Murmullos de cementerio
—¿Adónde volamos? —preguntó de camino
Antón.
—A mi casa —contestó el vampiro—, a
recoger los libros.
—¿Qué libros?
—¡Los tuyos!
—¿Y dónde..., quiero decir, dónde están?
—preguntó Antón.
El vampiro lo miró de soslayo y se rió
irónicamente.
—En el ataúd, naturalmente, ¿dónde si no?
—Ah, vaya —dijo Antón tragando saliva—,
entonces vamos seguramente al ce... cementerio...
—¡Claro! ¿Tienes miedo?
—¿Yo? ¡No!
—Tampoco tienes por qué —dijo
amablemente el vampiro—, mis parientes están, precisamente, todos fuera.
Antón suspiró aliviado.
Ante ellos apareció entonces el muro del
cementerio.
—¡Pssst! —susurró el vampiro agarrando
de la manga a Antón—. Debemos tener cuidado.
—¿Por qué? —preguntó Antón; pero el
vampiro no dio respuesta alguna. Parecía estar escuchando intensamente.
—¿Hay alguien allí? —preguntó temeroso
Antón.
Debían de encontrarse en un lugar
completamente apartado, cerca de la parte trasera del cementerio. Antón podía
acordarse de que el verano pasado habían pintado de blanco el muro del
cementerio, pero aquí las piedras estaban tan grises como siempre y un espeso
musgo las cubría.
—¿Uno de tus..., parientes? —le preguntó
Antón.
El vampiro negó con la cabeza.
—El guardián del cementerio haciendo la
ronda —siseó—. ¡Ven, vamos a aterrizar!
Apenas se habían escondido tras el muro,
oyeron un fuerte carraspeo.
—Es él —susurró el vampiro.
Parecía preocupado y temeroso.
—¿Sabes? —susurró—, nos está buscando.
—¿A nosotros? —exclamó asustado Antón.
—¡Pssst! ¡A nosotros los vampiros,
naturalmente!
—¿Y por qué?
—Porque no puede soportarnos. ¿Qué es lo
que crees que lleva en su bolsillo? ¡Estacas de madera y un martillo!
—¿Cómo lo sabes?
—¿Que cómo lo sé?
El rostro del vampiro se volvió aún más
pálido.
—¡Porque a mi querido tío Theodor le
atravesó una estaca en el corazón!
—¡liiih! —gritó Antón.
—Y todo solamente porque mi tío Theodor,
despreocupadamente, tocó un cuarteto encima del ataúd poco después de ponerse
el sol. El guardián del cementerio sólo tuvo que observar el sitio en que se
encontraba la tumba y al día siguiente, cuando aún era de día...
Hizo una pausa y volvió a escuchar
atentamente. Pero todo permanecía en silencio.
—Y desde entonces —continuó
susurrando—ya no nos deja en paz.
—¿Y no podríais sencillamente...? —opinó
Antón haciendo castañetear significativamente los dientes.
—¡A él no! ¡Come ajo de la mañana a la
noche!
—¡Brrr! —se estremeció Antón—. ¡Ajo!
—¡Cuando, por el contrario, pienso en el
antiguo guardián del cementerio! —dijo nostálgico el vampiro—. No creía en
nosotros y, además, era cojo. Ni una sola vez vino a este rincón del
cementerio, de modo que ya casi habíamos olvidado que existen los guardianes.
Nostálgico miró hacia el oscuro cielo.
—¡Una persona tan buena!
—¿Y el nuevo —preguntó Antón— cree en
vampiros?
—Por desgracia —contestó el vampiro—. Y
no sólo eso: ¡se ha propuesto tener el primer cementerio sin vampiros de
Europa!
Ponía una cara tan triste que a Antón le
dio verdadera pena de él.
—¿Y no podéis hacer absolutamente nada
en contra? —preguntó.
—¿Qué? —sollozó el vampiro.
—Podríais... mudaros de casa.
—¿Y adonde? ¿Quién querría tener ocho
vampiros?
—Hummm —dijo Antón reflexionando—. ¿Y si
os repartís? Quiero decir, si sólo hubiera uno en cada cementerio...
Pero el vampiro negó violentamente con
la cabeza.
—¡Ni pensarlo! —exclamó—. ¡Los vampiros
tienen que estar juntos!
Se puso en pie y espió por encima del
muro.
—¿Qué? —preguntó Antón.
—Se ha ido —dijo el vampiro—; ahora
puedo enseñarte mi ataúd.
Antón, no obstante, se sentía un poco
angustiado cuando saltaron por encima del muro del cementerio y se hallaron de
repente en medio de lápidas derrumbadas, cruces desmoronadas y exuberante
maleza. Reinaba un silencio inquietante y, a la luz de la luna, el cementerio
parecía más sombrío e irreal. Pero en ningún sitio pudo descubrir Antón el
rastro de una tumba habitada.
El vampiro sonrió.
—Está bien escondida, ¿no es cierto?
Estás casi encima de la cripta y a pesar de ello no tienes idea de dónde está.
—¿Cripta? —preguntó sorprendido Antón—.
Yo creía que cada uno tenía su propia
tu... tumba.
—Una medida de seguridad —aclaró el
vampiro—. Hemos traído todos los ataúdes a una cripta común bajo tierra que
sólo tiene una única y bien escondida entrada. Además, naturalmente, tenemos
también una salida de emergencia.
Miró cautelosamente a su alrededor.
Entonces levantó una piedra plana y cubierta de musgo que se encontraba, casi
invisible, bajo un gran abeto. Apareció un estrecho pozo.
—La entrada —susurró—. Yo iré primero y
tú me sigues. ¡Pero no olvides volver a colocar la piedra sobre el agujero!
El vampiro se deslizó rápidamente,
metiendo primero los pies, en el interior del pozo.
La Cripta Schlotterstein
Durante un momento Antón permaneció de
pie, indeciso. ¿Debía seguirlo al interior de la cripta? ¿Quién le decía que no
era una trampa? Por otro lado..., ¿no había sido siempre el vampiro sincero con
él? ¿Y no era mucho más peligroso estar allí solo en medio de la noche y en el
cementerio? Si, por ejemplo, volviera en ese momento uno de los vampiros...
¡No! ¡En cualquier caso era mejor confiar en Rüdiger, que conocía todos los
peligros del cementerio, y bajar!
Antón metió sus piernas en el agujero y
resbaló lentamente hacia abajo. Al principio era una sensación excitante
deslizarse así en el interior de la tierra, pero cuando ya sólo su cabeza y sus
brazos asomaban fuera del agujero y tenía que decidirse a saltar, se sintió
incómodo. ¿Qué ocurriría si el pozo era mucho más profundo...? ¿Podría volver
arriba alguna vez?
Pero entonces oyó muy cerca la voz del
vampiro:
—¡Salta, Antón! —Y se dejó caer.
Aterrizó sobre una plataforma. Por
encima de él, todavía al alcance de sus manos, se encontraba el agujero de
entrada. Se puso de puntillas y colocó la piedra sobre el agujero. Ahora estaba
completamente oscuro a su alrededor y no vio nada hasta que sus ojos se
acostumbraron lo suficiente a la oscuridad como para poder reconocer los
escalones que conducían al interior de la cripta. Un débil resplandor subía
hasta él y olía a podredumbre y a moho.
—¿Estás ahí? —exclamó Antón con voz
temerosa.
—Sí, ven —respondió el vampiro.
Con pasos inseguros, Antón fue hacia
abajo escalón por escalón hasta llegar de repente a una gruta. Era una
habitación baja, sólo iluminada débilmente por la delgada vela que estaba
encendida en un nicho junto a la entrada. A excepción de los ataúdes apoyados
en las paredes, estaba completamente vacía. Encima del primer ataúd estaba de
pie el pequeño vampiro mirando de frente a Antón con una resplandeciente
sonrisa.
—¡Bienvenido a la Cripta Schlotterstein !
—exclamó, y preguntó orgulloso—: Bueno, ¿qué dices ahora?
—Yo... —dijo Antón quedándose cortado.
¿Podía acaso confesar que encontraba
horrible la cripta y que temía asfixiarse debido al repugnante olor?
—Un sitio estupendo, ¿no te parece?
—dijo entusiasmado el vampiro.
—¿Y por qué... Schlotterstein? —preguntó
Antón con voz débil.
—¡Porque —informó el vampiro— éste es el
último retiro de la familia Von Schlotterstein!
—¿Tú también te llamas Schlotterstein?
—preguntó Antón.
—¡Efectivamente! ¡Soy Rüdiger von
Schlotterstein, por favor!
Al decir esto hizo una ridícula reverencia
durante la cual Antón vio su delgado y rugoso cuello.
—¡Y ahora —exclamó el pequeño vampiro
saltando desde el lugar en donde estaba— voy a enseñarte los ataúdes!
Cogió la vela, tomó a Antón del brazo y
entró con él en la cripta. La trémula luz de la vela arrojaba fantasmagóricas
sombras que bailaban en la pared. Antón sintió que se le secaba la boca.
—Aquí puedes ver el ataúd de mi querida
abuela —aclaró el vampiro, de pie ante un ataúd grande y adornado con muchas
tallas en la madera—. Sabine von Schlotterstein la Horrible.
—¿La Horrible ? —preguntó Antón.
—Bueno, eso fue antiguamente —lo
tranquilizó el vampiro—. Al fin y al cabo ella fue el primer vampiro de la
familia y tenía que adquirir fama en todas partes.
Antón observó el ataúd con espanto. ¿Qué
podría yacer allí dentro durante el día?
—Y éste —dijo el vampiro al lado del
siguiente ataúd— es de Wilhelm, mi abuelo. Sabine, naturalmente, lo mordió a él
primero y así él la siguió muy pronto y pudo protegerla enérgicamente en sus
salidas nocturnas. Se llamaba entonces Wilhelm el Tétrico —añadió riéndose para
sí.
—¿Tuvo también él que... adquirir fama?
—preguntó Antón.
—No —respondió el vampiro—, pero siempre
tenía un hambre tremenda.
Antón sintió que le corría un escalofrío
por la espalda.
—¿Y de quién es éste? —preguntó
rápidamente señalando el tercer ataúd.
—Éste es de mi padre —aclaró el
vampiro—, Ludwig von Schlotterstein el Terrible, el hijo mayor de Sabine y
Wilhelm von Schlotterstein. Juntó a él yace mi madre, Hildegard la Sedienta. Mi padre,
naturalmente, ya era vampiro cuando se casaron. Mi madre, ciertamente, no sabía
nada. Sólo estando ya en el Castillo de Schlotterstein...
No siguió hablando, sino que hizo una
mueca y castañeteó sus dientes.
—Sí, y éste —continuó— es mi ataúd.
Puedes incluso meterte en él.
—No, gracias —murmuró Antón—, mejor no.
—¿Por qué no? —exclamó el vampiro
apresurándose a levantar la tapa. El interior del ataúd estaba revestido de
terciopelo negro, que, en ciertos sitios, parecía ya bastante gastado. En la
cabecera había un pequeño cojín negro sobre el cual descubrió Antón sus dos
libros.
—¿Eso es todo? —preguntó decepcionado.
—¿Por qué? —exclamó el vampiro.
—Bueno —dijo Antón—, yo me lo había
imaginado algo más confortable.
—¿Más confortable? —preguntó el vampiro
poniendo una cara sorprendida—. ¿Cómo?
—Quizá algo más..., es..., espacioso
—tartamudeó Antón que sintió que había dicho algo malo.
—¿Más espacioso? —exclamó indignado el
vampiro—. ¿Acaso no hay sitio suficiente? ¡Incluso queda espacio para ti si nos
apretamos un poco!
Al decir esto se metió en el ataúd, puso
los libros a un lado y se estiró cómodamente.
—¿Lo ves? —exclamó—. ¡Todavía hay sitio
para ti!
—Es cierto —murmuró Antón—, no hubiera
pensado en absoluto que fuera tan...
—No tienes que pensar —exclamó impaciente
el vampiro—, ¡sino meterte en él!
—Eh... yo... —dijo Antón acercándose al
siguiente ataúd—. Llevo todo el tiempo preguntándome a quién pertenecerá este
bonito ataúd.
El vampiro levantó la cabeza y gruñó:
—A mi hermana pequeña. Pero ven de una
vez.
—¿Y el de ahí detrás? —exclamó
confundido Antón. ¡Nunca jamás se metería con Rüdiger en el ataúd!
—Ése es de mi hermano —dijo el vampiro
rechinando los dientes—. Lumpi von Schlotterstein el Fuerte.
—¿Y cómo... se llama tu hermana? —Antón
intentó una vez más desviar la atención.
En ese momento oyó una suave llamada que
parecía venir de uno de los ataúdes. Se quedó rígido de espanto. ¿No estaban
solos en la cripta? ¿Le había mentido Rüdiger? Pero también en el rostro del
vampiro se reflejaban la sorpresa y el miedo.
—¡Pssst! —susurró mientras salía
ágilmente del ataúd—. Eso no puede significar nada bueno. Tienes que
esconderte.
—¿Esconderme? —exclamó asustado Antón—.
¿Dónde?
El vampiro señaló un ataúd cuya tapa aún
estaba abierta.
Entonces volvieron a llamar, pero esta
vez mucho más alto y con más fuerza, y ahora pudieron reconocer claramente de
qué ataúd venían los golpes.
—¡Tía Dorothee! —exclamó asustado el
vampiro.
Su rostro parecía de repente aún más
blanco y sus dientes castañeteaban como si tuviera escalofríos.
—¡Rápido, a mi ataúd! —exclamó—. ¡Si tía
Dorothee te encuentra aquí estás perdido!
A Antón se le había metido de tal modo
el miedo en el cuerpo que se dejó arrastrar inconscientemente al ataúd y se
metió dentro.
—¡Y sin rechistar! —le recomendó encarecidamente
el vampiro antes de cerrar la tapa.
Entonces Antón se encontró solo. Una
oscuridad como boca de lobo lo rodeaba, y olía tan repugnantemente que casi se
ponía malo.
Procedente de la cripta oyó la voz del
vampiro:
—Ya voy, tía Dorothee.
Una tapa de ataúd chirrió y entonces
estalló un griterío ensordecedor.
—¡Qué infamia! —aulló una estridente voz
femenina—. ¡Me dejáis morirme de hambre aquí dentro! ¡Diez minutos más y me
hubiera muerto de debilidad!
—Pero, tía Dorothee —dijo el vampiro—,
¿por qué no has abierto tú misma la tapa?
—¿Por qué? —refunfuñó—. Porque estoy tan
agotada que apenas podía llamar. Además, me había desmayado de hambre.
Por los ruidos que siguieron reconoció
Antón que la tía se levantaba del ataúd.
—¡Ay, qué débil estoy! —se quejó—. ¡Si
al menos tuviera algo que comer!
—Pero ¿qué es esto? —exclamó con la voz
de pronto completamente cambiada—. ¡Huelo sangre humana!
A Antón se le paró el corazón. ¡Si ella
lo encontraba allí...!
—Pero tía —dijo el vampiro—, eso es
completamente imposible. Debes de estar equivocada.
—Yo nunca me equivoco —declaró la tía—.
En cualquier caso..., también podría venir de fuera...
—Quizá está paseando un hombre con su
perro en este momento —dijo el vampiro—. De todas formas, ¡apresúrate antes de
que se vaya!
—¡Tienes razón! —exclamó excitada la
tía—. ¡Si no me doy prisa se habrá marchado!
Antón oyó cómo se precipitaba escaleras
arriba y echaba la piedra a un lado. Después todo quedó en silencio. Antón
contuvo la respiración y
escuchó atentamente. ¿Se había ido
también Rüdiger? Pero entonces oyó leves pasos escaleras abajo e inmediatamente
levantaron la tapa del ataúd.
—Hola —dijo el vampiro riendo
irónicamente.
Antón levantó la cabeza y preguntó
cauteloso:
—¿Se ha marchado?
—Claro —se rió el vampiro—, está
buscando al hombre del perro.
Antón se había sentado en el borde del
ataúd. Se sentía muerto de cansancio.
—No tienes una pinta especialmente
animada —dijo el vampiro.
—Quiero irme a casa —murmuró Antón.
—¿A casa? —exclamó el vampiro—. ¡Pero si
la noche acaba de empezar!
Antón sólo negó en silencio con la
cabeza.
—Está bien, si quieres —gruñó el
vampiro—, podemos volar de vuelta. ¡Pero no olvides tus libros!
Apenas diez minutos después Antón estaba
echado en su cama. Miró una vez más a la ventana que había cerrado al entrar,
tras la que la noche se veía negra y extraña. Después cerró los ojos y se
durmió.
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