jueves, 21 de marzo de 2013
lunes, 18 de marzo de 2013
Las hermanas, cuento de James Joyce
No había esperanza esta vez: era la tercera embolia.
Noche tras noche pasaba yo por la casa (eran las vacaciones) y estudiaba el
alumbrado cuadro de la ventana: y noche tras noche lo veía iluminado del mismo
modo débil y parejo. Si hubiera muerto, pensaba yo, vería el reflejo de las
velas en las oscuras persianas, ya que sabía que se deben colocar dos cirios a
la cabecera del muerto. A menudo él me decía: "No me queda mucho en este
mundo", y yo pensaba que hablaba por hablar. Ahora supe que decía la
verdad. Cada noche al levantar la vista y contemplar la ventana me repetía a mí
mismo en voz baja la palabra parálisis. Siempre me sonaba extraña en los oídos,
como la palabra gnomo en Euclides y la palabra simonía en el catecismo. Pero
ahora me sonó a cosa mala y llena de pecado. Me dio miedo y, sin embargo,
ansiaba observar de cerca su trabajo maligno.
El viejo Cotter estaba sentado junto al fuego, fumando, cuando bajé a
cenar. Mientras mi tía me servía mi potaje, dijo él, como volviendo a una frase
dicha antes:
-No, yo no diría que era exactamente... pero había en él algo raro...
misterioso. Le voy a dar mi opinión.
Empezó a tirar de su pipa, sin duda ordenando sus opiniones en la cabeza.
¡Viejo estúpido y molesto! Cuando lo conocimos era más interesante, que hablaba
de desmayos y gusanos; pero pronto me cansé de sus interminables cuentos sobre
la destilería.
-Yo tengo mi teoría -dijo-. Creo que era uno de esos... casos... raros...
Pero es difícil decir...
Sin exponer su teoría comenzó a chupar su pipa de nuevo. Mi tío vio cómo yo
le clavaba la vista y me dijo:
-Bueno, creo que te apenará saber que se te fue el amigo.
-¿Quién? -dije.
-El padre Flynn.
-¿Se murió?
-El señor Cotter nos lo acaba de decir aquí. Pasaba por allí.
Sabía que me observaban, así que continué comiendo como si nada. Mi tío le
daba explicaciones al viejo Cotter.
-Acá el jovencito y él eran grandes amigos. El viejo le enseñó cantidad de
cosas, para que vea; y dicen que tenía puestas muchas esperanzas en este.
-Que Dios se apiade de su alma -dijo mi tía, piadosa.
El viejo Cotter me miró durante un rato. Sentí que sus ojos de azabache me
examinaban, pero no le di el gusto de levantar la vista del plato. Volvió a su
pipa y, finalmente, escupió, maleducado, dentro de la parrilla.
-No me gustaría nada que un hijo mío -dijo- tuviera mucho que ver con un
hombre así.
-¿Qué quiere usted decir con eso, señor Cotter? -preguntó mi tía.
-Lo que quiero decir -dijo el viejo Cotter- es que todo eso es muy malo
para los muchachos. Esto es lo que pienso: dejen que los muchachos anden para
arriba y para abajo con otros muchachos de su edad y no que resulten... ¿No es
cierto, Jack?
-Ese es mi lema también -dijo mi tío-. Hay que aprender a manejárselas
solo. Siempre lo estoy diciendo acá a este Rosacruz: haz ejercicio. ¡Como que
cuando yo era un mozalbete, cada mañana de mi vida, fuera invierno o verano, me
daba un baño de agua helada! Y eso es lo que me conserva como me conservo. Esto
de la instrucción está muy bien y todo... A lo mejor acá el señor Cotter quiere
una lasca de esa pierna de cordero -agregó a mi tía.
-No, no, para mí, nada -dijo el viejo Cotter.
Mi tía sacó el plato de la despensa y lo puso en la mesa.
-Pero, ¿por qué cree usted, señor Cotter, que eso no es bueno para los
niños? -preguntó ella.
-Es malo para estas criaturas -dijo el viejo Cotter- porque sus mentes son
muy impresionables. Cuando ven estas cosas, sabe usted, les hace un efecto...
Me llené la boca con potaje por miedo a dejar escapar mi furia. ¡Viejo
cansón, nariz de pimentón!
Era ya tarde cuando me quedé dormido. Aunque estaba furioso con Cotter por
haberme tildado de criatura, me rompí la cabeza tratando de adivinar qué quería
él decir con sus frases inconclusas. Me imaginé que veía la pesada cara
grisácea del paralítico en la oscuridad del cuarto. Me tapé la cabeza con la
sábana y traté de pensar en las Navidades. Pero la cara grisácea me perseguía a
todas partes. Murmuraba algo; y comprendí que quería confesarme cosas. Sentí
que mi alma reculaba hacia regiones gratas y perversas; y de nuevo lo encontré
allí, esperándome. Empezó a confesarse en murmullos y me pregunté por qué
sonreía siempre y por qué sus labios estaban húmedos de saliva. Fue entonces
que recordé que había muerto de parálisis y sentí que también yo sonreía
suavemente, como si lo absolviera de un pecado simoniaco.
A la mañana siguiente, después del desayuno, me llegué hasta la casita de
la Calle Gran Bretaña. Era una tienda sin pretensiones afiliada bajo el vago
nombre de Tapicería. La tapicería consistía mayormente en botines para niños y
paraguas; y en días corrientes había un cartel en la vidriera que decía: Se
Forran Paraguas. Ningún letrero era visible ahora porque habían bajado el
cierre. Había un crespón atado al llamador con una cinta. Dos señoras pobres y
un mensajero del telégrafo leían la tarjeta cosida al crespón. Yo también me
acerqué para leerla.
1 de Julio de 1895
El Reverendo James Flynn (quien que perteneció a la parroquia de la
Iglesia de Santa Catalina, en la calle Meath) de sesenta y cinco años de edad,
ha fallecido.
R. I. P.
Leer el letrero me convenció de que se había muerto y me perturbó darme
cuenta de que tuve que contenerme. De no estar muerto, habría entrado
directamente al cuartito oscuro en la trastienda, para encontrarlo sentado en
su sillón junto al fuego, casi asfixiado dentro de su chaquetón. A lo mejor mi
tía me habría entregado un paquete de High Toast para dárselo y este regalo lo
sacaría de su sopor. Era yo quien tenía que vaciar el rapé en su tabaquera
negra, ya que sus manos temblaban demasiado para permitirle hacerlo sin que
derramara por lo menos la mitad. Incluso cuando se llevaba las largas manos
temblorosas a la nariz, nubes de polvo de rapé se escurrían entre sus dedos
para caerle en la pechera del abrigo. Debían ser estas constantes lluvias de
rapé lo que daba a sus viejas vestiduras religiosas su color verde desvaído, ya
que el pañuelo rojo, renegrido como estaba siempre por las manchas de rapé de
la semana, con que trataba de barrer la picadura que caía, resultaba bien
ineficaz.
Quise entrar a verlo, pero no tuve valor para tocar. Me fui caminando
lentamente a lo largo de la calle soleada, leyendo las carteleras en las
vitrinas de las tiendas mientras me alejaba. Me pareció extraño que ni el día
ni yo estuviéramos de luto y hasta me molestó descubrir dentro de mí una
sensación de libertad, como si me hubiera librado de algo con su muerte. Me
asombró que fuera así porque, como bien dijera mi tío la noche antes, él me
enseñó muchas cosas. Había estudiado en el colegio irlandés de Roma y me enseñó
a pronunciar el latín correctamente. Me contaba cuentos de las catacumbas y
sobre Napoleón Bonaparte y hasta me explicó el sentido de las diferentes
ceremonias de la misa y de las diversas vestiduras que debe llevar el
sacerdote. A veces se divertía haciéndome preguntas difíciles, preguntándome lo
que había que hacer en ciertas circunstancias o si tales o cuales pecados eran
mortales o veniales o tan sólo imperfecciones. Sus preguntas me mostraron lo
complejas y misteriosas que son ciertas instituciones de la Iglesia que yo
siempre había visto como la cosa más simple. Los deberes del sacerdote con la
eucaristía y con el secreto de confesión me parecieron tan graves que me
preguntaba cómo podía alguien encontrarse con valor para oficiar; y no me
sorprendió cuando me dijo que los Padres de la Iglesia habían escrito libros
tan gruesos como la Guía de Teléfonos y con letra tan menuda como la de los
edictos publicados en los periódicos, elucidando éstas y otras cuestiones
intrincadas. A menudo cuando pensaba en todo ello no podía explicármelo, o le
daba una explicación tonta o vacilante, ante la cual solía él sonreír y asentir
con la cabeza dos o tres veces seguidas. A veces me hacía repetir los
responsorios de la misa, que me obligó a aprenderme de memoria; y mientras yo parloteaba,
él sonreía meditativo y asentía. De vez en cuando se echaba alternativamente
polvo de rapé por cada hoyo de la nariz. Cuando sonreía solía dejar al
descubierto sus grandes dientes descoloridos y dejaba caer la lengua sobre el
labio inferior -costumbre que me tuvo molesto siempre, al principio de nuestra
relación, antes de conocerlo bien.
Al caminar solo al sol recordé las palabras del viejo Cotter y traté de
recordar qué ocurría después en mi sueño. Recordé que había visto cortinas de
terciopelo y una lámpara colgante de las antiguas. Tenía la impresión de haber
estado muy lejos, en tierra de costumbres extrañas. "En Persia",
pensé... Pero no pude recordar el final de mi sueño.
Por la tarde, mi tía me llevó con ella al velorio. Ya el sol se había puesto;
pero en las casas de cara al poniente los cristales de las ventanas reflejaban
el oro viejo de un gran banco de nubes. Nannie nos esperó en el recibidor; y
como no habría sido de buen tono saludarla a gritos, todo lo que hizo mi tía
fue darle la mano. La vieja señaló hacia lo alto interrogante y, al asentir mi
tía, procedió a subir trabajosamente las estrechas escaleras delante de
nosotros, su cabeza baja sobresaliendo apenas por encima del pasamanos. Se
detuvo en el primer rellano y con un ademán nos alentó a que entráramos por la
puerta que se abría hacia el velorio. Mi tía entró y la vieja, al ver que yo
vacilaba, comenzó a conminarme repetidas veces con su mano.
Entré en puntillas. A través de los encajes bajos de las cortinas entraba
una luz crepuscular dorada que bañaba el cuarto y en la que las velas parecían
una débil llamita. Lo habían metido en la caja. Nannie se adelantó y los tres
nos arrodillamos al pie de la cama. Hice como si rezara, pero no podía
concentrarme porque los murmullos de la vieja me distraían. Noté que su falda
estaba recogida detrás torpemente y cómo los talones de sus botas de trapo
estaban todos virados para el lado. Se me ocurrió que el viejo cura debía
estarse riendo tendido en su ataúd.
Pero no. Cuando nos levantamos y fuimos hasta la cabecera, vi que ni
sonreía. Ahí estaba solemne y excesivo en sus vestiduras de oficiar, con sus
largas manos sosteniendo fláccidas el cáliz. Su cara se veía muy truculenta,
gris y grande, rodeada de ralas canas y con negras y cavernosas fosas nasales.
Había una peste potente en el cuarto: las flores.
Nos persignamos y salimos. En el cuartito de abajo encontramos a Eliza
sentada tiesa en el sillón que era de él. Me encaminé hacia mi silla de siempre
en el rincón, mientras Nannie fue al aparador y sacó una garrafa de jerez y
copas. Lo puso todo en la mesa y nos invitó a beber. A ruego de su hermana,
echó el jerez de la garrafa en las copas y luego nos pasó éstas. Insistió en
que cogiera galletas de soda, pero rehusé porque pensé que iba a hacer ruido al
comerlas. Pareció decepcionarse un poco ante mi negativa y se fue hasta el
sofá, donde se sentó, detrás de su hermana. Nadie hablaba: todos mirábamos a la
chimenea vacía.
Mi tía esperó a que Eliza suspirara para decir:
-Ah, pues ha pasado a mejor vida.
Eliza suspiró otra vez y bajó la cabeza asintiendo. Mi tía le pasó los
dedos al tallo de su copa antes de tomar un sorbito.
-Y él... ¿tranquilo? -preguntó.
-Oh, sí, señora, muy apaciblemente -dijo Eliza-. No se supo cuándo exhaló
el último suspiro. Tuvo una muerte preciosa, alabado sea el Santísimo.
-¿Y en cuanto a lo demás...?
-El padre O'Rourke estuvo a visitarlo el martes y le dio la extremaunción y
lo preparó y todo lo demás.
-¿Sabía entonces?
-Estaba muy conforme.
-Se le ve muy conforme -dijo mi tía.
-Exactamente eso dijo la mujer que vino a lavarlo. Dijo que parecía que
estuviera durmiendo, de lo conforme y tranquilo que se veía. Quién se iba a
imaginar que de muerto se vería tan agraciado.
-Pues es verdad -dijo mi tía. Bebió un poco más de su copa y dijo:
-Bueno, señorita Flynn, debe de ser para usted un gran consuelo saber que
hicieron por él todo lo que pudieron. Debo decir que ustedes dos fueron muy
buenas con el difunto.
Eliza se alisó el vestido en las rodillas.
-¡Pobre James! -dijo-. Sólo Dios sabe que hicimos todo lo posible con lo
pobres que somos... pero no podíamos ver que tuviera necesidad de nada mientras
pasaba lo suyo.
Nannie había apoyado la cabeza contra el cojín y parecía a punto de
dormirse.
-Así está la pobre Nannie -dijo Eliza, mirándola-, que no se puede tener en
pie. Con todo el trabajo que tuvimos las dos, trayendo a la mujer que lo lavó y
tendiéndolo y luego el ataúd y luego arreglar lo de la misa en la capilla. Si
no fuera por el padre O'Rourke no sé cómo nos hubiéramos arreglado. Fue él
quien trajo todas esas flores y los dos cirios de la capilla y escribió la nota
para insertarla en el Freeman's General y se encargó de los papeles del
cementerio y lo del seguro del pobre James y todo.
-¿No es verdad que se portó bien? -dijo mi tía.
Eliza cerró los ojos y negó con la cabeza.
-Ah, no hay amigos como los viejos amigos -dijo.
-Pues es verdad -dijo mi tía-. Y segura estoy que ahora que recibió su
recompensa eterna no las olvidará a ustedes y lo buenas que fueron con él.
-¡Ay, pobre James! -dijo Eliza-. Si no nos daba ningún trabajo el
pobrecito. No se le oía por la casa más de lo que se le oye en este instante.
Ahora que yo sé que se nos fue y todo, es que...
-Le vendrán a echar de menos cuando pase todo -dijo mi tía.
-Ya lo sé -dijo Eliza-. No le traeré más su taza de caldo de res al cuarto,
ni usted, señora, me le mandará más rapé. ¡Ay, James, el pobre!
Se calló como si estuviera en comunión con el pasado y luego dijo
vivazmente:
-Para que vea, ya me parecía que algo extraño se le venía encima en los
últimos tiempos. Cada vez que le traía su sopa me lo encontraba ahí, con su
breviario por el suelo y tumbado en su silla con la boca abierta.
Se llevó un dedo a la nariz y frunció la frente; después, siguió:
-Pero con todo, todavía seguía diciendo que antes de terminar el verano, un
día que hiciera buen tiempo, se daría una vuelta para ver otra vez la vieja
casa en Irishtown donde nacimos todos, y nos llevaría a Nannie y a mí también.
Si solamente pudiéramos hacernos de uno de esos carruajes a la moda que no
hacen ruido, con neumáticos en las ruedas, de los que habló el padre O'Rourke,
barato y por un día... decía él, de los del establecimiento de Johnny Rush,
iríamos los tres juntos un domingo por la tarde. Se le metió esto entre ceja y
ceja... ¡Pobre James!
-¡Que el Señor lo acoja en su seno! -dijo mi tía.
Eliza sacó su pañuelo y se limpió los ojos. Luego, lo volvió a meter en su
bolso y contempló por un rato la parrilla vacía, sin hablar.
-Fue siempre demasiado escrupuloso -dijo-. Los deberes del sacerdocio eran
demasiado para él. Y su vida, también, fue tan complicada.
-Sí -dijo mi tía-. Era un hombre desilusionado. Eso se veía.
El silencio se posesionó del cuartito y, bajo su manto, me acerqué a la
mesa para probar mi jerez, luego volví, calladito, a mi silla del rincón. Eliza
pareció caer en un profundo embeleso. Esperamos respetuosos a que ella rompiera
el silencio; después de una larga pausa dijo lentamente:
-Fue ese cáliz que rompió... Ahí empezó la cosa. Naturalmente que dijeron
que no era nada, que estaba vacío, quiero decir. Pero aun así... Dicen que fue
culpa del monaguillo. ¡Pero el pobre James, que Dios lo tenga en la Gloria, se
puso tan nervioso!
-¿Y qué fue eso? -dijo mi tía-. Yo oí algo de...
Eliza asintió.
-Eso lo afectó mentalmente -dijo-. Después de aquello empezó a
descontrolarse, hablando solo y vagando por ahí como un alma en pena. Así fue
que una noche lo vinieron a buscar para una visita y no lo encontraban por
ninguna parte. Lo buscaron arriba y abajo y no pudieron dar con él en ningún
lado. Fue entonces que el sacristán sugirió que probaran en la capilla. Así que
buscaron las llaves y abrieron la capilla, y el sacristán y el padre O'Rourke y
otro padre que estaba ahí trajeron una vela y entraron a buscarlo... ¿Y qué le
parece, que estaba allí, sentado solo en la oscuridad del confesionario, bien
despierto y así como riéndose bajito él solo?
Se detuvo de repente como si oyera algo. Yo también me puse a oír; pero no
se oyó un solo ruido en la casa: y yo sabía que el viejo cura estaba tendido en
su caja tal como lo vimos, un muerto solemne y truculento, con un cáliz inútil
sobre el pecho.
Eliza resumió:
-Bien despierto y riéndose solo... Fue así, claro, que cuando vieron
aquello, eso les hizo pensar que, pues, que no andaba del todo bien...
viernes, 15 de marzo de 2013
martes, 12 de marzo de 2013
Los asesinos, cuento de Ernest Hemingway
La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres
que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les
preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú
qué tienes ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no
sé.
Afuera estaba oscureciendo.
Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú.
Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando
con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas
de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces por qué carajo lo
pones en la carta?
-Esa es la cena -le explicó
George-. Puede pedirse a partir de las seis. George miró el reloj en la pared de atrás del
mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y
veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el
reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier
variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocino con huevos,
hígado y tocino, o un bife.
-A mí dame suprema de pollo
con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
-Esa es la cena.
-¿Será posible que todo lo
que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con
huevos, tocino con huevos, hígado...
-Jamón con huevos -dijo el
que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su
cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y
guantes.
-Dame tocino con huevos -dijo
el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se
parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados
para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el
mostrador.
-¿Hay algo para tomar?
-preguntó Al.
-Gaseosa de jengibre, cerveza
sin alcohol, y otras bebidas gaseosas -enumeró George.
-Dije si tienes algo para tomar.
-Sólo lo que nombré.
-Es un pueblo caluroso este,
¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Alguna vez lo oíste
nombrar? -preguntó Al a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen acá a la noche?
-preguntó Al.
-Cenan -dijo su amigo-.
Vienen acá y cenan de lo lindo.
-Así es -dijo George.
-¿Así que crees que así es?
-Al le preguntó a George.
-Seguro.
-Así que eres un chico listo,
¿no?
-Seguro -respondió George.
-Pues no lo eres -dijo el
otro hombrecito-. ¿No cierto, Al?
-Se quedó mudo -dijo Al. Giró
hacia Nick y le preguntó: -¿Cómo te llamas?
-Adams.
-Otro chico listo -dijo Al-.
¿No, Max, que es listo?
-El pueblo está lleno de
chicos listos -respondió Max.
George puso las dos bandejas,
una de jamón con huevos y la otra de tocino con huevos, sobre el mostrador.
También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le
preguntó a Al.
-¿No te acuerdas?
-Jamón con huevos.
-Todo un chico listo -dijo
Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes
puestos. George los observaba.
-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas
mirando a mí.
-En una de esas lo hacía en
broma, Max -intervino Al. George se rió.
-Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué
reírte, ¿entiendes?
-Está bien -dijo George.
-Así que piensas que está
bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
-Ah, piensa -dijo Al.
Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el chico listo
ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.
-Ey, chico vivo -llamó Max a
Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.
-¿Por? -preguntó Nick.
-Porque sí.
-Mejor pasa del otro lado,
chico listo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
-¿Qué se proponen? -preguntó
George.
-Nada que te importe
-respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo el negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Qué se proponen?
-Dile que venga.
-¿Dónde se creen que están?
-Sabemos muy bien donde
estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?
-Por lo que dices, parecería
que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y
luego a George- Escucha, dile al negro que venga acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Piensa un poco, chico listo.
¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de
la cocina y llamó: -Sam, ven un minutito.
El negro abrió la puerta de
la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los
dos hombres lo miraron desde el mostrador.
-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate
ahí.
El negro Sam, con el delantal
puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
-Sí, señor -dijo. Al bajó de
su taburete.
-Voy a la cocina con el negro
y el chico listo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico listo.
El hombrecito entró a la
cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos.
El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a
George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante,
lo de Henry había sido una taberna.
-Bueno, chico listo -dijo Max
con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Al -gritó Max-. Acá este
chico listo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le cuentas? -se
oyó la voz de Al desde la cocina.
-¿De qué crees que se trata?
-No sé.
-¿Qué piensas?
Mientras hablaba, Max miraba
todo el tiempo al espejo.
-No lo diría.
-Ey, Al, acá el chico listo
dice que no diría lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo
Al desde la cocina, que con una botella de kétchup mantenía abierta la ventanilla
por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico listo -le dijo a George
desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la
izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
-Dime, chico listo -dijo
Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?
George no respondió.
-Yo te voy a contar -siguió
Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole
Andreson?
-Sí.
-Viene a comer todas las
noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si viene.
-Ya sabemos, chico listo
-dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.
-Tendrías que ir más seguido.
Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.
-¿Por qué van a matar a Ole
Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo la oportunidad de
hacernos algo. Jamás nos vio.
-Y nos va a ver una sola vez
-dijo Al desde la cocina.
-¿Entonces por qué lo van a
matar? -preguntó George.
-Lo hacemos para un amigo. Es
un favor, chico vivo.
-Cállate -dijo Al desde la
cocina-. Hablas demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al
chico listo, ¿no, chico listo?
-Hablas demasiado -dijo Al-.
El negro y mi chico listo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja
de amigas en el convento.
-¿Tengo que suponer que
estuviste en un convento?
-Uno nunca sabe.
-En un convento judío. Ahí
estuviste tú.
George miró el reloj.
-Si viene alguien, dile que
el cocinero salió, si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendas,
chico listo?
-Sí -dijo George-. ¿Qué nos
harán después?
-Depende -respondió Max-. Esa
es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran
las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de
tranvías.
-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves
la cena?
-Sam salió -dijo George-.
Volverá alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra
-dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Estuviste bien, chico listo
-le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.
-Sabía que le volaría la
cabeza -dijo Al desde la cocina.
-No -dijo Max-, no es eso. Lo
que pasa es que es simpático. Me gusta el chico listo.
A las siete menos cinco
George habló:
-Ya no viene.
Otras dos personas habían
entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich
de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En
la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete
junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente.
Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en
sus bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en
una bolsa y lo entregó, el cliente pagó y salió.
-El chico listo puede hacer
de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda
esposa, chico listo.
-¿Sí? -dijo George- Su amigo,
Ole Andreson, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez
minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el
reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor
nos vamos de acá. Ya no viene.
-Mejor esperamos otros cinco
minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre,
y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Por qué carajo no conseguís
otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego
se marchó.
-Vamos, Al -insistió Max.
-¿Qué hacemos con los dos
chicos listos y el negro?
-No va a haber problemas con
ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que
hacer acá.
-No me gusta nada -dijo Al-.
Es imprudente, tú hablas demasiado.
-Uh, qué te pasa -replicó
Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
-Igual hablas demasiado
-insistió Al. Este salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto
en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con sus
manos enguantadas.
-Adiós, chico listo -le dijo
a George-. La verdad que tuviste suerte.
-Es cierto -agregó Max-,
deberías apostar en las carreras, chico listo.
Los dos hombres se retiraron.
George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y
cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían
dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al
cocinero.
-No quiero que esto vuelva a
pasarme -dijo Sam-. Ya no quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca
antes había tenido una toalla en su boca.
-¿Qué carajo...? -dijo
pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Ole Andreson
-les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
-¿A Ole Andreson?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los
ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió George-, ya se
fueron.
-No me gusta -dijo el
cocinero-. No me gusta para nada.
-Escucha -George se dirigió a
Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Mejor que no tengas nada que
ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.
-Si no quieres no vayas -dijo
George.
-No vas a ganar nada
involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.
-Voy a ir a verlo -dijo
Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
-Los jóvenes siempre saben
que es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la pensión Hirsch
-George le informó a Nick.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle
brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por
el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una
calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los
escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quieres verlo?
-Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta
un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la
puerta.
-¿Quién es?
-Alguien que viene a verlo,
Sr. Andreson -respondió la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Pasa.
Nick abrió la puerta e
ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido
un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la
cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasó? -preguntó.
-Estaba en lo de Henry
-comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y
dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina
-continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared
y siguió sin decir palabra.
-George creyó que lo mejor
era que yo viniera y le contase.
-No hay nada que yo pueda
hacer -Ole Andreson dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.
-No quiero saber cómo eran
-dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a
avisarme.
-No es nada.
Nick miró al grandote que
yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya a la
policía?
-No -dijo Ole Andreson-. No
sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pudiera
hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no lo dijeran en
serio.
-No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la
pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole
a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
-¿No podría escapar de la
ciudad?
-No -dijo Ole Andreson-.
Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de
solucionarlo?
-No. Me equivoqué -seguía
hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a
decidir a salir.
-Mejor vuelvo a lo de George
-dijo Nick.
-Chau -dijo Ole Andreson sin
mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras
cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y
mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su
cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse
bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día
otoñal tan lindo como éste", pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué pena que se sienta mal
-dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
-Sí, ya sabía.
-Uno no se daría cuenta salvo
por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan
amable.
-Bueno, buenas noches, Sra.
Hirsch -saludó Nick.
-Yo no soy la Sra. Hirsch
-dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Sra.
Bell.
-Bueno, buenas noches, Sra.
Bell -dijo Nick.
-Buenas noches -dijo la
mujer.
Nick caminó por la vereda a
oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante.
George estaba adentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -respondió Nick-. Está en
su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de
Nick, abrió la puerta desde la cocina.
-No pienso escuchar nada
-dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó?
-preguntó George.
-Sí. Le conté pero él ya sabe
de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo van a matar.
-Supongo que sí.
-Debe haberse metido en algún
lío en Chicago.
-Supongo -dijo Nick.
-Es terrible.
-Horrible -dijo Nick.
Se quedaron callados. George
se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
-Me pregunto qué habrá hecho
-dijo Nick.
-Habrá traicionado a alguien.
Por eso los matan.
-Me voy a ir de este pueblo
-dijo Nick.
-Sí -dijo George-. Es lo
mejor que puedes hacer.
-No soporto pensar en él
esperando en su cuarto sabiendo lo que le va a pasar. Es realmente horrible.
-Bueno -dijo George-. Mejor deja
de pensar en eso.
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