En la provincia del Río del Norte se cuentan muchas
historias de la mujer del bandido San. Algunos dicen que era una hija de un
recaudador de impuestos; otros aseguran que era de sangre noble, lo cual no es
probable. La mujer del bandido San se llamaba Camelia Blanca. La raptaron los
bandidos cuando casi era una niña, y se la llevaron con ellos a la Montaña de
la Nube (que para algunos es la montaña del alma), pasando por el desfiladero
de Qi, para presentársela al rey de los bandidos, el todopoderoso San. En total
eran cinco cautivos, Camelia Blanca, sus padres, una anciana criada y una
doncella.
San estaba entonces en la cúspide de su poder.
Dominaba toda la región, y su fama se extendía sin cesar a través de las
llanuras, se filtraba por los pasos y los desfiladeros que atraviesan las
montañas, se deslizaba en las barcazas que fluyen río abajo, avanzaba pausada
pero imparable con las caravanas. El propio emperador estaba preocupado.
Camelia Blanca no era especialmente hermosa. Era
muy morena, muy delgada y huesuda, tenía ojillos vivaces y brillantes, labios
finos y secos. Incluso entonces, cuando casi era una niña, la expresión de su
rostro era ya desconfiada y arrogante. Todos los cautivos se arrodillaron
frente al bandido San, con la esperanza de salvar su vida. Todos menos Camelia
Blanca.
-Toca el suelo con la frente, muchacha -le dijeron
los alcaldes del bandido. Uno de ellos se acercó para golpearla con la espada,
pero el bandido le detuvo con un gesto.
-¿No me tienes miedo? -le dijo a la niña.
-Sí -dijo ella, que estaba temblando de pies a
cabeza-. Pero sé que me vas a matar de todos modos. Si muero mirando a la
tierra, iré a los infiernos. Prefiero morir mirando al cielo.
El bandido soltó una carcajada.
-Niña -le dijo-. ¿Tú crees en esas cosas? No
existen ni el cielo ni el infierno.
-Eso ni tú ni yo lo sabemos -dijo Camelia Blanca.
El bandido quedó en silencio y se puso a rascarse
la barba, signo de que estaba pensando profundamente. La muchacha estaba allí
frente a él, mirándole a los ojos, mientras los otros cautivos seguían
postrados en el suelo, con la frente tocando el polvo.
-¿Quieres salvar tu vida? -preguntó el bandido-. Te
perdonaré la vida si matas a los otros.
Camelia Blanca rechazó la espada que le ofrecían y
eligió una daga corta. Uno por uno fue matando a los otros cuatro, pero antes
de cortarles la garganta les decía que levantaran el rostro y miraran al cielo,
país de la garza y del halcón, morada de los inmortales.
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