran de dolor al
mismo tiempo, y me estuvieran atravesando una y otra vez con el rayo de alguna
luz intensa y maligna que me hacía retorcer. Me desperté y mi corazón latía tan
deprisa que apenas si podía respirar.
¿Crees que tuve un ataque cardíaco y
que mi corazón se saltó un latido? Dicen que uno se siente así. ¿Dónde has
estado, cariño? ¿Dónde está el señor Charles? Richard se sentó en la cama y le
cogió la mano.
—Yo también he tenido una mala
experiencia —le dijo—. He salido a pasear junto al mar, con Charles, y mientras
él se adelantaba para escalar la duna más alta, sentí como un desmayo y caí
sobre un montón de piedras, y cuando recobré el sentido el miedo me había
empapado en sudor y tuve que volver enseguida a casa. Así que he regresado
solo, corriendo. Ocurrió hará cosa de media hora. No le contó nada más. Le
preguntó si podía volver a meterse en la cama y si ella podría preparar el desayuno.
Eso era algo que no había hecho en todos sus años de casada.
—Estoy tan enferma como tú —contestó
ella. Quedaba entendido entre ellos que Rachel siempre estaba enferma; Richard
tenía que encontrarse bien.
—No es verdad —le dijo él, y volvió a
desmayarse. Rachel le ayudó de mala gana a meterse en la cama, se vistió y bajó
lentamente las escaleras. Un olor a café y bacon subió a su encuentro y
allí estaba Charles, con el fuego encendido y dos desayunos sobre una bandeja.
Fue tanto su alivio al no tener que preparar el desayuno y tanta su confusión
debido a la experiencia que había tenido, que le dio las gracias y le dijo que
era un sol, y él le besó la mano con seriedad y se la apretó. Había hecho el
desayuno tal como a ella le gustaba: el café bien fuerte y los huevos fritos por
ambos lados.
Rachel se enamoró de Charles. A menudo
se había enamorado de otros hombres antes y después de su matrimonio, pero
cuando ocurría tenía por costumbre contárselo a Richard, igual que él acordó contárselo
siempre a ella; de este modo, la pasión sofocada hallaba un desahogo y no había
celos, porque ella siempre le decía (igual que él podía decírselo a ella): «Sí,
estoy enamorada de fulano, pero sólo te amo a ti.»
Nunca había ido más lejos la cosa. Pero
esto era diferente. De algún modo, no sabía por qué, no podía admitir que
estaba enamorada de Charles, pues ya no amaba a Richard. Le odiaba por estar
enfermo y le dijo que era un perezoso y un farsante. Así pues, sobre las doce,
Richard se levantó, pero anduvo gimiendo por el dormitorio hasta que ella le
mandó de nuevo a la cama a seguir gimiendo.
Charles la ayudaba con el trabajo de la
casa, guisando todas las comidas, pero no subió a ver a Richard porque no se lo
habían pedido. Rachel se sentía avergonzada, y se disculpó ante Charles por la
grosería de Richard al marcharse corriendo de aquel modo.
Pero Charles explicó apaciblemente que
no lo había tomado como un insulto; también él se había sentido extraño aquella
mañana, pues era como si algo se agitara en el aire cuando llegaron a las
dunas. Ella le dijo que también había notado esta sensación extraña. Más tarde,
Rachel descubrió que todo Lampton hablaba de lo mismo. El médico sostenía que
se trataba de un temblor de tierra, pero la gente del campo decía que había
sido el demonio que pasaba por allí. Había venido a buscar el alma negra de
Salomón Jones, el guardabosque, a quien encontraron muerto aquella mañana en su
casita cerca de las dunas.
Cuando Richard pudo bajar y caminar un
poco sin gemir, Rachel lo mandó al zapatero a comprarle una hebilla nueva para
su zapato. Lo acompañó hasta el fondo del jardín. El camino bordeaba una
escarpada pendiente. Richard parecía enfermo y gemía levemente al andar, así
que Rachel, medio enfadada y medio en broma, le dio un empujón y le hizo caer cuesta
abajo rodando entre ortigas y hierro viejo. Luego regresó a la casa, riendo a
carcajadas. Richard suspiró, intentó a su vez reírse de la broma que le había
gastado Rachel —aunque ella ya se había ido—, se levantó con esfuerzo, sacó los
zapatos de entre las ortigas y al cabo de un rato subió despacio por la cuesta,
salió por la verja y bajó por el sendero, deslumhrado por el resplandor del
sol.
Cuando llegó a casa del zapatero, se
sentó pesadamente. El zapatero se alegró de poder charlar con él.
—Tiene mala cara —dijo el zapatero.
—Sí—contestó Richard—, el lunes por la
mañana tuve una especie de desmayo; sólo ahora empiezo a recuperarme.
—¡Madre mía! —exclamó el zapatero—. Si
usted tuvo una especie de desmayo, ¿qué no tendría yo? Fue como si alguien me
estuviese manoseando en carne viva, como si me hubieran despellejado. Era como
si alguien hubiese cogido mi alma y se hubiese puesto a hacer malabarismos con
ella, tal como se juega con una piedra, y la hubiese lanzado al aire, arrojándola
muy lejos. Nunca se me olvidará la mañana del pasado lunes.
A Richard se le ocurrió la extraña idea
de que era el alma del zapatero lo que él había tocado en forma de piedra. «Es
posible —pensó— que las almas de cada hombre, mujer y niño de Lampton estén
entre aquellas piedras.» Pero no dijo nada de todo esto, pidió la hebilla y
regresó a su casa.
Rachel le esperaba con un beso y una
broma; Richard podía haber guardado silencio, pues su silencio siempre la hacía
sentirse avergonzada. «Pero ¿por qué hacerla sentirse avergonzada? —pensó—. De
la vergüenza pasa luego a la justificación y busca una riña por otro lado, que
siempre es diez veces peor que la burla. Me lo tomaré alegremente y aceptaré la
broma.»
Se sentía infeliz. Y Charles se había
instalado en la casa: trabajador, con voz suave, y poniéndose continuamente de
parte de Richard contra las mofas de Rachel. Eso resultaba mortificante porque
a Rachel no le importaba.
(—Lo que ahora sigue —dijo Crossley— es
el alivio cómico, el relato de cómo Richard volvió a las dunas, al montón de
piedras, e identificó las almas del médico y del párroco [la del médico porque
tenía forma de botella de whisky, y la del párroco porque era negra como el
pecado original] y cómo se demostró a sí mismo que esta idea no era una
fantasía. Pero me saltaré este trozo y llegaré al momento en que Rachel, dos
días más tarde, se volvió de pronto afectuosa y amó a Richard, según ella, más
que nunca.)
La razón fue que Charles se había
marchado, nadie sabía a donde, y de momento había mitigado la magia de la
hebilla, porque tenía la seguridad de que podría renovarla a su vuelta. Así que
al cabo de un par de días Richard ya se encontró mejor y todo fue como había
sido siempre, hasta una tarde en que se abrió la puerta y allí estaba Charles.
Entró sin saludar siquiera y colgó el
sombrero en la percha. Se sentó al lado del fuego y preguntó:
—¿Cuándo estará lista la cena?
Richard miró a Rachel, levantando las
cejas, pero Rachel parecía fascinada por aquel hombre.
—A las ocho —respondió con su voz
grave, e, inclinándose, le sacó las botas llenas de fango y le trajo un par de
zapatillas de Richard.
—Bien. Ahora son las siete —dijo
Charles—.
Dentro de una hora, la cena. A las
nueve, el chico traerá el periódico de la tarde. A las diez, Rachel, tú y yo
dormiremos juntos. Richard pensó que Charles se había vuelto loco de repente.
Pero Rachel respondió serenamente:
—Pues claro que sí, querido.
Luego se volvió hacia Richard con una
mirada perversa y le dijo:
—Y tú, hombrecito, ¡ya te estás largando!
Y le dio una bofetada en la mejilla,
con todas sus fuerzas.
Richard se quedó aturdido,
acariciándose la mejilla.
Como no podía creer que Rachel y
Charles se hubieran vuelto locos a la vez, debía de ser él el loco. De todos
modos, Rachel sabía lo que quería y tenían un pacto secreto mediante el cual si
alguno de los dos alguna vez quisiese romper la promesa del matrimonio, el otro
no tenía que impedírselo. Habían hecho este pacto porque querían sentirse
unidos por amor más que por ceremonia. Así que, con toda la calma que pudo
reunir, dijo:
—Muy bien, Rachel. Os dejaré a los dos.
Charles le lanzó una bota, diciendo:
—Si metes la nariz en la puerta a
partir de este momento y hasta la hora del desayuno, gritaré hasta dejarte la
cabeza sin orejas.
Cuando Richard salió, esta vez no
sintió miedo sino un frío interior y la mente bastante despejada. Cruzó la
verja, bajó por el sendero y atravesó el herbazal. Faltaban aún tres horas para
la puesta de sol. Bromeó con los niños que jugaban un improvisado partido de criquet
en el campo de la escuela. Empezó a tirar piedras, haciéndolas rozar la
superficie del agua. Pensó en Rachel y los ojos se le llenaron de lágrimas. Entonces
empezó a cantar para consolarse.
—Ay, desde luego debo de estar loco
—dijo—, y ¿dónde demonios está mi suerte? Por fin llegó a las piedras.
—Ahora encontraré mi alma en este
montón —murmuró—, y la romperé en cientos de pedazos con este martillo.
Había cogido el martillo de la
carbonera al salir. Entonces empezó a buscar su alma. Ahora bien, se puede
reconocer el alma de otro hombre o de otra mujer, pero uno nunca puede
reconocer la suya propia.
Richard no pudo encontrar la suya. Pero
dio por casualidad con el alma de Rachel y la reconoció (una piedra delgada y
verde con centelleos de cuarzo) porque ella estaba alejada de él en aquel
momento. Junto a ésta había otra piedra, un sílex feo e informe, de un color
marrón abigarrado.
—Voy a destruir esto —juró—, debe de
ser el alma de Charles.
Besó el alma de Rachel y fue como besar
sus labios. Luego tomó el alma de Charles y alzó el martillo.
—¡Te golpearé hasta convertirte en
cincuenta fragmentos! —gritó.
Se detuvo. Richard tenía escrúpulos.
Sabía que Rachel amaba a Charles más que a él, y se sintió obligado a mantener
el pacto. Había otra piedra (la suya sin duda), al otro lado de la de Charles,
era lisa, de granito gris, y del tamaño de una pelota de criquet.
—Romperé mi propia alma en pedazos y
ése será mi final —se dijo a sí mismo.
El mundo se tornó negro, la vista se le
nubló y estuvo a punto de desmayarse. Pero se recuperó y con un tremendo grito
dejó caer el martillo —crac, y otra vez, crac— sobre la piedra gris.
Se partió en cuatro trozos, despidiendo
un olor que parecía de pólvora, y cuando Richard se dio cuenta de que aún
estaba vivo y entero, empezó a reír y a reír. ¡Oh, estaba loco, completamente
loco! Tiró el martillo, se tumbó, exhausto, y se quedó dormido.
Se despertó cuando se ponía el sol. De
regreso a casa iba confuso, pensando: «Esto ha sido una pesadilla y Rachel me
ayudará a salirme de ella.» Cuando llegó a las afueras del pueblo encontró a un
grupo de hombres que hablaban animadamente bajo un farol. Uno decía:
—Ocurrió sobre las ocho, ¿verdad?
—Sí —dijo el otro.
—Estaba más loco que una cabra —comentó
otro—. «Si me tocan gritaré —dijo—. Gritaré hasta que les dé algo, a todo este
maldito cuerpo de policía. Gritaré hasta volverles locos.» Y entonces dice el inspector:
«Vamos, Crossley, ponga las manos en alto; por fin le tenemos acorralado.» «Les
doy una última oportunidad —dice el otro—. Márchense y déjenme solo, o gritaré
hasta que queden muertos y rígidos.»
Richard se había detenido a escuchar.
—¿Y qué le ocurrió entonces a Crossley?
—siguió el otro—. ¿Y qué dijo la mujer?
—«Por lo que más quiera —le dijo la
mujer al inspector—, márchese o le matará.»
—¿Y gritó?
—No gritó. Se le arrugó la cara por un
momento y respiró profundamente. Ay, Dios mío, nunca en mi vida he visto una
cara tan horrorosa. Luego tuve que tomarme tres o cuatro coñacs. Y al inspector
va y se le cae el revólver y se le dispara, pero nadie se hizo daño. Entonces,
de pronto ese hombre, Crossley, presenta un cambio. Se da unas palmadas en los
costados, y luego en el corazón, y la cara se le pone otra vez lisa y como
muerta. Entonces se echa a reír y a bailar, y a hacer cabriolas, y la mujer le
mira fijamente y no se cree lo que ve, y la policía se lo lleva. Si al principio
estaba loco, luego se volvió chiflado pero inofensivo, y no les causó ningún
problema. Se lo han llevado en una ambulancia al manicomio de West County.
Así que Richard volvió a casa con
Rachel y se lo contó todo y ella también a él, aunque no había mucho que
contar. No se había enamorado de Charles, dijo Rachel; sólo quería molestar a
Richard y nunca había dicho nada ni había oído decir nada a Charles que se
pareciese siquiera un poco a lo que le contaba él; debía de formar parte de su
sueño. Ella le había amado siempre y únicamente a él, a pesar de sus defectos, que
se puso a enumerar: su tacañería, su locuacidad, su desorden... Charles y ella
habían cenado tranquilamente y a ella le había parecido mal que Richard se
hubiese marchado de este modo, sin dar explicación alguna, y que hubiese estado
tres horas fuera. Charles pudo haberla asesinado. Incluso había empezado a
darle algún empujón, para divertirse, porque quería que bailase con él, y luego
llamaron a la puerta y el inspector gritó:
—Walter Charles Crossley, en nombre del
rey, queda arrestado por el asesinato de George Grant, Harry Grant y Ada
Coleman en Sydney, Australia. Entonces Charles se había vuelto loco de remate. Dirigiéndose
a una hebilla de zapato que había sacado del bolsillo, había dicho:
—Guárdamela para mí.
Luego le había dicho a la policía que
se fuera o gritaría hasta matarles. Acto seguido, hizo una mueca aterradora y
entonces le dio una especie de ataque de nervios.
—Era un hombre bastante agradable
—concluyó Rachel—, ¡me gustaba tanto su cara y me da tanta pena!
—¿Le ha gustado la historia ?
—preguntó Crossley.
—Sí —dije yo, ocupándome del tanteo—,
un estupendo cuento milesio. Lucio Apuleyo, le felicito. Crossley se volvió
hacia mí con expresión preocupada, los puños cerrados, tembloroso.
—Cada palabra es cierta —dijo—; el alma
de Crossley se rompió en cuatro pedazos y yo soy un loco. No es que culpe a
Richard ni a Rachel. Forman una agradable pareja de tontos enamorados y nunca les
he deseado ningún daño; a menudo me vienen a visitar aquí. De todos modos,
ahora que mi alma yace rota en pedazos, he perdido mis poderes. Sólo me queda
una cosa —añadió—, y esa cosa es el grito.
Yo había estado tan ocupado llevando la
puntuación y escuchando la historia al mismo tiempo, que no había notado la
tremenda acumulación de nubes negras que se iban acercando hasta extenderse por
delante del sol y oscurecer todo el cielo. Cayeron gotas de lluvia tibias, nos
deslumbró el destello de un relámpago y con él sonó el violento y seco
estampido de un trueno.
En un momento, reinó la confusión. Cayó
una lluvia que lo empapaba todo, los jugadores echaron a correr buscando abrigo
y los locos empezaron a chillar, a rugir y a pelearse. Un joven alto, el mismo B.
C. Brown que en otro tiempo había jugado con el equipo de Hants, se quitó toda
la ropa y corría por allí en cueros. Fuera de la cabina, un hombre viejo con
barba se puso a rezarle al trueno:
—¡Bah! ¡Bah! ¡Bah!
A Crossley los ojos se le contraían de
orgullo.
—Sí—dijo, señalando el cielo—, el grito
se parece a esto; ésta es la clase de efecto que produce, pero yo puedo
mejorarlo.
De pronto, la cara se le inmutó y su
expresión reflejó tristeza y una preocupación infantil.
—¡Dios mío! —exclamó—. Me volverá a
gritar ese Crossley, ya lo verá. Me helará hasta la médula.
La lluvia repiqueteaba sobre el tejado
de zinc y casi no podía oírle. Otro relámpago, otro estampido seco de trueno,
aún más fuerte que el primero.
—Pero eso no es más que el primer grado
—gritó en mi oído—, es el segundo grado el que mata. Ah —continuó—, ¿es que no
me entiende? —Me sonrió neciamente—. Ahora yo soy Richard y Crossley me va a
matar.
El hombre desnudo iba corriendo de aquí
para allá, blandiendo un palo de wicket en cada mano y chillando; una
desagradable escena.
—¡Bah! ¡Bah! ¡Bah! —rezaba el
viejo, mientras la lluvia le caía a chorro por la espalda desde el sombrero que
llevaba echado hacia atrás.
—Tonterías —le dije—, sea un hombre y
recuerde que usted es Crossley. Usted le da mil vueltas a Richard. Tomó parte
en un juego y perdió. Richard tuvo la suerte, pero usted aún tiene el grito. Yo
mismo me sentía un poco loco. Entonces el médico del manicomio entró corriendo
en la cabina con los pantalones blancos chorreando, las defensas y los guantes
aún puestos, y sin las gafas. Había oído cómo levantábamos la voz y separó
violentamente las manos de Crossley de las mías.
—¡A su dormitorio enseguida! —le
ordenó.
—No me iré —dijo Crossley, orgulloso de
nuevo—, ¡miserable domador de serpientes y tartas de manzana!
El médico lo cogió por la chaqueta e
intentó sacarle a empujones. Crossley le echó a un lado; en sus ojos brillaba
la locura.
—Salga —le ordenó— y déjeme aquí solo,
o gritaré. ¿No me oye? Gritaré. Os mataré a todos, ¡malditos! Gritaré hasta
echar abajo el manicomio. Quemaré la hierba. Gritaré. Tenía la cara desfigurada
por el terror. Una mancha roja apareció en cada pómulo y se extendió por toda
su cara.
Me tapé los oídos con los dedos y salí
corriendo de la cabina. Había corrido unos veinte metros cuando una
indescriptible y súbita quemazón me hizo dar varias vueltas, dejándome aturdido
y entumecido.
No sé cómo logré escapar de la muerte;
supongo que soy un hombre con suerte, como el Richard de la historia. Pero el
rayo cayó sobre Crossley y el médico y los mató.
El cadáver de Crossley fue hallado
rígido; el del médico estaba acurrucado en un rincón, con las manos en las
orejas. Nadie se lo explicaba, porque la muerte había sido instantánea y el
médico no era persona capaz de taparse los oídos para no oír los truenos.
Resulta un final bastante
insatisfactorio decir que Rachel y Richard eran los amigos con quienes me hospedaba.
Crossley los había descrito muy acertadamente, pero cuando les conté que un
hombre llamado Charles Crossley había muerto fulminado por un rayo junto con su
amigo el médico, parecieron tomarse la muerte de Crossley como cosa de poca importancia
comparada con la del doctor. Richard no se inmutó y Rachel dijo:
—¿Crossley? Creo que era aquel hombre
que se hacía llamar «El ilusionista australiano» y que nos hizo aquella
fantástica demostración de magia el otro día. Su único accesorio era un pañuelo
de seda negro. ¡Me gustaba tanto su cara! Ah, y a Richard no le gustaba en absoluto.
—No, no podía soportar su forma de
mirarte sin cesar —dijo Richard.