El doctor Alejo
murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado.
Nadie había entrado
en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía, por higiene, con
el balcón abierto, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí
hubiese entrado el asesino.
La policía no
encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando la
esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de
lo alto de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había
visto, y después había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como
una araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto.
Llena de terror,
acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano,
pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa corno si en ella
radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte.
¿Qué hacer con
ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era
aquella mano?
Después de una
larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por escrito.
La mano entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por
el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de disección.
He hecho justicia».
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