Lucy en el País de los Monstruos de Ricardo Bernal
Lucy amaba el horror. A sus diez años ya había visto muchas
veces El exorcista, El silencio de los corderos y todas las películas de Freddy
Krueger; aunque a Papá y a Mamá siempre les decía que iba a sacar de
videocentro Krull, Laberinto o Escape al futuro III. Hoy es miércoles, qué suerte, dos
películas por el precio de una. Papá y Mamá se irían a jugar póker a casa de
los papás de Hugo, y Lucy vería El
regreso de los muertos vivientes por
onceaba vez, quizá Alien, Posesión satánica o Viernes trece, qué maravilla. Lucy era hija
única. Muy delgada, grandes ojos grises y piel fosforescente; varios niños de
su salón la amaban en secreto. Lucy dice: ya nadie recuerda sus sueños por las
mañanas, y yo tengo que ser la guardiana de los sueños de todos, qué pesadilla.
A las nueve de la noche Lucy se sirvió un vaso de pepsi, oyó arrancar el auto
de sus padres, vio la luna llena como un buda meditando encima de las nubes. A
las nueve y cuarto comenzó el ritual: colocar en la video Pesadilla en la calle del infierno IV, decir NO a la
piratería, pasar en cámara rápida los aburridos cortos de las otras películas,
New Line Cinema presents... un fuerte rock invade la sala; en la pantalla, la
niña vestida de blanco dibuja con gises la casa de Elm Street donde vive Freddy
Krueger. Comienza el espectáculo: todo sucede en el sueño de Alice, la
protagonista, única sobreviviente de la película anterior. Lucy aguanta la respiración y se muerde los
labios. Lucy dice: me sé esta película de memoria.
Durante la siguiente hora Freddy mata a Kincaid en el cementerio de autos,
ahoga a Joey en su cama de agua, y Kristen baja al infierno por un siniestro
laberinto de tuberías oxidadas y cadenas colgantes. Así es pequeña Lucy, Freddy ha vuelto para
clavar amorosamente las navajas de sus dedos en tu corazón. El incendio de la
pantalla se refleja en las pupilas de Lucy, la siempre solitaria y pensativa Lucy. ¿Cómo pasar al otro lado?
Lovecraft lo sabía, Edgar Allan Poe lo sabía y en las historias de Blackwood la
naturaleza invisible es una constante amenaza a la razón de Lucy quien se
aburre terriblemente en esa escuela donde le enseñan pura idiotez. Lucy dice:
mejor aquí, en casa, con mis libros y mis cómics. Lucy se sabe sola, y más que
sola desde que Doris, su única amiga, se fue a cazar fantasmas a Inglaterra.
Lucy dice: Papá, Mamá, no se preocupen; soy feliz. Y la momia retuerce las
manos desde la portada del cuaderno de matemáticas. ¿Por qué esta niña no
forrará sus libros con estampas de Ziggy, Snoopy o Rosita Fresita, como todas
las niñas de su edad?, se pregunta Papá sin saber que el más grande sueño de su
hija es recorrer la escala del horror hasta sus máximas consecuencias. Desde
muy pequeña, Lucy leía a escondidas las obras completas del Conde de
Lautreamont, dibujaba a Jack el Destripador en una cartulina verde o torturaba
gorriones en las soledades del jardín. Qué bueno que colgaste una foto de Paul
McCartney en tu recámara, decía Mamá. No Mamá, es Clive Barker, uno de los mejores escritores de
terror que han existido. ¿Mejor
que Stephen King? ¡Ay Mamá, no sabes nada!, y Lucy salía de la casa dando un portazo mientras Mamá tomaba
las agujas y regresaba a su eterno tejido con una sonrisa coja retorciéndole la cara; pobrecita
hija mía, qué falta le hace un hermano o algo así. Y Mamá nunca imaginaría que
una vez Hugo se hirió el dedo al jugar con un vidrio, y Lucy bebió su sangre
como si de chamoy rojo se tratara. ¡Estás loca! Nada de eso amigo, los vampiros
existen si crees en ellos. En la pantalla Alice se escapa de casa y entra a un
cine de tercera, y Lucy sabe que en la escena siguiente la aterrada
protagonista pasará del otro lado, hacia los eternos dominios oníricos de
Freddy Krueger. El universo explota, y nada hay de extraño en una pantalla que
te chupa como si fuera una aspiradora gigante, y tu diminuto cuerpo un calcetín
sucio debajo de la cama. Lucy se ve las manos, y aunque no está asustada, las
turbias granulaciones que forman esta nueva realidad la hacen pensar que está
soñando, y más allá de la pantalla, se ve a sí misma dormida frente a la tele.
Lucy dice: nada como una buena pesadilla, ojalá los sueños pudieran grabarse,
le prestaría mis sueños a Hugo para asustarlo un poco. Pero esto no es un
sueño. La calle es un enredo de casas parecido al del cuento que abre el libro
rojo de Jean Ray. Lucy recorre asombrada el lugar; encuentra un enorme letrero
donde dice, en todos los idiomas posibles, BIENVENIDO AL PAIS DE LOS MONSTRUOS.
Pero aquí no hay monstruos; es una película, o tal vez las páginas de algún
libro, y las comas de
todos los libros, ahora Lucy lo sabe, son concientes de sí mismas y ríen, ríen
porque te detienen un poco, te matan un poco, micromuertes. Lucy camina. No hay
flores de carne humana bajo el eterno balanceo de los ahorcados; no hay cielos
gore, ni moluscos de repulsión invadiendo la garganta. Ni siquiera hay dolor. ¿Dónde
están Frankenstein y el Hombre Lobo? ¿A quién le pregunto cómo llegar al
castillo de Drácula? ¿Por qué el Wendigo no recorre los cielos con sus pasos de
viento alucinante? Por las grietas de las casas no se asoma ningún rostro y un
inesperado silencio se diluye en las notas de los Legendary Pink Dots que como
pies gigantescos aplastan la memoria. Y Lucy recorre una línea interminable,
cruza colores inexistentes, sensaciones abstractas y ráfagas de nada
deslumbrando lo lleno del vacío. Lucy está aterrada. Los monstruos han huido:
algunos se metieron en los libros, otros en las películas; otros más en los
ojos del hombre que hundió un martillo en la cabeza de su esposa, o en el odio
feroz que mantuvo despiertos en sus tumbas a todos nuestros muertos. Ahora Lucy
es un monstruo entre los monstruos y nadie se ha quedado aquí para salvarnos.
Pide un deseo, Hugo. Y Hugo dice: que se cure Lucy, sus papás van a llevarla al
doctor pues no ha dormido en varios días; encontraron carne putrefacta
enfrascada en el botiquín; encontraron una espeluznante mandrágora azul entre
las páginas de su libro de español, y a lo mejor es mentira que el gato se
escapó la noche de brujas cuando Lucy cumplió nueve. Feliz cumpleaños Hugo,
dicen ellos; ahora sopla las velas. Después de mucho andar, Lucy llega a un
cine en ruinas. Un Freddy Krueger de cartón la espera en la taquilla. Lucy paga
su boleto y entra al recinto, ¿cómo será el cine de horror en el País de los
Monstruos? Adentro no hay nadie: una butaca solitaria como un trono o silla
eléctrica descansa frente a la pantalla gigante que se extiende entre
estalactitas y sepulcros. Lucy aguanta la respiración y se muerde los labios.
Se apagan las luces, zumba un motor prehistórico y comienza el espectáculo. En
la pantalla aparece una sala igual a la de la casa de Lucy. Sentados en un
sillón, dos viejos lloran por la hija que nunca tuvieron, y arman rompecabezas,
y se miran tiernamente detrás de las lágrimas. Aunque los años han deformado
sus cuerpos y sus rostros, Lucy logra reconocerlos: son Papá y Mamá, y están
del otro lado, en aquel lejano universo donde no existen Lucy ni sus monstruos.
¡Papá! ¡Mamá! ¡mírenme! ¡estoy aquí!, grita Lucy antes de que mil diminutas
manos le tapen la boca y los ojos para siempre. Afuera del cine, la sonrisa de
Freddy Krueger se derrite en cámara lenta.
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